Una niña —Mariona—, un buen puñado de botes de pintura y pinceles, una enorme pared en blanco y la inspiración de libros sobre la obra de Rothko, Miró o Pollock. Con solo ese material, Oriol Malet se ha propuesto en su primera obra como autor, Mariona y sus monstruos (la Galera), contarnos una historia de monstruos que no dan miedo. O tal vez sí, pero solo mientras formaban parte del mundo abstracto de la mente de su pequeña protagonista. Al verse plasmados en la pared, no hay sombras donde esconderse ni traumas en que refugiarse, y estos seres anteriormente tan aterradores se convierten en lo que siempre sospechamos: arte, puro arte.
Sin embargo es difícil extraer un único mensaje de esta obra. No hay diálogos ni apenas acción, la indeterminación es abrumadora y exige del lector casi más que lo que ofrece en sus páginas. Leo el libro una vez —si es que se puede decir que esta obra puede «leerse»— y lo entiendo de una manera. Lo vuelvo a leer al cabo de los días y mis conclusiones son otras. Se lo enseño a mi pareja y me explica algo nuevo. Para colmo, la hija de unos amigos me dice que estoy totalmente equivocado y me cuenta una historia fantástica que se saca de la manga a partir del material de origen del libro. Y tengo la sensación de que todos tenemos razón.
Tal vez mi reacción tenga que ver con lo que el autor ha confesado en alguna ocasión: que este no es un libro dirigido específicamente a niños o a padres, sino a cualquier persona interesada en nuestra «dificultad de discernir entre realidad o ficción, el valor simbólico de los monstruos, o la capacidad del arte para exorcizar los miedos de uno mismo». Malet no confía en que se pueda sacar tanto contenido del formato que ha utilizado —un relato ilustrado sin diálogos y que solo tiene lugar en un pasillo—, pero a la vez cree muy necesario que tanto niños como adultos se acerquen a su obra, para lo que es esencial que no solo se pueda encontrar en librerías infantiles, sino también se extienda al resto de establecimientos gracias a su naturaleza de crossover u obra sin público específico. Y es que si algo queda claro es que Mariona y sus monstruos no tiene un destinatario claro.
Sin embargo, lo que sí es más fácil de determinar son algunos de sus referentes para la creación de este libro. El lector ve rápidamente la influencia a nivel gráfico del maestro Ralph Steadman, pero ir a buscar al monstruo como eje central de un libro ilustrado obliga a pensar en Where the wild things are. El clásico de Maurice Sendak significó un antes y un después en el libro ilustrado porque ya no mostraba al niño como alguien inocente, sino que se desprendía de todos los estereotipos infantiles que hasta la fecha eran usados en este tipo de obra. De repente el niño era rebelde, había un conflicto en casa, la madre lo castigaba, todos eran seres humanos imperfectos haciendo las cosas mal, y Max, su protagonista, se acababa encerrando en su mundo interior, muy rico en imaginación, pero a su vez, a los ojos del adulto, terrorífico. No obstante el protagonista se sentía protegido, era su forma de empezar a crear su independencia lejos de los padres, aunque al final, obviamente, el mensaje era que los padres siempre iban a estar ahí. El lector sagaz habrá descubierto que tomando lo explicado y sustituyendo a Max por Mariona el texto sigue funcionando a la perfección.
Influencias a un lado, también es lógica la tendencia de huir de estereotipos. Incluso de no hacer un libro excesivamente amable. La idea del autor es que llegue a los niños, pero sin ponérselo fácil. De ahí la importancia de no usar clichés, aceptando la diversidad de cada lector infantil y dando lugar a la sorpresa para que tengan la oportunidad de una interpretación libre. Y, por supuesto, que también llegue a los adultos, devolviéndonos a esa época en la que aún estamos libres de la economía de pensamiento que nos ofrecen los prejuicios, y en que cada estímulo es algo único. Esta obra pretende ofrecernos ver el mundo a través de los ojos de Mariona, a quien, según su padre, le parece igual de bonito un disfraz de princesa que ciertos monstruos terribles —que en principio no debería haber visto, pero que ha acabado viendo en la televisión o en el iPad—, porque funciona con otros valores, los suyos, que todavía no están guiados por la condición social.
