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Las chicas Manson: la felicidad es un arma humeante

Susan Denise Atkins, una de las implicadas en el asesinato de Sharon Tate, 1970. Foto: Cordon.

Charles Manson entró en el reformatorio a los catorce años. Salió con veinticuatro y fue condenado a prisión otros diez años. En 1967 se le concedió la libertad condicional. Tenía treinta y dos años. En 1971 fue sentenciado a pena de muerte, pero esta se conmutó por cadena perpetua. A sus ochenta y dos años, pensaríamos que ha quedado como una reliquia perversa de la Era Hippie, pero siempre hay una noticia y el mundo entero se hace eco: rumores sobre su muerte, bodas por sorpresa y los enésimos documentales y películas de la Familia… Si Manson no consiguió su objetivo, ser estrella de la música pop, tras los crímenes y el juicio se ha convertido en uno de los personajes más famosos de los últimos tiempos, por medio del proceso de transformación de los asesinos en objetos de consumo. Sobre todo, por su proceso.

Todo comenzó en agosto de 1969, cuando la policía no tenía pista alguna sobre los autores de los asesinatos en Cielo Drive y Los Feliz. A pesar de ello, los medios de comunicación se explayaron en detalles sobre las muertes y las vidas privadas de las víctimas, Saron Tate y sus amigos y el matrimonio LaBianca, quienes parecían ser las únicas responsables de lo que les había sucedido, al encontrar drogas en los domicilios (cantidades grandes, incluso para la época y Hollywood), y supuestas relaciones con grupos mafiosos. Lo que fue un acontecimiento especialmente macabro se transformó en el carnaval de las grandes audiencias, toda vez que el país se hallaba inmerso en la crisis de las protestas juveniles, los disturbios raciales y el comienzo de una guerra atroz que las autoridades no querían ni sabían cómo afrontar.

Los habían tenido delante todo el tiempo, incluso fueron detenidos por robo de vehículos y vandalismo mientras buscaban desesperadamente a los asesinos, pero cuando por fin descubrieron que ellos eran los responsables, fue como encontrar a los culpables de cada muerto en Vietnam, de cada herido en las calles de Chicago. Aquel hombrecillo seguido por varios colgados y su harén de chicas teledirigidas, tenía que ser, por fuerza, el mismísimo demonio. Pero él afirmaba que no, que en realidad se veía como la reencarnación de Jesucristo y su mensaje era de amor y respeto por las criaturas de la naturaleza; sin duda, en un espantoso gesto blasfemo. El gurú psicópata se convirtió en el producto perfecto para justificar ante los americanos por qué les estaban pasando unas cosas tan malas.

Los asesinatos truculentos, con víctimas femeninas y escenario adornado con signos raros, han servido para desviar la atención y el miedo de otros asuntos, como la guerra, la crisis económica o la sequía. La mística de la violencia se ha transformado mucho, pero la cultura es más receptiva con los asesinos «locos», el amok o el criminal de masas, que con los que actúan con una motivación ideológica, por muy extravagante que esta sea. La familia Manson disponía de todos los elementos necesarios para sacudir y remover las entrañas de Norteamérica. Y el mundo entero, de paso. Sin entrar en lo horrible y en las razones de los crímenes, que parecen un poco más cicateras que el plan mesiánico del «Helter Skelter», el público los condenó antes de ser juzgados, igual que hicieron el tribunal, los medios y hasta el presidente Nixon. Era un grupo de desarraigados casi adolescentes que sobrevivían como nómadas, primero en varias localizaciones de California, después en el desierto de Nevada, mientras buscaban en la arena la puerta a una ciudad subterránea, donde esconderse del apocalipsis que iban a desencadenar los negros contra los blancos, según profetizaba su líder (augurios poco fiables: no fueron los negros, sino los blancos de clase media los que tomaron las armas. Los Weathermen comenzaron sus acciones violentas en octubre del 69).

La mayoría de los mansonitas se había escapado de casa y pertenecía a familias de clase media poco afortunadas (solo había algunos ejemplos de chicas de origen acomodado, que no duraron mucho). Las mujeres eran muy superiores en número, casi todas tenían niños que habían traído con ellas o los habían concebido con Manson. En una última ráfaga de paranoia y violencia, un pequeño «comando», escogido por el líder, mató salvajemente a esas nueve personas y dejó en los escenarios, escritos con la sangre de las víctimas, mensajes que sugerían ser proclamas antisistema (algunas solo eran palabras extraídas de canciones de los Beatles, y encima mal escritas). Manson no participó, pero luego entró en las casas para borrar huellas y dejar el decorado todavía más espantoso si cabe.  

