Cine y TV Entrevistas

Juan Diego: «Cuando interpretas a un hijo de puta tienes que defender a muerte a ese hijo de puta»

Fotografía: Begoña Rivas

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A Juan Diego Ruiz Moreno (Bormujos, Sevilla, 1942) nadie le conoce por sus apellidos. Sus amigos le llaman Juanito; para el resto del mundo es Juan Diego, y es una leyenda. Le contemplan más de doscientos programas de televisión, cincuenta y dos películas, veintidós obras teatrales con un número incontable de representaciones, tres premios Goya, una Concha de Plata y otra cincuentena de premios y galardones. Ha trabajado con prácticamente todos los intérpretes y todos los directores del país: desde Fernando Fernán Gómez y Carlos Saura hasta Achero Mañas y Karra Elejalde. Desde Concha Velasco y Terele Pávez hasta Michelle Jenner y Penélope Cruz. O quizá habría que decir que son ellos quienes han trabajado con él. Y aun así, todo esto tampoco sería un resumen completo de casi seis décadas entre tablas, pantallas de cine y platós televisivos porque, además, Juan Diego es una de las figuras más representativas del activismo político en su profesión y nunca ha desligado una cosa de la otra. Militante del PCE desde que era clandestino, cabeza de la huelga de actores de 1975 y responsable (indirecto) de la detención de Rocío Dúrcal. A sus setenta y cuatro años, sigue subiéndose a un escenario cada día, por eso pide un agua con gas y sin hielo: «Para cuidar la voz». En la entrevista cambia a capricho el timbre, el tono y el acento de esa voz. Algo sencillo para quien ha tenido cien acentos, cien tonos y cien timbres en muchas más de cien vidas.

No es fácil encontrar preguntas que hacer a quien le han preguntado tantas cosas tantas veces.

Es que todo está dicho ya. Todo se ha preguntado y todo se ha contestado. Y lo mismo nos pasa a los que nos dedicamos a actuar: todo se ha contado ya. El amor, la traición, la heroicidad. Quizá lo importante es cómo se hace la pregunta, cómo se responde y cómo se cuenta esa historia que hemos escuchado tantas veces.

Juan es tu nombre y Diego es tu segundo nombre, no es apellido. ¿Por qué Juan Diego? Me pregunto si así te regañaba tu madre cuando eras un niño que jugaba a la pelota en Bormujos.

No, no. Mi madre me llamaba Juanito. También cuando jugaba al balón y me llamaba para casa, cuando se enfadaba, cuando me arreaba tobas, siempre Juanito. Luego pasó a los amigos íntimos, que también me llaman Juanito, aunque ahora se ha extendido bastante. Hasta el punto de que el jardinero que viene a mi casa a arreglarme la parcela y a podar los árboles que tengo, al llamar a la puerta dice: «Don Juan, Don Juan», pero luego, cuando me pide algo, suelta: «Oye, Juanito». [Risas]

¿Cómo era Bormujos en plena posguerra?

Pues tenía como cuatro mil habitantes. Ahora tiene treinta y pico mil y está a unos siete kilómetros de Sevilla, así que ya está totalmente unido a la ciudad, a los barrios aledaños. Pero en los cuarenta era un sitio más alejado. Había que ir a Sevilla.

¿Y el acento de Sevilla? No conservas apenas acento sevillano.

[Habla con acento sevillano] ¿Y quién te ha disho a ti que yo no tengo asento de Sevilla? Ítem más, de Bormuho, coño. El que é de Bormuho é de Bormuho. [Risas]

Cuando estaba en Sevilla, me resigné un poco y acabé teniendo el habla de sevillano, pero siempre me gustó mucho el sonido materno, vernáculo. En mi pueblo se hablaba mucho con la zeta, por ejemplo, pero luego apareció la televisión y lo invadió todo, de manera que ahora, si encuentro a alguien con acento andaluz, me resulta igual que sea de Sevilla o de Málaga; habla andaluz. A mí me sale en ciertas ocasiones, como cuando juega el el Betis: «¡Me cago en el árbitro ioputa ese!».

¿Eres del Betis?

Sí señor, soy sufridor.

¿Y al estudiar arte dramático, en la España de esa época, te obligaron a perder el acento?

