—Me gustaría que estuviera usted muerta —dice Chauvin.
—Ya lo estoy —dice Anne Desbares.
(Moderato cantabile, Marguerite Duras)
La niña Marguerite. Primero Donnadieu, después Duras. La niña de la Indochina francesa, la niña pobre con los labios pintados, con zapatos de tacón para ir a jugar al tenis, la niña del deseo físico, la inagotable niña y doblemente niña en la vejez. Marguerite Duras vivió cada uno de sus días como si estuviera a punto de morir, y también como si ella misma fuera la causa de su muerte, y también como si la vida lo valiera todo, y también como si ella fuera lo único con valor. Si algo no le faltó a la niña Marguerite fue pasión: en la política, en la literatura, en el amor, en la bebida, en la maternidad, en el cine, en la sexualidad.
Su infancia, a la que volverá una y otra vez para crearla y recrearla en su obra literaria, está ocupada enteramente por la violencia y la dureza. Aunque El amante no es, como así se ha considerado, una autobiografía, lo cierto es que algunos pasajes de su vida están muy relacionados con lo que escribió, del mismo modo que Un dique contra el Pacífico es la historia de su madre, aunque para la señora Donnadieu fuera más una deshonra que un homenaje: así se establecerá la relación entre madre e hija en la madurez, con tiranteces y distanciamiento.
La niña Marguerite vivía con sus dos hermanos, mayores que ella, y su madre, maestra de escuela, en la Indochina francesa. Un lector medio de la obra de Duras sabrá bien identificar a su familia en las novelas sin necesidad de profundizar: el hermano mayor, violento y embustero; el hermano pequeño, guapo y sensual; la madre, veladora del primogénito y esquiva. El padre de Marguerite murió demasiado pronto, dejando viuda a una mujer que rozó la locura y la mezcló con la avaricia, condicionando no solo el carácter de la niña escritora de los ojos tristes, sino también su vida y su literatura. La difícil relación del hermano mayor con todos los miembros de la familia, especialmente con la madre, será el centro de la existencia de los Donnadieu. Se gastará todo el dinero, maltratará física y psicológicamente a sus hermanos y a su madre, será el amo: haga lo que haga, por más líos en los que se meta, siempre estará protegido y será disculpado, aunque eso condicione la convivencia y su familia tenga miedo de él. Hasta sus últimos días, Marguerite renegará del hermano mayor, sobre todo cuando el pequeño muera y ya no se sienta parte de los Donnadieu, y cambie su apellido por Duras, de donde era su padre. Todas esas carencias —afectivas, económicas, de seguridad— la acabarán convirtiendo en una mujer dual: por una parte, segura de sí misma, capaz de exigir a sus editores y destacar en sus relaciones sociales; por la otra, problemática hasta el punto de agotar a los hombres con los que convivía.
La importancia del amante no solo repercutirá en su escritura, sino que es condicionante en su vida: la primera vez que Marguerite pudo desprenderse de la relación de dependencia con su familia, un amor pegajoso que se mezcla con el odio y la vergüenza, fue gracias a un pretendiente, el que después se confundirá —y ella contribuirá con su silencio, a favor del éxito del libro— con el amante de la China del norte. El dinero, el primer acercamiento a la relación entre un hombre y una mujer, la sensación de dominar a una persona, harán que se distancie de sus hermanos y de su madre, creciendo su parte durasiana por encima de la Donnadieu. Aunque finalmente no puede casarse con su prometido, la experiencia les servirá a toda la familia para salir del profundo hoyo económico en el que habían caído. La madre de Marguerite había querido jugar a la riqueza y compró unos arrozales, pero la estafaron como a muchos de los blancos y los anamitas de la época: le vendieron un terreno incultivable con una cláusula infernal que obligaba a los dueños a ceder su tierra si en un plazo determinado no la explotaban. La zona era inexplotable, así que después de gastarse todos los ahorros y de intentar construir un dique (contra el Pacífico), la madre será capaz de volver a la normalidad gracias a que el pretendiente de la niña Marguerite es rico: su padre pone tanto empeño en que el matrimonio no se celebre, que no duda a la hora de ofrecerles dinero que, por supuesto, los Donnadieu aceptan.
