Ciencias

Regreso a la isla de las cinco almas

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Tribu Fore. Foto: The Royal Society Publishing.

El anciano yace muerto sobre el suelo de tierra. Entre las diversas mujeres de la tribu lo arrastran pesadamente hasta el jardín que delimitan las altas cañas de azúcar. La hija toma el cuchillo de bambú y secciona con la precisión de un carnicero las manos y los pies, separándolos de las extremidades, y los deposita sobre las hojas recién cortadas. Cercena luego los músculos que unen brazos y piernas al cuerpo, los separa, y los deposita con cuidado sobre la hierba, mientras el resto de mujeres los envuelven en hojas frescas. Después rasga el pecho y el vientre y saca las vísceras, extrayendo con cuidado la vesícula biliar. Si se rompe, el delicioso sabor de la carne se echará a perder. Luego corta la cabeza con el cuchillo y, tras dos golpes sordos con el hacha de piedra en el bregma, fractura el cráneo. Mete los dedos ensangrentados en la cabeza del anciano, y tras un suspiro eterno hace la fuerza necesaria para que el cráneo cruja hasta abrirse en dos como una sandía. Las manos penetran de nuevo en la cavidad sanguinolenta y extraen un cerebro intacto, goteante de jugos y humores. Trocea el encéfalo con el bambú y lo mete en un pequeño tubo de caña junto con algunas vísceras y restos de tuétanos soplados a través de las cañas de los huesos. Le añade sal, jengibre y hojas de vegetales, y lo cuece al vapor. Los despojos de huesos del anciano los pulveriza con la piedra y los mezcla con vegetales. Nada se desperdicia.

En el norte es un poco diferente. Allí el cuerpo humano se cuece entero en el horno de tierra, donde también se cocinan los cerdos. La cocción dura varios días, lo que sin duda mejora el sabor de la carne. Con un poco de suerte el cadáver cocinado se perlará de gusanos, haciendo más suculento el manjar. En cualquier caso solo comerán aquellos cadáveres de los que han muerto en la batalla, o en un accidente, o como mucho por una enfermedad no sospechosa de ser infecciosa, como la disentería o la lepra; en ese caso los cuerpos serán quemados.

Las mujeres son las que conducen el ritual. Ellas tienen fama de ser dañinas para los varones, que, asustadizos, se refugian en la «casa de los hombres» en el centro de la pequeña aldea, lejos de ellas. Las mujeres comen los trozos de carne cocinada y se la ofrecen a los niños y niñas pequeños, de menos de seis años. No solo devoran a los familiares muertos, también ingieren las placentas y los cordones umbilicales de las madres parturientas. O los niños nacidos muertos. Como mucho, llegan a usarse los recién nacidos con malformaciones, aunque a esos hay que matarlos antes. Se encargarán de ello las familiares más próximas, nunca sus madres.

Todo ello ocurre a menudo en el corazón esmeralda que forman los ríos Lamari y Yani, donde la jungla se espesa de forma asfixiante, en la región montañosa del sureste de las Tierras Altas Orientales de Papúa Nueva Guinea. Allá arriba se encuentra la región de los indígenas fore, salpicada de pequeñas aldeas colgadas a más de dos mil metros sobre los mares de Bismarck y de Salomón. Los indígenas creen que la tierra donde habitan está viva, y que fue ella la que creó el mundo y a sus ancestros. Los fore también creen que todos tenemos cinco almas. Cuando una persona muere, realizan sus rituales mortuorios para asegurar que cada alma alcanza su destino. Una de ellas, el «ama», bendice a los parientes que comen el cuerpo del difunto. El «yesegi» lega a los hijos el poder ancestral del fallecido.

Pero algo ataca a los comedores de carne humana. Muchas de las mujeres y de los niños acababan enfermando de un extraño mal por causa de la brujería. Algunos de ellos, de repente, se muestran torpes al andar. Enseguida empiezan a sufrir temblores parecidos a los escalofríos, y en unas semanas ya presentan serias dificultades para moverse o para utilizar sus manos. Sufren, además, continuos espasmos. Los afectados transforman su expresión facial en un macabro rictus sonriente y sus ojos se vuelven estrábicos. Ríen compulsivamente y muestran una euforia desmesurada; la alegría que precede a la muerte. Hacia el final de la enfermedad los afectados son incapaces de andar por sí mismos y tienen que ser ayudados por otros miembros de la tribu, ya que sus tendones se hiperactivan causando temblores muy severos, hasta no poder ni mantenerse en pie. En las últimas fases ya no mantienen el equilibrio ni sentados, se vuelven afónicos, y no pueden siquiera ingerir alimentos. Llegados a ese término, las mujeres y los niños afectados mueren. Ha ocurrido todo ello en tan solo unos pocos meses desde que el hechizo comenzó. Los fore llaman a este embrujo kuru, que en su lengua significa «temblor con fiebre y frío», y cuentan que se asemeja al suave balanceo de los frondosos bosques de causarinas, el árbol de la tristeza.