No exactamente. Ocurre que yo tenía muy poco acento; o sea, tenía acento, lógicamente, pero no era muy fuerte. Es que a mí me gustaba mucho leer, y leía en voz alta, porque me gustaban las palabras, me gustaba cómo sonaban. Tenía un tío, mi tío Simeón, que ya era mayor y se estaba quedando ciego, por cataratas o algo así, y me dijo una vez: «Por lah mañanah, ante de ir al colehio, me vah a leé el ABC y la terserita de Pemán y la crónica de toros, ¿estamos?». Así que yo iba por las mañanas a la casa de mi tío y cuando me ponía a leer se hacía un silencio grandísimo. En esa cocina donde estaban las mujeres y los maridos haciendo ruido, de repente, todos se callaban y yo leía. Y leía con la dicción más neutra que sabía poner. Luego mi tío me decía: «Muy bien, muy bien» y me daba cincuenta céntimos y yo me iba al colegio más contento que unas pascuas. Y allí, lo primero que hacíamos era cantar el «Cara al sol», también con acento neutro. [Risas]

Ese silencio que se hacía cuando yo leía el ABC significó mucho para mí. Cuando ya llevaba un rato leyendo y notaba que todo el mundo estaba escuchando, notaba la atención de todos. Y al final decían: «Ohú, qué bien ha estao hoy». A mí me gustaba mucho y a ellos les gustaba mucho escuchar el sonido de las palabras, encontrar la prosodia. Esas lecturas, ese silencio y esa atención sobre mí empiezan a despertarme el interés por actuar.

Pero, si no estoy equivocado, cuando tú eras pequeño, lo que querías era ser torero, ¿no?

Sí. A ver, lo que yo quería era destacar, y el toreo era una forma de destacar. Me gustaba ese mundo de los toros, pero más por la poética que lo rodeaba, por los romances que se cantaban. 

Claro, cuando la cosa se agudiza, cuando en el colegio hacíamos lo que se llamaba «actividades»: obras de teatro pequeñitas o versos a la Virgen, entonces yo recitaba. Y sentía algo que no me atrevía a decir, porque claro, cómo vas a decir que quieres hacer teatro; eso es de mariquitas, déjame tranquilo, yo voy a echar un partido con la pelota. El caso es que don Pablo Coso Calero, que era mi maestro, me propuso leer un texto en la «Fiesta del árbol». Resulta que en la explanada donde nos juntaban a todos los niños a cantar el «Cara al sol» habían plantado moreras, y a cada niño nos daban una morera que teníamos que cuidar. En el festejo estaban todas la autoridades, el cura, el alcalde… y yo tenía que leer un texto sobre el árbol. Tenía como seis años y don Pablo, que era manchego, me había hecho algunas correcciones en los ensayos, pero siempre me decía: «Muy bien, muy bien, Juanito. Lo estás haciendo muy bien». El caso es que cuando tuve que leer se me traspapeló un párrafo o se me movió una linea. No sabía muy bien qué hacer, así que seguí hablando sin texto, intentando recordar lo que había leído en los ensayos, pero la cosa se quedó un poco en medio, entre que hablaba o leía o recitaba. Al final, el resultado fue totalmente mío, y lo había hecho sin darme cuenta. 

Eso ya fue el espaldarazo para mí, porque había conseguido mantener la atención de un público cuando yo era solo yo. Obviamente, esta reflexión la hago mucho más tarde; en su momento, lo que pensaba era: «Se lo han creído. Se han creído que estaba en el papel escrito». [Risas].

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Pasa el tiempo y te vas a Sevilla a estudiar arte dramático.

Yo estudiaba en Sevilla pero vivía en Bormujos. Por cierto que eso de ser actor no le gustaba nada a mi padre; decía que era una cosa de cirqueros, de gente del circo. Sea como fuere, yo ya estaba empezando a actuar. Fíjate que hacía El genio alegre de los Quintero en el teatro Lope de Vega pero es que, un mes después, en la facultad de filosofía, iba a hacer Esperando a Godot. Échale cojones.

El texto de los Quintero me parecía una cosa como muy fácil; era la cotidianidad del día a día, incluso en el idioma. En cambio con Beckett estaba extasiado. Lo hacíamos en castellano, claro, pero con esa problemática y, aunque me lo explicaban, yo no me enteraba de nada, no había manera. Pero me daba igual, yo me quedaba absorto escuchando las metáforas de todo aquello. A los pocos días de estar allí, pese a que no entendía nada, sentí que si eso era el teatro, y el teatro era eso, yo quería ser del teatro.

