No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Tabaquería, Fernando Pessoa.
Me pregunto qué pensará Donald Trump de estos célebres versos de Pessoa. O qué opinión le merecerá Jakob von Gunten, ese personaje de Robert Walser que no esperaba absolutamente nada de la vida, salvo ser una completa y absoluta nulidad. Lo más probable es que no lo haya leído, así que me permito el lujo de recomendárselo. Supongo que le hará gracia saber que la novela de Walser se desarrolla en una especie de escuela de losers, el Instituto Benjamenta, donde los alumnos son modelados para obedecer y servir, y salen de allí convertidos en «un magnífico y redondo cero a la izquierda». No obstante, creo que el señor Trump no debería subestimar a los perdedores. Algunos son muy brillantes. Nuestro Jakob, sin ir más lejos, es capaz de hacer observaciones a tener en cuenta, como «Los que obedecen suelen ser una copia exacta de los que mandan».
Puede que el presidente de los Estados Unidos tampoco sepa gran cosa de Madame Bovary o Julien Sorel, fracasados por excelencia según Umberto Eco. Por supuesto, eso no es lo más grave. La mayor parte de la gente no lee novelas y no por eso se acaba el mundo. Con todo, quizá a Trump le vendría bien leerlas para adquirir más vocabulario. Aparte de otras muchas carencias, se le nota falto de léxico. El término loser, uno de sus favoritos, al parecer, le vale lo mismo para calificar a los autores de un atentado terrorista que para referirse a algunos periodistas de la CNN o a la agencia de rating Standard & Poor’s, por citar solo unos pocos ejemplos. Cualquiera que le haga preguntas que le incomoden, que señale las partes donde el discurso oficial hace aguas, pasa automáticamente a ser un perdedor, cuando en realidad está llevando a cabo una función vital para la sociedad. La historiadora Beverley C. Southgate cree que aquellos que ofrecen visiones alternativas de los hechos en tiempo real, aquellos que señalan otras rutas posibles al curso de la historia cuando se nos hace creer que esta tiene un sentido único, cumplen también un papel histórico. En palabras de Southgate, Sócrates fue considerado un loser en su época, pero ¿quién se acuerda ahora de Meleto, Ánito y Licón? Algo similar podría decirse de Jesucristo.
La frontera entre vencedores y vencidos está lejos de ser clara. Un día uno puede ser un don nadie y al siguiente ocupar un lugar relevante en la historia. En La risa caníbal, Andrés Barba recuerda el caso del tragicómico George W. Bush. En un capítulo memorable —titulado «George W. Bush, o el payaso involuntario»—, Barba afirma que «El mundo aceptó a Bush como se acepta a un hijo tonto, o peor, como se acepta una tragedia vertical, un maremoto, un tsunami». En el mismo capítulo, menciona Desde el jardín, la fábula política de Jerzy Kosinski en la que un jardinero con pocas luces, llamado Mr. Chance, acaba siendo candidato a la presidencia de los Estados Unidos. No sé en qué presidente se basó Kosinski para dar forma a Mr. Chance, lo que parece claro es que los caminos para llegar a la presidencia de los Estados Unidos son inescrutables.
Si hay un escritor que ha criticado abiertamente el discurso oficial en tiempo real, ese es Philip Roth. En 1971 publicó Nuestra pandilla, una sátira contra la retórica del entonces presidente Richard Nixon. En un acto que califica de «represalia satírica o justicia paródica», Roth manda a su personaje Trick E. Dickson de cabeza al infierno. Teniendo en cuenta que varios presidentes norteamericanos habían sido asesinados, algunos periodistas le preguntaron si no estaría incitando al asesinato de Nixon; a lo que Roth contestó diciendo que en ese país moría más gente a causa de las balas que de las sátiras. Para el escritor, la sátira es «la floración imaginativa del impulso primitivo de decapitar a alguien», una forma de canalizar nuestra indignación a través de la ficción. «La sátira», añade Roth, «es cólera moral transformada en arte cómico»; es decir, a veces no nos queda otra que reír por no llorar —o por no llegar a las manos.
Reír por no llorar es precisamente el título de un libro de Miguel Espigado publicado recientemente. En él estudia las funciones de la sátira entendida como una de las formas de expresión características de nuestra sociedad. Desde esta óptica, analiza algunas novelas como La broma infinita, de David Foster Wallace, o La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz. Como señala Espigado, la novela de Díaz es, entre otras muchas cosas, una revisión de la historia contemporánea de la República Dominicana contada desde la perspectiva de los vencidos: el libro puede leerse «como un juicio oral para condenar de forma póstuma a criminales y cómplices [el dictador Leónidas Trujillo y sus acólitos] que nunca tuvieron que responder por sus actos en vida».
