Cine y TV

El ojo púbico

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Shortbus. Imagen: Fortissimo Films.

Se suele sospechar que antes del siglo XIX las parejas llegaban abrazadas a la cama sin ser conscientes de que entre las piernas tenían hardware para el ocio y sin entender exactamente para qué necesitaban aquella sábana con un agujero. Pero esa percepción romántica de una sociedad tan indocta en lo sexual como para acabar las noches de miel penetrándose alegremente por el tímpano tiene poco de correcta; Auguste y Louis Lumière rodaron a unos obreros haciendo el lemming y cuando acabó la proyección otro par de franceses ya estaban quitándole la ropa a una señorita en Le Coucher de la Mariée, un estriptis de 1899 que durante siete mudos minutos utilizaba como escenario el estudio fotográfico de cualquier adolescente actual: un lavabo. En realidad el mundo de la farándula no era ajeno a la ausencia de ropa; la actriz Sarah Bernhardt llevaba mucho tiempo guiñando golosos toples desde fotografías tachonadas en las entrañas de bambalinas teatrales y recordándonos que aquella profesión era la que por estadística tenía a más gente con menos ropa y ganas de tropezar sin compromiso sobre otra gente.

En la Warner Brothers, oliéndose la plata, dieron la orden de que dos de cada cinco películas producidas calentasen las entrepiernas; los tickets de la Cleopatra de 1917 se vendían gracias al mágico antivestuario de Theda Bara, y una película checa llamada Éxtasis mostró a Hedy Lamarr chapoteando desnuda e inauguró la polvareda en pantalla con el primer acoplamiento con éxito del cine al mismo tiempo que acató la condena eterna cuando el papa Pío XI bramó la inmoralidad de la lozanía acuática. El desmadre inminente provocó que un cabreado Will H. Hays firmara el código censor que llevaría su nombre para salvaguardar la frágil moral estadounidense. Aquel texto enumeraba una serie de prohibiciones y recomendaciones entre las cuales se tasaba en tres segundos la duración aceptable de un beso, se sentenciaba que hombres y mujeres no tenían razón aparente para compartir cama y se afirmaba que todo lo gay era ciencia ficción. La Paramount llegaría a firmar un acuerdo que solicitaba cabezas rodando si alguna mujer aparecía en pantalla enfundada en ropa masculina, y eso ocurría casualmente después de que la inmensa Marlene Dietrich inventara el anacronismo like a boss al presentarse en la gala de un estreno tarareando el bow chicka wow wow y vestida con un tuxedo, sombrero y bastón.

Los americanos comenzaron a mirar con sana envidia al otro lado de las aguas creyendo avistar a lo lejos una orgía continua donde las mujeres trotaban salvajes con las bragas a modo de chichonera y los hombres se saludaban cortésmente haciendo el helicóptero con el pene. Johann Schwarzer filmaba galerías de féminas austriacas para proyectar en teatros con olor a cuero quemado, Alessandro Blasetti promocionaba el toples en La cena delle beffe y Jesús Franco añadía sexplotation sinvergüenza al primigenio cine de horror español de Gritos en la noche bastante antes de que otro Franco decidiera morirse y llevarse consigo la censura, descorchando una etapa de destape patrio con autobuses de turistas suecas fletados de camino a los pantalones de esa santísima trinidad que era la Trifuerza PajaresEstesoOzores. A finales de los sesenta el pueblo americano se sacudió de encima el código Hays, nació la MPAA para poner etiquetas y los actores USA empezaron a quitarse prendas mientras los europeos aún dudaban sobre la necesidad de ponérselas de nuevo. Bernardo Bertolucci con sus Soñadores convertiría con un par de guantes a Eva Green en una sensual Venus, Emmanuelle se convertía en icono y la Hammer comenzaría a rellenar con carne los huecos entre monstruo y monstruo.

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Soñadores. Imagen: Recorded Picture Company.

La desnudez comenzó a abrirse paso pese a que la producción americana hiciera bandera de la mojigatería a golpe de parejas encamadas con repentinos ataques de pudor poscoital, toples de espaldas y vestidos golpeando el suelo con la cámara a la altura de los tobillos. Aunque cuando los estudios necesitaban plantar el cebo no dudaban en recurrir a la siempre refinada técnica de desencadenar una cascada de tetas contra los morros del espectador, dejando de paso bien claro cuál era uno de los terrores de una industria machista e insegura: el pene ajeno.