Y, siendo tan joven tanto tú como la obra, ¿tienes la consciencia de que Esperando a Godot es una pieza tan importante? 

Eso viene después. Yo tengo diecinueve o veinte años cuando la hago, en el 63 o el 64. Nosotros tenemos el primer contacto con el texto a través de Primer Acto, que era la revista pionera en tratar el teatro comprometido, tanto en la estética como en el contenido social. Lo que llamaríamos, en esa época y entre comillas, teatro de la izquierda. Esto lo vio José María del Campo y nos lo enseñó a unos cuantos: «Vamos a hacer esta obra de teatro. La ha estrenado Trino Trives en Madrid y mirad qué cosa tan increíble». Nosotros nos mirábamos y, bueno, ellos eran mayores que yo pero yo me apuntaba ahí mismo. «No sé muy bien», decía «pero yo, lo que queráis». Los Quintero hacían algo que entendía; esto era otra cosa. Godot fue algo definitivo para mí.

Además, poco después me tenía que examinar del fin de carrera y lo hacía con el prólogo de Los intereses creados, de Benavente, pero en vez de recitarlo, me lo monté como si fuese un saltimbanqui, saltando y gritando [exagera con voz chillona]: «¡He aquí el tinglado de la antigua farsa!», cuando normalmente se decía con una voz muy solemne: «He aquí el tinglado de la antigua farsa, la que alivió en posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes…», todo dicho así como con la voz de don Manuel Dicenta [risas]. Entonces me sucedió una de las cosas más interesantes de mi vida, una sensación de estar predeterminado, como si lo que me pasara estuviese fuera de mí. Porque, en realidad, lo que nos ocurre siempre está fuera de nosotros; no conseguimos casi nada de lo que nos proponemos, sino que nos viene desde fuera, sobre todo en lo esencial. Y esto que me pasó fue esencial para dedicarme al teatro y para amar la cultura.

El caso es que yo iba a hacer el texto de Benavente y fui a comprar el libro a la librería paulina que estaba al lado del conservatorio. Fui hace poco y la librería ya no está allí, por cierto. Pues, una vez en la tienda, rebuscando entre libros vi un volumen: La noche oscura, San Juan de la Cruz. No era El rayo que no cesa, era solo una selección pequeña de poemas escogidos. Comencé a leer: «En una noche oscura, con ansias en amores inflamada…». Me parecía maravilloso, y seguí leyendo y leyendo, hasta que me di cuenta de que me estaba mirando el librero con cara de pocos amigos: «Te lo vá a leé todo, ¿no?», preguntó. «No, no, ahora mismo lo compro. ¿Cuánto cuesta?». «Doce cincuenta», dijo. Entonces miré en el bolsillo y tenía cincuenta céntimos y cinco pesetas en un duro, uno de níquel muy grande que había antes: «Oye, te dejo cinco cincuenta y apártamelo». «No te preocupes, si esto no se lo va a llevar nadie». Así que me fui a casa, metí mano en donde estaban todos los dineros, volví y me compré el libro. 

Más tarde fui a hablar con el catedrático, don Sebastián Blanch, que me quería mucho, y le pregunté: «¿Puedo cambiar el texto de la prueba de fin de carrera? Es que he leído esto de Juan de la Cruz y quiero hacerlo». «¿Ahora te vas a poner a cambiar las cosas? Tú no sabes en el lío que te metes». Al día siguiente le leí La noche oscura y me dijo: «Adelante». 

Y me examiné con La noche oscura, y me dieron el premio fin de carrera por La noche oscura. Y treinta años después estaba interpretando a San Juan de la Cruz en La noche oscura, con Carlos Saura.

El tiempo te encontró y te envolvió.

Fue un salto en el vacío, una cosa prodigiosa. Además, San Juan de la Cruz me abrió el camino de la poesía, que luego retomaría con Lorca y, tiempo después, con César Vallejo. Y eso que la poesía no me resultaba fácil al principio; recuerdo que tuve que buscar en el diccionario lo que querían decir montañas de palabras. Claro, los diccionarios eran pequeñísimos y no aparecían ni la mitad, porque era un lenguaje excesivamente culto. Pero tenía un ritmo interno, espiritual. Yo no sabía lo que era aquello, pero me emocionaba.

Tanto San Juan de la Cruz como Samuel Beckett son figuras políticas, ¿había despertado ya tu conciencia política?

