Fotografía: Alberto Gamazo
Deseo, transgresión, luz. Nabokov. Mantener una conversación con Lila Azam Zanganeh provoca auténtico vértigo intelectual. Esta escritora de padres iraníes nacida en París vive y trabaja en Nueva York compaginando la creación de sus obras literarias —El encantador fue la primera, un artefacto inclasificable sobre su relación con Nabokov— con colaboraciones en Le Monde, The Paris Review, The New York Times o La Repubblica. Entre muchos otros méritos, es la única mujer de la Nabokov Literary Foundation y forma parte del jurado del Man Booker Prize.
Ocupada entre múltiples viajes y la finalización de su segunda obra, una reescritura de El cantar de Roldán, aprovechamos su paso por Barcelona de vuelta de Mallorca, donde ha participado en las Converses Literàries a Formentor, para hablar con ella sobre literatura, escritura, lectura y Nabokov. Dice que ama la literatura tanto como le horroriza leer. Y es ahí donde empieza el juego.
¿Cómo han ido estos días en Mallorca?
Absolutamente maravillosos. Me ha sorprendido mucho tanto la buena organización del festival como el propio lugar, es de una belleza increíble. Siempre he tenido una relación especial con España, siento que en cierta manera estoy en casa. Me lo he pasado muy bien.
Diste una charla sobre El asno de oro (Lucio Apuleyo).
Me educaron en Francia, y allí siempre tienes que contestar preguntas explicando por qué, cómo… El tema era «Espíritus, fantasmas y almas errantes», así que me pregunté cuál era el porqué de este tema y cuál era el conector. Me di cuenta de que quizá era una pregunta relacionada con el deseo, porque uno de los motivos por los que estas almas errantes regresarían era el deseo de seguir viviendo, de seguir con algo inacabado. Así que pensé que la conexión entre El asno de oro y esa cuestión era una noción de transgresión. Y para mí, como es natural, todo está conectado con la obra que estoy acabando ahora, es el eslabón que Apuleyo coloca entre las transgresiones como medio para iniciar una narrativa: quiere convertirse en un búho y para ello se aplica un ungüento, pero se equivoca de ungüento y acaba convertido en asno.
Uno de los principios de estas religiones de la antigua Roma era que no deberías inmiscuirte en lo invisible. Así que la primera transgresión es que Lucio está muy interesado en convertirse en mago y practicar la magia. Aunque más que mago es un hechicero. La segunda transgresión es que realiza el ritual incorrecto. Y eso hace que arranque la historia.
Gran parte de la narración es sobre el deseo, y el deseo siempre es una transgresión, es una pregunta sin respuesta, se trata de ir en contra de algo. Y naturalmente en la narración hay historias de fantasmas propiamente dichas. Para resumirlo, la historia trata de Lucio buscando a la diosa Isis, pero para poder encontrarla tiene que realizar estas transgresiones, toparse con unos fantasmas, conocer a muchos hombres y mujeres adúlteros y finalmente conseguir la elevación espiritual. Para mí ha sido una buena oportunidad de releer el texto con esa lente. Y naturalmente gran parte de la gracia está conectada a esos dos temas. Va mucho más allá de las Converses; lo que siempre me ha interesado más de la literatura es la conexión entre la transgresión y el deseo. Y la literatura es una forma de deseo, el deseo por la literatura y el deseo que crea la literatura.
Aunque hablaste de una obra de Lucio Apuleyo, la mayoría de la gente relaciona tu nombre con el de un escritor ruso. ¿Por qué Nabokov?
Mi conclusión es que mi experiencia en ese sentido es como enamorarse. Es una cuestión de su incandescencia o fosforescencia, es algo que te ilumina tan profundamente que realmente no hay un porqué. Fue simplemente un sentimiento de intenso reconocimiento en su inglés. Evidentemente, hay ciertos accidentes biográficos en los que encuentro similitudes: el exilio, los varios idiomas, el escribir en inglés… quizá al principio lo que sentí en su obra fue sobre todo el exilio, su pasado —que me recordaba mucho al de mi madre—, y su nostalgia dos veces eliminada. Y es en esas frases donde en cierta manera reinventa la lengua inglesa donde me sentí como en casa. Primero fue un sentimiento de reconocimiento, de incandescencia, como una forma de infatuación, y entonces me interesó porque Nabokov creía que el arte solo nos podía enseñar a observar mejor el mundo, que no te iba a enseñar ningún mensaje o algo de historia. No lees Ana Karenina para aprender sobre el adulterio. Algunas de las preguntas que les hizo a sus estudiantes cuando hablaron de Ana Karenina trataban de los estampados de las cortinas. Y eso es lo que el arte te hace hacer: observar mejor el mundo. Para mí el libro iba sobre por qué son importantes la belleza, la imaginación y la literatura. Y en estos tiempos es una cuestión importante, así que al principio mi libro tenía un enfoque muy reducido, no era más que un recuerdo de mi propia aventura como lectora, pero luego se convirtió también en un recuerdo de mi aventura en el arte con el que más me identifico, que es precisamente el arte que no tiene nada que enseñarnos más que a ser mejores observadores del mundo. Además, siempre me han interesado la estética y la belleza intrínseca de los patrones. Nabokov también traza una línea que va de la belleza a la trascendencia. Sobre todo, cree en la imaginación. No hay nada más real que la imaginación. Es una característica particular de la experiencia humana, y a fin de cuentas mi libro también se convirtió en un panfleto en defensa de la literatura y la ficción.
¿Fue tu amor por la literatura lo que te llevó a él o sucedió al revés?
