Ciencias

El nacimiento de una metáfora

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Fotografía: Sam Burnett (CC).

[Salviatina y Simplicia pasean bajo un hermoso sol primaveral y dialogan una vez más.]

—Las ciencias nacen desnudas y temblorosas, Simplicia, como bebés recién alumbrados. Sus madres no pueden sospechar, como las de los hijos reales, hasta dónde llegarán sus vástagos. ¿Se alzarán frente a la ignorancia, cambiarán las vidas de millones de seres, dominarán el mundo? ¿O fracasarán, serán olvidadas y reemplazadas por otras más fértiles? En el comienzo de la vida el futuro está cubierto de la niebla más opaca, y como para cada una de nosotras, la incógnita sobre cuándo floreceremos…

—¡O si floreceremos!

—O si floreceremos en absoluto, sí; esa incógnita, te decía, es lo único real. Qué poco podría haber imaginado Tales, por aquel siglo VI de antes de nuestra era, el punto hasta el que su «filosofía natural» se haría fuerte, tomaría un armazón matemático del genio de Newton y llegaría a transformar el entendimiento de todo lo material, desde lo más pequeño a lo más grande.

—Conozco mis rudimentos de historia de la física, compañera. Como la química, que nació de las viejas prácticas alquímicas; o la geología, de la mano de las primeras descripciones geográficas de Plinio el Viejo. ¡Qué tiempos aquellos, donde todo estaba por descubrir! ¡Quién los hubiera vivido!

—No te dejes llevar por el síndrome de la Edad de Oro, Simplicia: incluso hoy están naciendo ciencias nuevas. Algunas verán días brillantes; otras se perderán en los estratos profundos de las bibliotecas, entre páginas olvidadas.

—Y ¿cómo distinguir unas de otras, Salviatina? Probemos tu sagacidad por si pudiera ofrecernos algunas pistas. Aunque lo complejo de la materia me inspira poca confianza.

—Bien dices, mi irónica amiga. Ciencias que nacen prometedoras pueden terminar avergonzando a sus potenciales estudiosos tan solo una generación más tarde. Me viene al magín (y qué apropiada expresión) el caso de la frenología, que pretendía dar con la relación entre las formas de la cabeza humana y la personalidad del sujeto portador de tal cabeza.

—Simplicia me llamo, pero no he de ser tan simple como para creer semejante bobada.

—Pues entre los veinte y los cuarenta del siglo XIX se tomó francamente en serio. Tan en serio como pudieron tomarse en sus días el psicoanálisis freudiano, el positivismo criminológico de Lombroso o la antropología física de Broca. Es fácil estampar la etiqueta de pseudociencia en un libro antiguo, devolverlo a su polvoriento anaquel y nunca más mirar atrás. Pero no debemos perder de vista el contexto de épocas pasadas. Antes al contrario…

—¿Sí, Salviatina?

—Estoy dando ahora mismo con un ejemplo de anteayer mismo, con lo que el ejercicio de imaginación para ubicarnos en la trama histórica se tornará mucho más sencillo. ¿Has oído hablar de Lakoff?

—Desde luego: el padre de la lingüística moderna…

—Mucho me temo, Simplicia, que estás confundiendo a George Lakoff con Noam Chomsky, algo que poca gracia haría a cualquiera de los dos. La ciencia de la lingüística debe mucho a Chomsky y también a Lakoff, pero no fueron los primeros lingüistas. Tal honor quizá pueda recaer en Humboldt…

—¿Alexander von Humboldt, el gran naturalista de finales del XVIII?

—Más bien su hermano mayor, Wilhelm von Humboldt. Brillante familia, desde luego. Wilhelm desarrolló su carrera en el ámbito de la pedagogía y la filosofía política; solo fue de camino que contribuyó a la fundación de lo que hoy conocemos como lingüística. Chomsky elaboró su hipótesis de la sintaxis generativa a partir de la visión de Humboldt de la lengua como «un sistema de reglas que hace infinito uso de medios finitos». Pero la huella del hermano mayor de los Humboldt no quedó ahí: estableció también la base de una importante hipótesis que conformó muy pronto el pensamiento de Lakoff. Te hablo de la relatividad lingüística, más conocida como «hipótesis de Sapir-Whorf».