No, en absoluto.  Recuerdo que yo solo percibía el sufrimiento, la soledad. Una manera distinta, nueva, de experimentar el sufrimiento. Y, cuando estaba allí en el escenario, me sentía de otro planeta; como si esa sensación no la hubiese tenido nunca y nunca se hubiese contado igual. 

Pero, por otro lado, a veces sentía que lo que decía en escena lo decía yo; no era parte de un texto. De hecho, durante muchos años olvidé la historia de mi tío ciego, Simeón. Hasta el año 2002 no la recordé, precisamente por otra coincidencia prodigiosa, porque en ese momento yo estaba interpretando El lector por horas, que trata sobre una mujer que se queda ciega y su padre me contrata para leerle textos en voz alta. En una entrevista me preguntaron eso de cuándo nació mi vocación por el teatro y, de pronto, me di cuenta de que lo que pasaba en la obra de teatro que estaba haciendo era mi historia, exactamente mi historia. 

De alguna manera, el tiempo va acomodando nuestros recuerdos y nuestro propio pasado. Yo ya había leído algunos poemas que me habían llamado la atención, como «Fe» o «El embargo» de Gabriel y Galán. Tenían un componente social, digamos, asilvestrado: «Señol jues, pasi usté más alanti / y que entrin tos esos, / no le dé a usté ansia / no le dé a usté mieo…». De hecho, diría que, y lo estoy pensando ahora mismo en esta entrevista, que fue precisamente cuando le leía a mi tío cuando empecé a tener una sensación nueva: la de la importancia de la palabra y la importancia de la cultura para todas esas personas que no tenían un acceso a ella. Quieras que no, para esas personas que escuchaban, aquello era nuevo, porque eran analfabetas. Como yo hablaba lo más neutro que podía, esas personas escuchaban palabras en castellano por primera vez. Me decían: «Juanito, qué bien hablas. Pareces de Madrid».

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Te viniste a Madrid.

Claro porque allí no había manera. Yo hablaba con los compañeros y sentía que eso se me estaba quedando chico. Allí se hacía teatro, pero eran muy pocas cosas las que se hacían, así que dije: «Me voy a Madrid porque yo quiero ser actor». Nunca pensé en el cine, eso era algo muy ajeno a mí; yo quería ser actor de teatro. Aunque al principio trabajé sobre todo en televisión.

¿De verdad llegaste a la estación de Atocha con la maleta de cartón?

Bueno, eso es una licencia poética [risas]. En esa época, a principios de los sesenta, para poder viajar solo, o habías cumplido los veintiún años o tenías una autorización paterna, así que mi padre me hizo la autorización y también me dio una recomendación que le había hecho un amigo suyo que era notario. «Hombre, dile que se pase por donde Cayetano Luca de Tena, que yo conozco a la familia», dijo. «Pues dame una carta para él», contestó mi padre. Nunca fui a casa de Luca de Tena porque me daba mucha vergüenza. Pasaba por la puerta y pensaba: «Voy a entrar», pero hacía el amago y no. Nunca entré. [Risas]. Más tarde, cuando trabajé con él, se lo conté y se meaba de risa. Cayetano era un tipo muy bueno.

¿Cuándo empiezas en Radio Televisión Española? Porque eso sí que te cambia la vida, ¿no?

Muy pronto, a los dos o tres meses de llegar, en los estudios del Paseo de la Habana. De extra, claro. Salí de extra en Los últimos de Filipinas. Hice unos cuantos trabajos de extra, recuerdo compartir plató con Massiel, que también era figurante al principio. Luego pues te empiezan a dar texto, frases, papeles pequeños. En uno de estos me pasó una cosa precisamente con el acento. Yo era figurante con texto en un tríptico de Navidad y hacía de pastorcillo. Tenía que decir: «Aserrar, aserrar, aserrar, maderitas en el portal». El caso es que yo, como pastorcillo, llevaba un cordero, un borreguito en los hombros; pero un borreguito de verdad.

¿Vivo?

