Toda ave, por su cercanía con el cielo, carga entre sus alas una identidad ilustre. El imaginario con el que las hemos adornado obedece siempre a sus formas y caprichos, así el búho, tal vez por su aspecto encapuchado y vigilia nocturna, evoca la sabiduría y el conocimiento. El ganso, la camaradería y la lealtad. El cuervo será siempre la mascota de nuestra sombra y el gorrión la alegría sencilla y hogareña. La paloma, en el folclore eslavo, es la forma que toma el alma tras la muerte; para los visigodos fue un motivo no solo decorativo, sino espiritual, mientras que para los cristianos representa la tercera persona de Dios. Para nosotros es solo una peste emplumada.
Según un dicho inglés, es desde la familiaridad como se llega al desprecio, pero muchas son las bestias con las que convivimos a las que damos un mejor trato que a la paloma. Para muchos, el abuso sobre perros y gatos es tan grave como la violencia familiar. Nadie tiene cosas malas que decir sobre nuestros caballos, vacas y ovejas, y cada día son más quienes se suman a la indignación contra la cacería y los productos hechos de piel. ¿Pero cuántos han salido a defender a la más internacional de las aves?
Ya sea porque se masifican en las plazas o porque saturan de excrementos nuestras terrazas y balcones, el ciudadano promedio no tiene un gran aprecio por ellas. Azote de las iglesias y los monumentos públicos, compañeras de los viejos, los vagabundos y los niños que las persiguen sin prejuicios, pocos son los amigos que las palomas tienen en la ciudad. Logran llevar una existencia pasable a base de los mendrugos y otras miserias de las que se alimentan mientras esquivan los puñales de la depredación. En Londres, su terror es el halcón peregrino. En Barcelona, la gaviota común. Si se presta atención al cielo, en ocasiones se pueden ver colgadas de los picos de sus verdugos. Otras veces, más grotescas, se las encuentra mutiladas o sin cabeza en las calles y los parques. Se ha estimado que la población global de palomas ronda los cuatrocientos millones, poco más del doble de los habitantes de Brasil. Lo único que hará este número es crecer junto con las megaurbanizaciones de Asia, África y América Latina.
A pesar de las dificultades que les imponen, las ciudades son los mejores lugares donde pueden vivir. Las ranuras entre los edificios, así como las grietas en los tejados de las casas abandonadas, son lo más parecido a las paredes y resquicios de los acantilados y demás hábitats rocosos de los que han sido desplazadas durante miles de años. Fue en los principales asentamientos urbanos de Mesopotamia, en Sumeria y Babilonia, donde la paloma se domesticó como alimento y ave de compañía, volviéndose así, junto con el perro, la mascota más antigua que aún tenemos.
Es monógama, por lo que no sorprende que los chinos de las épocas dinásticas la estimaran como símbolo de la fidelidad marital. Bien vista, tiene gracia y encanto. Su cuerpo se parece a una gota de agua coloreada por jabón y su vuelo es más grácil que el de otras aves mucho más estimadas, como la golondrina, que por sí misma es muy agradable de ver en el cielo, pero en parvada parecen erráticas, como nubes de mosquitos. No por nada, gracias a su porte más propio de la realeza, fue el pájaro preferido de la pequeña nobleza europea del Medievo, que, en su afán por dar más prestigio a lo rancio de su existencia, construyó palomares en sus terrenos y propiedades.
Por aquellos años, tener una de estas estructuras era lo más cercano a uno de los objetos de lujo modernos con los que se pavonean quienes pueden hacerlo, aunque mucho menos banales y más prácticas. Ahí, se cuidaba y criaba a las palomas por su carne, una delicia entre la clase de sangre azul. También lo hacían por sus atributos, como el aspecto y la velocidad. Hoy día sigue siendo un producto de consumo en varios sectores, y la cría caprichosa por aficionados algunas veces da el paso de simple pasatiempo a pasión adinerada, pues hay riqueza por hacer en el mundo de las competencias de vuelo, una actividad lucrativa para humildes y adinerados por igual. Desde China llegan empresarios y nuevos ricos a los criaderos de Europa en busca de las mejores palomas, una inversión valuada en miles de euros. Y, al igual que en cualquier otra competencia atlética, aquí también hay escándalos de corrupción y dopaje.
