Fotografía: Lupe de la Vallina
Lo primero que le prometo a Miguel Ángel Hernando, Lichis, es que no voy a titular la entrevista con algo de La Cabra Mecánica. Él lo agradece tímidamente, como se hace con un favor no pedido. Está en un momento de su carrera y de su vida en el que necesita salir adelante como sea y huir de las etiquetas y los estigmas del pasado. Sinceramente, desde que le conozco, siempre ha estado en ese momento, siempre pendiente de no encasillarse, revisando continuamente los errores y los aciertos, las causas y las consecuencias, intentando evitar el juicio ajeno e incapaz a la vez de mantenerse al margen.
Toda su aparente tranquilidad no quiere decir que su discurso haya cambiado: Lichis ha hecho de la honestidad una marca de la casa. «Aquí, haciendo amigos» es una de sus coletillas favoritas cuando acaba una respuesta más o menos polémica. Chico de barrio, de realismo sucio y lecturas apasionadas, Lichis no nació para andarse con sutilezas. Lo sabe y le preocupa. A veces da la sensación de saberse un genio y no tener manera de escapar de la botella.
Sacado de tu Facebook el otro día: «Estoy en Sainz de Baranda haciendo tiempo en el banco de un parque, tocando la guitarra al solecito. Antes me saluda un chico muy amable y me dice que hoy mismo venía en moto tarareando una canción mía. En este punto de mi vida he preferido no saber cuál». ¿Qué punto de tu vida es ese?
Pues supongo que el punto de liberarte de lastre, tanto del exterior como del interior, que es muy complicado. Aparte, un punto en el que no soy el mismo que hace veinte años por experiencias personales que han sido bastante definitivas. Estoy en una crisis tardía de los cuarenta, supongo [risas].
¿Y qué canción temías que estuviera tarareando?
No lo sé… Creo que de todos mis anteriores trabajos solo hubo uno que obtuvo una repercusión pública, que fue La Cabra Mecánica, y de La Cabra Mecánica solo tuvo repercusión pública un estilo muy concreto que, de alguna manera, para mí, ha sido lo que los americanos llaman «un albatros», ese pájaro muerto que te cuelgan los demás y con el que siempre se te identifica. El otro día, por ejemplo, en un programa de televisión al que fui, llegó una actriz muy amable, me dio un abrazo y me dijo: «Me encanta tu música porque siempre proyecta una energía superpositiva y me lleva muy arriba…». Bueno, evidentemente, esta chica solo conoce dos canciones mías. Supongo que eso te genera cierta preocupación, porque yo siempre he entendido la música como una manera de comunicar, no como un ejercicio masturbatorio.
Es curioso que no puedas evitar ponerte a la defensiva cuando alguien dice que te conoce y que te admira, como si en realidad conociera y admirara una imagen inventada.
Es que, aparte de vivir el éxito, he vivido las consecuencias del éxito. En un momento dado, me quedé un poco en tierra de nadie: había conseguido una notoriedad que me hacía estar rodeado de gente pero que a la vez no era suficiente para protegerme de esa gente que me rodeaba. Me quedé un poco como si me hubieran arrojado en mitad del desierto y no tuviera ni una garrafa de agua ni un cactus para hacer un agujero y sacar de ahí algo de jugo. Todo esto me ha creado una sensación extraña de la que aún estoy saliendo. Ha marcado mi vida y cuando algo marca tu vida, marca tu manera de componer, de relacionarte con los demás…
Lo que suele gustar de tus canciones es una cierta sensación de perplejidad, de no tener las cosas claras, de no querer pontificar.
La honestidad es absolutamente necesaria, porque es la última asignatura pendiente que tenemos en España, aunque hablar de España sea políticamente incorrecto. Somos un país de latinos, de pícaros, de oportunistas… Tenemos una dualidad entre la herencia judía y la herencia cristiana más toda la herencia de la cultura italiana y mediterránea, siempre convulsa. Una visión de la vida de comerciante, de negociador. Quizá lo que estamos viviendo ahora mismo desde el punto de vista político es precisamente esa búsqueda de la honestidad.
Y al primero que aparece, le decimos: «Este es NUESTRO honesto».
Sí, «este es nuestro honesto y este es nuestro deshonesto». Estamos todo el rato señalando. Vivimos un punto en el que la religión está empezando a perder peso en la sociedad y la religión nos ayudaba a construir una visión del mundo entre buenos y malos, entre bien y mal. Y ahora vemos que esa búsqueda de la moral está también en la política, que los políticos son los nuevos sacerdotes y los nuevos profetas. Creo que son tan moralistas y tan retrógrados Podemos como VOX. La política se ha convertido en una búsqueda, no ya de la honestidad, sino directamente del «bien» y «del mal». No solo la política sino también el periodismo. Yo, por ejemplo, lo vivo en la música, pero cuando ves a determinados periodistas de investigación que pertenecen a grupos de comunicación bastante corruptos y que se quieren convertir en los salvadores o en los referentes morales de la sociedad, me quedo perplejo, de verdad.
¿Hasta qué punto la ética está siendo desplazada por la estética y qué peligros conlleva eso?
Es que nosotros ahora mismo estamos siendo educados como empresas. Una de las cosas que hemos cambiado es la comunicación por la publicidad. Las redes sociales no han sido más que un amplificador de algo que ya venía sucediendo desde hace tiempo: damos una visión trivializada de nosotros mismos porque es nuestra manera de vendernos, de medrar, de llenar la nevera, de llenarse de afectos con poco compromiso, que no nos perturben demasiado pero nos den lo que queremos porque socializar es bueno para la salud mental… Esto pasa también en los países más pobres, con los «emprendedores», ese eufemismo para hablar de los nuevos esclavos. Los países con mayor pobreza son ahora mismo los países donde hay más emprendedores. No nos ha quedado más remedio que combatir esto convirtiéndonos en empresarios. Es un ciclo que no va a acabar nunca. En todo esto, el «postureo» es el rey. No nos queda otra.
Hablemos en cualquier caso de esta nueva etapa musical: en septiembre de 2017, vas a Guadalajara al festival Gigante con Nada Surf, Love of Lesbian, Coque Malla e Iván Ferreiro, entre otros. ¿Cómo te sientes entre esos nuevos compañeros de viaje?
Estoy muy contento. No esperaba la acogida que he tenido aunque haya festivales del corte del Viña Rock, donde antes nos llamaban mucho y ahora no nos llaman porque se conoce que nos hemos vuelto unos «moñas». Sin embargo, en Mondo Sonoro, por ejemplo, han acogido este proyecto con mucho cariño y me han apoyado mucho.
En ese sentido, el propio Coque Malla sería una buena comparación: Los Ronaldos también podían ser muy Viña Rock en los ochenta, pero ahora él está en otro rollo.