—Ah, ya. «La lengua establece los límites de la realidad interpretada», o algo de ese estilo. Pensé que ese postulado no gozaba ya de demasiado crédito.

—No en su versión fuerte, en efecto. Nadie piensa ya que gentes cuya lengua no haga distinción entre el color azul y el verde sean efectivamente incapaces de percibir la diferencia cromática. Sin embargo, sí hay una versión débil del postulado, que viene a afirmar que la lengua matiza nuestra percepción. Emanuel Bylund, lingüista sueco, realizó un experimento con el que pareció probar que la percepción del tiempo se ve alterada si se manipulan las metáforas que la describen.

—¡Cómo! Por favor, Salviatina, no dejes de ilustrarme.

—Resulta, Simplicia, que este Bylund propuso a varios grupos de sujetos experimentales…

—¿Quieres decir «cobayas humanas»? Ah, perdona la broma. Con tantas pullas volando a la cara del cientificismo una termina acostumbrándose.

—Sujetos experimentales, cobayas… ¡Al menos el experimento no terminó con la disección de los cerebros de los participantes! El caso es que Bylund, como decía, puso a varios grupos de personas a estimar la duración de cierta animación sencilla, aunque con una pequeña trampa. Uno de los grupos estaba compuesto de personas monolingües en sueco; otro, de hablantes exclusivos de español.

Resulta que la metáfora predominante en sueco para tratar de duraciones implica longitud, mientras que la más habitual en español es de cantidad: mucho tiempo, poco tiempo. Naturalmente, Bylund añadió también un grupo de control bilingüe en español y sueco.

—¿De dónde sacaría un grupo de personas bilingües en español y sueco? Pero continúa, por favor.

—Una animación mostraba una línea haciéndose más larga, mientras que la otra consistía en un vaso que se iba llenando. Resultó que podía manipularse hasta cierto punto la estimación de la duración de las animaciones si se engañaba a los grupos monolingües alterando la velocidad de reproducción de la animación que mejor reflejara su metáfora temporal predominante. Los hablantes de sueco sobreestimaban el tiempo que tardaba una línea en crecer si esta era más larga; por su parte, los de español presentaban el mismo sesgo con vasos que se llenaban mucho. Al revés, sin embargo, no ocurría: a un español le daba lo mismo cómo fuera de larga la línea al final, y a un sueco cómo de lleno estuviera el vaso. Los bilingües, por su lado, no mostraron desviaciones claras.

—¡Un gran argumento a favor de Sapir-Whorf!

—Versión débil, recuerda.

—Versión débil, cierto. Pero, amiga Salviatina, ¿qué tiene que ver Lakoff con todo esto? ¿Y por qué me decías antes que confundir a Lakoff con Chomsky no habría agradado a ninguno de los dos?

—Te contestaré primero a la segunda pregunta. La lingüística, como ciencia joven que es, aún está sujeta a las grandes convulsiones que comporta la pubertad. Lakoff y Chomsky fueron protagonistas, cada uno desde un bando, de lo que dio en llamarse la «Guerra Lingüística». Chomsky disparó primero con su hipótesis de la gramática generativa transformacional. Ya veo tu cara de espanto, Simplicia. Resumiendo lo máximo posible, aun con el riesgo de quedarnos con una caricatura: Chomsky afirmaba que existe una estructura profunda del lenguaje, innata al ser humano, que deviene en las formas visible de los idiomas mediante un repertorio de transformaciones sistemáticas en las que no tenemos por qué detenernos. El sentido, o la semántica por usar el término técnico, surge de la sintaxis; es decir, del orden de las palabras.

—Intento acomodar mis neuronas alrededor de lo que me acabas de contar. ¿Y Lakoff, entonces?

—Lakoff fue discípulo de Chomsky, hasta que un buen día se descolgó, junto a otros revolucionarios, con una hipótesis alternativa para el origen del lenguaje. ¡Y no cualquier hipótesis! Lakoff formuló una imagen en el espejo de la tesis chomskiana, en la que era la semántica la que determinaba la sintaxis. La llamó, casi buscando gresca, semántica generativa; con ello comenzó una avalancha de artículos y contraartículos en la que las dos partes afirmaban que la otra no entendía su punto de vista de la forma más insultante posible.