Ted Ubank, un buscador de oro, fue el primer testigo europeo en descubrir cómo los fore sufren de kuru. Era el año 1936. A partir de entonces, mineros, misioneros protestantes y oficiales de los Gobiernos coloniales británico y australiano o kiaps, como los llaman en lengua indígena, llegaron a las pequeñas aldeas allá por los años cuarenta, y se familiarizaron con el mal de los fore. Los occidentales descubrieron las prácticas antropofágicas de los habitantes de la isla, y notaron con sorpresa que la carne de los individuos embrujados era particularmente valorada; tenía mejor sabor. Los hombres no participaban de los festivales mortuorios caníbales, sobre todo en el sur, ya que pensaban que el canibalismo robaba su vitalidad, haciéndoles vulnerables a las flechas enemigas. Raramente comían cuerpos de mujeres, ya que las temían con verdadero pavor. Por esa razón las evitaban, tanto vivas como muertas, en la mayoría de circunstancias. La casa de los hombres ocupaba la posición central de la aldea, donde vivían los varones emparentados. Los niños varones eran llevados a la casa de los hombres a la edad de seis años, separándolos de sus madres, y alejándolos de los rituales antropofágicos.

Daniel Carleton Gajdusek, médico estadounidense de origen húngaro, describió el kuru en 1957, y desde el primer momento concluyó que estaba asociado a los rituales mortuorios caníbales. En una entrevista realizada en el año 2000 explicaba con sorna que «incluso alguien completamente borracho habría llegado a la conclusión de que una enfermedad endémica entre caníbales debía ser propagada mediante la ingesta de los cuerpos». Los estudios del científico permitieron demostrar que la enfermedad estaba causada por lo que él llamó un «virus lento», el cual se alojaba en los tejidos cerebrales de los cadáveres que comían las caníbales. El experimento definitivo realizado por Gajdusek consistió en inocular en cuarenta y un monos extractos de cerebro de pacientes con kuru. Dos de ellos desarrollaron la enfermedad veinte meses más tarde. Por estas investigaciones Gajdusek recibió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina junto a Baruch Samuel Blumberg en 1976, ya que abría un nuevo campo de estudio sobre el origen y propagación de ciertas enfermedades infecciosas. Sin embargo, la pista de que el kuru podía ser una enfermedad espongiforme, como el mal de las vacas locas, no fue de Gajdusek. El 21 de julio de 1959 durante una estancia en Nueva Guinea, Gajdusek recibió una carta de William Hadlow, un veterinario americano del Rocky Mountain Laboratory en Hamilton, Montana. Hadlow había visto las huellas de los cerebros con kuru en el Wellcome Medical Museum en Londres, y le habían parecido extrañamente semejantes a las observadas en los cerebros de ovejas con scrapie, una enfermedad neurodegenerativa endémica del Reino Unido del siglo XVIII. Años más tarde, Stanley Ben Prusiner explicó y rebautizó el agente descubierto por Gajdusek llamándolo «prión», lo que le valió el Premio Nobel de Medicina o Fisiología de 1997, el mismo año en el que Darío Fo recibía el Premio Nobel de Literatura. Gajdusek también contribuyó indirectamente a que los priones obtuvieran otro Premio Nobel, el de Kurt Wüthrich, el cual determinó su estructura molecular.

El kuru fue la primera enfermedad priónica humana que se pudo transmitir a chimpancés, lo que, a la postre, permitió identificar una nueva serie de agentes patógenos y comprender una nueva gama de enfermedades, las espongiformes. A partir de estos estudios se consiguió erradicar dicha patología en la lejana isla del Pacífico, en la cual había alcanzado proporciones epidémicas en la región de los fore.

Las autoridades australianas prohibieron el canibalismo en el año 1954, en uno de los primeros actos de control administrativo de la zona, que fue fiscalizado por la policía responsable del subdistrito. Los últimos cuerpos fueron comidos en Atigina y Purosa en 1957. Gracias a los estudios de Gajdusek, hoy en día el kuru es una de las pocas enfermedades erradicadas del planeta, lo que ha permitido evitar la muerte y el sufrimiento de miles de posibles enfermos desde entonces, muchos de ellos niños.

En 1996 Gajdusek fue detenido en Frederick, Maryland, por el FBI, acusado de haber abusado sexualmente de un menor de quince años que había traído de la Micronesia para que viviera con él. Meses después se declaró culpable y fue sentenciado a diecinueve meses de prisión. Murió en 2008.

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