No, llegué a Nabokov por mi amor a la literatura. Siempre me han encantado las historias. Crecí como hija única, era muy tímida, durante mucho tiempo tuve muy pocos amigos, y la imaginación ocupa todo el espacio, especialmente cuando eres hijo de inmigrantes. Francia era un país muy homogéneo, principalmente las escuelas públicas a las que fui. Casi todos eran franceses. El ideal de la República francesa es la completa integración en el modelo francés. Encontrarte con eso siendo un forastero es una experiencia extraña, porque eres muy consciente de ser forastero y de ser el empollón y el primero de la clase. Eso no mola. Yo no vestía como el resto, no hablaba con nadie, mis padres hablaban y eran distintos… así que la imaginación y los libros tuvieron una gran importancia. Siempre he leído muy despacio, nunca fui la niña que se lee quinientos libros. Quizá solo me leía un libro, pero leía cinco veces cada frase. Y con las películas lo mismo, veía quince veces cada película. No solo porque no tuviera nada mejor que hacer, sino también porque es una experiencia fantástica, y entras en el universo de esa película como si lo hicieras físicamente. Como un Regreso al futuro; cada película era como viajar atrás o adelante en el tiempo, al mundo particular de la película —igual que con el mundo de la novela—, y yo estaba allí como una niña que continúa la historia, y por las noches me iba a dormir imaginándome en ese libro o película y viviendo esas aventuras con los personajes. Esos personajes eran más reales y más amigos míos que la gente del colegio. Era extremadamente tímida.
El hecho de que superara esa timidez es un misterio hasta para mí. Nabokov cayó en mis manos de adolescente. Mi madre me leía algunos pasajes de Habla, memoria y yo me sentía muy identificada. Y empezó casi como una broma, porque ella se estaba leyendo Ada o el ardor y en la portada estaba esta chica morena, muy joven y desnuda, y escrito en rosa fluorescente ponía «Ada». Le pregunté a mi madre qué leía, y me dijo que eso aún no era adecuado para mí. Evidentemente, al día siguiente ya estaba leyéndolo. Como dice Ada, todos los niños brillantes son unos depravados, y yo buscaba todo lo depravado. Inconscientemente, mi madre me arrastró hacia él al decirme que no estaba hecho para mí. Además, sentí que moralmente estaba muy cerca de mí. No sé por qué. Aunque yo venía de un contexto distinto, de un mundo distinto, en cierta manera con valores de siglos pasados… nunca sentí ningún tipo de relación moral con el mundo, la literatura o las artes. La cualidad amoral de Nabokov estaba muy cerca de mi mundo espiritual.
¿Fueron tus estudios en Filosofía y Literatura en la École Normale Supérieure en París los que te dieron esta habilidad analítica para la lectura (o digamos tu manera obsesiva de leer) o fue algo natural?
Creo que uno debe tener cierta inclinación. Le debo mucho a mi madre, que me mostró todo el mundo con una inmensa pasión y amor por la belleza, así como una inmensa generosidad. Nabokov tiene la más bonita definición de gozo estético que he oído, en el epílogo de Lolita: «Arte (ternura, bondad, curiosidad, éxtasis)». Mi madre inventó mi educación, y los principales elementos que utilizó fueron esos: ternura, bondad, curiosidad y éxtasis. Podías darle cualquier cosa y lo apreciaría. Acabábamos en los sitios más extraños del mundo, a veces lugares poco atractivos porque no había adónde ir —aunque sobre todo íbamos a Italia porque está cerca de donde crecí— y ella señalaba un ángulo de la ventana donde se veían dos árboles, y lo encontraba hermoso. Así es como empezó la experiencia analítica, fue para tener esa capacidad de estar sorprendida, pasmada y agradecida. Y mi madre es también una optimista retrospectiva. Pase lo que pase ella acaba diciendo que quizás sea algo bueno. Mucha gente lo dice, pero es que ella realmente lo cree.
Se combinaba todo esto: la capacidad para el optimismo, la capacidad para la curiosidad y el éxtasis, la capacidad para la gratitud y la apreciación estética. Eran completamente inseparables. Y yo heredé todo eso. Tuve mucha suerte, porque crecí en París. Cuando llegamos me llevó ante el Lycée Henri IV, que es el mejor colegio público de Francia, y me dijo: «Este es el colegio al que van los niños franceses realmente inteligentes». Durante unos años fui a una pequeña escuela cerca de casa, pero finalmente rellené la solicitud y entré en ese colegio; y ese fue uno de los mejores días de su vida. En ese colegio conocí a niños de toda Francia, de todos los ambientes sociales. Aunque la meritocracia es siempre un ideal y hay muchos condicionantes sociales, mi mejor amigo en el Henri IV venía de un mundo totalmente distinto. Yo era también una forastera, y todos nos unimos. Pero eran forasteros excepcionales. Venían de unas partes de Francia que yo, como inmigrante, no conocía, como Bretaña o Perpiñán. Así que en los veranos íbamos a lugares extraños y preciosos. Y no solo era eso, sino también su ambiente socio-intelectual, su manera de ser franceses era muy distinta a la mía, usaban expresiones que yo nunca había oído… Y esos niños llevaban consigo una gran inteligencia y cultura, eran mucho más cultos que yo.
Nuestra gran suerte no fue estudiar en el Henri IV, sino conocernos. Estar en compañía de esos niños me cambió la vida. Sentía que eran mi familia. Y no solo ellos, me da la sensación de que cualquier persona inteligente, generosa y amable que conozco forma parte de mi familia elegida. Y por eso la literatura empezó con las habilidades de mi madre, pero siguió con mi familia recreada. Y uno de los milagros que me han pasado con este libro, El encantador, es que me ha permitido conocer a gente extraordinaria, como la que conocí en el colegio. Y no se trata del entorno socioeconómico, al final no es más que su inteligencia.
¿Cuándo y por qué decides marcharte de París?