—No comprendo la animadversión, pero sí el debate. Sospecho que ambas partes pueden tener su parte de razón en este magnífico embrollo. Después de todo, a la naturaleza parecen gustarle los ciclos, las circularidades, los bucles… ¿No fue Hofstadter el que propuso el concepto de bucle extraño, una retroalimentación entre distintos niveles descriptivos en sistemas complejos?

—¿Hofstadter, el de The Big Bang Theory? Vale, vale, me estoy quedando contigo. Tienes toda la razón, Simplicia. La antipatía es una respuesta humana, pero no es necesaria y desde luego, no debería ser inevitable. Hace falta ser una genuina buena persona como tú para darse cuenta de ello. En lo que respecta al padre del bucle extraño, Douglas Hofstadter: es hijo de Robert Hofstadter, físico, premio Nobel en 1961, y según se dice inspirador del nombre del personajillo televisivo. Por cierto, entre sus honores contaba el haber sido nombrado miembro de la Fundación Alexander von Humboldt. ¿Es o no el mundo un lugar pequeño?

—También a mí el Hofstadter de la serie se me antoja bastante pequeño. Agradezco, por otro lado, tu buena opinión sobre mí, aunque me veo obligada a recordarte que ello no te va a librar de la explicación que me debes…

—Que yo, como amiga tuya que soy, te voy a pagar. Lakoff, en parte como consecuencia de este rifirrafe, terminó dando carta de naturaleza a toda una nueva rama de la ciencia: la lingüística cognitiva. Todavía no sabemos hasta qué punto sus postulados resistirán el embate de los científicos y su tempestuoso océano de papers, pero hay en ella alguna afirmación comprobable que, por añadidura, resuena con fuerza en campos tan aparentemente alejados como la sociología y la política.

—En ascuas estoy. Sigue, te lo ruego.

—Sigo. Lakoff afirmó que el sistema conceptual en cuyos términos pensamos y actuamos es de naturaleza metafórica. La metáfora es, entonces, mucho más que una figura estilística: es la conexión básica entre conceptos que nos permite razonar y hablar. Por tanto (atención a esto) las metáforas que escogemos y, más aún, las que escogen para nosotros moldean nuestra percepción de la realidad.

—Fascinante.

—Lakoff propuso muchos ejemplos. Las descripciones de un debate suelen ceñirse a un trasfondo metafórico que proviene del lenguaje bélico: los argumentos «se defienden» o «se derriban», los debates «se ganan» o «se pierden». El amor está también relacionado con la guerra a través de expresiones como «conquistar a alguien». La vida es un viaje. Y así sucesivamente. Entiendes pues, Simplicia, cómo un uso cuidadoso de la metáfora puede encauzar nuestro pensamiento sin necesidad de acudir a fantasiosas conspiraciones o inexistentes tecnologías de control mental.

—Entiendo, pero como buena escéptica sigo los pasos del mítico apóstol Tomás y no creeré hasta no meter mi dedo en la llaga. ¿Podrás, amiga Salviatina, mostrarme un caso en el que una metáfora haya alterado una percepción?

—¿Podré? ¡Al menos querría intentarlo! ¿Conoces una herramienta de Google, ese leviatán de internet, llamada Google Trends?

—¿Otro quiebro conceptual en la conversación? Creo haber oído algo de ella, pero no me considero diestra en las artes de las redes. Si ni siquiera he pescado con caña…

—Muy aguda. Google Trends es una herramienta que permite analizar la preeminencia de un término de búsqueda a lo largo del tiempo en el buscador de Google. Quizá no seas consciente, Simplicia, de que en la actualidad vienen haciéndose del orden de seis mil seiscientos millones de búsquedas cada día en internet, de las que Google procesa más del setenta y siete por ciento: más de cuatro mil cuatrocientos millones de búsquedas diarias. Las búsquedas de Google son una sonda en los pensamientos de todo el mundo. Analizándolas es posible observar, en tiempo real, qué interesa, qué preocupa o simplemente dónde está la curiosidad de la gente.

—Anonadada me hallo.

