Comiendo mierda. En sentido literal, caca cogida del suelo. Así quiso ridiculizar el franquismo las fotografías de Eugene Smith en la revista Life del pueblo de Deleitosa, en Cáceres. La intención del fotógrafo era denunciar con un fotorreportaje el estado de España tras la Guerra Civil, su sometimiento. E impedir que se la incluyera en el Plan Marshall sin antes derribar su dictadura. Una de sus fotos, la de un niño recogiendo excrementos, fue publicada en la prensa española atribuyéndole al autor la frase en su reportaje de que el crío lo que iba a hacer era comérselos.
El pie de foto real no tenía nada que ver con eso, me explica Virginia Mendoza, autora de Quién te cerrará los ojos (Libros del KO, 2017), pero, tantos años después como han pasado, aún sigue doliendo en ese pueblo. Se publicó en 1951 con el título de «Spanish Village». La escritora ha ido a la localidad y ha comprobado cómo aún hoy algunos allí no quieren «ni oír hablar del tema de Smith». Es una vergüenza, es un escarnio. Parece mentira que perdure la emoción de aquello, pero hay una paradoja en todo esto que subraya la autora que da idea de la dimensión de la despoblación rural. Las fotos que sacó ese americano para denunciar la decadencia de España fueron tomadas en el mejor momento demográfico de la localidad.
Virginia comenzó este trabajo antes de la aparición de La España vacía, de Sergio del Molino. Pero su enfoque es diferente y complementario. Similar al que ofreciera con su anterior obra, Heridas del viento, sobre Armenia. Ha recorrido el terreno y ha sabido mezclarse entre las gentes, las pocas que quedan. Para comentar con ellas, ganándose su cariño y confianza, lo que hay o lo que no hay. La soledad y la llegada inmisericorde del fin definitivo de los pueblos que habitan. Es un retrato de primer orden de la España rural en crisis. Ha accedido a los testimonios in situ y lo ha hecho con una especial sensibilidad, la misma que exhibiera en aquellos textos sobre el Cáucaso. Es curioso. Lo que recoge su obra en esencia, en comparación con la anterior, es que no hace falta irse lejos para encontrar lugares esculpidos por exotismos de la historia. A pocos kilómetros de nuestras ciudades residen estos personajes en sitios marcados por el abandono, cargados de historias y relatos de tiempos pretéritos. Leyendas que bien sabemos que son verosímiles, porque los españoles nos conocemos, y que se van perdiendo junto con estos pueblos y aldeas y sus naturales. Por eso ha ido en búsqueda de pueblos en los que no queden más de media docena de habitantes, a veces solo uno. Virginia no cree ni mucho menos que la España rural esté muerta, es algo en lo que insiste sin cesar. De quien se ha ido en búsqueda es de los que mantienen el arraigo contra viento y marea. Los inarrancables. Los que nunca abandonarán su pueblo.
Hablo con ella y le voy deslizando las ideas que ha expuesto. La primera y fundamental, el sentimiento de traición que experimentan los que se quedan solos en los pueblos por parte de los que se van. Existe una indiferencia muy reaccionaria de los que viven en territorios poblados sobre los que no. La misma que siente la felicidad por la desgracia, como dijo el filósofo. Para Virginia: «No es tanto que se sientan traicionados porque todos se hayan ido, como que vuelvan para preguntarles por qué no se van. Ellos son conscientes de que los que se han ido tienen unas necesidades que el pueblo ya no puede cubrir, les duele que solo la ciudad pueda satisfacerlas y no ese lugar que han cuidado toda su vida con tanto cariño».
En internet proliferan las webs que se dedican a la compraventa de aldeas, iglesias o monasterios. A veces se venden en packs. Un artículo en El País de 2015 calculaba que había mil quinientas aldeas a la venta. Los restos de poco menos que una civilización extinguida están de saldo. Sin embargo, mientras queda alguien, los últimos vecinos, este mercadeo no consigue penetrar. Escribe Virginia que viven en una especie de sistema al margen del capitalismo. «Ellos se han librado de ciertas necesidades que a otros se nos han impuesto», subraya la autora, «quedarse en lugares que se iban vaciando les ha permitido salirse de la rueda capitalista, aunque no fuera de manera intencionada. Tienen la vida que tienen, con sus cosas buenas y sus cosas malas, pero están tranquilos. Por ese acapitalismo ni siquiera necesitan ser felices, les basta con eso, con estar tranquilos». Una cita de Delibes que encabeza un capítulo dice así: «La insolidaridad de la vida moderna les ha pillado desprevenidos».
Han aprendido a no necesitar y, además, algunos recelan de las bondades de los inventos modernos. Cita la autora a Sinforosa, una de las personas que entrevista en su viaje por estos lugares, que ha tenido una cocina encerrada en una habitación durante una década porque le parecía un invento del demonio que podría explotar en cualquier momento. También se niega a usar una lavadora porque dice que para eso ya tiene el lavadero.