No decidí marcharme de París, sucedió cuando entré en la École Normale Supérieure. Normalmente la primera o segunda vez que intentas entrar no lo consigues. La primera vez no lo conseguí por medio punto, pero el segundo año entré. Nunca había pensado que podría hacerlo. Mi padre, que fue un atleta toda su vida, me dijo que era como una maratón, que intentara llegar al final, pero que la foto-finish está muy disputada, probablemente no lo iba a conseguir. Así que nunca creí tener posibilidades, pero al final me aceptaron, y resulta que tenían unos programas de intercambio con las mejores universidades del mundo, y me mandaron a Harvard. Mi intención no era quedarme en Estados Unidos y dejar Francia. Harvard era un lugar muy interesante, los estudiantes eran brillantes y era justo lo contrario de lo que todo el mundo piensa: no son pretenciosos ni arrogantes. Están sobre todo sorprendidos y asustados de encontrarse allí, y son chavales, pero chavales con mucho talento. Tras dos años allí me di cuenta de que amaba la literatura, pero no quería ser una académica. Me habría costado mucho adaptarme a las necesarias repeticiones de la vida académica. Soy muy caótica y desorganizada, y me di cuenta de que forzar el orden era muy difícil. ¿Qué podía hacer? Si volvía a Francia tendría que ser profesora.
En ese momento uno de mis estudiantes se convirtió en un gran amigo. Estaba en la facultad de Derecho de Harvard, y antes había estado en la Universidad de Columbia en Nueva York, y me dijo que quizá debería intentarlo en el programa que allí tenían. Era una especie de programa de ciencias políticas y comunicación en medios. Así que fui a Nueva York y completé el programa, y eso me cambió la vida. No por las ciencias políticas y la comunicación, sino porque participé en un seminario con Judith Crist. Era no ficción, era como una clase de pintura. Te pedía que escribieras una cara o un edificio. Era la profesora más dura de Columbia, aterrorizaba a los estudiantes, pero yo venía de un sistema escolar muy duro, donde en todo momento me decían que era tonta, como en un colegio militar. Ella llevaba más de cuarenta años enseñando en Columbia, tenía ochenta años. Elegía a sus estudiantes. Yo no me sentía segura porque el inglés era mi cuarta lengua, así que nunca la dominaré del todo, pero a final de curso me dijo que me iba a poner un sobresaliente, y era la primera vez en los cuarenta años que llevaba enseñando que lo ponía. Aún no sé por qué me lo puso, pero lo que me dijo me cambió la vida. Me dijo que debía hacerme escritora. Ella sabía que yo no quería ser periodista y que quería escribir libros. Y dijo que tenía que hacerlo y que lo acabaría haciendo.
Después de eso tenía que quedarme. Quizá fue también por algo que pasaba con los inmigrantes en Francia, porque cuando yo estaba allí para conseguir un trabajo en el ámbito de la cultura tenías que conocer a mucha gente, tu tío tenía que ser ministro, un pariente tenía que ser director de algo… y pensé que yo no tenía ninguna oportunidad. Mis padres solo se juntaban con iraníes: pintores en el exilio, arquitectos, filósofos… todos eran gente extraordinaria, pero ninguno tenía un trabajo de verdad, vivíamos de manera muy extraña. Una de las razones por las que no volví fue porque pensé que en Nueva York tendría más oportunidades de encontrar un trabajo, y así fue. Además, en esa época Le Monde se quedó sin presupuesto para mandar corresponsales de cultura a Nueva York, y resulta que yo estaba viviendo allí. Y entonces mi colegio, la École Normale, me ayudó. Llamé al periódico y pregunté si podía trabajar para ellos. Pensaba que me iban a colgar el teléfono, pero me preguntaron qué había hecho, y les dije que era una normalienne. Ahí es donde la meritocracia ayuda. No me colgaron simplemente porque había estudiado en el sistema educativo público. Y así empecé a trabajar para ellos, fue una feliz coincidencia. Me di cuenta de que si quería trabajar para los franceses era mejor si estaba lejos, porque me necesitaban por razones estratégicas, pese a no ser hija o sobrina de nadie.
En Nueva York tu condición de extranjera cambió.
De pequeña en todo momento notaba que era extranjera, mis padres y yo hablábamos persa… incluso hoy si hablas persa en un cine la gente te mira. Alguien me miraba extrañado al oírme, pero entonces yo pasaba a un francés perfecto y se sorprendía mucho. Quería que entendieran que se puede ser completamente francés y otra cosa al mismo tiempo. Todos teníamos estas identidades múltiples, culturales, sexuales o lo que fuera. Nueva York fue la primera ciudad del mundo donde no sentía que era extranjera. Una de las cosas que más me gusta hacer en Nueva York es viajar en metro, porque cada vagón es como la ONU. Miras a tu alrededor y tienes representado a todo el mundo. Todos hablan un idioma distinto, con distintos acentos… si vives allí eres neoyorquino, no les importa el porqué y el cómo.
¿Con Trump todo eso cambiará?
Lamentablemente sí, al menos en parte. No sé qué pasará en noviembre [N. del R.: La entrevista tuvo lugar antes de la victoria de Trump], pero su discurso es peligroso. Cuando me instalé en Estados Unidos y empecé a tener amigos de todo el mundo y de diferentes etnias odiaba la palabra «raza», porque crecí en Europa y consideramos que solo existe una raza, la humana, pero en Estados Unidos dicen «raza» cuando quieren decir «etnia», y ves que en las escuelas los de Oriente Próximo se juntan, los hispanos también… y eso no me gusta. Trabé una buena amistad con un afroamericano y acostumbrábamos a quedar con otro amigo más en restaurantes de Nueva York. Y si él llegaba el primero acostumbraba a esperarnos fuera. Le pregunté por qué lo hacía, y me dijo que si entraba él solo no le darían mesa, que ya le había pasado dos veces. Así que lo que Obama explica en sus memorias aún es cierto ahora. Los taxis no recogerán a un joven negro. El racismo es endémico. El miedo al otro es algo compartido por la mayoría del planeta, desgraciadamente, y estas cosas pasan incluso en Nueva York. Y lo que hace que la gente como Trump sea extremadamente peligrosa es que ese discurso empieza a desinhibirse, la gente empieza a decir en voz alta lo que antes se callaban. Algunos extranjeros de Nueva York empiezan a notar que lo son, como por ejemplo los mexicanos o los musulmanes. Y eso es terrible. Por naturaleza soy curiosa, me gusta hablar con todo tipo de gente, y recuerdo ver a una mujer en una tienda a la que identifiqué como iraní, aunque ella no se dio cuenta de que yo también lo era. Llevaba una placa con su nombre, «Ziba», que en persa quiere decir «hermosa». Le pregunté de dónde era, y me dijo que era medio americana… y entonces dudó. Fue consciente de que era iraní y judía. Eso es el inicio de la fractura, las fisuras.
