Es sabido que Georges Méliès fue uno de los asistentes a la famosa proyección que organizaron los hermanos Lumière el 28 de diciembre de 1895 en el Salón Indio del Grand Café, apenas un sótano en un cafetería cualquiera del Boulevard de los Capuchinos de París. Allí, una multitud atónita que no sabía si iba al circo o al teatro contempló con éxtasis las primeras grabaciones del cinematógrafo. Se recogía, por ejemplo, la salida de unos obreros de una fábrica o la llegada de un tren a la estación. Es sabido, ya lo hemos dicho, que el mago Méliès estaba entre los asistentes, y se supone, esto es seguro, que quedó tan impresionado como el resto de los presentes, hasta el punto de lanzarse sobre los Lumière para lograr un ejemplar del maravilloso artilugio tomavistas. Era la época de la segunda revolución industrial, en la que inventores de todo tipo, dramaturgos, ingenieros, fotógrafos, periodistas, ponían todo su empeño especulativo en imaginar las más disparatadas máquinas que revolucionarían la vida de los ciudadanos. Georges Méliès compartía idéntica inquietud, pero sus inclinaciones eran más bufas y creativas, con un toque excéntrico que se revelaría indispensable. La historia audiovisual le debe muchos homenajes a este pintoresco mago del cinematógrafo, que con un cohete y un par de pinceles llevó al primitivo cine hasta la luna de sus primeros albores.
Antoine Lumière dijo no. La cita es poco fiable, pero supuestamente aclaró a su solicitante: «Amigo mío, deme usted las gracias. El aparato no está a la venta, afortunadamente para usted, pues le llevaría a la ruina. Podrá ser explotado durante algún tiempo como curiosidad científica, pero fuera de esto, no tiene ningún porvenir comercial». Los pintorescos hermanos de Lyon, Antoine y Louis Lumière, rechazarían todas las ofertas recibidas por el cinematógrafo aquella noche, diez, veinte, cincuenta mil francos de sopetón, incluida la del director de teatro Georges Méliès, que estaba entre los presentes en aquel singular alumbramiento de masas. El cine nació como un invento de barraca y como tal era pensado por los Lumière, pioneros en la idea de proyectar las imágenes en movimiento sobre una pantalla grande y sentar frente a ella a una platea de curiosos que pagarían su entrada. A ellos se les reconoce el mérito de imaginar el artefacto como algo comercial y de consumo colectivo, al menos en primera instancia, pero el desarrollo del mismo como medio y lenguaje es patrimonio de los hombres por venir. Las primeras grabaciones no trascienden la mera dimensión documental o naturalista, pues retrataban partidas de cartas, personas saliendo de trabajar, desfiles militares… Para apabullar al público bastaba con la fantasmagoría de la imagen en movimiento, sin necesidad de explorar las vías de relato o ingenio visual que el artefacto cinematógrafo podía obrar. Para ello, haría falta un mago.
El mago de Montreuil
Georges Méliès tenía treinta y cinco años cuando vivió su particular epifanía. Dueño y director del teatro parisino Robert Houdin, la proyección que contempló en el Salón Indio lo decidió a no perder el tren de la imagen en movimiento. Frustrada la tentativa de comprar el prodigio aquella misma noche, Georges hubo de buscarse la vida por su cuenta. Era complicado pero ni mucho menos imposible, pues todo tipo de artefactos cronofotográficos, prototipos de la máquina de cine (kinetoscopios, bioscopios y un largo etcétera difícil de pronunciar) poblaban los desordenados talleres de los inventores. Finalmente, Méliès se hizo con un sucedáneo del cinematógrafo mediante el óptico Robert William Paul, que vendía un bioscopio en Inglaterra por unos mil francos de la época. Sin tiempo que perder acondicionó el aparato de Paul y en la primavera de ese mismo año 1896 ya estaba programando proyecciones en su teatro. ¿En qué se convertiría aquella boba atracción de feria en manos de un dramaturgo con imaginación? A Méliès no le debemos una evolución sustancial en el lenguaje cinematográfico, pues no supo apenas romper los límites teatrales que aún constreñían al invento (escenario, cuarta pared, vista fija, actos, decorados…), pero sí le atribuimos, con toda justicia, una exploración provechosísima de las posibilidades técnicas, fotográficas y visuales de aquel aparato tomavistas, más emparentado con la química, la óptica y la artesanía de lo que luego el canon de cine como arte nos ha querido legar. Y es que el cine no echó a andar por el aliento de artistas visionarios o grandes intelectuales, sino más bien por el impulso de negociantes, emprendedores y artesanos que se mancharon las manos con polvo, madera y dinero, humo de taller y ruido metálico, buscando sacar provecho a aquel invento embaucador que parecía tener un futuro tan incierto como tantísimos otros artilugios de aquellos días.