Ya desde los días de los faraones se conocía la utilidad mensajera de la paloma, que, desde barcazas en el Nilo, anunciaba la llegada de emisarios extranjeros. Su capacidad de volver a casa a lo largo de kilómetros de terreno desconocido ha sido una de las incógnitas más antiguas de la biología. Se ha sugerido y observado en experimentos que algunas aves como el petirrojo y el pinzón cebra, incluso puede ser que todas las aves migratorias, poseen un sentido de ubicación calibrado con el campo magnético de la Tierra. Razones sobran para creer que lo mismo ocurre con la paloma, aunque también es cierto que, como todo en el entramado de la vida, su conducta y maneras también están vinculadas a otras fuerzas y estímulos naturales.
Hay evidencia para pensar que un olfato insigne, como el de Jean-Baptiste Grenouille, junto con el reconocimiento de puntos geográficos son más importantes en la orientación de su destino que la sola presencia de una sensibilidad magnética. Sea cual sea la razón de su brillantez, durante siglos la paloma ha sido utilizada como portadora de buenas y malas nuevas. Fue la favorita de los ingleses durante la Segunda Guerra Mundial y lo sería hoy también de las agencias de inteligencia si estas dejaran de depender tanto de sistemas electrónicos que nunca son cien por cien infalibles.
Para Charles Darwin, que en un principio tenía mala opinión de la paloma y sus criadores, esta constituyó uno de los laboratorios vivientes en donde desarrolló las bases de su modelo evolutivo. Su flexibilidad genética permite a cualquier interesado obtener crías que resalten los atributos deseados u opaquen los que se quiere desechar. Esto ha llevado a la aparición de especies noveles, algunas que, en ciertos casos, guardan poco o nada de parentesco con sus antepasados. Las hay desde palomas de plumaje exótico, salidas de algún reino secreto, hasta monstruosidades sin pico incapaces de alimentarse por ellas mismas. La selección artificial lo llevó a la selección natural; Darwin les tomó afecto e incluso se transformó en uno de esos criadores que tanto detestaba. Tanto fue su cariño por ellas que solía invitar a amigos a casa para luego mostrarles sus crías predilectas después de cenar.
Muchas de las palomas salvajes en las calles son descendientes de padres y abuelos domesticados que, ya sea por su propio ingenio o la bondad de sus captores, lograron escapar a la libertad de las ciudades. Lejos del mimo y el cuidado, aquí deben aprender de nuevo a valerse por ellas mismas. Son sociales. Forman grupos, unos más numerosos que otros, y estos a su vez se distribuyen las zonas urbanas de acuerdo a sus recursos, así todas tienen acceso al mismo volumen de alimento. Esto es lo que en ecología se llama distribución ideal libre, pues, al parecer, a nadie se le ocurrió un nombre menos aburrido.
Más interesante que este compañerismo es la posibilidad de alguna clase de identidad mental. Se ha observado —algo no carente de crítica— que la paloma es capaz de reconocerse en el espejo y en vídeo. Esto la hace integrante de esa sociedad prestigiosa de no-mamíferos, junto con la urraca y algunas clases de hormigas, que podrían mostrar alguna forma de consciencia. Más extraño aún: al igual que sucede con otros animales de envergadura pequeña y metabolismo acelerado, el tiempo, para ella, parece transcurrir mucho más lento que para nosotros. El Sol viaja alrededor del núcleo galáctico tan rápido como siempre y la Tierra no cambia su velocidad de traslación alrededor del Sol, pero es el procesamiento de los eventos aquí abajo, en este mundo, lo que es variable entre nosotros y el resto de los animales. No hay razón para creer que la percepción humana sea la única y correcta. Es difícil no preguntarse cuál es la relación entre el paso del tiempo y la consciencia.