Sí, lo curioso es que en esos festivales al principio a nosotros no nos llamaban porque no éramos «mestizaje», como podían ser Amparanoia o Macaco, todo lo que salió de la estela de Manu Chao. Acabaron llamándonos y fuimos el grupo más visto en el Viña Rock tres años, pero al principio te decían: «Ya, pero es que esto no es Amparanoia». Lo que te quiero decir es que si tú vas a un festival como Gigante o como Sonorama y empiezas a hablar con los músicos que hay por ahí, a todos nos va a gustar la misma gente: Jimi Hendrix, los Beatles, los Rolling Stones, Chuck Berry, Howlin’ Wolf, el blues, el soul… Y todo eso era mainstream, en el fondo. Tú vas a festivales en Estados Unidos y pueden estar tocando a la vez New Order y Beyoncé y a nadie le escandaliza, no ha habido un choque como el que hay aquí. Todavía somos muy puristas: la gente no quiere que Burning toque ningún tema del disco nuevo sino que siga tocando las mismas canciones de siempre y se escandalizan si no las tocan. No entiendo a la gente que abomina de todos los grupos indies cuando precisamente son ellos los que llevan la bandera de la innovación: son ellos los que están sacando discos nuevos, no como otros que llevan toda la vida viviendo del mismo disco.
En Mariposas has incluido la canción más noventera que he oído desde los propios noventa: la versión del «No soy un extraño» de Charly García. Los arreglos me recuerdan a cosas de Sonic Youth, de Pavement, incluso de dEUS… ¿Escuchabas esos grupos en la época?
Sí, los conocía. Toda esa mezcla de postpunk y de power-pop. Mira, hay un hecho clave en mi formación como músico y es que yo nací en los años setenta y en una casa de los años setenta convivían sin problema los discos de los Beatles, los de los Rolling, los de Janis Joplin, los de Rocío Jurado, los de Lluís Llach… Estaba la banda sonora de Hair… Crecías escuchando un montón de música diferente. En los ochenta, cuando empecé como músico, no encontraba academias de rock. La primera fue el Rockservatorio, así que si querías aprender a tocar tenías que escuchar de todo y probar estilos muy diferentes. Un día, cuando tenía quince años, fui a unos estudios de ensayo que se llamaban La Nave y me quedé fascinado: todo el mundo era mayor que yo y ahí se podía escuchar a Montana en plan rockabilly, pero también a Corcovado. En otro lado estaban empezando a ensayar Los Rodríguez; en otro, Pepín Tre… Había un montón de música diferente y yo escuchaba detrás de cada puerta. Y, claro, en los noventa, yo estaba escuchando jazz y jazz fusión porque era lo que tocaba en la época, pero también estaba escuchando a Sonic Youth o a Lemonheads. Es difícil entenderlo ahora. Pertenezco a una generación que surge de lo más sectario y rompe con ello: en los ochenta o eras de una tribu o de la otra… a nosotros nos tocó el vacío, la tierra de nadie.
Lo curioso de esa canción, y pasa algo parecido con «Teloneros de lujo», que es muy «Jumpin’ Jack Flash», es que la música es tan potente que la letra casi pasa desapercibida en una primera escucha. Creo que has comentado en alguna ocasión que pretendías eso: ser menos «efectista» en las letras.
Como compositor de canciones siempre me he sentido muy fracasado cuando la gente, para soltarme un piropo, me decía: «Eres un gran letrista». Para mí, eso significaba un fracaso: yo no soy letrista, yo soy compositor de canciones. En los últimos discos es lo que he intentado y por lo que dices se ve que lo estoy consiguiendo. Todo el «efectismo» que había en mi anterior trabajo hacía que la gente focalizara la atención sobre el texto y no sobre la música, salvo quizá en las canciones rumberas, porque «La lista de la compra» no es una canción con una letra especialmente efectista. Ni «Felicidad». El caso es que ya desde Hotel Lichis estoy en un nuevo viaje. Probablemente, la línea de «Modo avión» ya estaba en «Gracias por nada»: canciones que tengan muchas imágenes, pero que las imágenes no te agarren del cuello, que sean simplemente un toque de atención.
El country estaba también muy presente en tu casa
Sí, con cuatro años yo iba al colegio disfrazado de vaquero. Siempre tuve una fascinación por la cultura americana, por las películas del Oeste, por todo este tipo de cosas… el paisaje me recordaba al de la periferia de Aluche en la que crecí, con sus secarrales, sus descampados inmensos, sus llanuras castellanas inacabables. Me permitían soñar con aquello.
Y el atractivo de la soledad, supongo, porque el vaquero es principalmente un personaje solitario
Sí, la soledad. Yo era un niño muy solitario. Tenía muchos problemas de soledad, yo creo que incluso patológicos. Fui un niño que vivió en una completa soledad toda su infancia y además mis intentos de comunicarme con los demás siempre fracasaron. Supongo que de ese trauma me vienen las ganas de ser músico y contactar con un público.
Cuando tenías cuatro años ya escribías, supongo que formaba parte de esa búsqueda de un universo propio…
Lo primero que empecé a hacer fue cambiar las letras de las canciones, en los viajes. Improvisaba rimas todo el rato. A mis padres y a mis hermanas les hacía gracia, así que yo seguía con ello. En ocasiones eran cómicas y otras eran más serias, intentando expresar lo que me pasaba. A lo mejor tenía que ver que la mayoría de las canciones que escuchaban mis padres eran en inglés o en catalán y yo no las entendía. Me gustaba imaginarme qué dirían aquellas letras. Luego empecé a escribir versos por pura necesidad. Estaba en casa y decía: «Hostia, necesito escribir algo». A partir de los once años fue cuando empecé a leer compulsivamente.
¿Qué leías por entonces?
Un montón de cosas. Desde Quevedo a novela negra. Sobre todo Vázquez Montalbán, que era una literatura poco apropiada para un niño de once o doce años: todo aquel mundo quinqui, de sexo, de comida… También estaba ahí Cataluña, que era lo que siempre se había escondido detrás del espejo, porque yo había nacido allí pero me había criado en Madrid. Cataluña era la vida que podía haber vivido y además por entonces empecé a escuchar mucho a Lluís Llach y me hice muy nacionalista catalán. Me iba con un amigo a tocar al metro canciones en catalán, a ver si alguien nos daba dos hostias, pero no, nadie nos dijo nada nunca [risas].
¿Cuándo descubriste a Bukovski, a Henry Miller, el realismo sucio…?
Me pasé tres años seguidos leyendo a Henry Miller. Me pillé Sexus, Nexus y Plexus y los Trópicos y los leía una y otra vez sin parar. Después descubrí a Bukowski, a Fante… Nunca llegué a conectar demasiado con Kerouac. No sé, los beatniks nunca me acabaron de convencer. Lo suyo era demasiado intelectual. Miller también, pero lo visceral primaba sobre todo. Era un intelectual que despreciaba lo intelectual y eso me llegó mucho. Yo dejé los estudios muy pronto y pensaba que si quería aprender algo tenía que leerlo fuera de la universidad. En mi generación había un rechazo a la universidad: si eras un tipo de la calle con inquietud, la universidad era el último sitio al que tenías que ir. Me pasó lo mismo con la música y ahora lo considero un error: en vez de aprender tanto en la calle tendría que haber ido a un conservatorio.