La historiografía sobre Méliès habla en concreto de un episodio clave dentro de su génesis como director. El eureka sucedió algún día de aquel año 1896. Una mañana cualquiera Georges plantó su cámara rudimentaria en algún lugar cercano a la plaza de la Ópera de París y comenzó a tomar imágenes de la calle. Recordemos que, por entonces, la mera captura de estas grabaciones casuales, la simple vida de la ciudad, ya era material cinematográfico más que demandado para seguir llenando los salones de proyección. El caso es que, en algún momento de aquella mañana la cámara de Méliès se atascó. El operador francés tuvo que detener la grabación y subsanar el problema técnico, para posteriormente continuar con el trabajo. Pero cuando volvió a su estudio y comenzó a proyectar los metros de película su sorpresa fue mayúscula. Había algo extraordinario en una parte concreta del metraje, un extraño «salto» de imagen que se correspondía, naturalmente, con aquella interrupción en la grabación. Los objetos cambiaban de golpe en la película porque correspondían a dos momentos diferentes. La imagen «saltaba» por la interrupción en la grabación y hacía parecer que todo se había transformado por arte de magia. La continuidad de la película hacía convertirse un coche en un autobús, o un grupo de niños en un corro de mujeres. De este pequeño accidente surgiría lo que luego se haría llamar la técnica de paso de manivela o stop trick, trucaje fotograma a fotograma que se explotaría hasta la saciedad en la época primitiva del cine. Por ejemplo, en El escamoteo de una dama (1896), la película fundacional de sus experimentos, Méliès sitúa a una mujer en el centro del escenario, la sienta sobre una silla y la cubre con una tela. Detiene la grabación, saca a la mujer del cuadro y la sustituye por un bulto parecido. Luego continúa la grabación y se produce el abracadabra: el maestro de ceremonias levanta la tela y la mujer ya ha desaparecido, ¡sonriendo en su lugar un esqueleto humano que fue colocado convenientemente cuando la cámara no miraba!
Ir a la Luna y volver
La colección de trucos y hallazgos que acumula Méliès en los siguientes años es extraordinaria. Realiza muchas películas de todo tipo —se conservan veintidós de entre 1896 y 1902— y explora de manera pionera las técnicas de fundido, encadenado, sobreimpresión, maquetas, e incluso coloreado a mano de fotogramas, modelo temprano del cine en color. Es cierto que en sus películas la cámara permanece fija y todavía contemplamos solo una sucesión de cuadros teatrales, rígidos, sin continuidad cinematográfica, pero el sentido espectacular e imaginativo de Méliès da al cine sus primeros rasgos de relato, de ficción armada. Es prácticamente el primer cameraman que rueda historias, al menos historias entendidas como argumentos con un cierto desarrollo con sentido. Con él, el cine pasa de estar prácticamente mudo a empezar a balbucear sus primeras palabras, sobre todo a partir de 1900. En efecto, todos sus avances tempranos van a cristalizar en su obra más conocida, aunque ni mucho menos su favorita: el inolvidable Viaje a la Luna (1902).
Un grupo de científicos variopintos se reúnen en un extraño lugar en torno a una pizarra. En ella, el doctor Barbenfouillis —interpretado por el propio Méliès— dibuja su proyecto: un cohete espacial disparado a propulsión los llevará de la Tierra a la Luna. De súbito todos los hombres parecen enloquecer con la idea y no parecen dispuestos a la aventura, pero Barbenfouillis los convence y finalmente se embarcan en el viaje. Los expedicionarios —pintorescos señores de la ciencia vestidos con chaqué, levita y sombrero— llegan con éxito a la Luna, pero allí les esperan los extraños selenitas, que no parecen muy contentos de recibirles. Después de capturarles y llevarles ante sus jefes, los hombres de Barbenfouillis logran zafarse —usando sus paraguas para desintegrarlos—, escapan a la carrera y logran regresar a la Tierra triunfantes, siendo recibidos con gran admiración por todos los parisinos.
La película costó una auténtica millonada: diez mil francos de la época. La mente de Méliès imaginaba auténticas superproducciones, películas llenas de sorpresas y un concienzudo despliegue de trucos, maquetas e ingenios, con un imaginario caro y costoso en tiempo y dinero, el circense más difícil todavía trasladado al tiempo del protocine. Fue una película audaz cuya duración —más de doce minutos— sobrepasaba por mucho la longitud habitual de las primeras películas, que con suerte duraban uno o dos minutos. En efecto, Viaje a la Luna fue un éxito de público y toda una experiencia para una sociedad boquiabierta y sedienta de espectáculo, con dinero para gastar y gran apetito realista. Todos los comerciantes de cine, feriantes de un negocio todavía nómada que recorrían las ciudades ofreciendo entretenimiento, demandaron la película del momento, la última locura de aquel mago y del extraño cinematógrafo. Más aún, la cinta sería imitada e incluso abiertamente copiada en toda Europa y también en Estados Unidos, donde Edison aduciría derechos sobre el invento original —la imagen en movimiento y su máquina de filmación y proyección— y sobre todas las películas realizadas con él. Al fin, en 1993 se encontraría en la Filmoteca de Catalunya una edición en color de Viaje a la Luna, coloreada por el propio Méliès y perdida durante muchísimos años. Era tal su estado pésimo de conservación que han tenido que pasar casi veinte años, hasta 2012, para que la tecnología pudiera obrar la restauración pertinente.