Lo peor de todo no fue encontrar que detrás de aquella insana carnicería no había más que un mensaje muy, pero que muy sencillo. Un refrito de lemas de la cienciología, autoayuda de Dale Carnegie y citas de la Biblia para contestatarios sin mucha preparación. También fue muy desalentador descubrir que Manson, bajo aquel aparataje teatral de muecas y frases grandilocuentes, no estaba tan chiflado como el público temía o acariciaba temer, sino que era un personaje de inteligencia mediana (por eso quizás se le negó la posibilidad de defenderse a sí mismo), con el suficiente encanto para poder haber llegado a telepredicador o líder de gran éxito en otras circunstancias. Lo peor, sin duda, lo que no se entendía, era lo de las mujeres. El público podía demonizar a la generación hippie en Manson y sus escuderos (aunque, de nuevo, Manson jamás se identificó con el movimiento, entre otras cosas, porque es/era un tipo especialmente racista y misógino, de ahí la profunda ironía de este caso), pero lo de las mujeres desafiaba cualquier explicación.  

El juicio-espectáculo hizo imposible tratar el caso con objetividad, pero las chicas Manson y su conducta descabalaron la estrategia de focalizar toda la responsabilidad en él. Ellas pasaron de seguir un estricto plan de obediencia, mostrándose desafiantes al tribunal, con la técnica aprendida de Manson de responder con gestos burlones, cantos y risas histéricas, para después transformarse en inofensivas víctimas que denunciaban entre lágrimas a su antiguo gurú. Siguiendo con el símil bíblico, que tanto inspiró a Manson, una le vendió en cuanto fue detenida (Linda Kasabian), y otra, la mano derecha del líder, Susan Atkins, firmó un contrato millonario para un libro de memorias y después renegó de él. Es cierto que las chicas eran usadas conforme al concepto patriarcal de la comuna, como criadas y objetos sexuales, y a menudo sufrían palizas y abusos pero, como se preguntaba Colin Wilson en su libro Los asesinos (Caralt, Barcelona, 1976), ¿no fueron ellas las que lo eligieron como jefe supremo y lo convirtieron en lo que fue? Sin ellas, la sobredimensión de esta historia no se hubiese podido realizar, a pesar del marketing político. La extraña ambivalencia de estas mujeres, por un lado mostradas como inocentes presas de la secta, pero también capaces de surgir como oscuras y peligrosas amenazas, en un momento en que estaban siendo puestos en entredicho y de forma radical los roles familiares y de género, fue la clave. Manson quedó convertido en el monstruo que acecha tras la década de la revolución y todavía sigue dando mucho juego en la literatura, el cine y las pesadillas, a juzgar por la cantidad de películas, libros y páginas web que se siguen produciendo.

Las chicas, nostalgia de los sesenta y fetiches macabros

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Leslie Van Houton, Susan Atkins, Patricia Krenwinkel, 1970. Foto: Cordon.

Deben estar haciendo los preparativos para celebrar (sinónimo de explotar comercialmente) los cincuenta años del acontecimiento, porque para 2016 se estrenaron una serie de televisión y dos películas, así como una novela inspirada en los hechos de la Familia fue uno de los best sellers del año. Sobre la serie en cuestión, Aquarius, hecha para NBC y lanzada como reclamo junto a Hannibal, solo digamos que no pasó de la segunda temporada y que la comparación con la otra es odiosa y muy desafortunada. Es sorprendente que un personaje de ficción, Hannibal Lecter, haya tenido un despliegue tan interesante desde su nacimiento literario en cine y televisión, y sin embargo un personaje real con la trascendencia social de Charles Manson aún no haya encontrado una proyección en cine o arqueologías literarias lo suficientemente dignas (con perdón). Ni siquiera en las series documentales de true crime. Cuando toca el episodio de Manson, siempre lo estropean. El estereotipo, el regodeo sexual y la misma manipulación que se hizo hace cincuenta años sigue sobrevolando las revisiones de esta historia. Sin duda, Gregg Jakobson, el compositor amigo de Dennis Wilson, que conoció a los mansonitas, fue quien les puso el nombre de «la Familia» y le sugirió tantas veces a Manson la producción de una película documental para Hollywood sobre él y sus acólitos, quizá podría haber cambiado el curso de la historia. Al menos, el del cine malo en su nombre. Porque lo mismo sucede con Manson´s  Lost Girls, una película producida para el canal Lifetime, cuyo único interés, supongo, debe ser la aparición de hijos e hijas de actores muy conocidos en Hollywood, que para sorpresa de todos también han decidido ser artistas, en las escenas de sexo y violencia en la comuna del Rancho Spahn.