«Cuando no tenía ni cinco años, me enamoraba todo el rato y les regalaba flores a las chicas y pensaba que con quince años me iba a hinchar a follar… pero no fue así, preferían a otros chicos», me dijiste una vez. ¿A qué otros chicos?
Había una atracción en general por lo quinqui, de la que creo que también se nutrió el éxito de La Cabra en su momento, y que ahora ya no está. Coincidió con finales de los noventa y principios de este siglo… pero en los ochenta aquello también estaba a la orden del día: veníamos de ver las películas del Vaquilla y tal y en la periferia de Madrid, donde yo estudiaba, pues esa fascinación estaba por todos lados. El triunfador era el quinqui. Yo pensaba que la poesía, la sensibilidad, la intelectualidad también podían tener un valor, pero no eran tan potentes. Piensa que cuando pasamos de los setenta a los ochenta el cambio fue brutal: «Estamos hartos de cantautores, estamos hartos de intelectuales, estamos hartos de gente con barba cantando “L’Estaca”», que, por cierto, ahora han vuelto, casi con la misma imagen [risas]. Yo me quedé un poco en tierra de nadie…
Fíjate que esa fascinación es la que hay ahora por el reguetón. Es un estilo de música espantoso, pero es un poco lo que tenía Elvis Presley: habla de sexo y de una manera incorrecta. Habla del sexo más quinqui en el que se mezcla el machismo con cierto morbo que tiene que ver con lo sensual. Tiene un punto que no es «canalla», porque odio ese término, ni gamberro, sino descarnado. Un tipo que bordea la delincuencia no es un canalla porque para él eso no es una alternativa, no es una elección, tiene que ir por ahí. Los grupos indies también han recuperado un lenguaje más cañero. Tú escuchas a Los Punsetes y dices «hostia».
Madrid a finales de los ochenta. La gran resaca… ¿Cómo lo viviste de adolescente?
Madrid era una ciudad cruel. Muy dura. Sucia, gris, castigada por la heroína, por la delincuencia… no era un sitio agradable. Todo el mundo ahora lo encumbra y lo mitifica pero era un entorno hostil; muy, muy hostil. Desde la ventana de mi instituto, yo veía a chicos de diecisiete años tirados en la acera con un subidón de heroína o directamente muertos de sobredosis. No podías llevar unas zapatillas medianamente nuevas porque volvías a casa descalzo. Sin embargo, la cultura era muy importante, porque no teníamos otra cosa. Había un nivel económico muy bajo. Comprábamos los vídeos a plazos. Éramos un país bastante pobre, con una policía que venía aún de la herencia del antiguo régimen… Tenías que protegerte tanto de los yonquis como de la policía, que era especialmente violenta y terrible, terrible. Había triunfado un Gobierno socialista que también era espantoso: Corcuera, Barrionuevo… En ese sentido, la música era lo que nos definía, lo que nos salvaba, lo que nos aislaba del mundo.
¿A qué sitios recuerdas ir habitualmente?
Yo me pasaba el día en las tiendas de discos. Iba mucho a Madrid Rock y a las tiendas de Tribunal y Noviciado. Me acuerdo de las colas cuando salió Synchronicity de Police, que daban la vuelta a la Gran Vía. Luego íbamos a los parques, a sitios oscuros y terribles donde al menos no te encontrabas a cuatro yonquis con una navaja o no iba la policía a meterte una paliza…
Todo lo que me estás contando lo vivías como una especie de búsqueda de refugio, de huir de una constante amenaza.
Es que era así. Había que buscar rincones donde estuvieras seguro y pudieras beberte una cerveza tranquilamente, echar un polvo si tenías suerte, poner la música que te gustaba, poder tocar la guitarra y crear un mundo aparte.
Llegamos a principios de los noventa: la eclosión cantautoril. Libertad 8. Pedro Guerra, Ismael Serrano, Tontxu… A ti eso te pilló haciendo rockabilly, pero al menos dos de los citados —Tontxu e Ismael Serrano— son o han sido grandes amigos tuyos.
Bueno, Tontxu, no. Tontxu es un tipo complicado, yo también. Aparte el Tontxu de la SGAE es un tipo al que desprecio profundamente. Me parece bien que la gente se busque la vida como pueda, pero nos está haciendo mucho daño a los demás. No se trata solo de que te busques tu pan o el de tus hijos. ¿Tus hijos comen gloria y los míos comen mierda? Y ahí tengo un enfrentamiento con el 90% de los cantautores de este país, que están cayendo en ello… Ya en los noventa los rechazaba visceralmente porque creo que aquello fue el principio del postureo, incluso del postureo político. En lo personal, he tenido buena relación con Ismael Serrano, por ejemplo, porque me parece un tipo sincero. No comparto sus ideas pero me parece sincero cuando hace lo que hace. Javier Álvarez es un artista más que un cantautor y eso me atrae mucho de él, más en lo personal o en lo filosófico que en lo musical. Es un genio loco que me gusta. De la generación que ha venido después, de toda esta gente del Búho Real, ya directamente no quiero saber absolutamente nada.
Pensé que tenías buena relación con Luis Ramiro, Marwan y compañía…
Quizá esperaba de ellos otra cosa en el futuro. La Cabra fue un grupo influyente para muchos cantautores de aquella época y quizá sirvió para que algunos se abrieran a otro tipo de cosas: meter rumbas, hablar de canalleo y toda esa imagen estereotipada que se tenía de La Cabra. En un principio fui allí a conocer gente y ver qué tal pero lo que he visto me ha hecho darme por completo la vuelta. No quiero saber nada más de esta gente. Tampoco creo que sea necesario profundizar más, pero es un mundo que no me gusta: es un mundo falso, hipócrita, autocomplaciente, conformista, elitista y lleno de buenos vendedores de sí mismos, de empresarios más que de artistas. Siguen haciendo el mismo disco desde hace quince años.
¿Cómo surge La Cabra Mecánica como concepto y cuál es el camino hasta Cuando me suenan las tripas?
A principios de los noventa, estaba tocando en Montana y en La Pocilga, que era un grupo de folk americano llevado al extremo: tocábamos Johnny Cash, pero también versiones de la Velvet Underground llevadas al hillbilly. Poco a poco empezaron a pedirme canciones en castellano cuando yo solo era el bajista. En aquel momento, en torno a 1993, vivía en Lavapiés, así que además de tocar con estos grupos también tenía un pequeño estudio donde tocaba con grupos de música africana. Empecé a soltarme sin pensar en el estilo y, buceando en mis influencias, me encontré con Gato Pérez, con el Kiko Veneno de Échate un cantecito, con Extremoduro… También entró el rock argentino en mi vida, con Charly García o Redonditos. Como tenía que tocar en un montón de bandas para ganarme la vida, decidí hacer mi propia historia y montar algunos bolos y empezó a correrse la voz y a irme bien, la verdad.
