Ha sido lista hasta para elegir cuando morirse.
Recuerdo que esa frase la dijo mi tía cuando estábamos en el hospital y se quedó flotando en el aire. Es temporada de cerezas, sentenció ella, y quedó todo explicado. En la cama, lentamente, la llama de mi abuela se estaba apagando. Fue la primera que vi llorar a mi padre y, desde aquel día, he deseado con todas mis fuerzas que fuera la última. Yo había estado un rato antes dentro de la habitación, cogido a la mano de mi abuela. No sabía si estaba consciente, pero recuerdo que me la llevé a la cara. Me ardían los ojos, como me ocurre ahora cuando escribo estas líneas, que es lo que pasa cuando se te agolpan tantas lágrimas que al final no sale ninguna. La había besado en la mejilla antes de salir sabiendo que sería la última vez que podría hacerlo.
Mi abuela me recogía casi todos los viernes en el colegio, cuando el rito era salir de clase corriendo según sonaba el timbre. Siempre salía con los cordones desatados y siempre me caía una regañina. Ella siempre llevaba debajo del brazo un bocata de jamón york con mantequilla. Es curioso, pero no lo he vuelto a probar jamás desde entonces. Ni siquiera sé si antes era común untarlo con eso y no con aceite. El camino a su casa discurría junto al corral de Faustino y, a veces, me dejaba pasar por el descampado para poder ver las vacas. Ahora aquello es una urbanización junto a las pistas de tenis. El asunto es que su piso no estaba muy lejos y, aunque ya no recuerdo el número, sabía llegar con los ojos cerrados. Era el tercero sin ascensor que yo subía a zancadas y ella detrás de mí, lentamente, resollando con dificultad.
La mesa camilla era su atalaya, y debajo tenía un brasero eléctrico que enchufaba las noches frías. Desde allí hacía bolillos, punto de cruz, o me desafiaba a una partida de brisca. La recuerdo siempre con idas y venidas a la cocina, haciendo tomate y mermelada, o bajando a comprar el pan, que custodiaba religiosamente en su capazo. Si la acompañaba a la calle al final siempre caían golosinas o juguetes. Las abuelas son así, y eso es bueno. En su casa jugaba, dibujaba y leía sus viejos libros, siempre con la tele de fondo. El mando a distancia, que se compraba por entonces por separado, estaba destrozado de tanto caerse y, si no ponían nada de dibujos animados, siempre teníamos una gastada VHS con Celeste no es un color o una película de Terence Hill. Solo por escuchar el cacareo de su risa merecía la pena.
Mi abuela no lo había tenido fácil como, probablemente, casi nadie de su generación. Se quedó viuda con cuatro hijos de muy joven y jamás volvió a casarse. Toda la familia de mi abuelo la arropó mucho, pero tuvo que ser una mujer trabajadora. Estuvo limpiando residencias de estudiantes, estuvo trabajando en una fábrica de zapatos, estuvo en el economato. Tenía carácter, pero probablemente no había otra manera de sobrevivir entonces. De todas maneras a mi esas historias me llegaban solo de oídas. Yo era demasiado pequeño para entender nada. Para mí solo cosas buenas, porque era su nieto favorito. A veces nos quedábamos todos los primos a dormir y nos repartíamos por todas las camas de la casa. Daba lo mismo cuantos fuéramos, porque a la mañana siguiente nos traía a la cama seis tostadas pequeñas untadas con fuagrás, un zumo de naranja recién exprimido y un vaso de leche con Cola-Cao.
En verano me iba con ella unas semanas al pueblo y una vez, hasta se me llevó a una casita en Plasencia rodeada de praderas. Sé que mi cerebro hace trampa, pero me veo a todos lados cogido con ella de la mano con un turbante morado que cubría su cabeza. Pero lo que tengo más vivido son los viajes que hacíamos a Logroño. Siempre cogíamos temprano el autobús para ir al médico. Estaba con cáncer pero supongo yo era demasiado pequeño para entender las implicaciones. Para mí era una excursión festiva. Como de pequeño mi comida favorita era el pollo asado con patatas, ella siempre me decía que solo me lo prepararía si le daban buenas noticias. Las noticias nunca eran buenas y yo siempre comía pechuga de pollo.
Aunque no sea muy nítido, mezclado con el olor del pollo salido del horno me viene el pasear con mi abuela cogida del brazo por el centro de Logroño. Había una tienda, recuerdo dónde estaba pero no cuál era, en la que me compraba de mis ahorros alguna figurita de Warhammer, de esas de las de mil doscientas pesetas. Y había otro momento, siempre en Santos Ochoa, en el que me compraba algún libro. Los mejores libros de mi adolescencia, los de Isaac Asimov, los de Terry Pratchett, me los compró ella. Recuerdo caminar por las calles de Logroño cogidos del brazo y esperar en la parada de autobús de regreso devorando cualquier libro.
La fruta favorita de mi abuela eran las cerezas. Ella tenía campos con este frutal y, cuando llegaba el momento, nos subía a todos los nietos a recogerlas. Nosotros estábamos más tiempo encaramados a los árboles que ayudando. Un año por estas fechas, cuando llegó la temporada de cerezas, cuando el tío Ismael baja con las cestas llenas a casa, sonó el teléfono una tarde. Yo hice la pregunta a quemarropa y la voz del otro lado se quebró en un llanto. Nunca se había hecho tan largo el viaje al hospital. Fue la última vez que le tomé la mano y le besé la mejilla.
A medida nos vamos haciendo mayores, regresan más vívidos los recuerdos del pasado. El cerebro se oxida y empezamos a mirar más hacia atrás que adelante. El otro día escuché por casualidad al ganador del premio Alfaguara de 2016, el argentino Eduardo Sacheri. En su discurso dijo que le dedicaba este premio a su abuela porque, en realidad, solo quería ganarlo por ella. Reconozco que me tocó la fibra porque le entendí perfectamente.
No sé si tienes abuela. Si es el caso, deja lo que estés haciendo y ve a verla. O dale un telefonazo. Aprovecha y cógele la mano y bésale la mejilla. Hazlo por todos los que nos hemos quedado con las ganas de poder hacerlo más. Por todos a los que solo nos quedan los recuerdos. Los que seguimos añorando otra temporada de cerezas.
Mi abuela era exactamente igual, pero su fruta preferida eran las naranjas. Una de las cosas que más le satisfacia de los avances de la técnica y la globalización era poderse comer una naranja fresquita de la nevera en verano…
Si la tuviera aún aquí, correría a besarle bien fuerte las mejillas.
Hijo de puta, me has hecho llorar….
Dejar lo que hago ahora mismo, correr a verla, darle un telefonazo, coger su mano y besar su mejilla… Comó me gustaría hacer lo!
Tardes de brisca, de primos, de escapadas a los merenderos y bocadillos de tulicrem . Nosotras ya no podemos llamarlas pero son nuestras hijas las que juegan y pasan los veranos con nuestras madres. Un regalo de la vida. Me has emocionado.
Acabo de llamar a mi abuela. No sin sorprenderse por la pregunta que le he lanzado justo cuando ya me iba a decir adiós, me ha respondido que su fruta preferida es la naranja, «incluso cuando están ácidas». Me falta el beso en la mejilla y cogerle la mano porque no vivimos muy cerca, pero esta noche la volveré a llamar.
¡Gracias!