Para Marguerite hay un antes y un después: gracias al dinero, a su amante, ha podido sentirse por encima de su familia, de la violencia, de la sumisión que tiene frente al hermano mayor y la madre, un dúo indestructible. Los lazos quedarán totalmente rotos cuando Duras se mude a Francia, de la que ya no volverá, porque es la única de los tres hermanos que va a estudiar, para satisfacción de la madre. Una vez en París, Marguerite es cada vez más Marguerite, y consigue hacerse a sí misma con lo que más curiosidad le provoca: el hombre, el sexo, el amor físico, el deseo. Duras es libre en Francia, aunque el hermano mayor esté viviendo también allí: estudia, hace amigos, se divierte, se da a los hombres sin pudor y no tiene reparos en reconocer su deseo. A partir de entonces ya no se alejará del hombre, al que usa para satisfacerse no solo sexualmente, sino espiritualmente, además de nutrir una autoestima voraz, insaciable.
Marguerite tiene tres puntos fijos en su vida y no descansará hasta que los tres estén cubiertos: el amor, la maternidad y la escritura. Se casó con Robert Antelme, del que no querrá separarse físicamente hasta que no sea inevitable. Aunque lo hicieron al principio de la guerra y reconocieron después que fue un pacto amistoso, una ventana al futuro, una esperanza, lo cierto es que Robert y Marguerite se quisieron hasta el final de sus días, aunque con los años dejaran de estar enamorados. La niña Duras adoptará incluso el papel de madre cuando su marido vuelva de Auschwitz y no lo dejará nunca solo. La primera vez que se distanciaron en el terreno amoroso fue tras el aborto de su primer hijo. Lo que Marguerite creyó un parto, fue una tragedia. El niño nació muerto y no pudo verlo: las monjas no le dejaron, era un ángel que debían incinerar. Para Marguerite ser madre, dar vida con su cuerpo, era una obsesión, y la muerte de su primer hijo la dejará trastornada. A partir de entonces empieza entre ellos un ya irreversible desapego sexual y en el amor, pero seguirán conviviendo incluso cuando Marguerite se confiese a sí misma que está enamorada de Dionys Mascolo, el padre de su único hijo, Outa.
Su relación con Robert permite que haya otras personas, pero no al nivel en que Dionys se ha metido en su vida. Durante mucho tiempo Marguerite y Dionys se negarán a contárselo a Robert. Cuando este vuelve del campo de concentración, se sinceran con él, y empieza lo que bien podría ser un trío aburguesado. Marguerite y Robert conviven en la misma casa, incluso conviven los tres de forma natural, sabiendo cuál es el papel que les toca: pero por la noche cada uno a su cama. Aunque Robert intente marcharse para dejar a los amantes vivir su historia, Marguerite no le deja: no puede prescindir de ninguno de ellos. Robert sabe que lo que más desea Duras es un hijo, y que se lo ha pedido a Dionys y Dionys, aunque al principio vacila, se lo acaba dando. Los compañeros llegan a creer que el padre es Robert, puesto que la convivencia como matrimonio y amigo íntimo es la oficial. Conviven los tres de un modo peligroso en el que Marguerite es el centro, es la madre-amante-hermana-esposa de dos hombres que se adoran, y aunque parece que puede acabar muy mal, consiguen salvarse. Aun así, tras el nacimiento de Outa, Robert se marcha de casa amistosamente. A partir de entonces la vida de Marguerite cambiará: su cuerpo puede dar vida, una vida hermosa en forma de niño milagroso, de niño que la tiene maravillada, y al que se dedicará con devoción en todo momento, sin descuidar su literatura y su faceta más social, la de anfitriona de las cenas que organizan en casa.
Una vez publicada su primera novela, Marguerite no dejará de producir y de ser una experta en suscitar sentimientos opuestos con su arte. La reina de la controversia disfruta con sus admiradores y sus detractores, y no tiene problema alguno en hablar mal de quien no le agrada (la antipatía que sintió por Simone de Beauvoir fue recíproca). La vida de Marguerite es una fiesta: escribe, ama, cuida de su hijo, se apasiona con proyectos, publica, exige a todo el mundo, se siente el centro. Hace cine, teatro, escribe guiones, adapta películas; aunque en un principio todo tiene un poso de precariedad económica, acaba abriéndose paso a otras modalidades de cultura, pero dentro del conflicto, pues siempre será criticada por reinventar lo que ya funcionaba: todo lo que toca lo convierte en durasiano, y eso la satisface porque en lo durasiano no hay quien pueda ganarla. Se siente segura de lo que hace y no acepta críticas, no le sirve todo lo que no sean halagos, y se defiende. Esa agresividad apasionada no la abandonará nunca, la acompañará donde vaya, en el terreno que quiera.