¿Te llamó DRO a ti para ese primer disco o fue al revés?
Empecé a mandar maquetas: primero le llegó a Javier Liñán, a través de un sitio poco recomendable donde íbamos a darnos a vicios muy poco saludables. Recibí la primera oferta… y dije que no. Y a partir de ahí empezó todo: fui diciendo que no a uno y a otro y a otro y aquello aumentó el interés y el morbo.
Como todo en la vida…
Sí, recuerdo un concierto en Ritmo y Compás, un lunes por la tarde, en el que estaban todas las multinacionales de España. Absolutamente todas. Y estaban los directores, todos los directores generales con sus hijas y tal. No vinieron los AR, vinieron ellos en primera persona, con la familia. Yo por entonces era muy punki, me sudaba la polla todo, me parecía divertido, surrealista… Me parecía tan increíble haber estado batallando por comprar un paquete de arroz y racionarlo toda la semana como todo lo que vino después. Nunca tuve una sensación de realidad con eso. Para mí lo único real era hacer canciones. Lo que ocurría fuera era un circo que me pillaba muy lejano.
¿Y qué te decidió a meterte al final en ese circo?
Bueno, recuerdo que uno de una discográfica me puso un cheque delante y me dijo: «Rellena la cifra que quieras y vente conmigo». Lo que pasa es que luego vino Alfonso Pérez, el director de DRO, que es un tipo que sabe decirte lo que quieres escuchar, se acercó a mí y me dijo: «Yo creo que con este disco se están equivocando todos estos tíos. No vamos a vender mucho. Pero me gusta lo que haces, no te voy a hacer una oferta económica como la que te hacen los demás, no te voy a decir que te voy a convertir en el número uno en ventas, pero quiero que hagas tu disco como quieras hacerlo». Y me fui con él.
Y funcionó relativamente bien…
Sí, pero quizá lo que pasó fue que la gente esperaba que sucediera conmigo lo que sucedió tres años después con Estopa. Todo el mundo pensaba que íbamos a vender dos millones o tres millones de discos y no llegamos siquiera a disco de oro. Era poco, pero era lo que yo esperaba, porque por entonces al disco de oro llegaban Amparanoia y Macaco, pero el resto de músicos underground lo teníamos más difícil. Nosotros estábamos más cerca de Juan Antonio Canta o de Albert Pla. De todas formas, yo estaba a gusto, estaba contento.
Sé que odias la palabra «canalla», pero ¿aceptarías una cierta intención de ser «gamberro» al menos en ese primer disco?
No. Creo que tiene un punto tragicómico. Narra la historia de personas que no encuentran su lugar en el mundo y sabemos que el humor es el último recurso del perdedor. En ese fracaso absoluto hay dos opciones: colgarte de un árbol o seguir vivo, y para seguir vivo tienes que darle un poco de humor a todo, relativizar las cosas. Por eso digo que es tragicómico. Lo que odio de los cantautores estos que vinieron después es que sí que iban de canallas: mis canciones, no; mis canciones eran dramáticas.
En 1999, sale Cabrón, uno de tus mejores discos. ¿Cómo lo recuerdas casi veinte años después?
Cabrón era un libro de poesía más que un disco. Las letras tenían una carga literaria muy grande. No eran poesía porque para mí eso es algo demasiado serio para dejarlo en manos de cantantes y cantautores, pero sí tenía la sensación de estar haciendo algo diferente. Pensé que iba a tener más simpatía con ese disco de la que encontré. Para mí fue una decepción: vendimos dos mil cuatrocientas copias de aquel disco, ni una más. Con el tiempo, ha sido un disco de referencia para mucha gente. Hay muchos grupos y cantantes que me dicen que Cabrón les animó a meterse en la música. Gente como Kutxi Romero o los Antilópez, pero eso debió de ser a posteriori. Me sorprende mucho.
Pero te sientes orgulloso de aquel disco…
A ver, yo no me siento orgulloso de ningún disco. Odio todo lo que he hecho. O casi todo. Hay canciones dentro de Cabrón que me gustan mucho, como «Drip Pop», «De cañones y moscas», «Como un animal»… pero todavía estoy en una fase en la que oigo algo de La Cabra y me provoca un cierto rechazo. Eran cosas muy descarnadas, muy al límite, que cuesta mucho revivir después. Los discos son como una foto: tú ves una foto tuya de adolescente y no te reconoces. Incluso cuando oyes una cosa y dices «pues no está tan mal», en el fondo estás siendo un poco condescendiente contigo mismo. Me está pasando con Modo avión, que ya cuando lo escucho hay cosas que no me cuadran. Sí me habría gustado volver a grabar Hotel Lichis y haberme quitado el acento ese madrileño del que abusaba, pero al menos es el primer disco del que empiezo a sentirme plenamente orgulloso con algunos matices.
En el 2000 te metiste en una gira como telonero de los Celtas Cortos, ¿corrían aún buenos tiempos para la música en vivo?
Sí, hacíamos muchos pabellones con ellos. Eran los últimos tiempos de bonanza general, porque la bonanza ha seguido pero lo que pasa es que el cuello de botella se ha estrechado. Quizá antes la bonanza era algo más general y ahora es solamente para tres o cuatro. Ahora, si quieres tener una gira, que te llamen Ayuntamientos y llenar pabellones, tienes que ser coach en La Voz…
Y en 2001, por supuesto, «La lista de la compra». Tengo la sensación de que le tienes algo de manía a esa canción porque «eclipsó» el resto del disco.
No, no le tengo manía a «La lista de la compra»… le tengo manía a la gente que me exige «La lista de la compra». Fue un arma de doble filo: una canción que marca un estilo. Me viene gente que dice: «Eh, yo soy muy fan de La Cabra» y resulta que no, que solo son fans de «La lista de la compra» o de «Felicidad». Que no me cuenten películas. Esa parte me hace sentir incómodo y por eso nunca la toco en directo. Llegará un momento en el que pueda volver a tocar todo, pero aún queda para eso. El otro día leí una entrevista de Bunbury en la que me di un poco por aludido; decía: «Parece que algunos artistas tienen mucho miedo a hacer canciones de su pasado», y yo pensaba: «Claro, Bunbury, tú no tienes ningún problema, tú estás ya santificado. El público te adora, puedes hacer lo que quieras…». Yo no estoy en esa fase ahora mismo y para mí estas cosas distorsionan el mensaje, la idea que estoy intentando transmitir ahora.