Nuestra vida interior, con sus paisajes y abismos, sigue siendo un inconveniente para el reduccionismo de algunos. Se acepta en virtud de que es la única dimensión mental de la que cada uno puede estar seguro de que es verdadera, y se admite como un algo monolítico del que no es posible prescindir. Incluso el suicidio es una afirmación de su existencia, aunque nada de lo que hagamos evita que haya quienes le den un papel secundario, incluso ilusorio. Un epifenómeno de la actividad cerebral, como las burbujas en el agua que hierve. Asumimos que los demás también son dueños de una consciencia, en parte, por parentesco. Todos venimos del mismo clan de homínidos. También por intuición. No admitir la interioridad de los otros sería caer en los pantanos del solipsismo.
No tenemos problemas en aceptar que el resto de la gente tiene una consciencia e identidad, pero es hasta ahí donde nos atrevemos a llegar. Decir que la paloma que se reconoce en el espejo y se mata por unas migajas tiene una clase de consciencia, dígase diferente o más simple que la nuestra, está muy bien entre los amigos y después de unas cervezas, pero es pecado en un contexto más serio y formal. Y pecado es un buen calificativo, ya que ese parecer que coloca al hombre por encima de la naturaleza y el resto de la vida tiene su origen entre las páginas de la Biblia. Pues, para desgracia e incredulidad de muchos de nosotros, fue en tiempos ya lejanos cuando la Iglesia, con sus manías y despotismo, sirvió como la base institucional de la que surgió el pensamiento científico occidental y, con él, algunas de nuestras formas más obtusas de reflexionar sobre el universo.
Común es referirse a la paloma como una rata del aire, lo cual dice más sobre nosotros que de ella. Se reduce a condición de plaga a quien siempre estará más cerca de las estrellas, y en lugar de apreciar sus cualidades se desprecia su mera existencia. Entre los ingleses se hizo costumbre discriminarlas por sus rangos, y así el mundo ha heredado los vocablos pigeon, tomado del francés, para hablar de la paloma convencional, y dove, para su hermana más bella y blanca. Una es la que vemos todos los días por la calle, la otra es la embajadora de la paz en la Tierra. Pero ¿eso qué importa? Nunca falta quien con mucho gusto las arrollaría por igual bajo las ruedas de su bicicleta.
Y qué lástima da todo esto, pues no sería muy diferente a la mutilación de un símbolo celeste. Ya que, como bien creía J. G Ballard, hay un poder en el vuelo, en la belleza del ala y en la belleza de todo lo que ha volado alguna vez.
Puedo hablar desde el conocimiento, pues mi padre es un reputadísimo colombicultor, juez de competiciones de palomo buchón de varias razas, y por lo tanto, he crecido, como quien dice, rodeado de excrementos de paloma.
Obsoleta ya su utilidad como mensajera, la paloma, se mire como se mire, es un ave que no aporta nada positivo. Ni da unos huevos apetecibles, ni su carne es sabrosa, ni cantan, ni dan compañía, ni tienen un carácter alegre, ni una pizca de inteligencia. Su caca es el equivalente animal a la sangre de alien (si acaso, lo único medianamente útil, pues se utiliza en la fabricación de cuero. Puro ácido). Se cargan los monumentos, se cargan el metalizado de los coches, y echan de sus nidos a otras aves mucho más útiles. E incluso son susceptibles de portar ciertas enfermedades (aunque, todo sea dicho, no tantas como otras aves con mejor fama, como las trepadoras).
De hecho, los amantes de las palomas (colombicultores, por favor, que eso tan Donpatuflano de «colombófilo» suena horrible) disfrutan de sus posturas en vuelo (¿?) y en el acoso a las hembras (¿¿??); es decir, una cosa rarita de narices.
No les tengo nada de aprecio. Nada de nada.
Pero están ahí, tienen derecho a buscarse la vida, cagar, reproducirse, y buscar cobijo. Así pues, por favor, si tienen que mermar su número porque se convierten en plaga, háganlo sin miramientos; pero si no, dejadlas tranquilas. Y soportad su «cositas», que no son para tanto, y molestan menos que el 90% de los humanos.
Como los gitanos y muchos inmigrantes. Jajajajjaa.
¡Ay!, no he podido evitarlo. Es sólo un poco de humor negro.
Pingback: La gloria de la rata voladora (por: Antonio Tamez) – Colombofilia & Colombofobia