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El rojo es más fácil de ver si te da por huir

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Margaret Atwood, en un cameo en The Handmaid’s Tale, con Elisabeth Moss. Imagen: Hulu.

Nolite te bastardes carborundorum. No rechinen los dientes, es la frase de moda. Desde 1985, el aserto dejó de ser un idiota trabalenguas entre estudiantes de latín para convertirse en un santo y seña. Un código de molonez. Si sonreías con complicidad o contestabas «Under his eye» (o «bajo su mirada», tampoco el inglés era preceptivo) conocías la ubicación de la república de Gilead. Habías leído El cuento de la criada, de la archirreconocida escritora canadiense Margaret Atwood. Formabas parte del club. Hasta ahora.

La adaptación televisiva de la novela (que en España pudo verse en HBO) ha democratizado estas contraseñas cómplices, popularizándolas entre los miles de espectadores que degluten sus capítulos con una repugnancia perpleja. Hasta el crítico menos espabilado le regaló en su momento ya la etiqueta de «serie del año», mucho antes de resultar ganadora del Emmy a la mejor serie dramática. Una producción «importante», decían. De las que instauran y descifran códigos: si hoy se cruzan con dos mujeres con hábitos rojos y níveas cofias que caminan en silencio, sabrán que el suyo es un mudo acto de protesta. Ayer serían dos amish extraviadas o excéntricas participantes de un carnaval a destiempo.

A pesar de convertirse en best seller mundial poco tiempo después de su publicación y traducirse a más de cuarenta idiomas, en España el libro de Atwood ha dormitado en pocas estanterías durante estas tres décadas. Deambuló por tres editoriales (Seix Barral, Ediciones B y Bruguera), pero no se convirtió en el clásico canónico (ni siquiera feminista) que es en el resto de países. De la película1 que lo adaptaba nos enteramos de oídas, más o menos lo mismo que de las óperas, los ballets y diversas representaciones que lo amplificaron. Tampoco fue singularmente celebrado cuando se galardonó a Atwood con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2008. El cuento de la criada se desdibujaba entre las glosas a la oracular reputación de la autora y su versátil y extensa producción.

Ahora, al calor de la serie, la novela ha sido hábilmente reeditada (por Salamandra) y escala puestos en los rankings a velocidad de crucero. Una historia común, rescates literarios más marcianos se han visto. Pero ¿por qué El cuento de la criada hoy y no ayer? ¿A qué viene esa faja de «El libro de cabecera de una nueva generación» si fue escrito hace treinta años? ¿Es Atwood una visionaria, una profeta?

Una mujer. Un árbol. Una cuerda

Las historias —las mejores, al menos— siempre germinan de un lugar impreciso, amurallado entre la verdad y algo que podría serlo. Esta empezó el día que Margaret Atwood descubrió que era posible morir dos veces. En su familia, mucho tiempo atrás, había ocurrido. O eso contaban. Corría 1680 en la pequeña aldea de Hadley (Massachusetts), le relató su tía2, cuando los puritanos lugareños acusaron a una mujer llamada Mary Webster de brujería. La ahorcaron, quizás de noche, a buen seguro en un árbol. Pero la mataron mal, porque a la mañana siguiente aún respiraba, y siguió haciéndolo los siguientes catorce años. Aquellos aldeanos colgaron a una presunta bruja y descolgaron del árbol a una leyenda: Half-Hanged Mary (Mary ‘Medio-Colgada’ o ‘Medio-Ahorcada’), como se la conoció a partir de entonces.

Atwood paladeó el relato con saliva literaria. Desempolvó documentos, consultó registros, rastreó su árbol genealógico en busca de las huellas de aquella mujer. Resultó que «Webster» fue el apellido de soltera de su abuela y, según los papeles, sus raíces se remontaban a John Webster, el quinto gobernador del estado de Connecticut. Podría ser verdad. Un árbol. Una mujer. Una cuerda. «El lunes, mi abuela dijo que Mary era su antepasado, y el miércoles decía que no lo era», contó Atwood. Si no era verdad, podía ser algo contiguo a ella.