Sí, sí, vivo. La mula y el buey también estaban vivos y eran de verdad. Una locura [risas]. Pues mientras que yo estaba esperando en la cola de ofrendas, el borreguito se meó. Claro, era teatro filmado, se grababa todo de un tirón, sin cortes. En el momento de decir mi frase estaba todo meado por encima; una cosa muy calentita pero yo me puse un poquitito nervioso. Así que cuando salí dije: «Aserrá, aserrá, aserrá, maderitah en el portá». Se oían desde lejos las voces del director: «¡Ese hijo de putaaaaaa!». Y cuando terminó la grabación: «¡Nunca más vas a trabajar! ¡¿Por qué lo dices en andaluz si en el ensayo lo decías bien?!». «Es que se ha meao la mierda del cacharro este». Se me quedó mirando unos segundos y entonces le dio un ataque de risa. Claro, es que yo traía el acento castellano prendidito con alfileres. Cualquier cosa que te alterase un poco te mandaba el castellano a tomar por culo.

Luego mi primer papel protagonista es en el serial Mi hijo y yo, con María Fernanda Ladrón de Guevara, también en la televisión. En esa época hago sobre todo televisión y un poquito de teatro.

Pero la televisión que haces también es teatro, ¿no? Porque trabajas en Primera Fila y en Estudio 1 y allí hacéis obras de Jardiel Poncela, de Eugene O’Neill, de Arthur Miller. Con esos veintipocos años, ¿tienes conciencia de que estáis enseñando al público de televisión parte del teatro más importante de la historia?

No. Salvo en cosas más comprometidas como Doce hombres sin piedad o Muerte de un viajante. Porque lo que se hacía, sobre todo, era teatro clásico, que era algo que no tenía problemas con la censura. Si en la obra ocurre algo más o menos subversivo, como pasó hace quinientos años, pues nada. No había conciencia, lo que había era un sentimiento de que aquello tenía mucha importancia cultural. Que era una cosa nueva, que no se había hecho nunca.

¿Esas obras tan largas se hacían también del tirón o se cortaba?

No se empieza a cortar hasta ya los años setenta. Y se cortaba en bloques grandísimos porque el mecanismo del montaje, los sistemas para cortar y pegar, no eran como en el cine; era una cinta más estrecha y los mecanismos para pegar eran muy rudimentarios. Se grababa con tres o cuatro cámaras: una general en una grúa, dos cruzadas y una más para los planos de detalle.

Entonces, ¿interpretabais como lo habríais hecho en el escenario de un teatro?

Sí, sí. Yo me aprendí el Tenorio para la televisión. Y me lo aprendí en veinte días porque los plazos eran distintos, mucho más ajustados.

Esos programas me parecen fascinantes, entre otras cosas, porque estabais todos. Todo lo mejor de la interpretación española masculina participó en Estudio 1: Tú, Emilio Gutiérrez Caba, Manuel Galiana…

Estábamos Galiana, Emilio, Jaime Blanch, Adolfo Marsillach, Jesús Puente… Los que más programas hicieron fueron Jesús Puente, que tenía un memorión, Pablo Sanz y también Fernando Delgado. Eran unos actores estupendos, casi siempre en papeles más o menos secundarios.

Y llegamos a finales de los sesenta y entonces ya sí que empiezas…

… con la rojería. 

Sin embargo, a principios de la década tuviste contacto con Fernando Vizcaíno Casas, que además de guionista de Mi hijo y yo era abogado especializado en cine, teatro y derechos de los actores. ¿Te influyó de alguna manera?

Pues no, porque Vizcaíno era abogado pero no era precisamente rojo; era un tipo encantador pero un señor de derechas de toda la vida.

¿Y cuándo estuviste en el Frente de Estudiantes Sindicalistas de la Falange? ¿Sentías ya bullicio político?

Es que yo nunca milité en el FES; esto salió publicado en El Mundo pero en realidad nunca estuve allí. Lo que sí pasó es que, ya en los últimos años del régimen, había ciertos movimientos dentro de la propia Falange, que querían desvincularse de la derecha. Tuvieron conflictos con el propio Franco, por lo visto. Incluso querían hacer una especie de Falange de izquierda: quitar dos puntos de los veintisiete puntos fundacionales o añadirle otros dos o algo así. Pues hubo un tipo que me quería meter a mí en ese movimiento, pero él no sabía que, cuando me lo propuso, yo ya pertenecía al Partido Comunista.

¿Cuándo te afiliaste al Partido Comunista?

No hay una fecha concreta porque es que no te afiliabas. Lógicamente, en plena clandestinidad no se podían hacer actos de afiliación. Era una cosa que sucedía entre compañeros, que se hablaba entre unos y otros. Conmigo ocurrió a finales del 69 o principios de los setenta, cuando estaba ensayando una función de José Triana, que había ganado el Premio Casa de las Américas. La noche de los asesinos se llamaba. En la obra actuábamos Emma Cohen, Julia Peña y yo. Fue Julia, una actriz estupenda que venía de la Escuela de Cine, quien nos hablaba de todo esto en los ensayos.

