Durante un tiempo muchos nos creímos tan listos que llegamos a lamentar que Jorge Luis Borges (1899-1986) y Raymond Carver (1939-1988) no hubiesen escrito una novela. Pensábamos que con un libro así su obra habría completado el círculo, adquiriendo una forma perfecta. Menudos imbéciles. No nos dábamos cuenta de que eran tan buenos que fueron unos privilegiados que no escribieron novelas porque no hizo falta, y eso no aminoró —al contrario— su influencia entre una legión de lectores, escritores y críticos. Me temo que hay que ser mal lector para echar de menos en su corpus bibliográfico una novela. Novela ¿para qué? ¿Qué necesidad? Sus cuentos y su poesía son cimas absolutas. «No creo que escribir historias cortas deba ser necesariamente un trampolín para escribir una novela», sostenía Carver. Borges nunca escribió un texto que tuviera más de diez páginas. Le parecía demasiado vulgar. Concentraba la prosa, empujando la precisión hasta lugares desconocidos. «Con su estilo no se puede escribir un texto que tenga más de diez páginas», sostenía Ricardo Piglia, al que le gustaba citar la obra en cuatro tomos de un autor mexicano sobre el nazismo, para fulminarla diciendo que «en realidad eso es Deutsches Requiem», un cuento en cinco páginas de Borges. Nada resume su proyecto tan bien como el Aleph, un punto de dos o tres centímetros situado en el escalón de un sótano, en el que es posible ver la totalidad de actos y cosas que contiene el mundo de forma simultánea, y en un solo instante.
En 1981, Raymond Carver publicó «Escribiendo», un largo artículo en The New York Times Book Review en el que confesaba que a mitad de los sesenta, cuando aún no había cumplido los treinta años, empezó a notar «los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas». Las dificultades lo afectaban como escritor y como lector. Su atención se despistaba y «decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela». «Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar», resumían la inercia literaria en la que se encontraba a gusto, así que se circunscribió a la poesía y la narración corta.
Borges sospechaba que la novela devenía en «informe» y tenía «algo de ripio», que obligaba a desarrollar un gran número de elementos ajenos a la trama esencial. A partir de cierta acumulación de páginas la obra se volvía una promesa «de tedio y rutina»; producía la sensación de estar ante algo antiguo. Su cuento «El jardín de senderos que se bifurcan» implica la existencia de cierta novela que hace mover la historia, y en un momento dado el narrador sostiene que «la novela es un género subalterno» y en el tiempo al que se refiere el cuento, también «un género despreciable». En el el prólogo de Ficciones ya aventuró sus convicciones: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario».
Frente a la novela, el cuento «lo veo de golpe, y esto espolea mi actividad. Hay novelas espléndidas, no digo que no; pero la novela puede fabricarse. Un cuento o un poema, no». Acostumbraba a decir que no se tenía mucha confianza, y que le gustaba vigilar lo que escribía. Ese propósito era mucho más fácil de acometer en un cuento o una poesía. Cada escritor, en su criterio, descubría sus limitaciones, y sus posibilidades e imposibilidades, y un día sabía lo que no debía intentar. «Por ejemplo, yo sé que no debo intentar una novela, me está vedada». Félix della Paolera le preguntó si cuando había leído por primera vez La isla del tesoro no había tenido ganas de escribir una novela, «porque Stevenson produce una tentación de ser novelista». Borges respondió que La isla del tesoro «por su extensión puede ser una novela, pero se lee como un cuento». En resumida cuentas, «la novela siempre me ha parecido un género algo estirado», concluyó.
