La versión mini del bolso Alma BB de Louis Vuitton cuesta dos salarios mínimos. Sotheby’s subasta, dentro de su lote «Antología del Rock & Roll», un bloc de notas manuscrito de Jim Morrison, datado el año de su muerte (1971, París), por el que estima que se pagará lo mismo que vale al cambio un piso de cincuenta metros cuadrados en el centro de Madrid: doscientos mil dólares.
Decía Sócrates, no el filósofo, un joven con rasgos de esquizofrenia y un chorro de verborrea que habitaba en la plaza de Sintagma en el verano de 2012, que el ser humano cometió uno de sus mayores errores cuando dejó que con lo mismo se pudiese pagar una cesta de verduras y un asesinato. Desde ese momento, añadía mientras hacía el pino, les regalamos a los malos el anonimato.
Dinero. Nombre de lagarto. Riqueza en modo papel, piedra o números en un servidor. Transferible de forma lícita o con un tirón de bolso, por el contacto de una navaja a la altura de los riñones en la boca de un cajero automático o apostándolo a unas preferentes para decirle después al cliente que… it´s gone.
¡Pss! No se asuste, pero ese papel por el que doblaría el espinazo y metería la mano en un charco, ese número que mira en la cuenta el día 1 y le cambia el gesto, o esos paquetitos que le dejó en una maleta en un altillo la generosa gente de IKEA morirán. Los mirará usted, o alguien como usted, como al cráneo de Yorick preguntándoles cómo se quedaron en tan poco. Basta que alguien haga creer a todo el mundo que eso no vale. Se deshará el hechizo. Se devolverá al dinero su débil forma de papel tintado y sucio. Y si no ha conseguido volver a llenar su bolsillo con un nuevo emblema de la riqueza y no puede esperar hasta que tenga valor para los coleccionistas, usted será pobre.
¿No se lo cree?
Los habitantes de la isla de Yap en la Micronesia vivían tan contentos ellos con sus piedras calizas de hasta tres metros de diámetro con forma de donut en las puertas de sus casas (al principio tenían forma de ballena, de ahí que se las llame rai, que allí significa ballena, pero se complicaba mucho su traslado). Eran el símbolo de su riqueza. Su dinero. Las piedras eran extraídas, transformadas y transportadas con gran esfuerzo desde la isla de Palau. En Yap no había. Allí lo que tenían en abundancia eran cocos, por eso no les daban mucho valor.
El peso de las piedras entre otras cosas convertía el viaje en una aventura de riesgo, lo que daba más significado al esfuerzo de extraer, modelar y transportar las piedras hasta Yap. La riqueza equivalía a ese esfuerzo. Y como todos aceptaban la convención de ese valor, su traducción en riqueza y quién era su dueño, no hacía falta ni que las moviesen de la puerta de un fulano cuando había un intercambio y pasaban a ser propiedad de otro. Incluso cuando en alguna ocasión una de aquellas enormes piedras provocó el naufragio de la canoa que la transportaba, el testimonio de quienes vieron lo ocurrido bastó para que se diera por buena la riqueza del promotor del viaje, aunque el símbolo de la misma yaciese en el fondo del mar.
Pero llegaron los alemanes a finales del XIX, tras comprar la isla a los españoles, y se empeñaron en que los habitantes de Yap hicieran lo que no habían hecho hasta entonces: carreteras. No fue fácil. En Yap eran tozudos como para transportar una piedra caliza de tres metros de diámetro en canoa. Los alemanes solo lograron su objetivo tras pintar una cruz sobre las piedras rai (según contó William Henry Furness III). Lo que no habían logrado la lluvia, ni el tiempo, ni los naufragios lo había conseguido la pintura. El gesto de los alemanes equivalía a mostrar que aquello para ellos no valía nada. Rompieron la convención y con ello la estabilidad de la riqueza. Y los habitantes de Yap se sintieron esclavos, pobres todos e hicieron las carreteras.
Las famosas piedras de Yap, utilizadas para hablar de política monetaria y dinero por pensadores de todo pelaje, desde Milton Friedman a John M. Keynes pasando por James Tobin, murieron durante un tiempo como dinero. Se quedaron en piedra, en un objeto sin sentido tirado en el suelo y manchado de pintura.
Porque el dinero muere.
Unas décadas después fueron los alemanes quienes vieron cómo se les moría su propio dinero entre las manos. Murió de sobrepoblación, de ansia viva por darle a la tentadora máquina de imprimir billetes. El dinero es para hacer ricos y pobres, no puede reproducirse sin descanso y dispersarse y pretender que siga valiendo lo mismo.