Bueno, no sé si Bunbury toca mucho «Maldito Duende» en directo…
Pues seguro que sí que la toca. Como cuando a Calamaro le da por tocar una cumbia. Son gente intocable que puede decir cualquier barbaridad y todos les aplauden en plan «es un genio». Yo ahora mismo no estoy en disposición de hacer esto. Hago una versión de «Felicidad», en plan Johnny Cash, un rollo maníaco-depresivo. Algo muy oscuro. Y hago canciones de La Cabra, claro, pero hago «Valientes», hago «Carne de canción», hago «Antihéroe», hago «Como Penélope en la estación del AVE»… Esa parte del repertorio. La gente que viene a los conciertos me echa la bronca porque no he tocado ninguna de La Cabra y yo les digo: «Sí, he tocado ocho o nueve».
Siempre dices: «El éxito de La Cabra no fue para tanto», pero fue un éxito, aunque fuera moderado, y no sé si te pilló preparado del todo.
Para mí fue una satisfacción de ego absoluta. Yo me sentía como Aníbal entrando en Roma, en plan «los bárbaros hemos llegado aquí y venimos a mearnos en la bandeja de canapés y a meternos con tu novia y a vomitar en tu traje y en tus zapatos y a robar la alfombra persa…». La parte bonita era que me llamaban mis abuelos, que ya no están, todos los días para decirme que habían escuchado la canción en la radio. La alegría de mi familia, de la gente que realmente me quería. Luego trajo consecuencias nefastas en mi vida: la fama a mí me destruyó y destruyó a la gente a la que quería.
¿Demasiada gente alrededor para un chico tan acostumbrado a la soledad?
A ver, el problema es que yo había salido de la soledad con veintipocos años y me había hecho un círculo de gente a mi alrededor que pensaba que era cojonudo y que vivió toda la experiencia anterior a la fama conmigo. Lo que pasa es que cuando la fama llegó, esa gente se destapó. Y aunque lo he pagado con la ruina económica y personal en muchos aspectos, ahora a largo plazo lo veo como algo positivo. Incluso después de la gira con Fito de 2009 y 2010, algunas de esas personas seguían en mi entorno y la gente nueva que había entrado era gente que respondía al perfil anterior de personas que estaba buscando. Personas que me han destrozado la vida. Y no hablo de camellos ni de tal, me he dado cuenta de que los malos estaban en otro lado.
Siempre has mantenido que esa posibilidad de éxito se fue al garete cuando salió el «Iluso».
Sí, porque destrozó el prestigio del proyecto, lo llevó a un lugar donde no estaba: aunque eran comparaciones muy exageradas, por entonces se decía que La Cabra jugaba en la liga de Sabina, de Kiko Veneno… y de repente me vi jugando en la liga de Georgie Dann, de la canción del verano. Eso hizo que se estereotipara el proyecto. Además, fue un fracaso comercial. Piensa que hablamos de una inversión publicitaria mucho mayor que la de «La flaca», de Jarabe de Palo, y no se llegó ni a disco de oro. De hecho, en una época en la que otros grupos estaban vendiendo millones de discos, La Cabra con Vestidos de domingo había vendido cincuenta mil. Era un éxito más de otro tipo que de ventas. Al final, con esa puñetera mierda de canción se llegó a cien mil discos pero eclipsó lo que era La Cabra. De repente nos habíamos convertido en un chiste, y cuando alguien me dice «Pues a mí no me parece una canción tan mala», yo pienso que efectivamente me está dando la razón, que al final la gente creyó que La Cabra era eso.
Y te deprimiste…
Me deprimí. Sobre todo por lo que me vino de fuera. Es muy difícil explicarle a alguien que en un mundo como este daría las dos piernas y los dos brazos por estar en tu situación que tú no quieres estar en esa situación. Piensan que estás loco, que no estás bien de la cabeza, que no mereces lo que tienes y, como no mereces lo que tienes, no mereces respeto… y ahí empezó la gran debacle personal. Ahí empezó la auténtica incomunicación. Me sentí completamente ido de la olla. Me hicieron sentir una especie de loco: «No puedes regir, no sabes lo que estás haciendo, no puedes discernir lo que es bueno para ti y por lo tanto vamos a castigarte y meterte caña hasta anularte», y es lo que ocurrió.
Te tuviste que ir a Barcelona a vivir.
Bueno, yo ya llevaba un tiempo en Barcelona cuando esto ocurrió y ahí empezaron unos años terribles que culminaron con la gira de Fito, que debería haber sido una cosa maravillosa porque fue la ayuda de un amigo que me lo dio todo cuando nadie confiaba en mí, pero salió mal.
Volveremos luego a eso en detalle, pero déjame que te pregunte por esa obra de arte que es Hotel Lichis, que publicas en 2005.
Pues me fui a Tarrasa a vivir, me casé, y al principio fue todo muy bien. Llegué, me rehabilité físicamente, me puse a trabajar como un loco: lo único que hacía era escribir, componer e ir al gimnasio. Transformé toda la rabia que sentía en algo positivo. Al principio. Lo que pasa es que antes de sacar el disco ya me dijeron: «No, olvídate, no vas a sonar en las radios, Miguel», y yo decía: «Pero ¿por qué?». «Porque no, tío», y ahí me di cuenta de que mi carrera se había acabado. Había cambiado de mánager y cuando se puso a escuchar las maquetas y no vio ningún «No me llames iluso» decidió no pagarme, a la vieja usanza: «No pagues los bolos a este hombre, tenlo ahogado para que vuelva donde tiene que volver: a lo que él es…». En esas, saco el disco y caigo en una depresión horrible. Todo lo que había intentado construir de nuevo se viene abajo y es cuando empiezo este proceso que te comentaba antes de «Se acabó. Que les den a todos por el culo». Fue duro para mí porque mi familia no me entendía. Veían una entrevista mía en televisión y lo que salía era un tío desquiciado cagándose en todo, mosqueado, triste, jodido…
¿Y qué pasó con ese círculo de amigos del que hablabas antes? Ese círculo de defensa, casi…
Subestimé el poder de influencia de la posibilidad de la fama, del dinero… Fui perdiendo amigos en este camino. Cuando empecé con La Cabra yo solo era un bajista y la gente me veía como uno de los suyos y se alegraban de que me fuera bien. De repente, me convertí en el enemigo.
¿Por qué el enemigo?
Pues por eso, porque de repente se suponía que era una estrella, que cantaba… y entonces ya no podía ser un «músico auténtico». Aparte, caí en una depresión muy gorda, ocurrieron cosas de las que prefiero no hablar en lo personal porque son muy duras y todo eso se acabó y me dediqué a hacer producciones en mi estudio de Tarrasa y alejarme un poco de todo.