Se inventó unos ojos azules, y le dedicó un poema. Claveteó la crueldad y la injusticia en «The Half-Hanged Mary», unos versos que dejan gusto a vinagre en la garganta.

[…]

When they came to harvest my corpse
(open your mouth, close your eyes)
cut my body from the rope,
surprise, surprise,
I was still alive.

Tough luck, folks,
I know the law:
you can’t execute me twice
for the same thing. How nice.

I fell to the clover, breathed it in,
and bared my teeth at them
in a filthy grin.
You can imagine how that went over.

Now I only need to look
out at them through my sky-blue eyes.
They see their own ill will
staring them in the forehead
and turn tail.

Before, I was not a witch.
But now I am one.

[…]

Atwood no solo estaba creando una cala de admiración en torno a una mujer improbable, muerta o quizá inexistente. Estaba edificando su particular distopía. Era primavera en 1984 cuando comenzó a escribir El cuento de la criada en Berlín, y al otro lado del telón de acero los ecos de Orwell resonaban en las paredes de su apartamento. Cuando se dispuso a accionar las teclas de aquella máquina de escribir alquilada, optó por dar una vuelta de tuerca. Un desvío inusitado. Tras empaparse de toda la ciencia ficción imaginable, utopías, distopías y especulaciones varias, decidió que no escribiría una ficción distópica al uso, cimentada sobre la hipótesis esencial (¿podría esto pasar aquí?) del género. No perseguía que el lector sintiera que esa historia podría ser verdad en un futuro aterrador. Tenía que serlo. O al menos, algo contiguo a ella. Como Mary.

Cumplió esa íntima orden con disciplina marcial. Si lo escribía, debían existir precedentes. Para ello se alimentó de lo vivido y, sobre todo, de lo narrado por otros. De sus viajes a la Polonia ocupada le impactó la frase de un disidente: «Reza por no tener nunca la oportunidad de ser un héroe». Durante los últimos estertores del bloque soviético, aprendió la quebradiza estructura de hasta el más sólido orden social: «En determinadas circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier momento». De allí sacó las ejecuciones grupales, las quemas de libros o las leyes suntuarias. De manera casi psicótica, almacenó recortes, informes y publicaciones3 que hablaban sobre el programa Lebensborn de las SS, el robo de niños durante la dictadura argentina o la Gestapo. Políticas represivas de control de natalidad. Clitoridectomías. La historia de la esclavitud. Las cartillas de racionamiento. La revolución islámica de Irán. «Los cambios pueden ser rápidos como el rayo». Miró hacia atrás y también al frente. Le sobraba material. Y terror.

Su agente literaria se alarmó al verla tan desmejorada. «Es la nueva novela. Me asusta. Pero tengo que escribirlo», le dijo.

Una silla, una mesa, una lámpara

Y así, como una alfombra hecha de trapos trenzados, Atwood se valió de fragmentos de realidades viejas —o no tanto— para ensamblar una realidad nueva. La de Gilead, que, si han leído hasta aquí, ya les habrá escalofriado por pantalla o en papel. El cuento de la criada se desarrolla en unos Estados Unidos en los que, tras un levantamiento puritano y un desastre radiactivo, se ha instaurado un Estado teocrático y totalitario sustentado en la represión férrea de las mujeres. Han sido clasificadas y etiquetadas: las «esposas» (mujeres de los comandantes y altos cargos, la élite), las «tías» (milicianas encargadas de someter a las futuras criadas), las «marthas» (ayuda doméstica) y las «criadas»4 (las matrices con patas, que engendran a los hijos de las esposas estériles). Para las infértiles o rebeldes no hay horizonte más allá de pudrirse en las escombreras genéticas de los campos de concentración. Cada una viste un color característico.