«El precio de los tickets del tranvía y la carne, las entradas de teatro y la escuela, los periódicos y los cortes de pelo, el azúcar y el bacon, sube cada semana», escribió el escritor y periodista Eugeni Xammar en febrero de 1923 desde Berlín, donde había sido enviado como corresponsal por La Veu de Catalunya y donde conocería a su amigo Josep Pla. Sus crónicas casi diarias de aquellos tiempos locos en los que llegó un momento en que los fajos de billetes se quemaban para calentarse porque era más barato que comprar leña con ellos no solo están recopiladas en El huevo de la serpiente (Acantilado, 2005), sino que son citadas aún hoy por publicaciones alemanas como Der Spiegel como uno de los mejores retratos de lo que ocurrió en aquella época. Una sacudida que explica el trauma que aún aterroriza al país cuando se habla de políticas monetarias expansivas y se les aparece el fantasma del periodo de entreguerras vestido de hiperinflación.
«Nadie sabe cuánto durará el valor de su dinero y la gente vive en un miedo constante, sin pensar en otra cosa que en beber, comprar y vender. Solo hay un tema de conversación en todas las bocas en Berlín: el dólar, el marco, los precios… ¿Os dais cuenta? Por el cielo, ¡parad esto! Acabo de comprar salchichas, jamón y queso para seis semanas», clamaba Xammar desde una de sus crónicas.
Las anécdotas que han circulado de aquellos tiempos en los que las fábricas paraban tras pagar a sus trabajadores para permitirles ir a comprar antes de que el dinero perdiese valor y ellos corrían cargándolo en carretillas hacia las tiendas son muchas. La familia que vendió su casa para emigrar a América y al llegar a Hamburgo comprobó que su dinero ya no servía para comprar el pasaje ni tampoco para volver a su ciudad. El hombre que pidió dos tazas de café y una le fue cobrada a cinco mil marcos y otra a catorce mil por lo que había subido el precio entre que pidió una y otra. El hombre que dejó unos minutos una maleta llena de billetes y cuando volvió le habían robado la maleta, no su contenido. La imagen de los niños jugando con los fajos de billetes como piezas de Lego sin que nadie considerase que usaban algo de valor. Son la traducción a la realidad de la caída del valor del dinero y consecuente subida de precios provocada por una decisión política: que las fábricas de moneda imprimiesen marcos las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. ¿A qué se debió tan brillante idea?
Tras el fin de la I Guerra Mundial, con la firma del Tratado de Versalles, se impuso el pago a Alemania de duras reparaciones de guerra, lo que avivó la eterna tentación que ronda a quien tiene en su poder la máquina de imprimir billetes, que no era nueva en el país. Alemania suspendió sus pagos a finales de 1922 y en enero del siguiente ejercicio las tropas francesas y belgas ocuparon el Ruhr. Ante los efectos devastadores de aquella ocupación, se optó por imprimir sin descanso para afrontar los pagos pendientes. Si al comenzar la contienda, en 1914, un dólar se cambiaba por 4,2 marcos, a finales de 1923 el cambio era ya de uno por 4,2 billones.
Ante semejante situación, la mejor opción es la eutanasia. Matar al billete moribundo para que nazca un nuevo rey. Eso hizo Gustav Stresemann, nombrado canciller en 1923 y muñidor del acuerdo entre Alemania y Estados Unidos junto al secretario de presupuestos estadounidense Charles Dawes. Este último fue el que dio las directrices al Reichsbank para mandar recoger y destruir los marcos devaluados, que fueron sustituidos por una nueva moneda, el Rentenmark, que se ligó a la riqueza del país. En 1924, el Rentenmark, que había cumplido su función de estabilizador, fue sustituido por el Reichsmark, ligado a las reservas de oro alemanas.
Lamentablemente, aquella estabilización temporal de la economía no bastó. El Plan Dawes incluía un crédito de Estados Unidos a Alemania para contribuir al relanzamiento de su economía cuya devolución fue exigida con carácter inmediato tras el estallido del crash de 1929. La miseria volvió. El descontento social y la desigualdad también. Y el sistema crujió. Adolf Hitler sería nombrado canciller alemán en 1933.
A los que tienen dinero, los que tienen de verdad, es decir, los que tienen capacidad de ahorrarlo y sobre todo si es en grandes cantidades, no les gustan los manejos con la moneda. En el mejor de los casos, las decisiones que tienen como objetivo aumentar la cantidad de billetes en circulación hacen que los suyos valgan menos. En el peor, el fantasma de lo ocurrido en Alemania durante la República de Weimar vuelve para llenarlos de temores.
Por eso es hora de dejar de pensar que fue casualidad que, el 31 de octubre de 2008, un mensaje saltase en meztdowd.com a la lista The Cryptography Mailing. Había pasado mes y medio después de la quiebra de Lehman Brothers, veintiocho días después de que se aprobase la Ley de Emergencia para la Estabilización Económica (Emergency Economic Stabilization Act), un rescate al sistema financiero estadounidense que iba a poner en circulación hasta setecientos mil millones de dólares.