Te divorciaste y volviste a Madrid, pero las cosas no mejoraron mucho…
Hubo un momento en el que, como vi que el camino se había cortado aquí en España, pensé: «Vale, ¿y por qué no lo probamos fuera?», pensando en México, en Argentina… pero no me dejaban. Me decían que como aquí no habíamos tenido suficiente éxito no podían garantizarme su apoyo allí. Y tampoco me iban a dejar que licitara mi disco con otra compañía allí porque, claro, si la cosa petaba, entonces, ¿cómo quedaban ellos? Entonces fue cuando me puse a hacer Carne de canción, que fue un disco que me costó hacer dos o tres años, pensando en sacarlo allí. No pudo ser y se quedó la cosa en un cajón hasta que vino Fito y me dijo: «Venga, tío, vente con nosotros, a ver si podemos poner esto en otro lado…». Hablé con Warner, pero tampoco me dejaban irme. Era una situación absurda: yo no creía en ellos, ellos no creían en mí. Llegamos a un acuerdo por el que les cedía el disco entero aunque yo había pagado la mitad de mi bolsillo a cambio de la carta de libertad. Además, yo ya sabía que no iba a volver con La Cabra, así que no perdían nada en ese sentido.
Vamos con la gira, entonces…
El problema fue que entre mi círculo de músicos aún pensaban que lo de Fito podía suponer otra vez el resurgir de La Cabra y que la cosa podría continuar, pero yo ya había anunciado el fin de ese proyecto y les sentó fatal.
He llegado a leer que aquella gira «te destrozó la vida».
No tanto la gira sino las consecuencias de la gira. Yo había entrado muy mal, después de unas situaciones personales muy duras que hacían que psicológicamente no estuviera preparado. Por si eso fuera poco, me encuentro con un equipo de gente que ve aquel relumbrón y aquella sobreexposición y quiere sentirse parte de ello… Fíjate, yo he tenido la sensación de ir a salir a tocar con mi banda y que mi banda pasaba de mí absolutamente. Yo tenía la sensación de que no pintaba nada, que estaba todo hecho para ellos. No sentí ningún apoyo. Además, tuve una hija, me separé y ahí me cayó una aún más gorda: pasé de tenerlo todo más o menos en orden, con cuentas en el banco saneadas y bien, a encontrarme en la situación en la que me encuentro ahora yo y muchos padres separados. No ya separados de nuestras parejas, sino de nuestros hijos.
Sentías que te habías convertido en una especie de cajero automático, por lo que dices.
Me había convertido en un vehículo para conseguir los sueños y aspiraciones de un montón de gente que me rodeaba. Es lícito por otra parte. Tú también, cuando vas a una empresa, piensas que puede ser un trampolín profesional y cuando te das cuenta de que la persona que lleva eso no lo vive así y que lo más que puede darte es trabajo, seguramente odies a esa persona e intentes aniquilarla.
Llegaste a comprarte una casa en Malasaña con fantasma incluido…
Cuando compré ese piso me salió muy barato y eso ya me pareció raro. Estaba enfrente de la sala Barco y abajo había un tugurio de un italiano que tenía la música puesta a toda hostia hasta las tres de la mañana. Ahí vivía una señora mayor que echaba cubos de agua a la gente cuando salía del bar y se ponía a hablar en la calle.
Esa señora fue un clásico de la noche madrileña, sí.
Bueno, pues cuando se murió, yo compré su piso. Intenté reformarlo, pero tuve una movida con los vecinos tremenda y me pasé dos años sin casa. Lo compré para poder vivir ahí y estar cerca de mi hija y no hubo manera. En fin, el caso es que la casa estaba como en los años cincuenta: había un pilón para bañarse y un retrete en la cocina, una cocina de carbón… y, nada, el fantasma me cambiaba las cosas de sitio. Yo le ponía trampas: antes de acostarme dejaba la cartera en un sitio, el mechero en otro y un vaso de agua en otro distinto, las tres cosas sobre la mesa… y cuando me despertaba la cartera estaba encima del piano, el vaso de agua había ido a la cocina y tal. Cerraba las ventanas, me iba, incluso hacía fotos con el móvil: «he cerrado las ventanas». Cuando volvía a casa, las ventanas del salón siempre estaban abiertas.
Lo cuentas con una tranquilidad…
A ver, es que de pequeño yo quería ser parapsicólogo. Me encantaba Jiménez del Oso. Cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, yo contestaba «periodista o parapsicólogo». Recuerdo que por ejemplo cuando me separaron de mi hija Julieta tuve también un episodio poltergeist: se me aparecieron dos personas muy importantes en mi vida que además habían muerto justo durante estos años de la separación, lo que lo hizo todo más complicado, y me dijeron: «No te hundas, sal adelante». Yo, en el fondo, no creo en esas cosas, pero fue lo que me pasó. Me desperté, abrí los ojos y ahí estaban, y cuando me dijeron eso se fueron. No sé lo que fue, sería una ensoñación, supongo, y lo de las ventanas también tendrá su explicación, pero, joder, sería cojonudo que fuera verdad, que hubiera otro camino después de esto. Yo no soy creyente, no creo en Dios, pero sí me gusta creer que hay otra realidad. La física cuántica abre un montón de posibilidades bastante interesantes. No sé si es algo sobrenatural o simplemente un lado de la física que todavía no se ha explorado del todo. El caso es que yo lo vivía con una alegría de la hostia cada vez que me cambiaba algo de sitio.
Musicalmente, entras en una época en la que después de dejar La Cabra intentas varias cosas. La primera fue lo de Miguelito, que no acabó en nada aunque en su momento parecías bastante convencido.
Por el nombre, más que por otra cosa. Me llamó Jairo Zavala [Depedro] y me dijo: «Tío, no te pongas Miguelito, es un nombre horrible», y como yo había pensado en el nombre como un homenaje a Jairo porque él me llamaba así, lo deseché. También, por otra parte, en Miguelito quería incluir a varias personas que luego me enteré de que me habían traicionado, engañado y jodido. Ya en Carne de canción me había dado cuenta de algunas cosas raras de esa gente y con Modo avión estalló todo. En cualquier caso, la idea era buscar un nombre que no fuera Lichis, para dar un tajo ahí importante y que la gente no pensara que era una secuela de La Cabra Mecánica.
El Lichis.
Eso, «el Lichis». La gente esperaba a «el Lichis» y no a Lichis, y el Lichis no apareció. Ni apareció, ni está, ni se le espera.
Te metiste en una historia llamada La Pandilla Voladora que siempre tuve la sensación de que llamaba más la atención por lo excéntrico que por lo musical…
Fue un embolado en el que me vi metido y no supe cómo salir. Yo seguía un poco por Jairo Pereira [Muchachito Bombo Infierno] y Jairo seguía un poco por mí… hasta que hablamos del tema un día y quedó claro que los dos queríamos dejarlo. A ver, fue muy divertido. Al principio, la idea era «vamos a irnos todos a Cádiz a pillar un montón de botellas de vino y un montón de jamones y a hacer canciones». Joder, genial. Con el Canijo, con Albert Pla, con Jairo… Y luego, cuando llegamos allí, la idea se convirtió en otra cosa: vamos a tocar las canciones que el público conoce, vamos a divertirnos, vamos a hacer un karaoke colectivo en los conciertos y que la gente se lo pase bien. Quizá esto levantó más la carrera de Tomasito, o de Canijo o del mismo Albert que la mía o la de Jairo.