Su vida, como decía, siempre está vinculada al hombre, pero no de una manera sumisa: Marguerite ama, desea, reclama. Y esa predisposición al amor va haciéndola virar hacia un lado o su opuesto. Gérard Jarlot, un escritor con dos novelas editadas, del que renegará en el futuro como hacía con sus libros publicados, romperá con todo y se adentrará en la vida de Marguerite de un modo brutal. Con Gérard, la niña Donnadieu vuelve a la agresividad, a la violencia, al miedo, al peligro. Se amaban, se envidiaban, se dominaban el uno al otro, incluso llegaron a pegarse. Marguerite siente que cuando se aman están en peligro, viven al límite de todo, incluso del alcoholismo. Escriben y se ayudan con las correcciones, creando durante algún tiempo un estilo similar; viven de un modo salvaje porque se exponen al salvajismo, y Duras quiere y no quiere, pero no puede abandonar esa relación. Con Gérard empieza lo que más adelante será un problema con la bebida, pero entonces todavía está a tiempo y la vida le sonríe. Aunque les cuesta, ponen fin a la relación después de haberse desgastado: Marguerite se libra de sí misma con la escritura, en la que va avanzando cada vez, con cada nueva etapa de su vida. No con precisión, pero utiliza todo lo que le pasa para escribir y por eso a menudo parece una exhibicionista. Le gusta tanto el mundo durasiano que acaba por confundir realidad y ficción, haciendo de su vida un escaparate. Es excesiva y le gusta que los demás crean que lo es, pero después de Gérard Jarlot hay un vacío que Marguerite solo colma con alcohol. Será el último hombre antes de que llegue el definitivo, antes de que Yann Andréa lo ocupe todo, hasta el final.
Escribe y escribe, pero ya no se siente funcional en lo personal. Se siente fea, incapaz de despertar el deseo, se sumerge de lleno en la bebida sin reconocer que tiene un grave problema. Se encierra y escribe y bebe y el mundo de ficción y realidad en el que tanto le gusta vivir se vuelve una ciénaga de la que no consigue salir, no avanza. Está sola, está borracha, pero está viva. Viva para la llegada del que será su último amor, que le propondrá un nuevo obstáculo del que no saldrá airosa: la realidad, por primera vez, se le rebela.
Marguerite Duras goza de un gran éxito, y entre la correspondencia de sus admiradores hay un hombre, Yann, que le escribe unas cartas que ella contesta sin mandar. El territorio literario está preparado, Marguerite siente que está escribiendo a un hombre: lo está creando para sí. Tienen oportunidad de conocerse y se conocen, se gustan: se pasan toda una noche encerrados en una habitación, a oscuras, hablando y hablando. Yann la admira, la admira de un modo que a Marguerite la salva de su propio olvido. Ese embeleso le devuelve a la realidad de la que provenía: una mujer que se tiene en gran estima y exige a los demás que la tengan en la misma. Pero algo no está previsto para la niña del deseo: Yann Andréa es homosexual. Adora a Marguerite, pero no la desea. No puede darle placer. Aun así, frente a ese amor que no pueden vivir, para el que la escritora no está preparada únicamente porque es una mujer, Yann será su último amor, el que permanecerá a su lado hasta el final. La incapacidad para tener un amor completo atormenta a Marguerite, que a menudo es cruel con Yann del mismo modo que lo era su hermano con ella, o su madre: ejerce un poder sobre él, que se siente bien en su sumisión. Yann no desea a las mujeres pero ella no es una mujer cualquiera: es Marguerite Duras. Aguanta los embistes, aguanta el alcoholismo, aguanta un coma que dura meses, aguanta el carácter excesivo, aguanta ir contra su propia naturaleza. Se abandona a Marguerite porque no ve otro modo de seguir adelante. Pero para entonces Duras es ya una mujer con problemas con la bebida, con cirrosis, con hospitales, con un descontrolado ego. Yann va y viene, desaparece incluso semanas, vuelve. Se queda. Estará con ella hasta el final, transcribiendo sus últimas frases en lo que para muchos fue un agonizar en directo, impúdico. Propio de la escritora, que está enamorada de sí misma, de su escritura, de Yann porque ella lo creó.
Marguerite Duras fue apasionada, excesiva. Desde la niña que hacía frente a la madre y al hermano, pasando por la convivencia con dos hombres de los que no quería prescindir, pasando por el alcohol y finalmente por el amor con un homosexual, Marguerite Duras era un ser extraordinario al que se amó y odió por igual. Y aun así, a pesar de ser un personaje a tiempo completo, a pesar de su tiranía, de todo lo que encierra lo durasiano, a pesar de todo, señorita Donnadieu, niña del deseo, ojos pintados, Marguerite, me gustaría que estuviera usted viva.
Interesante vida la de Duras. Buen artículo.
Excelente artículo! Me encantó conocer a esta gran escritora!