Pero con El encantador diste un paso a un lado de tu origen familiar. Muchos editores te presionaron para que escribieras sobre tu herencia iraní, para mostrar las similitudes con la vida de Nabokov. Pero esa no era tu intención.
Claro que no, y en todo el libro solo hay una página en la que hablo de eso, y entre líneas. En Estados Unidos todavía hay, naturalmente, una fuerte identidad cultural, y si te limitas a una de esas identidades puedes escribir libros que comercialmente serán más viables. Aunque, como todas las fórmulas, tiene sus límites. Pero yo no quería hacer eso, no quería venderme. Sabía que iba a ser mucho más complicado, pero no había estudiado en ese sistema educativo público que adoro y que define en quién me he convertido ni había trabajado tan duro para después venderme como una iraní en el Nueva York pos-11S. Había empezado trabajando como periodista cultural tras el 11S, así que tenía tomada la temperatura de la ciudad. Reflexioné mucho sobre el tema. De hecho, pensé tanto que tuve un episodio muy serio de vértigos. Fue curioso, porque era casi como si mi cuerpo estuviera transcribiendo lo que estaba viviendo, y cuando me planteé si debía tomar una dirección u otra, vi claramente la respuesta: «Opta por escribir sobre la imaginación, sobre las cosas que te importan, sobre la belleza…». Iba a ser mucho más difícil, iba a ganar mucho menos dinero e iba a llegar a un público mucho más reducido, pero es lo que me apetecía hacer. Ser iraní es tan solo un accidente del destino que acepto y del que he aprendido mucho, es parte de mi alma y mi corazón, pero mi mente y mi espíritu son también el resultado de la combinación y el conflicto entre mundos distintos. ¿Por qué debería definirme por solo uno de ellos cuando lo cierto es que mi imaginación está hecha de todos los libros que he leído, todo lo que he estudiado y visto y toda la gente que he conocido en mi vida? Algunos de ellos son iraníes, pero muchos no.
Relacionado con esto, en alguna ocasión has dicho: «¿Por qué debería escribir sobre mí cuando lo mejor que tengo es mi imaginación?».
¡Es verdad!
Afirmas haber leído a Nabokov de forma obsesiva, revisando cada frase al detalle. ¿Hizo esta lectura exhaustiva que se rompiera la ilusión de la historia, tu sentimiento de ser transportada a un mundo ficticio?
Entiendo perfectamente que a alguien le pueda pasar, pero para mí es justamente lo contrario. Cuando más profundamente leo una frase más profundamente puedo imaginar ese mundo de ficción y más real me parece. Esto lo hago incluso con los periódicos y artículos varios con los que me obsesiono. Empiezo a releer las frases. Y lo hago porque sé que es una manera de tocar con tus dedos la realidad que pueden ofrecerte las palabras. Cuanto más lento leo más impregno mi ser, mi corazón y mi alma con la verdad de esa ficción. Hasta tal punto que esta maravillosa alquimia se convierte en parte de ti. Tras leer a Nabokov no puedo ver Estados Unidos de la misma manera, porque ahora su forma de verlo —en Lolita, por ejemplo— va a estar siempre integrada en mi propia mirada, en mis circuitos cerebrales. Es algo que Nabokov ya explicó en su libro de Gógol. Es un ensayo maravilloso, y dice que Gógol fue el primer escritor que vio árboles azules y cielos verdes. Cambió la manera en que vemos San Petersburgo. Y creo que eso es tan cierto sobre el proceso de lectura y sobre la literatura que cuando lees despacio te empapas de esas imágenes y esos colores, y la siguiente ocasión en que ves San Petersburgo o una autopista de California empiezas a ver espejismos superpuestos, los colores honestos de los surtidores de gasolina, que evocan a Edward Hopper, como en Lolita. Siempre está este palimpsesto de cosas, por lo que ahora es imposible observar una gasolinera y no verla a través de varias lentes que la hacen más real, con más texturas y más bonita.
Entonces no compartes la idea de algunos críticos, que dicen que han perdido la ilusión de la lectura porque ya solo ven palabras y no mundos.
No sé qué tipo de trabajo hacen, pero entiendo lo que dicen. Como me dijo un amigo en una ocasión, pasado un cierto punto, si deconstruyes demasiado un texto no puedes volverlo a construir, pierdes el contacto con su significado. Una parte de nosotros necesita mantener esa noción de misterio, de algo que no está completamente definido. Y es el caso de la literatura. Depende de qué forma trabajes el texto. Nunca me interesó hiperanalizar el texto o diseccionarlo hasta la última palabra. El tipo de trabajo mental que hago está más conectado al placer que al análisis. Realmente lo hago porque quiero ver mejor, ver los colores, sentir esas texturas. De repente ese mundo es más suntuoso.
Hablando de leer, cuando empecé El encantador y leí las primeras palabras («Siempre me han horrorizado la lectura y los libros») confieso que pensé: «Vaya, prepárate para enfrentarte a un narrador poco fiable». Pero entonces entendí que no estabas mintiendo, que era una referencia a Claude Lévi-Strauss en Tristes trópicos («Odio viajar y a los exploradores»).
