¿Qué es lo que nos une a los demás? ¿Qué es aquello que, más allá de los evidentes vínculos familiares o legales, nos hace reconocernos en el otro? Es curioso cómo una pregunta que al apelar al común denominador debería tener solo una respuesta, tal vez unas pocas, paradójicamente sirva para expresar nuestra singularidad: unos dirán que su equipo de fútbol, otros encontrarán en las tradiciones locales una forma de hermanamiento, el de más allá solo verá como un igual a quien comparta su exquisito gusto musical… y un lazo afectivo insólitamente poderoso son los recuerdos televisivos compartidos. Hay sectas menos cohesionadas que los seguidores de ciertas series, para quienes no hay vivencia cotidiana o urgencia informativa que no les evoque aquella vez en que tal personaje hizo quien sabe qué cosa. El clásico proverbio latino debe actualizarse: «nada humano me es ajeno… porque ya lo vi antes en algún episodio de Los Simpson». A veces puede surgir la conversación sobre algo visto por televisión hace unos años y que de alguna manera nos dejó huella, cada uno lanza sus preferencias y, en el momento en que otra persona comparte alguna, ahí surge una chispa de complicidad que nos rescata de la soledad. Seguro que todos podemos citar un buen número de series y programas favoritos, incluso un simple anuncio, una sintonía o un detalle puntual cualquiera. Personalmente, si oigo a alguien decir que le gustaba el anuncio de Titanlux, la cabecera de Cine Club o que estaba perdidamente enamorado de la mecánica de El coche fantástico, entonces me basta para considerar que hay una sola alma viviendo en nuestros dos cuerpos, según la definición aristotélica de la amistad.
Por otra parte, a la hora de recordar la televisión de hace unos años debemos tener en cuenta que contaba con dos características fundamentales: era niveladora y efímera. Había pocos canales, de manera que todo el mundo veía lo mismo, todas las conversaciones al día siguiente girarían en torno a lo emitido la noche anterior. ¿He dicho todas? No, en realidad uno siempre estaba expuesto a perderse algo que luego resultaba ser motivo de cualquier comidilla y eso te condenaba al más espantoso ostracismo. Ya no había manera de ver con tus propios ojos aquello y solo quedaba vagar para siempre como un alma en pena, imaginando cómo fue lo que oías contar a los demás entre carcajadas o asombro. Pero las ciencias adelantan y han llegado al rescate de nuestros recuerdos de dos formas distintas. La primera de ellas es internet, o YouTube más concretamente. La programación televisiva vive con él un presente perpetuo y poco importa que uno se pierda un gol, una respuesta sorprendente en una entrevista o un fallo del directo, en un par de horas ya habrá vídeos disponibles del momento y en tres, los primeros gifs. Ahora tenemos mil canales, pero seguimos viendo casi todos lo mismo, aunque sea en diferido.
Esto ha supuesto un cambio fundamental. Los momentos memorables que en su día solo disfrutaron quienes los presenciaron en directo, que poco a poco habían ido cayendo en el olvido, ahora quedan registrados, siempre disponibles. Incluso se van popularizando con el tiempo y llegan a adquirir proporciones míticas. Por ejemplo, muy pocos de nosotros podemos decir qué estábamos haciendo el 5 de octubre de 1989, seguramente andábamos perdiendo el tiempo en lugar de atender a lo que realmente importaba: el momento televisivo más grandioso jamás visto en España. Fíjense en esta reseña aparecida unos días después en la prensa. «Pequeño escándalo», dicen, para referirse a algo que veintiocho años después raro será el que no lo haya visto al menos una vez. Todo en aquel programa de El mundo por montera fue magistral. Cada expresión de Arrabal inspirada por el chinchón es una sentencia para la posteridad: desde «apocalipsis de amor» hasta «el mineralismo va a llegar», pasando por esa minoría silenciosa a la que no se deja hablar y que es como Valle-Inclán describió al marqués de Bradomín, fea, católica y sentimental. A veces no fluían sus palabras, parecía entrar en trance y el efecto era aún mejor. El resto del reparto supo estar a la altura, muy metidos en su papel de señores serios entregados a trabalenguas metafísicos. Un contraste cómico comparable al de Margaret Dumont con los hermanos Marx. De entre ellos hay que destacar a André Malby, definido como sanador espiritual y experto en servicios de inteligencia, que se mantuvo impertérrito cuando le plantaron ese beso tan cariñoso. En fin, una maravilla.
