Un lanzamiento de penalti es una maniobra tan fácil de convertir en gol, que en el fondo es dificilísima, casi imposible. Nadie lo ha hecho todavía, salvo en el 80 % de los casos, aproximadamente, en los que la pena máxima sí sube al marcador. El miedo, como salido de las sombras, lo impide. Te bloquea, emborrona tu discernimiento, te resta precisión, en silencio te absorbe energía, hasta conseguir que la portería te parezca un nido de golondrina dentro de un poema a medio escribir en un borrador inédito de un autor desconocido. Por supuesto, la estadística está de parte de los lanzadores, pero el miedo desprecia los números, que a la vista del pánico de un jugador ante la posibilidad de tirar y fallar, apenas representan maragatos en un papel, y no sirven para nada, como saber el padrenuestro.
Ese instante fatal, en el que se apuesta todo y se empujan las fichas al centro de la mesa, donde arde una gran pasión, posee una belleza y un dramatismo sin igual. Es normal que arrecien preguntas para las que no existe respuesta, como «Hostia, ¿y si fallo?». No quieres, pero por otra parte, no puedes evitar coquetear con el pánico. Las miradas del equipo se clavan en ti, sumadas a las del estadio, a rebosar, y a las de los espectadores —a veces millones— que siguen el partido por televisión. La presión se vuelve insoportable, como si al fútbol se jugase en una sima oceánica. Es casi natural presuponer que fallarás. De pronto, te parece que el portero es un gigante de siete cabezas y veinte brazos, y que tus pies son de madera, y que el balón, en el momento de golpearlo, actuará como el agua, dispersándose lejos de la red.
Ojalá fueses uno de esos jugadores toscos, sin toque ni visión de juego, carentes incluso de forma física, pero que cuando enfrentan un lanzamiento de penalti, nada temen. No son capaces de calcular que pueden fallar. Hablamos de situaciones en las que el optimismo ingenuo surte un efecto positivo. Representan a individuos de nervios con la punta de acero que desean ir al infierno de paseo. No piensan en los peligros que habrán de enfrentar ahí abajo, sino en regresar a casa a tiempo de cenar unas buenas nécoras. Al contrario que tú, son idiotas y valientes. Siempre confían —tal vez porque son muy idiotas— en que la cartas les sonríen, así que se dicen que por qué no van a jugarse el coche, la casa, las pelotas si hace falta, a que marcarán el penalti y se llevarán la gloria.
Mientras en tu cabeza bulle la posibilidad del error y la caída a los infiernos, en la suya arde una convicción muy distinta: «¿Y si gano?». Hay un género de individuos que, enfrentados a la probabilidad cierta de una bancarrota, nunca piensan en la estadística. Esos tipos se ríen de las probabilidades y de la estadística y de la bancarrota y de su puta madre. El mundo está lleno de madres, se dicen. Tú, en cambio, piensas en que le darás un disgusto cojonudo a la tuya si no marcas. Parece una gilipollez, pero hay muchos jugadores así. No estás solo. Arda Turan prefiere quedarse a rezar en el círculo central, lejos de donde se cuece el lanzamiento de penalti. Por no hablar de Michael Essien, que también se cierra en banda porque la última vez que tiró un penalti su madre terminó en un hospital. El futbolista ghanés falló un lanzamiento cuando jugaba en el Lyon y su error provocó que su mamá tuviera que ser ingresada por problemas cardíacos.
Estas son la clase de historias que hacen reír, malévolamente, a los jugadores con nervios acerados, que se recrean subrayando que lo importante en la vida es tener una buena mano y lanzarse en picado. Da igual lo que hayas hecho hasta entonces. Y en cuanto al futuro, ya lo discutirás cuando llegue. De manera que reúnen todo el arrojo y lo apuestan. Es algo difícil de explicar. Sientes el calor, las burbujas, la erección. «Todo al medio», se dicen, y lanzan el penalti por el centro. Gol. Otros jugadores, sin embargo, cuando se proponen lanzar por centro, para sorprender al portero, se ven sorprendidos por los nervios y echan el balón fuera, lejísimos, donde ni siquiera existen los conceptos geométricos.
El futbolista inseguro, miedoso, nunca está seguro de a qué lado debe dirigir el balón. Entre que lo deposita en el punto de lanzamiento y, unos segundos después, o años, chuta, cambia cinco veces de opinión. Por el centro, se dice. No, por la derecha. No, por la izquierda. No, por la derecha pero alto. No, a media altura y a la izquierda… Palacios-Huerta, profesor de la London School of Economics, estudió durante años los penaltis de las principales ligas europeas con el propósito de obtener datos que le ayudasen a profundizar en la teoría del juego. El secreto para meter un penalti, según sus conclusiones, es ser totalmente impredecible al tirarlo. «El jugador debería ser como una moneda al aire, que no sabes cómo va a caer», explica. Para conseguirlo, «el jugador no debería recordar nada del pasado y tirar de forma totalmente aleatoria», y por otra parte, «debería meter los mismos goles por la izquierda que por la derecha. Porque si un futbolista mete más goles por la derecha, pongamos, tenderá siempre a tirar hacia ese lado. Y el portero, si lo sabe, tendrá más opciones de parar sus tiros».
Raramente un jugador se comporta como una moneda. En las situaciones más críticas acaba por entablar una lucha endiablada contra sus fantasmas. Inevitablemente, cada vez que visualiza por dónde chutar, imagina al guardameta despejando el balón. En un recóndito ángulo del pensamiento del futbolista, tan oscuro que no es consciente, siempre late un presagio desolador: «Voy a fallar».