De ese modo, la obra también nos hace reflexionar sobre la influencia del entorno. Según Malet, si tus hijos se desarrollan en una realidad abierta, van a entenderlo todo de esa forma abierta. Si en su entorno de amistades se pone de moda una princesa Disney, van a querer disfrazarse de esa princesa; pero si a su vez, como es el caso de Mariona o Gal·la (sus dos hijas), en casa miran libros de arte de papá, te van a decir que se disfrazan de princesa Frida Kalho, o de «Mala reina de la noche» (haciendo referencia a la ópera de Mozart). De ahí el arranque del libro: Mariona abre unas cajas de libros de expresionistas abstractos —un guiño bastante sarcástico, porque en teoría esos libros no pueden estar más alejados del producto cultural destinado a críos—, pero la niña lo adapta a su manera y da rienda suelta a su imaginación. Eso es lo que hacen los niños, emplear una capacidad de la que nos hemos olvidado los adultos, y ese es un aspecto que subestimamos, pero que es muy poderoso. A medida que nos hacemos adultos encerramos a nuestros monstruos en jaulas de donde rara vez los liberamos. En ese sentido, el libro es una declaración de amor a esos monstruos tan feos a los que les tenemos miedo y que a la vez nos gustan tanto.
El monstruo es interesante para el autor porque considera que repele pero a la vez atrae. Parte de la idea de que el cine, el cómic, la literatura, el teatro, el arte en general, incluso la música nos acerca al monstruo de forma atractiva. Pero lo que Malet cuenta en el libro es que el monstruo como representación del miedo, de lo desconocido, de la fuerza natural descontrolada, se convierte en un placer didáctico cuando le perdemos el miedo. Nos explica que de lo desconocido se aprende, y mientras experimentamos, nos aceptamos tal como somos y maduramos durante el proceso. De ahí que los monstruos se alíen con Mariona y le ayuden a crear otros monstruos.
Porque esta historia está basada en hechos reales. Y no solo nos referimos a que los monstruos del libro hayan sido creados conjuntamente por padre e hija, con lo que la pequeña pudo descomponer esa potencial fuente de miedo en sus distintas partes: convirtiéndolos en algo familiar pierden toda esa mística de lo desconocido, que muchas veces es lo que lleva a los terrores, y además está ese enfoque de monstruos gamberros en ambientes gamberros.
Además de su participación en el proceso creativo, la anécdota que da pie al argumento de la obra, como no podía ser de otra forma, parte de una vivencia de Mariona no muy alejada en el tiempo. En un momento dado aparecieron sus primeros terrores. Los padres no sabían muy bien cómo solucionar esa etapa, y decidieron probar suerte mediante el dibujo y la pintura. En lugar de evitar el tema entraron a fondo, sugiriendo a Mariona que explicara a su padre cómo eran esos monstruos que se le aparecían en pesadillas. Así fue como Oriol empezó a dibujarlos, y una vez pasado el relevo a la pequeña, y que ella empezara a dibujarlos, desapareció el problema. A partir de aquel momento revelador, cada cosa que Mariona no lograba explicar la representaba de forma creativa: en sus dibujos, en su juego simbólico… Pensando en ese método improvisado para tratar los miedos de Mariona, es fácil recordar esas terapias en las que se pide a los pacientes que escriban lo que piensan, para dar forma a ese batiburrillo de ideas abstractas que tienen en la cabeza. La creación artística —sea escribiendo, dibujando, componiendo— permite plasmar nuestros demonios internos. Y en el caso de la pequeña, de forma casi literal.
Pensando en aquella época, cuando Mariona era muy pequeña y empezaron a ponerle material audiovisual, en casa se dieron cuenta de que los dibujos animados para niños era un puto desquicie (sic), muy estresante, lo que les provocó un gran rechazo. Por eso Oriol decidió en un momento dado centrar todas las dobles páginas en el mismo sitio, en el mismo encuadre, ese pasillo. La mente del espectador percibe la acción y se centra en ella porque no hay movimiento de cámara. Así puede disfrutar de ella, de los detalles, adaptando la poética del teatro de títeres austero, donde veías aparecer y desaparecer a los personajes pero el escenario siempre era el mismo. Y en ese espacio lleno de potencial surgió Mariona. Y sus monstruos, claro.
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