Hay otros muchos ejemplos memorables que surgen de un contraste buscado de forma deliberada. Como en la entrevista a dúo que hicieron a Paco Martínez Soria y a Bibí Andersen. El bueno de Paco suelta a las bravas —aunque sin malicia ninguna— un dato que no parece resultar del agrado de Bibí, poco después se da cuenta y procura contemporizar con ese entrañable «muy inteligente contestao». Si tienen tiempo vean la entrevista completa porque merece la pena. No fue tampoco poca cosa poner juntos a Alaska y El Fary. Cada intervención de este último fue gloriosa, desde la respuesta que dio a la azafata concursando, un Grande de España. Otra de las grandes personalidades que ha dado nuestro país y que la televisión supo aprovechar fue Lola Flores. Interrumpir una actuación para ponerse a buscar un pendiente es una genialidad quizá solo comparable a su explicación en torno al uso de la bata de cola. En un mundo tan dado a los excesos como el del arte y el espectáculo, siempre tuvo claro que las cosas se hacen con método y que «hay que cuidarse».
Frente a una televisión actual a menudo encorsetada y previsible, en unos tiempos como los actuales de constante susceptibilidad ajena y con los personajes públicos expresándose como quien camina por un campo minado, la televisión añeja daba una impresión de libertad y espontaneidad realmente refrescante. Parecía que cada uno pasaba por ahí a contar lo que le diese la gana, sin miedo a las consecuencias. Por ejemplo el filósofo Antonio Escohotado narraba con florido verbo una experiencia mística que tuvo en Ibiza, dejando asombrados a sus compañeros de tertulia y de paso a todos los espectadores. Lo que sea que nos haya contado suena sensacional. Una barra libre a la expresión que también supo aprovechar el crítico Antonio Gasset en su programa de cine, con esas introducciones aún hoy día recordadas.
Claro que si hablamos de libertad y transgresión entonces resulta imprescindible mencionar La bola de cristal. En cada espectador dejó su huella particular, personalmente me quedo con aquel magnífico tema cantado por Santiago Auserón, otros tendrán sus propios recuerdos… con la definición propia de los televisores de la época. Aquí es donde queríamos llegar, como quizá estaban intuyendo. Decíamos antes que las ciencias adelantan una barbaridad y han llegado al rescate de nuestra memoria mediante dos tecnologías. Una era internet, permitiéndonos volver a ver cualquier momento reseñable, y la otra tiene nombre propio: Quantum Dot ¿En qué consiste? Básicamente es un recubrimiento metálico de la pantalla mediante pequeñas partículas que nos permiten ver la imagen con el nivel de detalle y color del mundo real. Esto es lo que traen consigo las pantallas de Samsung QLED. La diferencia podrán percibirla en el vídeo interactivo que tienen sobre estas líneas, échenle un ojo, que merece la pena. En esto consiste la campaña #RecuerdosEnAltaDefinicion, en añadir más color, luz y detalle a nuestros recuerdos; la propia Alaska, esta vez sin El Fary, lo explica abajo. Tenemos por delante muchos por crear y siempre hay nuevas formas de ver los que ya tenemos en mente, como dijo André Malby en la conclusión de aquel programa que antes rememorábamos: «el mundo acaba de empezar».
A Arrabal, en estos tiempos de griteríos en el plató, no le hubieran dejado perorar con esa calma que se gasta..Lo del Fary, descojonante ¡vaya cateto! Martínez Soria, entrañable; Escohotado impactante, vaya historia y qué manera de contarla.. Buen artículo, si señor.
Tal vez debiéramos permanecer más fríos frente al televisor
https://www.youtube.com/watch?v=cYfuSYB4Kcw