En el mensaje soltado en internet aparecía enlazado un paper, un trabajo de alguien tras el seudónimo de Satoshi Nakamoto que decía que había «estado trabajando en un sistema de pago electrónico totalmente P2P, que no precisa de terceros para su verificación». Y añadía: «Hace falta un sistema de pagos electrónicos basado en pruebas criptográficas en lugar de en la confianza, que permita a dos partes cualesquiera realizar transacciones directamente entre ellas sin la necesidad de un tercero para verificar la transacción». El cambio que iba a traer aquel anuncio sería definido años después por Greg Kidd como el paso el lema «In God we trust», escrito en el reverso de los billetes de cien dólares, al lema «In math we trust». Las matemáticas, la computación, la criptografía podían sustituir a la confianza que hasta ese momento recaía en los bancos emisores de dinero y que se perdía por momentos.
Lo de octubre de 2008 no desveló aún casi nada de lo que estaba por llegar, solo anunció su advenimiento. Era un mensaje para tranquilizar. Estaban trabajando en ello. En enero de 2009, Nakamoto envió un nuevo correo a la lista anunciando la primera versión de Bitcoin. Y añadió un enlace para descargarse el software. Aunque han cambiado muchas cosas desde entonces, la clave de la criptomoneda en su nacimiento, tal y como la describió Nakamoto, era que el ritmo de creación de monedas se iría ralentizando hasta detenerse en un máximo en torno a veintiún millones de unidades. Un antídoto contra la inflación. El secreto contra la muerte del dinero encerrado en un protocolo informático. Límite de unidades y sin la intervención de los bancos centrales.
Esa filosofía del Bitcoin ha sido muy del agrado de los economistas neoliberales, lo que contrasta con su animadversión a cualquier forma de moneda complementaria. El hecho de pensar que en los bolsillos de la gente ya no va a mandar la moneda en la que se denominan sus cuentas y que la nueva va a emitirse sin control ni respaldo en una riqueza concreta les pone los pelos como escarpias. Es el mismo miedo a que muera su dinero.
En las antípodas está uno de los arquitectos del euro: Bernard Lietaer. Para el autor de El futuro del dinero: cómo crear nueva riqueza, trabajo y un mundo más sensato, las monedas complementarias pueden resolver los problemas de liquidez que traen consigo las crisis. En su opinión, no tiene sentido que haya personas con tiempo para trabajar y otras que demandarían sus servicios y que ninguna pueda satisfacer ni su oferta ni su demanda por el hecho de que no tengan la moneda que se ha declarado, además de oficial, única.
Lietaer no habla por hablar. Ha experimentado con monedas alternativas y complementarias. De hecho, participó en 2010 en el proyecto desarrollado en la ciudad de Gante (Bélgica) para lograr que en un barrio con un alto número de inmigrantes se cumpliesen una serie de normas cívicas. Tras consultar a los habitantes de aquella zona qué era lo que querían y comprobar que aspiraban a tener un pequeño jardín como aquel en el que durante generaciones habían jugado los niños en su tierra natal, Lietaer pidió usar el solar de una antigua fábrica de propiedad pública para dividirlo en esos pequeños jardines. Pero su alquiler solo podría pagarse con una moneda creada expresamente para tal fin: el toreke. Y para conseguir torekes había que cumplir con las normas cívicas que la ciudad llevaba intentando lograr mucho tiempo. Y funcionó.
En sus conferencias, a Lietaer le gusta citar también el ejemplo suizo, un país donde, aunque mucha gente no lo sepa, circulan dos monedas: el franco suizo, conocido por todo el mundo, y el wir. Esta moneda complementaria fue creada en 1934 por los empresarios Werner Zimmerman y Paul Enz para hacer frente al cierre del grifo financiero provocado por la Gran Depresión. Nació solo para intercambios entre empresas y dice Lietaer que, al comportarse de forma anticíclica, es decir, activarse su uso cuando hay tensiones de liquidez en el franco, ha dado una enorme estabilidad a la economía del país.
Lietaer cree que los duros tiempos que se han hecho pasar a Grecia habrían sido menos si se hubiera permitido al país utilizar una moneda complementaria. Impensable con el euro de por medio. Aquella transfusión de almas de todas las monedas que se integraron en la unión monetaria europea no se hizo para que surgiesen alternativas. No se la llama moneda única por casualidad. Y no parece que se lo vayan a poner fácil tampoco a la ciudad de Barcelona. El Ayuntamiento que lidera Ada Colau anunció el lanzamiento de una moneda complementaria, lo que hizo sonar rápidamente las alarmas en el Banco de España. El plan era lanzar dicha moneda en 2017, pero los planes no parecen muy avanzados. Desde el Ayuntamiento no quieren dar detalles de cómo marcha el plan y dicen confiar en tener noticias pronto. El asunto es delicado. Sin el respaldo de una autoridad monetaria ni las matemáticas para generar confianza en una moneda les puede pasar lo más terrible que le puede pasar al dinero: que se pierda la confianza en él y se muera.
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En los últimos años han florecido en España alrededor de 70 monedas complementarias, la mayoría de las cuales siguen hoy en día en funcionamiento
Documentos TV. «Monedas de cambio»: http://www.rtve.es/television/20131009/documentos-tv-monedas-cambio/760907.shtml