La primera mujer de Carver, Maryann Burk Carver, detalla en Así fueron las cosas que «Ray solía afirmar que no había escrito una novela porque era muy difícil abordar un trabajo largo en medio de la lucha por conseguir estudiar y mantener a una familia con niños pequeños. Es bastante cierto. Con los relatos y los poemas, sin embargo, podía disfrutar a menudo de la sensación de haber acabado; no tenía que esperar años para sentir esa satisfacción». En los ochenta, cuando al fin dispuso de seguridad económica y tiempo para abordar cualquier proyecto, ¿qué hizo? «Escribió relatos y poemas como había hecho siempre. No escribió ninguna novela, a pesar de que muchos le instaban a hacerlo», cuenta Maryann Burk. Cuando obtuvo la beca Mildred y Harold Strauss en 1983, y gozó de cinco años para dedicarse solo a escribir, sin preocupaciones ni distracciones, siguió consagrado a los relatos e incluso «inició la mayor serie de poemas que escribió en su vida».
Después de publicar su primera colección de relatos, en 1976, «acepté un adelanto para escribir una novela… Y en su lugar escribí más cuentos», confesó en alguna entrevista el propio Carver. Y en 1984 declaró que que «hace unas pocas semanas me senté a escribir una novela, y me salió un ensayo sobre mi padre para la revista Esquire». Cuando ya sabía que su cáncer de pulmón acabaría con él, se aferró a la poesía. Tess Gallagher, su segunda mujer, con quien estuvo desde 1977 hasta su muerte, desvela en Carver y yo que en los últimos años Ray desatendió las presiones para escribir más relatos. Le daba igual. «No estaba «haciendo carrera»», así que «al final la poesía supuso para él una necesidad espiritual».
Es como si quisiesen pero no pudiesen, y además no quisiesen escribir novelas. Borges alegaba que estas «nos dan una serie de emociones, y nos dejan solamente su recuerdo», mientras que el cuento y el poema pueden «darnos una sensación de plenitud continuamente». En el cuento corto, tal como había sido practicado por autores que él sentía muy próximos, como Henry James, Kipling o Conrad, «puede caber todo lo que cabe en una novela. Es decir: que puede ser tan denso, estar tan cargado de complejidades y de intenciones como una novela con mucho entusiasmo». Sospechaba que la lectura de la novela a veces se volvía «menos un placer que una tarea». Mantenía la teoría de que «un cuento puede no exigir esfuerzo, y un soneto o un haiku no, desde luego. Pero en una novela parece indispensable que haya digresiones, opiniones, paisajes… bueno… puestas de sol, que todo suceda por escrito», mantenía en 1983.
En los días en los que la pregunta de por qué no escribía una novela empezaba a reiterarse más de lo que consideraba necesario, Borges alguna vez respondió que lo consolaba pensar que tiempo atrás le habían preguntado a los escritores «¿Y usted, cuándo va a escribir una epopeya?», o «¿Cuándo va a escribir un drama de cinco actos?», y sin embargo, el tiempo hizo estragos y «actualmente esa pregunta no se usa».
En uno de los ensayos incluidos en Fires Carver señalaba que «para escribir una novela un escritor ha de vivir en un mundo sobre el cual pueda afinar la puntería, y a partir de él escribir con exactitud. Un mundo que, al menos en un determinado momento, vaya a permanecer en su sitio. Junto a ello, ha de darse una completa fe en la esencial corrección de ese mundo. Una creencia en que el mundo conocido tiene razones para existir, y vale la pena que se escriba sobre él, pues no se va a volver humo en el proceso. No era ese el caso con el mundo que yo conocía y donde vivía». Sin embargo, a partir de 1977, cuando abandonó la bebida tras diez años de adicción, inauguró una nueva época que él llamaba «la vida postalcohólica». Para entonces hacía cuatro años que no escribía. Y su mundo cambió. En 1984 insinuó que en ese momento su vida era muy distinta. Estaba a punto, según él, de cerrar el capítulo de la poesía, aunque, como se vería después, eso era mucho decir. «En el plazo de un mes o poco más habré escrito otros ciento cincuenta poemas, por lo cual creo que cambiaré de línea, para estar entonces en condiciones de volver a la narración». Antes le resultaba «prácticamente imposible imaginarme siquiera tratando de escribir una novela en el estado de incomprensión, desesperación, en que me encontraba. Ahora mismo tengo esperanzas, y antes no las tenía». ¿Quería esto decir que tenía planes para probar suerte al fin en una novela? «Puede ser. Puede, después de terminar este libro de poemas con el que estoy ahora», respondió.