En la soledad, estas personas que llevan tantos años sin un contacto humano frecuente —reflexiona la obra— puede que a veces acaben perdiendo parte de su lengua materna. Se les va olvidando a fuerza de no usarla. No hay con quién. Uno de los personajes que aparecen abrevia el lenguaje más de lo normal cortando las frases con «el ese». Virginia sospechó que quizá le costaba recordar las palabras. La misma sensación tuvo con Jesús, otro hombre solo en un pueblo, que llevaba treinta años sin querer saber nada de nadie. El libro cita el caso de un estadounidense que estuvo cinco años prisionero de los talibanes en Afganistán, aprendió su lengua y, a su regreso, hablaba mal en inglés, la suya.
Una situación distinta es que con la pérdida de estas personas vayan desapareciendo idiomas. En el caso en el que se detiene la autora es en el del beltesán, dialecto del aragonés. A día de hoy no más de treinta personas deben hablarlo. Ángel Luis, el pastor que entrevista Virginia en Huesca, está tratando de apuntar todas las palabras que recuerda de la lengua de sus padres para que quede algo de ella. Mientras, se queja de la inacción del Gobierno de Aragón en este aspecto y de que, encima, todos los servicios y dotaciones que llegan a su zona son para los veraneantes de la ciudad, no para ellos. Señala con fastidio los helicópteros de rescate. Se siente como un indio.
Virginia me cuenta que este es un fenómeno universal: «Tiene que enfrentarse a una burocracia que le complica su trabajo y que le agota, mientras ve que, por ejemplo, la PAC va a parar siempre a los bolsillos de los que no trabajan la tierra como él. El sentimiento de Ángel Luis es el de cualquier campesino, no solo en España. En el cómic Rural, de Etiène Davodeau, que parte de entrevistas con campesinos franceses, uno de los protagonistas se queja exactamente de lo mismo, casi con las mismas palabras».
En estas conversaciones con los lugareños, por la obra también va asomando la historia de España. Recuerdos de guardias civiles disfrazados de maquis para combatir a la guerrilla. Tal y como lo cuenta, parece la visión más impactante en toda la vida del que la recuerda. Pueblos cuya población había emigrado en masa a Guinea Ecuatorial cuando aún era colonia española. En una pequeña localidad, cuyo nombre no figura en el libro, el Gobierno de Franco intentó con su plan de repoblación forestal crear pastizales mejorados para evitar la despoblación. En realidad, acabó con la agricultura y ganadería de esas zonas, prohibía a las ovejas entrar en las nuevas zonas de pinos, y consiguió lo contrario, aumentar el fenómeno migratorio. Los propietarios de montes se los tuvieron que vender a Patrimonio Forestal del Estado. Los que no lo hicieron, fueron expropiados. El 27 de agosto de 1968 le tocó al pueblo de Victoria en las Tierras Altas de Soria. Una de las zonas más despobladas de Europa actualmente. A la mujer todavía la persigue la expropiación forzosa. Siempre se acercan en su búsqueda periodistas para que recuerde el episodio. Ella se niega. Fue algo tan sumamente traumático que no quiere ni revivirlo. Sus vecinos de otros pueblos cercanos se encargan de disuadir a los plumillas. En una ocasión, se ausentó para ir al médico y le robaron en casa. Parece como si hubiera sobre ella una especie de maldición bíblica: lo perderás todo. Desde entonces no tiene radio. No escucha nada. No sabe nada de nadie, pero hace poco vio un bebé por casualidad y se echó a llorar, dijo que creía que nunca jamás iba a volver a ver uno.
Son testigos del fin de los tiempos. En Vea, en las paredes de su derruida iglesia se puede leer una pintada: «Día 21 de octubre de 1962, se ba terminando el pueblo». Ahora, la mayoría de los protagonistas de este libro quieren morir en el lugar donde nacieron, tienen un vínculo emocional muy fuerte con la tierra, señala la autora. «Se sienten responsables de algo cuya vida ahora mismo creen que va a desaparecer con ellos. Sinforosa es quien cuida la ermita y la hospedería para cuando vienen los antiguos vecinos (un día al año), Ángel Luis escribe un diccionario de un dialecto que está a punto de desaparecer, Antonio recupera con sus manos la aldea en la que su madre aprendió a leer y a escribir, María se subió a un campanario y se enfrentó a la Guardia Civil y al cura porque no había nadie más para defender las campanas. Mi abuelo, y esto no aparece en el libro pero lo he recordado después, limpiaba la maleza de caminos por los que ya nadie pasaba, y lo hacía por si algún día los necesitaba alguien… Hay mucho de responsabilidad, de solidaridad (por si acaso vienen), de nostalgia y, con el tiempo, de rebeldía».