Ese inicio de Lévi-Strauss es una de mis frases preferidas de toda la literatura. En mi caso es completamente paradójico, pero porque pongo tanta atención en las palabras que a veces es bastante doloroso, requiere una gran concentración para sacarte de ti mismo y estar ahí. Necesitas estar a la vez dentro y fuera de ti para adoptar otra voz y visión, para reimaginarlo. Es como construir una pequeña ciudad en tu cabeza. En la literatura, cuando encuentro una gran descripción sobre arquitectura suele cansarme físicamente porque no soy muy buena con el espacio y la orientación, así que cuando veo todas esas palabras intento ponerlas juntas, pero se resisten y sé que tendré que ir más allá, realizar un esfuerzo adicional. Ese acto preciso de reimaginar es un verdadero esfuerzo físico. Y, de hecho, a veces es doloroso. Hay un precio que pagar, existe un espacio liminal donde vas a tener que luchar para pisar ese mundo, pero una vez estás ahí es extraordinario. Las primeras sesenta páginas de Ada son imposibles. Son incomprensibles, muy confusas, tienen algo de oscuro, pero tienes que pasar a través de ellas para llegar a la parte de «puro gozo» del libro.
Horroriza confrontar tu imaginación con la de Nabokov.
Sí, y tu imaginación crece. Es exactamente la definición de metamorfosis: cuando una mariposa está metamorfoseándose, cuando es una crisálida, algunos órganos se mantienen en su interior, pero el resto se vuelve líquido y se recompone. Leer es también una metamorfosis en ese sentido: parte de tu imaginación permanece, pero tienes que estar preparado para las obras que realmente pueden cambiarte, tienes que estar preparado para metamorfosearte. Y cualquiera que diga que una metamorfosis no es dolorosa, o bien no ha pasado nunca por una o no es consciente de lo que implica. Cualquier gran obra de arte transformará tu imaginación y la hará más fuerte, más amplia. Cambiará tus colores, pero es físicamente agotador. Por eso hay terror, pero es un camino hacia la belleza y la transformación.
Y la felicidad, porque dices que «la felicidad es la consciencia que capturamos a través de las palabras». ¿Por qué consideras a Nabokov el escritor de la felicidad?
Lo creo tanto que en cierto modo era una premisa para el libro. Lo que intento explicar en el prólogo es que todo el mundo dice que Nabokov es el escritor de la enfermedad sexual, pero yo no lo creo. Él era consciente de que la literatura es transgresión. En esencia, el deseo es literalmente transgresivo; trata de crecer más allá de ti, por lo que estás transgrediendo los límites de tu ser. Pero también estás transgrediendo los límites que la sociedad impone entre los seres y las cosas. Lo que me interesó al principio era qué podías hacer en ese sentido durante el siglo xx, donde todo estaba permitido. Así que él encuentra dos temas, la pedofilia y el incesto, que todavía están prohibidos. Pero eso es solo el principio de la aventura. Dice que Lolita no arrastra ninguna moral, y creo que tiene razón. Lo que intentaba decir sobre Apuleyo en Formentor es que la transgresión del deseo es en realidad el inicio de la aventura, y esa aventura es la literatura. Una vez estás ahí, estás en su mundo. Lo que más me afectó del mundo de Nabokov era que se trataba de un gran escritor de la felicidad debido a su forma de observar las cosas en torno a él. He visto muy pocos escritores que hayan observado el mundo con esa sensibilidad a la luz. La Odisea es mi obra favorita, y cada página de ella está infundida con luz. El brillante cuerpo de Calipso, la ninfa que abduce a Ulises; tienes a la destellante Palas Atenea… si revisas la Odisea es verdaderamente sorprendente cuántas expresiones de luz hay ahí: brillante, destellante, reluciente…
El otro escritor al que he leído que tiene tanta luz como Homero es Nabokov. Cada página está infundida de luz. Y, en general, cada línea trata sobre observar el mundo como si se desplegara delante de nosotros. Y al final nuestra única posibilidad de felicidad está en observar cada instante, tomándolo y siendo sorprendidos por él. Y sentir esa sensación de éxtasis que la belleza puede ofrecer. Eso es lo que vi en Nabokov y eso es lo que buscaba transmitir. Fui muy afortunada de poder hablar por teléfono con John Updike pocos años antes de que muriera. Fingí que le estaba entrevistando para Le Monde, pero en realidad hablamos sobre Nabokov porque Updike admiraba a Nabokov. Él odiaba Ada, pero es que es demasiado americano para gustarle Ada. También creía que Nabokov era un escritor de la felicidad, y tenía una frase preciosa que puse en mi libro: «Nabokov escribe prosa de la única forma que debe ser escrita, que es extáticamente». En un artículo de The New Yorker habla sobre Glory. Tituló el artículo «El crujido de la felicidad», un título que también empleo en uno de mis capítulos. Así que ya ves, escribir prosa extáticamente, sentir el crujido de la felicidad en las palabras y ser el observador de la luz y dejarla que prenda tus sentidos, todo eso es para mí la esencia de Nabokov. Y si eso no es felicidad entonces no sé qué puede ser la felicidad.
Si alguien descubre a Nabokov con El encantador, ¿qué imagen crees que tendrá del escritor?