Por suerte, hay aproximaciones distintas. La novela debut de la californiana Emma Cline, Las chicas (Barcelona, Anagrama, 2016), que también espera una futura adaptación al cine, no es una narración precisa sobre la vida de Charles Manson en el periodo fatal de la comuna, sino una evocación de aquel tiempo y el «suceso» desde una perspectiva diferente. Se convierte en el testimonio de una chica imaginaria de la Familia que rememora su vida en el presente, completamente estancado por el pasado y esos hechos terribles. El verano de 1969 en California es el paisaje donde se ha quedado suspendida la vida de Evie, la casi niña protagonista, perdida en una carretera hacia el desierto. Pero no por la influencia directa del líder «satánico», que aquí es presentado como un músico mediocre que vuelca su ira contra los componentes de la comuna, sino por la amistad y la devoción entre las mujeres, especialmente una, que es reflejo de la verdadera Susan Atkins.

Evie no es deslumbrada por Russell, sino por estas chicas salvajes, pasivas ante el hombre, pero al mismo tiempo agentes capaces de decidir, querer y matar, lo que trastoca su percepción. De la zona acomodada de un pueblo sin alicientes y padres divorciados, más pendientes de sí mismos que de ella el padre se ha vuelto a casar con una mujer más joven y la madre se ha entregado al consumismo de los productos New Age para regenerar y estirar la juventud, la protagonista no encuentra consuelo para sus escasas habilidades sociales y su falta de atractivo hacia los chicos, según el estándar que buscan los que la rodean. Cuando las chicas aparecen en el autobús escolar pintado de negro y la recogen como a un animal herido, se desvela ante ella un mundo que no está sometido a reglas ni a las convenciones de padres, amigas del colegio o intereses románticos. El personaje de la Suzanne ficticia es violento y rencoroso, está dañado como el resto de las mujeres de la comuna,  pero ejercerá de tutora fraterna, incluso protectora con la protagonista en el desgraciado acto final. Evie entenderá que la vida puede transcurrir por otros caminos, que las mujeres pueden decidir y no esperar a que alguien les diga que lo hagan. Eso sí, lo aprenderá de la forma más traumática posible, aunque Cline no se atreve a mostrar el lado más crudo de lo que realmente fue para las componentes de la Familia la convivencia con Manson.

Las chicas es un ejercicio muy brillante de estilo, planteado como introspección adolescente y nostalgia de la famosa Era de Acuario, en el que se hace hincapié en los roles de las mujeres y los grandes cambios que comenzaron en ella. Por desgracia, la protagonista, aunque varada en el tiempo, detecta que en el presente, tras esa época de transformaciones sociales, la situación entre hombres y mujeres parece ser igual que entonces, cuando es testigo de la conducta de los adolescentes que la visitan en casa. La novela ha sido recibida con entusiasmo, pero también le han llovido críticas por escoger los acontecimientos de la Familia Manson para armar este relato y la personalidad de la niña protagonista, dejando un tanto en el aire al resto de figuras y sus motivaciones; más que explicación en profundidad, como simple justificación o adorno. Si bien es verdad que los personajes quedan un poco desdibujados, las chicas incluidas, me ha sorprendido que la mayoría de críticas negativas hayan acentuado la falta de presencia del líder, o peor, su caricatura de penoso cantautor pop, como si se estuviese cometiendo una falta de respeto por la figura de Charles Manson.