En De la alta ambición en el arte, publicado en 1944, Borges insinuó que preparaba «para el remoto y problemático porvenir una larga narración o novela breve, que se titulará El Congreso». Al cabo de una década, el anunció seguía siendo una vago propósito: «Deseo escribir una novela de la que ya ha nacido por lo menos el título: El Congreso», señaló en Noticias gráficas. Añadía que comenzaría como una novela y terminaría como un cuento de hadas, y que devendría en un libro nuevo, en el que estrían implicados todos los anteriores. ¿Qué pasó? Aquella novela se quedó en un relato que en 1971 se incluyó en El libro de arena.
En el año 2010 el profesor y crítico Julio Ortega descubrió un manuscrito de Borges inédito pero incompleto, de cuatro páginas. Se apresuró a decir que era el comienzo de una novela, enseguida abandonada, sin embargo. El texto se encontraba entre los documentos que atesora la Universidad de Austin. Carecía de fecha y firma, y tenía por título Los Rivero. Narra la historia de los nietos de un coronel que peleó como lancero en las guerras de la independencia americana, y sobrellevan la pobreza y una melancolía amarga. En opinión de Ortega no cabía duda de que Borges abandonó la escritura de Los Rivero «cuando se dio cuenta de que no era un cuento sino una novela que le exigiría extenderse». Quizá se asustó. En la misma línea casi de acontecimientos, dos décadas antes, tras la muerte de Carver, en 1991 se recuperó también material inédito o nunca incluido en sus libros, y se publicó en Sin heroísmos, por favor. Junto a sus primeros relatos y algunos poemas, así como dos ensayos y una veintena de reseñas, se incluyó El cuaderno de Augustine, apenas diez páginas de una supuesta novela inacabada. En 2005, Tess Gallagher vaticinó en una entrevista con Andrea Aguilar en El País que en los últimos tiempos «su prosa se iba alargando y creo que habría escrito una novela». Pero era solo una suposición. Carver abandonó El cuaderno de Augustine por propia voluntad. El texto está protagonizado por una pareja que se encuentra de paso en una ciudad con mar. El hombre es escritor y sueña con quedarse, y empezar una obra supuestamente larga —se intuye que es una novela— que podría llevarle seis meses o más. «Nunca lo he hecho antes, ya sabes», le dice a la mujer, llamada Augustine.
¡Gracias por leerme el pensamiento, Tallón! Hace décadas que experimento esa sensación por las llamadas novelas, encontrando poca comprensión y muchas miradas piadosas de gente ilustradísima a mi alrededor. Incluso en cierta época, creí que me pasaba algo grave, aunque siempre tuve la sospecha de que los tiros iban por donde usted dice.
La maldita pregunta de todos estos años, ¿ cuanto de Carver le corresponde a las tijeras de Gordon Lish ?.
Si lee «Principiantes» (que no «De qué hablamos cuando hablamos de amor») puede comparar y hallar una respuesta
En el prólogo de la edición que yo tengo de «Ficciones» (Contemporánea DEBOLSILLO) Borges dice: «Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios». Así que no exageremos, eh.
Un artículo interesantísimo, como de costumbre. Muchas gracias. Sabía que Borges había elogiado «La isla del tesoro», llegando a llamarla «una de las formas de felicidad», pero no tenía ni idea de que había acuñado también esa joyita (un poco arbitraria, de acuerdo, pero felizmente borgiana), sobre su carácter anti-novelesco. Personalmente, he de confesar que nunca me quedó muy claro dónde se sitúa la línea que separa el cuento de la novela. Está claro que «El Quijote» es novela y «El Aleph» cuento, ¿pero qué hay de las obras intermedias? Pienso por ejemplo en «El corazón de las tinieblas», de Conrad, que se ha calificado tanto de «cuento largo» como de «novela corta».
Lo mejor es no etiquetar las cosas. Leer, y siempre leer.
Pingback: Trece libros de cuentos, clásicos y modernos, para disfrutar de la lectura – Exploralibros