Una imagen muy realista. He tenido que pelearme con muchas personas a lo largo de los años porque le llamaban «viejo obsceno» y cosas así. Él sin duda tenía un ojo para la belleza. Estoy segura de que cuando daba clases en Cornell miraba a las chicas. Conoció a Irina Guadanini cuando ella tenía unos veinte años y él estaba aún en Europa. Realmente se enamoró de ella y si le atraparon fue porque alguien envió una carta a Vera. Y Vera dijo «si te has enamorado de ella, deberías irte». Yo creo que él sí que estaba enamorado de Irina, pero decidió no marcharse porque también amaba a Vera. El corazón, como sabemos, es embustero y complicado. Así que se quedó. Estoy absolutamente segura de que no volvió a engañarla otra vez. Y por supuesto no creo que nunca tocara a niñas, sobre semejantes cosas tan ridículas no pienso hablar. Él nunca tuvo ningún romance con niñas, y tampoco fue ningún pedófilo en ese sentido. Uno de sus alumnos de Cornell, Alfred Appel, que también fue su mejor crítico, dijo que recordaba comer mantequilla en un refugio de montaña con Nabokov cuando tenía unos setenta años, y que le encantaba el sabor de la mantequilla. Y entonces una preciosa camarera apareció y él se la quedó mirando en éxtasis, y su estudiante dijo «Tiene la mirada d’un vieillard encore vert [de un viejo aún verde]». Empleando el francés, se convirtió en una dulce forma poética de decirlo. ¿Tenía entonces un ojo para la belleza? Por supuesto, y además creo que sería un retrato realista porque los lectores lo verían como un ser extremadamente tierno que amó a su mujer durante toda su vida. Ves retratos de ellos a los sesenta años y parecen adolescentes enamorados, se adoraban el uno al otro. Era un matrimonio poco usual, como lo son la mayoría de los matrimonios. También fue un matrimonio feliz.
Y luego él también fue un hombre complicado de su generación, era un misógino, dijo que no le gustaban las mujeres como colaboradoras o escritoras, pero eso demostraba que también era un mentiroso, como la mayoría de escritores. Tenía dos traductoras y le gustaba Jane Austen. Tal y como explico en el libro, su obsesión hacia el cuerpo adolescente es de hecho su obsesión con sus primeras experiencias sensuales en el bosque de San Petersburgo y la explosión de consciencia que le proporcionaron. Y la increíble emoción, el placer, la asombrosa transformación que esa experiencia le dio es algo que quedó en él para siempre. Y dado que perdió a su primer amor y a su país a la vez, y después a su padre y su lenguaje, casi todo al mismo tiempo, todo se convirtió en ese acontecimiento mítico: algo se había perdido irremediablemente, pero también correspondió con una explosión de consciencia. Y eso es lo que persiguió toda su vida. Estaba obsesionado con el cuerpo adolescente, claro, pero no porque quisiera tener sexo con él, sino porque quería recobrar un paraíso perdido. Esa es una de las cosas que me interesaron en El encantador. No estoy segura de haberlo citado, pero en Lolita dice que «Los poetas nunca matan». Los artistas y criminales pueden ser muy parecidos, solo los separa una línea muy fina, pero ahí está la diferencia. Puede que tengamos las mismas fantasías, pero no las llevamos a la práctica. Así que sí, creo que es un retrato realista de Nabokov.
¿Cómo podemos definir El encantador? ¿Es acertada la definición que empleó uno de tus amigos al llamarlo «ULO – Unidentified Literary Object»? [OLNI – Objeto Literario No Identificado]
Totalmente, creo que esa es la definición perfecta. En realidad, no pertenece a ningún género. Es una combinación de prosa, ficción, no ficción, además de que algunas de las cosas que digo sobre mí son mentira. Me gusta ponerme esa máscara. Creo que es fascinante avanzar con una máscara de todas las maneras posibles. No me gusta la cultura contemporánea que consiste en exponerlo todo sobre uno mismo.
¿Puede que sea una expresión de tu forma de vida caótica?
Sí, en parte. Hay digresiones. El propio libro está compuesto por quince ideas que en realidad son quince digresiones sobre Nabokov.
Y hay mucho de Alicia.
Le encantaba Alicia en el país de las maravillas. El primer libro que tradujo al ruso fue Alice in Wonderland, que él llamó Анья в стране чудес, «Anya en la tierra de las maravillas». Y llamó a la protagonista Anya por razones fonéticas. Estaba obsesionado con Alicia, y Lolita está llena de Alicia. Siempre me ha encantado Alicia. Es un trabajo que tengo muy cerca de mi corazón, y pienso en él a menudo. Por ejemplo, siempre llego tarde, así que me siento como el conejo que siempre llega tarde y mira su reloj. Es maravilloso cuando hay una llave secreta para una aparente falta de orden, y hay una llave para ese libro, que en esencia es la suma de todos los rastros de luz. Es un desorden ordenado, si se quiere.
Y lógicamente hay mucho amor por Nabokov en El encantador. Como tú dices, «un romance de larga distancia».
Sí, exacto. Es un romance con su lenguaje, con su universo. Lo que intentaba decir en el libro se refiere a cierta clase de metamorfosis: el mundo de Nabokov me cambió, completamente. Cambió mi inglés, me convirtió en una escritora… Pero fue una osadía hacerlo, fue audaz, porque sabía que uno de los escritores a los que más admiraba de hecho miraba por encima del hombro a las mujeres como intelectuales y artistas.
¿Hubiera sido distinto sin esa distancia? ¿Hubiera desaparecido el amor?
Puede ser, no lo sé. Me he encontrado con él muchas veces en mis sueños, eso sí. Y entonces conocí a Dimitri, que es muy parecido a su padre, y acabamos haciéndonos amigos y, aunque odiaba a la mayoría de los nabokovianos, para mi sorpresa le gustó mucho mi libro y acabó ayudándome. Más tarde me pidió que formara parte del consejo de la Nabokov Literary Foundation, lo que es un gran honor. Soy la única mujer en ese consejo, lo que me hace reír.
¿Qué podemos saber sobre tu próximo libro?