Narra Offred, o June. Una Mary Webster, una criada más. Una esclava. Tiene una silla, una mesa y una lámpara en su habitación. Nada a lo que se puede atar una cuerda. Su misión es la de todas las demás, también alimentadas como ganado: proporcionarle descendencia al matrimonio que la posee, en un plazo de tres años. Y así sucesivamente, de familia en familia, so pena de ejecución pública y festiva. Para cumplir el sagrado objetivo procreador se celebra la Ceremonia una vez al mes. Un ritual lúgubremente ridículo y ortopédicamente cruel, en el que Offred se tumba abierta de piernas sobre el regazo de la esposa, que la sujeta de las muñecas. Mientras la criada mira al techo, el comandante la penetra sin que pueda atisbarse un gramo de piel. No es una orgía, ni cabe deleite alguno: es un escrupuloso cumplimiento de las reglas. Las reglas bíblicas.

La retorcida y grotesca estampa, quizá la más perturbadora de El cuento de la criada, también ocurrió. No en la Alemania nazi, ni en Ruanda o bajo el yugo de uno u otro signo. El antecedente está en la historia de Jacob y sus dos esposas, Raquel y Lía, y las dos criadas de estas:

Viendo Raquel que ella no daba hijos a Jacob, tuvo envidia de su hermana y decía a Jacob:

¡Dame hijos o, si no, me muero!

Entonces se encendió la ira de Jacob contra Raquel, y le dijo:

¿Estoy yo en lugar de Dios, que te privó del fruto de tu vientre?

Ella le dijo:

He aquí mi sierva Bilha. Únete a ella, y que dé a luz sobre mis rodillas, para que así yo también tenga hijos por medio de ella. (Génesis, capítulo 30, versículo 1).

Aún no había caído el Muro y El cuento de la criada ya invitaba a imaginar que the land of freedom acababa bajo la bota de puritanos enloquecidos que preservaban sus biblias con cerrojos. Atwood era consciente de que tenía entre las manos una premisa de difícil digestión para esos tiempos. Un empeño arriesgado. «¿Iba a convencer a los lectores de que en Estados Unidos se había producido un golpe de Estado que había transformado la democracia liberal existente hasta entonces en una dictadura teocrática que se lo tomaba todo al pie de la letra?», se preguntaba. Como respuesta recibió dos reconocimientos antagónicos: la novela entró simultáneamente en las listas de lecturas de los estudios sobre la mujer y en la de los libros prohibidos en colegios e institutos de lugares como Texas.

Atwood formuló una realidad apocalíptica, demencial, nítidamente aterradora. Fascismo bíblico. Una ficción especulativa con sonoro escobazo («Ahora mismo esto no os parece lo normal, pero dentro de un tiempo lo será», arenga una de las tías a las criadas durante su instrucción) dirigido, fundamentalmente, a Occidente, que devoró ejemplares con fruición. «Pero la novela no es una predicción, es una antipredicción», ha repetido, mansamente, en cada entrevista que ha concedido en los últimos treinta años. «Si este futuro se puede describir de manera detallada, tal vez no llegue a ocurrir. Pero tampoco podemos confiar demasiado en esa idea bienintencionada», remacha, en el prólogo del libro.

Trump. Reagan. El rojo

«Claro que puede ocurrir. Mira Irán», se farfulla entre dientes en las tertulias de sofá. Se da un extraño consenso en torno a que El cuento de la criada —más bien, su adaptación televisiva— ha resurgido en un momento «especialmente oportuno» y hasta «necesario». Se ha vuelto relevante. Tras cada capítulo, muchos espectadores se descubrieron nublados por una bruma de preocupación social: ¿Podemos llegar a eso? Es más, ¿hay ya síntomas de que nos despeñamos hacia allí? Los escalofríos de reconocimiento se esparcen por las redes. Al tiempo, se encadenan los artículos que correlacionan la sociedad de Gilead con el momento actual, afianzando la idea de que esa pesadillesca fantasía distópica no es el recuerdo de un pasado traumático, sino el presagio de una inminencia. «Es tan rabiosamente contemporánea que no parece ciencia ficción», se llega a decir. «Es pertinentemente aterradora».