Yo ya tenía una conciencia política, es evidente, pero lo que tenía, sobre todo, era rabia. Desde siempre he tenido una rabia profunda contra la injusticia. De pequeño, en Bormujos ni siquiera había cárcel y recuerdo que le dieron una paliza a uno por haber robado aceitunas. Por todo el pueblo se oían los gritos de aquel hombre, que además era un cristobalón, grandísimo: «Ay, omaíta, no pegarme más. Yo no he hesho ná. Era pa comé». Yo llegué a mi casa y dije: «Vaya zoba que le están pegando a Fulano», e inmediatamente me chistaban: «Ssshhh. Sí, hijo, esas cosas pasan». Pero no me calmaba del todo; eso se me quedó rumiando. Así que siempre tuve una comezón con la injusticia. 

Luego, pues empiezas a leer, a ver, a estar en otro mundo, en otros parámetros. Y llegamos a esa función con Julia Peña, en la que comienza a hablarnos del Partido Comunista. Yo le preguntaba también por los Hermanos Proletarios y los socialistas, pero ella me decía: «No, aquí el único partido como tal es el Partido Comunista». Y era verdad, era el único que, aun clandestino, tenía estructura de partido. Total que me dijo: «Toma, te doy los estatutos y te los lees», y me dio los estatutos del partido. La cosa consistía en que, en el momento en que te entregaban los estatutos, pertenecías al partido. No había carné, cosa lógica, porque no podía haber nada firmado por nadie que te comprometiese tan directamente, que dijese que tú pertenecías al partido.

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¿Y cuándo fue tu primera acción política?

Fue a finales del setenta, en pleno Proceso de Burgos. Nosotros estábamos haciendo Olvida los tambores de Ana Diosdado, y entonces sacamos un documento en el partido donde se hacía una petición de clemencia que había firmado el papa Pablo VI. Yo fui con el documento a mis compañeros: «Hola chicos, hoy he firmado esto porque fíjate estos hijos de puta que los quieren fusilar y hasta el papa ha dicho que ¡por Dios!». Se lo leí y dije: «Firmadlo, ¿no?». Claro, ahora la gente de la profesión está muy comprometida, desde los más jóvenes, pero en ese momento era una cosa muy fuerte. Yo les decía que no pasaba nada, pero, en realidad, era la primera vez que se hacía algo así.

Luego nos fuimos la compañía con esta obra a Argentina. Digo nos fuimos porque la compañía era nuestra, era una cooperativa. Pues, estando en Buenos Aires, me llama Antonio Buero Vallejo para hacer otra función de teatro en España y le digo a Emilio Gutiérrez Caba: «Emilio, te quedas con la compañía», y me volví a Madrid a hacer esta obra de Buero Vallejo, La llegada de los dioses. Esto fue en el 72 y nosotros trabajábamos los siete días de la semana a doble función. Como ya había nacido y ya se estaba creando un clima reivindicativo en la profesión respecto a los derechos laborales, los dos actores principales de la obra, que eramos Concha Velasco y yo, nos plantamos y pedimos, exigimos, un día de libranza semanal. No solo no nos lo dieron sino que nos despidieron, pero la cosa sirvió para que el clima fuese bullendo cada vez más. 

Ya en el 74 se forma la Junta Democrática como mecanismo de militancia interclasista. O sea, no hacía falta que hubiese un partido muy a la izquierda pero sí que se reclamasen las libertades. Fíjate que nosotros hacemos la Junta Democrática con el PSP de Tierno Galván y con los carlistas. Luego el PSOE de Felipe González monta la Plataforma Democrática y después nos uniríamos todos en la Platajunta. El caso es que en el 75 los actores ya teníamos poder en el sector y éramos capaces de parar teatros, con dos cojones. Y es cuando se convoca la huelga de actores.

Es que hay que tener muchos cojones para hacer una huelga de actores porque, por un lado, no es algo que paralice tanto una ciudad como puede ser, por ejemplo, una huelga de recogida de basuras, pero, por otro lado, es algo muy visible, que se ve en todo el país. ¿Cómo se toma España la huelga de actores? ¿Tú sufres alguna represalia por esa huelga?