El legado fantástico
Georges Méliès vivió en Inglaterra cuando todavía era un veinteañero. Después del servicio militar su padre lo envió allí a trabajar como oficinista para un amigo de la familia. Sus dificultades con el idioma le causaron algunos problemas, incluidas sus frustrantes visitas al teatro en Londres, donde apenas entendía lo suficiente para seguir las obras. De resultas el joven Georges acabó por visitar los espectáculos de magia del célebre Maskelyne en el Egyptian Hall, donde no necesitaba la intercesión del idioma para disfrutar de lo que veía. Así se enamoró del arte visual del prestidigitador, una obsesión que le acompañaría toda su vida y que aquella noche de 1895 en el Salón Indio junto a los Lumière no pudo reprimir ni quiso. Sus películas darían buena cuenta de ello.
Viaje a la Luna, su obra más celebrada, es hija estrecha de ese tiempo. El interés por los asuntos fantásticos era extraordinario a finales del siglo XIX y principios del XX, con la literatura viajes y descubrimientos en pleno auge. En Francia la huella de Julio Verne era honda y popular, pero en contra de la creencia más extendida, Viaje a Luna es más deudora del universo de H. G. Wells —El primer hombre en la Luna (1901)— que del de Verne —De la Tierra a la Luna (1865)—, por cuanto la película hace más hincapié en lo fantástico y lo freak que en lo aventurero, al menos en sentido verniano. A ambos autores les une el mismo ánimo de curiosidad y experimentación pero les separa una brecha considerable de tono y estilo, el uno optimista y decimonónico y el otro más sombrío y distópico. En todo caso, Méliès picotea de ambos, conformando sin duda el germen de la ciencia ficción en el cine. El género especulativo y reflexivo por antonomasia, tan popular años después, no se entiende sin aquella época febril de la segunda revolución industrial, ese victorianismo tardío y esa sociedad burguesa desbocada hacia un abismo posmoderno que apenas sospechaba. Esa sociedad maquinista, al decir de Román Gubern, alumbra con asombro y vigor las trazas de un mundo que dejará de sentirse invencible y se asomará al precipicio entre bocanadas de vapor y tecnologías de acero.
En ese entorno de pioneros chiflados y furor realista, la máquina de la persistencia retiniana, el cinematógrafo, se abrió paso no sin tropezones y dudas como el artefacto creador del futuro. Y cuanto más avanzaba en su implantación y en su lenguaje, en su narrativa cinematográfica y en sus posibilidades de negocio, más atrás quedaban los primeros pioneros, toscos artífices del protocine, hombres desfasados aunque contribuyentes esenciales. Méliès rodó más de quinientas películas —solo se conservan unas cincuenta— pero acabó, como tantos, arruinado y olvidado. Su cine artesanal no pudo competir con la bien armada industria del cine francés que se fue conformando en Europa antes de la Primera Guerra Mundial. Al mago de Montreuil se le perdió la pista durante muchos años y nadie realmente lo echó de menos. Lo encontró en 1928 el editor de una revista de cine, Léon Druhot. Por entonces era un elegante anciano que se dedicaba a vender chucherías y juguetes en un precioso puesto a la salida de la Estación de Montparnasse, un modesto negocio que lo mantuvo a flote mientras vivió. Un año antes de eso se estrenaba Metrópolis (1927) de Fritz Lang, y cuarenta años después, 2001: Una odisea en el espacio (1968), de Stanley Kubrick. Por remotas que parezcan, esas películas descienden del aliento temprano del prestidigitador y de sus ingenios técnicos y efectos especiales, en la época en la que hacer cine aún era cosa de feriantes y trileros. Cuando encontraron a Méliès le dieron los honores de los que le creían merecedor, incluida la Legión de Honor de Francia. El mundo había cambiado y ya nada era tan halagüeño como en el siglo XIX, pero la fantasmagoría del cine, vista en aquel Salón Indio a un franco la entrada por supuesta primera vez, había resultado ser un invento genial con una vida larga y emocionante.
Test
«Solo los que van mas lejos, descubren lo lejos que se puede llegar».
Me alegro que se le diera el homenaje a Melies, tanto en articulo, en libro-comic y en película.
No agradezco lo de «mero documental», ni usar la palabra «audiovisual» inapropiadamente.
Soy documentalista y a mucho orgullo
Fabuloso artículo, monsieur.
@Mario Handler: de seguro no tuvo ese tono, recordemos que las palabras pueden ser interpretadas desde muchos puntos de vista.
Saludos desde Puerto Varas, Chile
Un humilde lector
Además de disfrutar de la narración, me hace pensar en la extraña (o quizá digo extraña porque la echo de menos) fascinación por los ojos en el primer cine, y el mucho menos entrañable pero llamativo sadismo ocular (perforar el ojo, rasgarlo…, ¿podría decirse que Kubrick fue un nostálgico al ponerle fórceps?). Ojos heridos y ojos relatores. Me encantan estos artículos.
Gran articulo sobre una autentico pionero y soñador.
La pelicula d scorsese «La invencion d Hugo» le hace un bonito homenaje,recomendable.
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