Cline centra la trama del líder de la comuna en su delirio por firmar un contrato discográfico, como de hecho sucedió en realidad, y sus esfuerzos en convencer a una lista de estrellas del rock (por ejemplo, Neil Young, Cass Elliot, John Phillips, Frank Zappa), y representantes de artistas (Terry Melcher, productor de los Byrds; Paul Rothchild, de los Doors) de que él era la nueva esperanza de la música juvenil. En la novela, Russell persigue a Mitch Lewis, un popular músico pop, lo soborna con los favores sexuales de sus chicas, invade y saquea su lujosa casa, le sablea grandes cantidades de dinero y termina amenazándolo de muerte. Igual que sucedió con Dennis Wilson, el batería de los Beach Boys, playboy millonario y mundialmente conocido, pero con un infancia dramática de abusos paternos de la que supo aprovecharse Manson, pero no lo suficiente para conseguir ese disco y la esperada fama mundial. Hasta 1970, cuando Phil Kauffman, el roadie de los Stones (sí, el que robó el cadáver de Gram Parsons) y antiguo compañero de cárcel de Manson, aprovechó el tirón del juicio y publicó las grabaciones que Wilson había pagado en otoño del 67, con el título de Lie, usando la portada de la revista Life, «The Love and Terror Cult». A la élite del pop esta grabación no le sonó nada interesante, pero las canciones, si bien un tanto simples, estaban llenas de la energía (o la rabia) que guardaba su creador, y se han convertido, como era de esperar, en objetos de culto, veneradas por una generación adicta al fetiche de la violencia.

A Emma Cline no le interesa el gurú y su excepcional cualidad como manipulador de gente con carencias emocionales, sino las propias chicas y el proceso de transformación de víctimas en verdugos, de objeto-mártir a sujeto-soldado a través de un sangriento rito de paso en esta banda de delincuentes juveniles. Pero la nostalgia por las épocas doradas de la cultura pop que ni siquiera se han vivido, como es el caso de la autora, sigue pesando como un lastre, aunque incida en el hecho más evidente: el marcado carácter reaccionario en que derivó esa revolución de las costumbres y las ideas.

Otra aproximación a Manson distinta a las acostumbradas y con un resultado, en mi opinión, especialmente brillante, es la que ha realizado el director J Davis con la producción de los hermanos Duplass, en una película financiada a través de crowdfunding y que ahora se puede ver en un canal de televisión de pago muy famoso. Se trata de Manson Family Vacation (2016), donde la idea de «la familia» se mezcla en varios sentidos: por un lado, el de la secta de Manson, que es la afición enfermiza que tiene Conrad (Linas Phillips), un personaje desarraigado que lleva toda su vida obsesionado con esta historia (usa el libro de V. Bugliosi, Helter Skelter, como si fuese la Biblia), y por otra, el de su hermano Nick (Jay Duplass), un hombre equilibrado que ha formado una familia feliz, pero se embarca en este viaje absurdo una especie de «proyecto periodístico» por los lugares donde vivieron Manson y sus seguidores, solo para acompañar a Conrad, para estar con él después de mucho tiempo.

Los lazos de familia también se analizan en profundidad, porque los hermanos no son de sangre (Conrad, el mayor, es adoptado, sin embargo Nick es hijo natural de los mismos padres, que no esperaban poder concebir, de ahí el dramático desplazamiento de la atención de uno sobre otro, y las consecuencias a posteriori). Nick es un hombre comprensivo que está horrorizado por el fanatismo de su hermano hacia un asesino, pero Conrad solo ve en Manson a un igual, un niño no querido y abandonado, que reunió a un grupo de gente con las mismas fallas emocionales. El viaje tiene momentos de comedia negra y episodios muy inquietantes en el filo del género del suspense, sobre todo cuando llegan al desierto y se encuentran con un grupo de seguidores de Manson, dirigidos por un antiguo miembro de la Familia (espléndido Tobin Bell) y se desvela la sorpresa final. Además de unas actuaciones memorables, este giro sobre Charles Manson desde una óptica tan opuesta a la que estamos acostumbradas es muy recomendable. En la película se muestra cuál es la raíz y la solución del problema, que no era acabar con los hippies, ni el apocalipsis supremacista blanco. Solo el cuidado de una familia y la reforma de las instituciones educativas y penitenciarias, algo desde luego mucho más utópico y revolucionario.

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Diana Bluestein, Nancy Pitman y Rachel Morse, miembros de la Famlia Manson, tras declarar en el caso de Sharon Tate, 1970. Foto: Cordon.

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