Se buscan (y se encuentran) las resonancias: El grab them by the pussy. Las leyes aprobadas en Texas que permiten a los médicos mentir a las mujeres embarazadas si detectan anomalías en el feto. El Estado Islámico. Boko Haram. La cacería de homosexuales en la Rusia de Putin. Los talibanes envenenando niñas en colegios de Afganistán. El muro de México. España, donde aumenta el número de mujeres asesinadas por violencia machista en el presente año. El cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizarescomparando el feminismo con el nazismo, y llamando a defender a la familia cristiana del «imperio gay». Italia instaurando un «día de la fertilidad» basado en indisimuladas presiones a las mujeres para quedarse embarazadas. No es un espacio contiguo: es la realidad presente.

Y, claro, Trump. Él y la novela de Atwood han compartido protagonismo en titulares atrapaclics desde el pasado febrero: «En la América de Trump, El cuento de la criada importa más que nunca», se asevera. «Una guía de supervivencia para tiempos aciagos», «Vivimos en la distopía reproductiva de El cuento de la criada», rotulan. Y, aunque la caracterización ya había sido usada antes, se han multiplicado las acciones de protesta con mujeres reproduciendo el atuendo de las criadas, sentadas en silencio en salas legislativas donde se ponen en juego sus derechos fundamentales. «Make Margaret Atwood fiction again»5 rezaba uno de las pancartas de quiénes protestaron en Washington el día de la toma de posesión de Trump.

La propia Atwood no ha sido ajena a esta resurrección: «Tras las recientes elecciones en Estados Unidos, proliferan los miedos y las ansiedades. Da la impresión de que las libertades civiles básicas están en peligro, también muchos de los derechos conquistados por las mujeres a lo largo de las últimas décadas, incluso a lo largo de los siglos pasados», explica. No obstante, la serie no trata de ser un espejo, ni una profecía contemporánea. El proyecto arrancó mucho antes de que el actual presidente fuera siquiera un candidato republicano viable.

Es difícil abstraerse a los paralelismos con la era trumpiana, pero la propia Atwood hace el esfuerzo: El cuento de la criada fue escrito después de la elección de Ronald Reagan. Ese es su contexto: un periodo poderosamente perverso con las políticas sexuales, con referencias al sida, al fundamentalismo de cuáqueros y baptistas, y al movimiento antiporno. Los republicanos llegaron al poder enarbolando la bandera de la restauración de los valores familiares y el bloque soviético diseminaba aún espías en cada esquina. Por muy robusto que sea el antifeminista actual, palidece al lado del odio que se orquestaba en los ochenta hacia el movimiento. Phyllis Schlafly y Tammy Faye Bakker nos resultan ya nombres lejanos y muchos de los peligros de ese fanatismo, desfasados y caducos. Diga lo que diga la faja, no es esta generación. «Era la época de la Trump Tower y la cocaína, el sida y el “Just Say No”», recuerda Emily Nussbaum.

La serie ha intentado vivificar ese panorama ochentero incluyendo referencias actuales (Tinder, Uber, los selfies), pero el relato original es lo que es: un reflejo de otra era. Una que —quién lo niega— podría volver y hacernos retroceder a la velocidad del rayo, pero de momento no ha ocurrido. Y no es que no estemos viviendo nuestra particular pesadilla, simplemente no se llama Gilead. Nuestros infiernos difieren, disculpen la obviedad. Algunos columnistas estadounidenses han tratado de calmar ese tremendismo, esa sensación de inminencia apocalíptica, con dosis de serenidad. Entre ellos destaca la escritora Rebecca Traister, que pone el acento en cómo —a diferencia de lo que ocurre en la novela— la adhesión a las marchas a favor de los derechos de la mujer no es «testimonial», como en la distopía de Atwood. «Proporcionalmente, casi cincuenta veces más americanos se manifestaron a favor de los derechos de las mujeres en enero de los que lo hicieron en 1970. De hecho, la Marcha de Mujeres fue la manifestación política más grande en la historia de la nación», recuerda.