—Trends es capaz segmentar los datos por término de búsqueda, por país y por rango de fechas, además de permitir comparativas entre diferentes palabras o frases. Con una serie histórica de datos que se extiende en el tiempo desde 2004, el poder que pone a nuestra disposición para analizar tendencias de pensamiento es inmenso. Ahora, Simplicia, quisiera que contemplaras estos dos términos, sinónimos y sin embargo muy diferentes: «vientre de alquiler» y «gestación subrogada». Sin entrar a opinar sobre lo que denotan, ¿qué puedes decirme de cada uno de ellos?

—¡Salviatina! Ahora parece que todo el mundo habla de gestación subrogada. Personalmente, me suena extraño, pero también aséptico y profesional. De un lado está el término «gestación», una forma más técnica de «embarazo». Del otro, «subrogada»: se subrogan deudas u obligaciones; es un término financiero. Mi experiencia con él se limita a un encuentro, años ha, al adquirir mi vivienda actual y hacerme cargo de su hipoteca.

—Excelente. ¿Y qué puedes decirme de «vientre de alquiler»?

—Espero que mi opinión no te incomode, Salviatina, pero para mí tiene una connotación un punto sórdida, de programa de cotilleos o de telefilme de la tarde del sábado.

—No creo que estés sola juzgando así. Pero ahora quiero que eches una mirada a este gráfico en mi teléfono, creado con esa herramienta fantástica que es Trends. Representa el interés, de cero a cien, en los términos de búsqueda «vientre de alquiler» (en rojo) y «gestación subrogada» (en azul), durante un periodo de siete años en España:

1

Hace apenas siete años nadie hablaba de «gestación subrogada». Tiene que llegar junio de 2014 para que encontremos el primer pico significativo de interés. ¡Hace tan solo tres años! En mayo de 2015 empieza a despegar de verdad, pero su frecuencia en las búsquedas no supera a «vientre de alquiler» hasta marzo del presente. Observa ahora, a la izquierda, el gráfico de barras: muestra el interés promedio en el intervalo temporal cubierto. «Vientre de alquiler» vence por más del doble a su expresión, o si lo deseas, a su metáfora competidora. Sin embargo, si extraemos un gráfico de los últimos tres meses…

2

… Vemos cómo «gestación subrogada» ya supera consistentemente a su vetusta competencia. ¿Qué conclusión sacarías de este curioso fenómeno, Simplicia?

—Yo diría que en los últimos años no ha cambiado ningún elemento objetivo en la demanda de vientres de alquiler. Habría que comprobarlo, naturalmente. Aunque lo cierto, Salviatina, es que si me aseguraras que alguien está orquestando una campaña para cambiar la percepción de este fenómeno mediante una nueva metáfora, estaría muy tentada de creerte.

—¿Asegurar yo tal cosa? Me faltaría rigor, y sabes que sin rigor no hay ciencia, aunque ¡no hay que dejar que se convierta en rigor mortis! Ah, parece que nos hemos alejado mucho de nuestro punto de partida. Veo una terraza agradable cerca en la que podríamos sentarnos… ¡Vaya! ¿No es Sagreda la que está sentada bajo la sombrilla azul?

—Querrás decir verde…

Este artículo ha sido finalista del concurso DIPC de divulgación del evento Ciencia Jot Down 2017

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Fuentes:

  • Bylund, E., & Athanasopoulos, P. (2017). The Whorfian time warp: Representing duration through the language hourglass. Journal of Experimental Psychology: General, 146(7), 911-916. doi:10.1037/xge0000314
  • Lakoff, G. (1992). The contemporary theory of metaphor. Metaphor and Thought, 202-251. doi:10.1017/cbo9781139173865.013
  • Google Trends. Visitado el 07/07/2017.

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2 Comments

  1. tequedaclaro

    Interesante articulo. Esta claro que la gente somos mas metafóricos que concretos.
    Todos los textos religiosos se mueven en el terreno de la metáfora, por algo será.
    Hay estudios que dicen que a la hora de comprar la gente es mas impulsiva que racional. Ver la publicidad, va al instinto, no a la razón.

  2. Pingback: «El nacimiento de una metáfora» en Jot Down – brucknerite

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