Otra novela satírica en la que se detiene Espigado es Haz el favor de no llamarme humano, de Wang Shuo, publicada poco después de la masacre de Tiananmén. La novela de Shuo retrata a la generación de jóvenes desempleados y alienados que se quedaron en la cuneta cuando China tomó rumbo a una economía de mercado tras la muerte de Mao Zedong. En aquella época la corrupción era habitual, tanto en los gobernantes como en los gobernados (lo que sugiere que Jakob von Gunten tenía razón cuando decía que los que obedecen suelen ser una copia exacta de los que mandan). Como cuenta Espigado, en la novela de Shuo, una organización —que se parece sospechosamente al Partido Comunista Chino— dice querer ayudar al pueblo a recuperar su grandeza perdida. Para ello, necesitan a toda costa un nuevo héroe nacional: alguien que triunfe en las competiciones deportivas internacionales. Este héroe a la fuerza será el joven Yuanbao. Carente de voluntad propia, Yuanbao se prestará a cumplir todo tipo de órdenes, algunas de ellas tan aberrantes como dejarse castrar, para poder participar en competiciones femeninas. Más adelante la alienación del protagonista se mostrará de un modo más gráfico si cabe. No diré cómo, pero el caso es que Yuanbao acabará desprendiéndose de aquello que le individualiza. En este sentido, se podría decir que Yuanbao logra «su» objetivo de convertirse en campeón, pero no en la categoría a la que él aspiraba. Yuanbao es, sin duda, campeón mundial de la nulidad, un ciudadano modelo para la sociedad, una sociedad a la que solo le interesan los subalternos y espera que sus ciudadanos sean como los alumnos más aventajados del Instituto Benjamenta.
Desde la llegada de Trump al poder asistimos a un auge de las distopías. No obstante, creo que estos son también buenos tiempos para la sátira. Nuestro país, con un nuevo escándalo de corrupción al día, es también un terreno propicio para cultivar el género. La sátira es un acto de resistencia, una forma de rebelión ante abusos de poder de los que solo nos podemos defender mediante palabras. La ficción nos libera de las restricciones sociales, de modo que, en la fantasía, podemos dejar de ser ciudadanos resignados y dar salida a sentimientos que no podemos, o no debemos, sacar en la vida real. En definitiva, gracias a este tipo de libros, los losers somos menos losers y los poderosos tienen menos poder.
Pero, pese a lo saludable y necesaria que es, son pocos los escritores que se atreven con la sátira. En primer lugar, porque suele referirse al presente, a nuestra realidad más inmediata; pero, además, porque suele resultar incómoda. La literatura, decía Roth, no es un concurso de belleza moral. Tampoco tiene que ver con la diplomacia o las relaciones públicas. Por el contrario, la sátira señala nuestros puntos oscuros (nuestra pasividad, nuestro inmovilismo…) y los de aquellos que nos gobiernan. En definitiva, nos retrata como sociedad sacando a la luz algo de lo que todos, en el fondo, nos avergonzamos. No es difícil imaginar lo que sintieron los compatriotas de Jonathan Swift cuando leyeron Una modesta proposición en 1729. Supongo que les escoció.
Con todo, la sátira también hace reír. En ese sentido, abre la herida y, al mismo tiempo, la sutura. Además, no debemos olvidar que, por alguna razón, la risa molesta a los tiranos. Algo debe de haber en la risa del pueblo llano para que resulte tan incómoda. En los discursos de Hitler las referencias a la risa de los judíos eran frecuentes: «No sé si todavía se estarán riendo hoy o si sus risas ya se han acallado. Pero hoy solo puedo decir: sus risas se acallarán en todas partes». Así las cosas, la sátira parece más necesaria que nunca. «En este momento dramático del mundo», decía García Lorca, «el artista debe llorar y reír con su pueblo».
Magnífico texto. Lo único que añadiría, la sentencia completa de Lorca es: «El artista llora cuando el pueblo llora y ríe cuando el pueblo ríe.»
Como siempre…bravo, Rebeca.
Es tan sobresaliente el uso que haces de la palabra escrita…