Nadie, ni la propia Atwood, hace ingenuas llamadas al optimismo respecto a nuestro presente. «Las mujeres han sido advertidas de que los derechos ganados con esfuerzo pueden ser solo provisionales», apunta. Detecta la misoginia. La combate con fábulas cautelosas o con artefactos que ponen a pensar. Pero más que una invitación a la lucha, en el mensaje de Atwood crepita un llamamiento al poder del relato, de la esperanza de un futuro lector. De un compromiso más íntimo y menos tuiteable. «En este clima de división, en el que parece estar al alza la proyección del odio contra muchos grupos y extremistas de toda denominación manifiestan su desprecio hacia las instituciones democráticas, contamos con la certeza de que, en algún lugar, alguien —mucha gente, me atrevería a decir— está anotando todo lo que ocurre a partir de su propia experiencia. O quizá lo recuerden y lo hagan más adelante, si pueden». Como hizo ella con Mary. Como hizo la propia June. Y alguien antes que ella:

Nolite te bastardes carborundorum.

Tallado en un recodo de ese armario, el latinajo le susurraba: «No dejes que los bastardos te jodan».

Aunque lleves un vestido rojo y te dé por huir.

___________________________________________________________________________

Dejen sepultado en el olvido este engendro perpetrado en 1990. Ni el guion del nobel Harold Pinter ni la interpretación de la oscarizada Faye Dunaway reflotan el esperpento.

La propia Atwood le contó esta anécdota a la periodista Rebecca Mead.

El archivo empleado por Atwood se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Toronto, donado por la autora.

En realidad, el término adecuado sería «doncella», pero la edición española optó por el término «criada«.

Nótese el juego de palabras con el lema de campaña de Trump («Make America great again») y algo así como «Convirtamos de nuevo a Margaret Atwood en ficción».

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19 Comentarios

  1. Quizá para complementar esta crítica, merece la pena esta otra (vía Cristian Campos):
    https://t.co/Wl6LmgTrNi

    • El rojo, por ser el color que está al borde inferior de frecuencias visibles por el ojo humano y pese a su llamatividad cuando está bien iluminado, es el color que antes desaparece de la vista al disminuir la luz, convirtiendose en negro casi de inmediato. Dicho todo esto resulta el color, aparte del negro, más difícil de ver.

      • Cierto, pero no creo que eligiera el rojo únicamente por su visibilidad. Es un color relacionado directamente con la mujer y mas con las criadas por ser el color de la sangre (con la regla, el parto…). En Japón por ejemplo es el color con el que identifican a la mujer (para diferenciar los baños por ejemplo, la tela de la entrada es roja-mujeres y azul-hombres).

  2. Deep Blue

    Y si la opresión no existe nos la inventamos.

  3. Maravillosa serie, con claras referencias a lo que podría ocurrir en una sociedad en la que una clase dirigente, autoritaria, despótica y caciquil, tomará una serie de medidas y se apoyaran de unas fuerzas armadas contudentes, que siguieran punto por punto, precepto por precepto, ley por ley, lo que dictará el gobierno teocrático de turno. En algunos países si observamos ya ocurren determinadas ofensas a la falta de derechos de la ciudadanía, ese machismo exacerbado, esa confesionalidad estatal disfrazada de un integrismo apabullante en el que bajo la bandera de la religión se hacen atrocidades, se limitan libertades públicas, y hace que sólo las élites puedan disfrutar de una autonomía e independencia, teniendo al resto del pueblo sojuzgado defendiendo unos valores puritanos que ellos la mayoría de las veces se saltan. La serie da miedo,temor, pavor, produce turbación, quizá porque no llega a la distopía ya que reconocemos acciones, pensamientos, y sentimientos en nuestra sociedad actual. Ese juego, esa tensión, ese thriller, esa sorpresa, hacen de esta serie una obra maestra. Elisabeth Moss hace una actuación extraordinaria (de las mejores que han visto mis ojos sin lugar a dudas, exhibición de versatilidad interpretativa). El guión sobresaliente, el resto de actuaciones secundarias impecables, la dirección un auténtico lujo. Espectáculo televisivo de primer nivel, seguimos en la edad de oro televisiva, gracias principalmente a unos guiones magníficos.