¿A ti te ayudó personalmente, al menos?
Pues no, porque justo la imagen que se dio de La Pandilla Voladora era la imagen de la que yo quería huir. De hecho, si ves las grabaciones, se me ve ahí en una esquina diciendo «Madre mía». Yo, además, estaba en pleno proceso de la custodia por mi hija y todo aquello influyó muy negativamente.
¿Por qué?
Porque daba mala imagen de mí y eso, cuando vas a un juez, quieras que no, juega en tu contra. Eso de salir disfrazado y contestar en las entrevistas: «¿A ti qué te gusta? ¡A mí me gusta la coca!». Imagínate… No sé, era divertido. Quizá hubiera sido algo de lo que habría disfrutado en otra circunstancia, porque me gustaba ese carácter de gamberros, casi de Sex Pistols. Últimamente, parece que los artistas somos todos demasiado «buenrollistas». «¡Ah, qué tío más guay, qué tío más cercano!». Hay algo que me repele en eso y La Pandilla era todo lo contrario, era «vamos a devolveros un poco de rock and roll, vamos a devolveros al botarate que escribe buena música, que no es un descerebrado pero que viene a vomitar en la bandeja de canapés». Lo que pasa es que yo no debería haber estado ahí en ese momento.
Y volviste al inicio, a Nueva York, al sonido americano y al Modo avión, probablemente tu disco más cuidado. Lo necesitabas…
Primero grabé un EP con cuatro de las canciones que salieron después y luego con la ayuda de César Pop, que ha sido una persona muy importante para mí en estos años, fuimos completando canciones. Fue un proceso lento, de años, y primero hablé con Ricky Falkner porque me lo recomendó Quique González; también contemplamos la posibilidad de que lo produjera Leiva, pero yo tenía prisa y Ricky no podía empezar hasta mayo o junio, así que me puso él en contacto con Joe Blaney. Hablando con Blaney sobre los músicos que me gustaban surgieron los nombres de Marc Ribot, que era colega suyo, de Pete Thomas, de John Campilongo… y de repente la cosa empezó a cuajar y él me dijo: «Mira, tú haz lo que quieras, pero ahora mismo en febrero hay unos estudios libres en Nueva York y andan por aquí Campilongo y todos los demás, que se vienen en Navidades a ver a sus hijos y ya se suelen quedar para hacer todas las jams de invierno». Así que dije: «Vale, ¿y cuándo voy?», y en quince días estaba ahí.
¿Cómo financiaste el proyecto?
Vendí mi casa, vendí todo lo que tenía, tiré de mis ahorros… no solo para grabar el disco, sino para financiar la gira, que evidentemente estuvo por debajo de lo que esperábamos. Yo tenía que pagar a los músicos, la promoción, los videoclips… Todo eso salió de los ahorros de toda la vida. Vendí el estudio de Barcelona, también. Salió todo de mi bolsillo, así que ha sido una apuesta muy seria para mí. Es un dinero que no voy a recuperar jamás, pero al menos he sentado las bases de lo que va a ser mi trabajo. Al principio ha sido un hostiazo para mucha gente, pero se me han abierto puertas que no esperaba que se abrieran y las que estaban cerradas no se iban a abrir de todas formas, así que todo bien.
Recuerdo un concierto anterior a la publicación del disco en Clamores, ante poquita gente porque es un sitio pequeño, en el que te rodeaste de musicazos como Fernando Polaino, César Pop o incluso Leiva a la batería, casi escondido.
Sí, Leiva también estuvo en las maquetas. Grabó alguna con César y conmigo. A ver, en el mundo de la música siempre hay gente que intenta acercarse a otra con el fin de conseguir autenticidad o de ganarse respeto. Hay artistas que han formado parte de algún fenómeno adolescente y les ves ahora en el Libertad 8 intentando ser auténticos y tocar con este o con el otro. Leiva no es así. Yo, tampoco. A mí me dijo una vez Polaino: «Esto, la gente no lo entiende, pero tú no le has pedido nunca nada a Fito. Es Fito el que te lo ha pedido a ti: te pidió que colaboraras en su disco primero, tú no pediste nada a cambio y luego te llamó para que te fueras de gira con él. Cuando llamaste a María Jiménez, tú no eras nadie y María Jiménez tampoco estaba en su mejor momento, no fue una cosa por interés».
Aunque a María Jiménez le sirvió al final casi tanto como a ti.
O más, casi. El caso es que la gente que ha colaborado conmigo nunca ha sido porque yo haya intentado arrimarme a nadie sino por iniciativa suya y eso es lo que pasó con Leiva. Me dijo: «Oye, tío, me encantaría tocar contigo, aunque sea la batería». Fue algo muy natural y muy bonito.
En los conciertos, solías hacer una versión del «Lo mejor de nuestra vida», de Antonio Vega. ¿Por qué esa canción, que no es de sus más conocidas?
Pues porque me gustaba mucho. Ese disco —No me iré mañana— para mí fue muy importante. Hace años tenía un grupo y tocábamos mucho la de «Esperando nada». Con Antonio Vega está todo también muy estereotipado: todo el mundo hace la versión de «Azul», de «Se dejaba llevar por ti», de «Lucha de gigantes»… joder, qué coñazo, tío. Hay canciones buenísimas de Antonio que no las conoce nadie. También hago «Pecados más dulces que un zapato de raso» de Gabinete, que tampoco es de las más conocidas, o esta versión que he hecho de Charly García, de la que hablabas tú antes. También meto canciones mías que no son las más conocidas y, si a la gente no le gusta, que se ponga Kiss FM o Rock FM.
Siempre habías renegado de la «industria 2.0». Ahora que estás con proyectos más difíciles de distribuir físicamente y desde luego con más problemas para salir por la radio, ¿ha cambiado tu opinión al respecto?
No, en absoluto. Hace años que llevo denunciando el modelo de la industria que consiste en lo que yo llamo «la industria 360º», es decir, que la discográfica sea a la vez agencia de mánagers y editorial, que te pida un 10 o un 20% de tus conciertos, que la radio también te pida un porcentaje de tus conciertos. Que te pidan un 50% de tus derechos editoriales. Ahora, para poder tocar a las tres de la mañana en la televisión, tengo que tocar canciones de relleno, que no son temas de mi disco, para poder darle a no sé quién el 50% de los derechos de autor… El problema es que, tras la desaparición de las discográficas, la industria 2.0 se ha dedicado a hacer lo mismo. Es una industria que no invierte, que solo recibe el producto. Inviertes tú y ellos generan beneficios multimillonarios e ingresos publicitarios. Y tú te llevas una mierda. Todo esto está pensado para vender fibra y gadgets tecnológicos, con el emblema ese tan bonito de: «Gracias a esto, los músicos van a hacer más conciertos… y como los músicos viven de los conciertos, la música gratis es buena para ellos». ¿Y por qué no ponéis las conexiones de fibra gratis, hijos de puta? ¿Y por qué los teléfonos móviles no son gratis, hijos de puta? Y todavía lo venden como que «han revolucionado la industria». ¿Que la han revolucionado? Lo que estáis haciendo es llevaros el dinero a espuertas. Y los pocos derechos que habíamos conseguido los músicos han desaparecido. Les prometieron lo de la «democratización», que así la gente iba a poder escucharles como escuchan a Alejandro Sanz. Sí, claro.