El varón heterosexual medio conserva la exótica creencia de que contemplar un pene que no sea el propio en una pantalla puede implicar de manera instantánea la compra de un billete solo de ida hacia la acera contraria. Y pese a que Harvey Keitel se emperró en invitar como guest star a su John Thursday en más de una ocasión (El piano, Teniente corrupto, La mirada de Ulises) y algún otro como Ewan McGregor decidió desenfundar con frecuencia el sable láser antes de opositar a Jedi, el desnudo frontal masculino seguía siendo algo que un público conformado por machos alfas muy seguros de si mismos no quería tragarse. La escasez de virilidad bamboleante coloreando la trama se prolongaría hasta nuestros días, aunque los amantes del magro conservan cierta esperanza: Judd Apatow, director y productor de la comedia americana moderna, fascinado con tanta falofobia prometió a la humanidad que introduciría gratuitamente un pene en cada una de sus películas para restablecer el equilibrio de las cosas, el zumbado de Sacha Baron Cohen reservaría a un pene parlante y bailongo un primerísimo plano en Brüno, y Zack Snyder renunciaría a ponerle taparrabos al Doctor Manhattan de Watchmen logrando que la audiencia se preguntase si aquello era la adaptación de un tebeo de culto o un anuncio de embuchado de pitufo.

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Velvet Goldmine. Imagen: Zenith Productions.

Pero el verdadero último gran tabú del sexo de celuloide se encontraba apilado en el cuarto menos iluminado del videoclub y en el género con más densidad de fontaneros puntuales: el porno. La industria cinematográfica mainstream carecía de lo único que resultaba veraz en el cine X, pero gente como un Nagisa Oshima, educado por la sombra de Luis Buñuel, se proponía romper esa barrera y la salvaje El imperio de los sentidos impresionaba con sus arrumacos no simulados y con un título original (Ai no corrida) que resultaba jocoso para el castellanoparlante. John Waters también aporrearía la moral con Pink flamingos, de la que se suele recordar más el desagradable incidente con bombonería de cultivo ecológico que aquel momento en el que la drag queen Divine felaba en pantalla a su hijo en la ficción. Tinto Brass convertiría Calígula en la primera superproducción con pornografía explícita. Los daneses tenían en Ole Søltoft a una estrella protagonizando una conga de comedias para el gran público con contenido sexual hardcore. El Julio Medem previo a la tijera continua de Habitación en Roma mostraba embutido en proceso de crecimiento en Lucía y el sexo. Carlos Reygadas tuvo que explicar que la escena que abría la extraña Batalla en el cielo con una joven chica practicando una felación a un caballero poco agraciado y muy bien alimentado era una simulación pese a las apariencias de homemade porn.

En Francia, la película Fóllame, además de un spoiler en el propio título, tenía a un par de estrellas del cine para adultos practicando sexo real. Pola X y Romance incluirían contenido pornográfico sin autocensura y en el caso de la segunda algo más insólito, a Rocco Sifredi creyéndose actor del método. En A la caza Al Pacino se equipaba a tope para irse de cruising y su director William Friedklin colaba unos cuantos fotogramas inapreciables de porno gay al mismo tiempo que podaba cuarenta minutos de sexo explícito que James Franco y Travis Mathews utilizarían como excusa para dirigir un extraño experimento en 2013 (Interior. Leather Bar) que intentaría recrear el metraje perdido. Lars Von Trier, el hombre que intentó convencernos de que se puede rodar una película despidiendo a todo el equipo de decoración, también era fan del shock value sexual: en Los idiotas disparaba fugazmente un poco de cópula y ponía en marcha Anticristo con una tragedia, nieve y una penetración al detalle; también costeó All about Anna, insoportable telefilm con sexo real cuyo mayor reclamo era ver a la bella canadiense Gry Bay enredada con los compañeros de reparto. Larry Clark tras liarla con Kids repetiría con Ken Park y una masturbación explícita con autoasfixia erótica al ritmo de los gritos procedentes de un partido de tenis femenino. Kerry Fox felaría ligeramente a su compañero de reparto en Intimidad. Vincent Gallo aprovecharía que salía con Chloë Sevigny para filmar una mamada con la que adobar The Brown bunny, y Michael Winterbottom nos intentaría vender 9 songs como una película con algún tipo de mensaje en lugar de como un vídeo porno amateur salpicado de conciertos bootleg de Black Rebel Motorcycle Club, Franz Ferdinand, Elbow o The Dandy Warhols que inventaba el porno para modernillos.

En 2006 se estrenaría Shortbus, historia que suspiraba por las libertinas fiestas artísticas y underground de Nueva York mostrando sin avergonzarse sexo duro homosexual y hetero. De aquella cinta de John Cameron Mitchell se podía extraer una lección: cuando una película que ofrecía una autofelación realizada con éxito y un ménage à trois gay, en el cual uno de los participantes cantaba el himno de los Estados Unidos utilizando como caja de resonancia el recto de otro, dejaba en la audiencia la sensación de ser un amable ejercicio de ternura, es porque algo en el ojo del espectador quizá por fin estaba cambiando.

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Shortbus. Imagen: Fortissimo Films.

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2 Comentarios

  1. Gry Bay es danesa, no canadiense.
    Saludos.

  2. Karamazov

    La serie American Gods podría ser un buen epílogo actualizado del artículo.

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