  4. De las mejores series del año, quizás la mejor. Todo en ella es perfecto. Sin embargo, parece que cuando se realiza una crítica a la misma o al libro en el que se basa, sólo se resalta la parte más feminista. En Gileand la opresión se lleva a toda la sociedad menos a los miembros del partido. Se ejecuta a disidentes, gays, lesbianas, curas y demás. Últimamente he visto varias críticas a la serie en la que una mujer compara la situación de las mujeres de nuestro «mundo occidental» con lo que sufre June en esta historia. Me parece que existe un ansia desmedida a la autoflagelación en este sentido, sobre todo cuando la situación de la mujer en muchos países (Irán, Arabia Saudí por poner 2 ejemplos claros) es casi similar a Gileand. La situación de la mujer occidental es seguramente mejorable, pero casi a la par de la de los hombres. Y animo a que se avance en lo poco que queda para llegar a la igualdad total. Pero quizás haga falta más realismo y menos postureo.

  5. Reconozco, como buen hijo de vecino, que jamás busqué entender las pocas diferencias psicológicas que nos diferenciaban de las mujeres. Hay que hacerlo, aunque solo sea por curiosidad. Estaban allí y basta, era normal, justo y necesario prescindiendo de las creencias, pero había autores que a esa diferencia dedicaron parte de sus esfuerzos. Una muestra es el inolvidable monólogo de Jack Nicholson dentro de la iglesia en “Las brujas de Eastwick”. No daba ninguna respuesta, solo hipótesis: que eran una broma, o un error de Dios etc.etc. Creo que encontré una respuesta en un libro de poca monta, de esos que se compran para leerlo en un viaje. Obvia, de tan obvia que se hace invisible. Había un diálogo entre marido y mujer, él, trabajador edil, en sudadera, comiendo con rabia y ella tejiendo, absorta en la trama. Él le decía que el hijo varón, evidentemente su ayudante, tenía que seguir con los estudios, pero los necesarios, no más allá, porque tenía que ser más grande que su padre, ganar más, etc etc. Su mujer, sin perder el hilo de la trama, le contestaba que para ella su hijo estaba bien como estaba.
    Él, dejando de masticar, le preguntó casi con fastidio, para qué los había traído al mundo.
    Ella respondió para cuidarlos.
    Él le contestó confuso ¿Para cuidarlos? ¿De grande también?
    Ella: Pues claro, de otra manera se olvidaría que es un hijo.
    Él, como tantos escritores contestó “¡Pero, quién entiende a las mujeres!”
    Ella, que había terminado el calcetín de su marido le pidió que se lo probara.
    Él le respondió con desprecio que no le gustaba.
    Ella le dijo que esperara el invierno.
    Trabajadores ediles de este calibre los hay por todas partes. Y a veces pueden tomar el poder.

    • No entiendo el ejemplo. Vamos, que el padre quiere que su hijo estudie y lkegue mas lejos de lo que el llegó (aunque solo admita hasta cierto punto), y la madre que no, que así con mamá toda la vida está muy bien……y el problema es el padre?

  6. Levi Levine

    No sé por qué, pero esta lectura me ha traído a la mente el espinoso, controvertido y actual asunto de la «maternidad/paternidad subrogada».

    • es que esa es una de las analogias mas interesantes de la novela, hasta que punto, las mujeres vientres de alquiler son libres y lo hacen por gusto… de cara a la galería, las mujeres de Gilead lo hacen por gusto, felices de ayudar, pero la verdad es otra y se tapa…se miente, se dice que lo hacen de manera voluntaria… llegará a pasar algo parecido con los vientres de alquiler? Pues… quizás

  7. Provocación

    Por curiosidad…¿cómo os defenderíais las mujeres llegado el caso, hipotéticamente?
    Por favor, recuerden que estamos en el s.xxi y lo de la fuerxa física ya no cuela.