Pese a todo, eres muy activo en las redes sociales. Sobre todo en Facebook.
Bueno, al principio tuve mucha gente que se metía conmigo, pero ahora han desaparecido. Yo creo que se han dado cuenta de que contesto. Todo el mundo me decía: «No contestes, no alimentes al trol»… pero yo sí contestaba. Les decía: «Eres un imbécil». Empecé en lo de Facebook por el tema de la custodia compartida y gracias a mis posts he ayudado al menos a dos personas a conseguir la custodia porque se han puesto en contacto conmigo y yo les he mandado a las asociaciones y a las personas que les podían ayudar. Eso también me ha valido el enfrentamiento con mucha gente, muchos insultos. Se me ha llamado machista. Se me ha llamado poco menos que maltratador. Pero ha sido más lo positivo que lo negativo. Además, también me ha servido para hablar de música, para contar mis historias. A ver, es que yo no utilizo Facebook para dar una versión edulcorada de mí mismo. Hablo bastante a tumba abierta de todo tipo de temas.
Pedro Sánchez es un habitual en tus reflexiones…
Pedro Sánchez es uno de mis odiados favoritos, sí. Yo soy una persona de izquierdas absolutamente desencantada con la izquierda. Creo que a partir de lo que me ha ocurrido como padre he visto una cara de la izquierda que no me ha gustado en absoluto.
Recuerdo una frase de Roberto Bolaño, en su última entrevista antes de morir, algo así como «detesto el discurso vacío de la izquierda; el discurso vacío de la derecha ya lo doy por sentado». ¿Lo suscribirías?
Pues sí, y en ese sentido, intento debatir en serio sobre política. Mucha gente me ha desaconsejado que lo haga en Facebook. Podría utilizarlo solo para darles publicidad a los bolos y para colgar fotos cuando viene mucha gente, pero ese no es mi rollo. Creo que tenemos un medio de comunicación ahí para poder hablar y debatir de cosas serias y combatir a los trols. Las redes sociales nos han ayudado a darnos cuenta de que en realidad había mucho gilipollas escondido y ahora han salido de las barras de los bares y ya no están a las cuatro de la mañana metiéndose contigo cuando estás un poco de capa caída, ahora dan la cara. Bien, pues toma un poco de tu propia medicina, hijo de puta.
«A los músicos ahora se les enseña a clonar, no a componer», decías hace unos años…
Es que las academias de música se han convertido en un cultivo de «bandas tributo». El hecho de que La Cabra Mecánica no tenga banda tributo es la mejor prueba de que tampoco fue para tanto [risas]. No creo ni que llenaran un bar. Los que estudian música ahora se dedican a aprenderse un estudio de Bach o de quien sea, a repetirlo a la perfección y ya les dan el título. En las academias de rock, pasa lo mismo: te sacas un título haciéndote un disco entero de Pink Floyd o de Led Zeppelin y alguno de Deep Purple. Lo tocas perfecto y ya está. Ese ha sido el principio y el final para muchos músicos que se han dicho: «Ah, de puta madre, ya sé tocar Whitesnake, pues vamos a hacer una banda tributo y nos hinchamos a hacer bolos».
También decías: «Si saco otro disco, pues tendré que volver a hacer teles y prensa y no me apetece una mierda porque no me gusto». ¿Cómo lo estás llevando?
No, no me gusto. No me gusto en las entrevistas. Me da mucho pudor leerlas luego o verme en la tele… Me voy gustando más ahora, con los años. Tengo tan poco que perder y tan poco que ganar, a la vez, que voy más relajado y me importa menos. Detesto, eso sí, que tengo que estar todo el rato haciendo acústicos; me paso el día con la guitarra de un lado a otro simplemente porque no quieren pinchar la canción para no pagar derechos de autor. A ver, es una parte de este trabajo. A los verdaderos triunfadores, como el tío este de Inditex, no se les ve mucho en la tele, ¿verdad? Hacen lo que quieren hacer y no tienen que exponer su imagen. Aquí en la música no te queda más remedio que dar la cara para que la gente le ponga cara a la música y así la consuman. Si yo pudiera sacar mis discos sin tener que salir en los medios a soltar mi rollo estaría supercontento.
Mnnn la entrevista es interesante pues trasluce una persona con bastantes demonios interiores.
Quizás vendría bien un poco de autocritica y no estar tan enfadado con todo el mundo,al menos por lo que se saca de sus reflexiones.
He pensado justo lo mismo. Parece un tipo honesto, pero excesivamente indulgente con la viga propia, centrado en la paja en el ojo del resto del mundo. Por otra parte, así somos casi todos. Al menos él ha dejado un puñado de buenas canciones, por mucho que le duela que el público las reclame.
Ha sido una delicia leer esta entrevista. Gracias a ambos por la honestidad y sencillez con la que habeis desgranado momentos tan íntimos y hasta dolorosos. Sin pudor uno y con respero el otro. Y yo, que no apreciaba a La Cabra, me declaro hoy fan incondicional de Miguel Angel… Los discos los tendre que escuchar, pero al artista ya lo respeto.
«Me declaro fan incondicional de Miguel Ángel… los discos los tendré que escuchar, pero al artista ya lo respeto.»
Esto me recuerda a cuando Sofía Mazagatos seguía a Vargas Llosa. «Me encanta cómo escribe Vargas Llosa. No he leído nada sobre él pero le sigo»
Está hablando de la persona, no de la obra. Y sí, en la entrevista -muy buena, por cierto- se adivina una persona honesta, quizá la cualidad que más admiración merezca en estos momentos
Interesante personaje. Mucho de lo q dice va cargado de razón, y es triste porque soy de los q piratean a mansalva y me pone en mi lugar.
Una entrevista muy chula. Eso sí, las dos veces que se ha puesto a hablar de política han cortado descaradamente.
Gracias por la entrevista.
‘A los verdaderos triunfadores, como el tío este de Inditex, no se les ve mucho en la tele’ –
el autentico poder esta siempre en la sombra manejando los hilos.
Buena entrevista. A mi me era indiferente la cabra mecanica pero desde luego Miguel Angel parece una persona con muchas capas.Tendre que escuchar algo suyo. Gracias Jotdown
Creo q en esta entrevista quien más quien menos se ha visto reflejado. Un tipo de una abrumadora humanidad.
Muy interesante, gracias.
Gran entrevista. Muchos siempre ha tenido la habilidad para engancharme a su obra, así, disco a disco, canción a canción llevamos desde el primero, más de media vida juntos. Gracias Miguelito
Ostia puta, que llorón.