Lo estoy acabando ahora. Está conectado con lo que te explicaba al principio, sobre El asno de oro y Las metamorfosis. Es una reescritura de El cantar de Roldán. Trata sobre el hecho de que con la primera forma de transgresión empezó la literatura. Abordar un texto medieval y decidir que lo vas a reescribir es algo aterrador y transgresivo en sí mismo. Es un deseo hacia la literatura y un enorme deseo hacia el mundo que el propio mundo nunca puede satisfacer del todo. Ese deseo es el que se convierte en literatura. Si amas la literatura, lees y ves que todos esos trabajos están interconectados. Un escritor siempre está reescribiendo a otro escritor. Shakespeare reescribió en ocasiones a Ovidio… y en los relatos medievales, Ariosto reescribió El cantar de Roldán, Virginia Woolf hace referencia al Orlando furioso, y creo que al Roldán también. La idea inicial era mostrar y completar la genealogía de la metamorfosis en la literatura. Y entonces me di cuenta de que la pregunta que más me interesaba cuando empecé a escribir era una pregunta que aparece en la última película de John Cassavetes, Love Streams [Corrientes de amor], una película muy sombría, donde en una escena Gena Rowlands va al psiquiatra y dice: «Is love a continuous stream?» [«¿Es el amor una corriente continua?»], y, por supuesto, no hay respuesta. Creo que al principio esa era mi primera pregunta. Ese es el motivo por el que quería el máximo espacio-tiempo. Y entonces comprendí que había una conexión entre amor y literatura, como diría Deleuze, todo arte es una forma de repetición y diferencia.
Y lo mismo es cierto sobre la literatura, reescribes preciosas historias medievales, que son contadas oralmente una y otra vez, por lo que siempre tenían esa repetición y diferencia. Lo mismo es cierto con el amor: el amor es una historia contada a menudo que siempre es la misma y a la vez siempre es distinta. Ese fue el lienzo con el que empezar. Y a medida que iba creando la obra la fui construyendo en siete colores distintos y es una historia del amor como forma de posesión. Trata sobre cómo esa posesión es una de las pocas posibilidades de metamorfosis que existen. Y no hay tantas otras. Es muy difícil metamorfosearnos siendo adultos. La belleza es una forma, el amor otra y tal vez la experiencia de trascendencia. Pero no hay muchas más. Y si lees literatura sobre psicoanálisis te dirán en muchas obras que la personalidad adulta está tan formada que en realidad solo hay unos pocos momentos en la vida durante los que podemos metamorfosearnos. Creo que la sensación de posesión en el amor es uno de ellos. El libro trata íntegramente sobre metamorfosis: la metamorfosis de la literatura, la metamorfosis del amante y también la metamorfosis de los personajes.
En algunas de tus conferencias dices que leer nos convierte en mejore amantes. ¿Puede alguien que no esté acostumbrado a leer comprender eso, o tu mensaje va dirigido exclusivamente a los que disfrutan de la lectura?
Pusieron ese título a una conferencia que di, pero en realidad mi charla no tenía ningún título. De hecho, se llamaba «Primer amor» y trataba sobre Turguénev. Creo que lo dije en algún momento —aunque, para ser sincera, no recuerdo a la perfección lo que dije—, pero sé que lo que quería decir era que leer no es únicamente una actividad solipsista, te hace ver el mundo de otra manera. Y el mundo se refleja sobre ti de forma distinta y te conviertes en el cocreador de «realidad». Cuando miramos el mundo lo recreamos a través de lo que hemos leído y a su vez el texto se ve canalizado hacia una experiencia distinta de vida. Nos hace ser mejores observadores, y estoy bastante segura de que lo que dije en la charla no tenía connotaciones sexuales, se trataba de convertirse en amantes de la vida, significaba que leer nos hace apreciar y ver mucho mejor las cosas y ser sorprendidos. En la poesía persa siempre encuentras las figuras del amante y el amado, pero el verdadero vencedor nunca es el amado, es siempre el amante. El amante es aquel que se transforma. Y para ser el más generoso de los amantes, el más imaginativo, el más poderoso, tienes que tener una inmensa capacidad de observación. Podemos amar porque observamos mejor, porque tenemos un mejor sentido de la empatía, un mayor sentido de conexión, porque vemos las pequeñas maravillas o los detalles que no veríamos de otra manera. Y esa capacidad para refinar nuestra visión es realmente el mayor obsequio del arte. Es algo que aprendí de Nabokov y que llevo conmigo en mis nuevos viajes.
Durante tu entrevista a Orhan Pamuk, él dijo: «Mi regla de oro para escribir una novela es identificarme con todos los personajes. Identificarme con el más sombrío de mis personajes es en esencia lo que hace a una novela ser poderosa. El ejemplo más claro es seguramente Dostoyevski». Existe cierta controversia con distintas investigaciones en cognición que relacionan la lectura de ficción con la empatía. ¿Estás de acuerdo con esa relación? ¿Crees que leer nos puede hacer más empáticos?
Si no tienes ningún interés en los libros, o en la imaginación, no creo que leer produzca esa reacción alquímica, aunque no creo que esa alquimia esté estrictamente contenida en la llamada alta literatura. Iba sentada en el avión junto a un hombre que leía Canción de hielo y fuego y me dijo que él nunca leía, pero que ese libro era extraordinario, y le estaba transformando de la misma forma que Shakespeare transformaría a cualquier otro. Esa alquimia puede ocurrir con cualquiera que quiera dar una oportunidad a la imaginación. Así que en ese sentido sí que creo que sea posible, y también con películas si dan pie a ello. A veces los «intelectuales» desechan cantidad de cultura popular pero no estoy de acuerdo con esa postura. Por ejemplo, en los libros que apelan a la imaginación colectiva a veces encuentro construcciones muy interesantes, hay algo que de alguna forma es inteligente y apela a la gente por otras razones que no son el simple consumo y el marketing de masas. Y en esa inteligencia existe potencial para la transformación. Pero tal vez esa transformación tiene más que ver con la observación que con la empatía. Nos convertimos en mejores observadores del mundo, y soy optimista en ese sentido, no creo que esté reservado a unos pocos privilegiados. Esa es también la razón por la que es maravilloso hablar sobre literatura con personas que no son, estrictamente hablando, intelectuales.