El mayor drama es ver cómo van desapareciendo los bares. Hay pueblos que luchan encarecidamente por mantener abierto el único que les queda. Pero desde hace años la realidad es muy tozuda, como documenta Virginia en Quién te cerrará los ojos, son todos conscientes de que los jóvenes se van a por trabajo a otra parte y los viejos ya solo pueden irse al cementerio. La situación de estas gentes se puede mirar desde diferentes ópticas. La fácil es el melodrama, la sentimental; Virginia Mendoza ha optado por la de la dignidad y, por qué no, la rebeldía. Escribe en estas páginas: «Quedarse, mientras la sociedad sigue promoviendo su alegato a favor del movimiento incesante, de la prisa, es su pequeña revolución. Que los llamen tozudos o tontos puede que les reporte cierto orgullo en ese viaje a contracorriente que es su vida».
Pueblo pequeño, infierno grande.
La pobreza, las costumbres en los pueblos, la ignorancia, el dogma de la fe catolica, la malidicencia y los cotilleos… primero se iban las mujeres buscando la libertad en las ciudades y despues se iban los hombres.
Entonces las familias tenian muchos hijos, seis u ocho, para tener mas mano de obra que trabajar las tierras, pero con la llegada de la maquinaria agricola… ya no hacian falta.
Y los jovenes escuchaban en la radio que en la ciudad tenian lavadora, cuando en el pueblo no habia ni agua corriente, que las mujeres iban en vespa y la falda por la rodilla, que habia trabajo…
Todo eso llevo a una inmigracion interna del pueblo a la ciudad, pero es que hoy en dia sigue pasando lo mismo y no queremos verlo, la despoblacion no es de ahora y os dais cuenta de ello cuando ya es tarde.
Muy buen artículo y buenas fotos.
No sé si la gente volverá a los pueblos de nuevo, pero la superpoblación de las ciudades las hacen inhabitables. Esta semana pasé mis vacaciones en una casa de campo perdida en la Sierra de Grazalema, en Cádiz. Tenía WiFi, lavadora, electricidad y estaba en medio del monte. No necesitabas nada más, un coche para ir al supermercado y a realizar los mandaos. Y la tranquilidad que se respiraba, el aire puro, la paz… Es algo que se ha convertido en un auténtico lujo. Las grandes ciudades en general traen pobreza, contaminación, tanto ambiental como acústica y soledad en medio de la multitud, nadie conoce a nadie, te deshumaniza completamente. Yo lo tengo claro, cuando ahorre el suficiente dinero, huiré de todos los males que trae una ciudad, la humanidad se ha vuelto cada vez más estúpida y sinceramente mi mejor contribución será quitarme de enmedio.
Por desgracia, vd. acaba de dar en el clavo. «Cuado ahorre el suficiente dinero»…
Retiro para los que se lo pueden permitir y desean huir de las desventajas de la ciudad. Pero cárcel para los jóvenes que buscan lo que vd. ya desecha.
Se lo dice uno que está ahorrando para…
Al final, todos volveremos a subsistir «de la tierra y de la naturaleza».
Al tiempo, aunque por supuesto, es una apreciación personal.
Y no me importaría en absoluto. Es más, me encantaría.
Fernando.
Hay otra realidad: la de quienes tuvimos que salir del pueblo siendo niños para buscar un futuro y, al volver, nos hicieron sentir un poco forasteros. Herida que sigue abierta.
Amo profundamente mi pueblo y, sin embargo, sigo sintiéndome » forastera» en él.
Prou que sí Ángel Luis! No bi ha millor cosa que esfender a nuestra luenga. Entalto os lugars d’Aragón; Lugars vivos, lugars combatius!
Muy bueno, no entra de lleno en el tema, pero no dice tonterías.
Vivir en los pueblos no es fácil, aunque tengamos internet, no todos ni al nivel de las ciudades, como se muere gente más rápido que llegan «buenos salvajes» a ésta nueva Arcadia, mientras nos quedamos sin médicos, maestros, tiendas…
Entre políticos timoratos y soñadores que necesitan tenerlo todo atado, solitos nos iremos yendo…
Me ha gustado el artículo. Está claro que ni en él ni en los libros que se citan se analiza toda la complejidad del mundo rural, pero al menos contribuye a abrir el melón de este tema, que buena falta hacía. Y en esta tarea, cuanta más voz tenga la gente que vive allí, mejor, porque en demasiadas ocasiones el relato del rural se ha construido a patadas urbanitas sobre infiernos, arcadias o Cicelys, que poco o nada tienen que ver con la realidad.
Esta nota me dio tristeza y angustia por sitios que no he conocido y seguramente no conoceré jamás.