  8. Serie maniquea y oportunista, con agenda liberaleta que viene a regodearse con el absolutismo actual del correcionismo político de la nueva izquierda, que intenta inútilmente ser feminista, pro lgbt, anti islamofobico, anti racista, anti capitalista y consumista y domocraticos al mismo tiempo; en medio de esta maraña de idioteces la serie le cae como anillo al dedo a todos estos movimientos fascistas de la ideología de genero y la seudoizquierda, que ven en ella una buena justificación para su paranoia; irónicamente la antiutopia que plantea la serie calza como anillo al dedo al compararla con las sociedades islamicas actuales, pero no hay que decirlo fuertemente porque podrían tacharla de islamofobica, mejor meterse con los movimientos evangélicos norteamericanos que apoyaron a Trump, los cuales le tienen repugnancia al sexo y aquí legalizan la violación por un pasaje pedorro del antiguo testamento, lo peor de todo es que la serie plantea que las mujeres estan quedando infertiles de forma masiva por cierta contaminación que nunca aclaran, como también el cómo un grupo de paletos tomaron el poder de la nación más poderosa del mundo de la noche a la mañana y de yapa le cambiaron el nombre, pero lo peor de todo es que si la serie denuncia el horror de la legalización y sacralización de la violación ¿porqué corno la justifica?

    • 1- todos se saludan con frases hechas al mejor estilo salam aleikum … aleikum salam… 2- Las mujeres no pueden salir solas a la calla… 3- Las mujeres no pueden trabajar ni estudiar… 4 – Las mujeres deben vestir con decoro… Obviamente habla del islam….

  9. El que crea que esto es una novela «molona» y no una crónica de lo que se nos avecina y de lo que es en muchos paises ocurre ya si lo traspones, que siga feliz y no se quite la venda. ¿Quien diría a las mujeres iranies o afganas de los setenta; universitarias, hippys, autónomas económicamente que volverían a ser un útero de producir «soldaditos», un saco de músculos para servir a su suegra en todo lo que ordene y dicte y una vagina donde su marido libere su tensión diaria. España esta a un paso ya de volver a estos tiempos con tanto sacerdote subiendo al cadalso a todo librepensador que les critica. ¿O creen normal que jóvenes se estén jugando cárcel acusados de agredir sentimientos religiosos?

    • Carlitos

      !Halaaaaaaa!! Vaya tela. «España está ya a un paso de volver a estos tiempos…» ¿pero de verdad te crees esto? Tío/a, deja de leer yahoo! respuestas como si fuera tu libro científico de cabecera.

      Que se quiera exagerar un poco para magnificar un comentario y darle un poco de pulso literario, tiene un pase. Pero de ahí a decir, sin despeinarse, que mañana mismo volvemos al siglo XII…

  10. No saquemos las cosas de quicio… es una novela interesante, de la que hubo en los 90s una pelicula interesante y ahora una serie de television, menos interesante que el libro, menos interesante que la pelicula de los 90s… pero muy muy promocionada. La serie, esta de la que hablan, esta bien, pero tiene mucho de culebron y algo de morbo sado maso… Un poco de 50 sombras y un poco de Acacias 38, folletín sado maso… pero basado en una novela que esta muy bien y vale la pena leer… Decir que esta es la gran serie de la temporada? Es sacar las cosas de quicio… Hubo series mucho mejores como The Leftovers que se quedaron sin premio y me parece que lo merecían mas.. aunque si, lo que vende es el culebrón con ideología de genero y eso es lo que se esta premiando

  11. Es mejor «criada» que «doncella» porque la segunda palabra tiene varios sentidos y entre ellos el de «mujer virgen».

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