Yendo más allá de eso, creo que hay una diferencia entre observación y empatía. Si la literatura necesariamente nos hace más empáticos… No lo sé. Ese argumento hace que la literatura suene como una pequeña poción, casi la sitúa en el ámbito médico. La empatía tiene un componente moral en ese sentido, como si los libros susurraran «bébeme y te haré ser mejor persona». Y no estoy interesada en las mejores personas. Chéjov, en un sentido ligeramente distinto al de Pamuk, decía que él era todos sus personajes, lo que creo que de hecho también somos nosotros, tanto escritores como lectores. Los rusos creían que la línea entre el bien y el mal corre a través de nuestros corazones. Y que, si somos sinceros con nosotros mismos, encontraremos allí aspectos de todos los personajes literarios. En hebreo, satan significa «el adversario», y el mayor adversario, por supuesto, está dentro de nosotros, es el que nos detiene cuando queremos hacer lo que nos gustaría hacer. Me encanta esa idea de satán como el adversario, y si así es el caso, entonces todos lo llevamos dentro de nuestros corazones. Así que la literatura puede ayudarnos en la gran tarea de «conocernos a nosotros mismos», y tal vez, en el mejor de los casos, expandir nuestros corazones.
Colaboras con Narrative 4, «una comunidad global de ciudadanos empáticos que mejoran el mundo a través del intercambio de relatos personales».
Eso es de alguna forma un proyecto distinto, porque en Narrative 4 tú me vas a contar la historia de tu vida. Tú me explicas tu historia y yo te cuento mi historia —entonces yo cuento tu historia como si fuera tú y tú cuentas mi historia como si fueras yo—. Así que intentamos que esos chicos que están muy aislados hablen con otros —vienen de barrios extremadamente duros, forman parte de bandas, a menudo han estado en prisión, uno de ellos fue sentenciado a doce años de cárcel por tráfico de drogas…— y es genial ver cómo se abren. Por supuesto, creo que idealmente quieres decirme que la literatura debería estar haciendo eso, pero es un camino peligroso porque nos lleva a un fin moral, y nunca me ha gustado pensar que el arte tiene una utilidad en ese sentido. Lo que hacemos con estos chicos y chicas es ofrecerles un espacio seguro para abrirse, para traer sus mundos locos, desagradables, caóticos a un lugar donde sentirse a salvo para compartir y aliviarse y que otros escuchen. Lo he hecho con algunos de ellos y es gracioso porque promueve las amistades inmediatamente. Todos son tan distintos, cada uno de ellos mira al resto con curiosidad, y entonces cuentas tu historia y los ves iluminarse porque la encuentran divertida, y les alivia y a veces les salva la vida, por lo que es distinto, es como un patio de recreo para abrirse a los otros. Es casi un pretexto para iniciar una conversación que nunca hubiera tenido lugar, y precisamente por ese intercambio de voces la conversación tiene lugar de una forma divertida. Eso es bello.
Lo que queremos hacer ahora es crear un programa llamado «Empatía en acción» donde salgan al mundo y descubran que pueden afectar a sus comunidades a través de la empatía. Recientemente, por ejemplo, promovimos un intercambio de historias entre propietarios de armas y víctimas de violencia con armas. Esas son las cosas en las que creo. Siento que lo que hacemos como escritores, intelectuales o investigadores tiene sentido en la medida en que nos mantenemos conectados al mundo. Es lo que siempre intento hacer en cualquier tarea. Y me encanta mirar siempre a la gente a los ojos. Nunca llegué a conocer a ninguno de mis abuelos, lamentablemente, pero una cosa que llegó hasta mí de mi abuela materna era precisamente eso: ella siempre decía «mira a la gente a los ojos». Y eso, para mí, es empatía. Y ese gesto ha cambiado mi vida, nuestras vidas en distintas ocasiones. Mi madre huyó del aeropuerto de Irán durante un día de gran convulsión en que el país acabó cerrando las fronteras, y ella logró huir porque un hombre la vio llorar y le preguntó el motivo, y bastó que ella lo mirara a los ojos para que el hombre le dijera que iba a tomar el último vuelo que salía, y de hecho fue la última persona a la que llamaron para tomar el último vuelo, aunque no tenía billete ni reserva, solo una maleta llena de fotografías.
Y en otras situaciones mucho menos dramáticas he visto las líneas de mi propia vida cambiar porque, en la más azarosa de las situaciones y en el lugar más extraño, miré a alguien a los ojos y le dije: «¿Puedo hacer esto, por favor? ¿Puedo ir ahí?», y me respondieron: «Sí». Y sucedió porque por un minuto has mirado a otra persona y realmente dijiste: «Tú, como ser humano, ¿puedes ayudarme?». Para mí es uno de los milagros de la vida. Ver que, aunque exista esa línea entre el bien y el mal cruzando nuestro corazón, es posible mirar a alguien a los ojos y sacar la mejor parte de él. Creo que es una de las experiencias más mágicas de la vida. Sucede todo el tiempo. Ves a personas enfadadas, con pinta de agresivas y que parece que te vayan a pisotear, y los miras a los ojos y de repente se produce un momento de perturbación, entonces una vacilación y algo cambia sin razón aparente. Es increíble. De golpe conectas con lo realmente humano que hay en ellos de la mejor manera posible.
¿Algunas recomendaciones de libros para comprender mejor el universo de Lila?
Indudablemente pondría El asno de oro de Lucio Apuleyo. Leería al poeta persa Hafez, que influyó mucho a Goethe. Me encanta más que cualquier otra obra del mundo la Odisea, la adoro absolutamente. Me encanta Hamlet por otras razones, y leo mucha poesía. Entre los autores contemporáneos mis favoritos son Anne Carson y Michael Ondaatje, que además es un novelista extraordinario (él encarna lo que Nabokov creía, que la mejor prosa y la mejor poesía son una y la misma). El rasgo común en todos ellos es que iluminan el mundo. Hannah Arendt dijo que en la época más oscura existen unos pocos hombres y mujeres que siguen arrojando su luz sobre el camino. Y eso es exactamente para mí la tarea de un gran escritor. Y volvemos de nuevo a la luz…
Pingback: Sobre Nabokov | neordental
Por el titulo.
Los buenos escritores copian a muchos, lo otro es plagio.
Me gustó mucho la parte final.