Bueno, a mí ya me tenían bien andao de antes, me tenían puesto el ojo desde lo del día de libranza. Y sí, no veas lo visible que fue la huelga de actores; fíjate que en medio de la huelga, por arte de birlibirloque apareció Lola Flores, apareció Sara Montiel… A ver, que apareció Manolo Escobar. De hecho, Manolo Escobar toma parte activa en la huelga cerrando su espectáculo. 

Lola Flores interviene porque detuvieron a Rocío Dúrcal. La historia es que yo había ido a parar un teatro donde actuaba Rocío; decían que éramos piquetes violentos, pero, en realidad, yo iba a allí a hablar con los compañeros y a explicarles lo que estaba pasando. De hecho, me planté en el teatro y esperé tranquilamente a que hicieran la función de la tarde. Después de la función se me acerca Rocío y me dice: «Yo quiero participar en esto porque vosotros estáis haciendo algo muy importante». «Pues vente con los obreros», le dije. Y se vino con nosotros a un café donde nos reuníamos. Al llegar allí, me entero de que se estaba montando un piquete para ir al teatro Bellas Artes, pero me dice Juan Margallo: «Oye, no vayas tú, que vienes de otro piquete, y vamos a buscar un local en condiciones para reunirnos». Así que yo le digo a Rocío Dúrcal: «Bueno, pues vete tú con esta gente». Y allí que se fue Rocío con Tina Sainz, con José Carlos Plaza… y allí los detuvieron a todos, incluida ella. [Risas]. La pobre, el primer día. Se preguntaría: «Pero ¿por qué a mí?».

El caso es que se entera Lola Flores, porque eran muy amigas, eran comadres, y esa misma noche se va para la Puerta del Sol, que es donde estaba la Dirección General de Seguridad. A las doce de la noche ahí tienes a Lola Flores pegando voces y aporreando la puerta: «¡Señoreeees! ¡Señor ministro que está ahí! ¡Abra porque esto es un atropello!». Sale un guardia y se le acerca: «Mire usted, doña Lola, si quiere usted algo, tiene que dar la vuelta por aquí por la calle Zaragoza que es por donde se entra, porque esta puerta no se va a abrir nunca». «¡Pues ahora mismo voy pallá!». Y fue. Y consiguió sacar a Rocío Dúrcal, aunque no pudo evitar que le pusieran una multa.

La participación de Lola Flores fue indirecta, era más una demostración de solidaridad. No fue como Manolo Escobar, que lo hizo conscientemente, atendiendo a las reivindicaciones y parando su espectáculo. Muchísima gente apoyó o secundó la huelga de actores. Locutores de radio, por ejemplo, miembros del cuadro de actores de Radio Madrid, pero también escultores y escritores, claro. Fue algo muy gordo. Recuerdo que viene Adolfo [Marsillach], saca el periódico Pueblo y me dice: «Mira». En la portada aparecía, en negro y rojo: «Consejo de Ministros: aceptamos el reto de los actores». El reto de los actores. En primera página. 

De algún modo, la huelga significó la primera movilización general no solo de los actores sino de todo el mundo de la cultura. En pequeño, a pequeña escala, pero lo fue. Aquello generó muchísimas expectativas en todos los sectores, hasta la consecución de las libertades.

¿Esa huelga de actores os colocó a la gente del teatro y de la pantalla como figuras preponderantes en el clima reivindicativo?

Sí, sí. Incluso hasta ahora. Ocurrió que de todo aquello ha ido quedando un remanente de conciencia política. Los actores que empezaban en esa época y también los más jóvenes tienen un pensamiento, en general, más o menos progresista. De hecho, cuando el «No a la guerra», muchos jóvenes dieron la cara; no solo Javier Bardem, muchos, todos.

Yo creo que, por lo menos, tomamos conciencia de que el vehículo donde trabajábamos nosotros, que era el teatro, no era un mero divertimento sino que también está hecho para pensar o para reflexionar. Como sucede con todos los movimientos culturales.

Llega la década de los ochenta y es cuando despega tu carrera en el cine, aunque ya habías hecho alguna cosa, ¿verdad?

Sí, había hecho La criatura con Eloy de la Iglesia y El demonio de los celos con Ettore Scola, aunque mi primera película fue Fantasia…3, también con Eloy en los sesenta. Era una película infantil, que se hacían mucho porque el Gobierno daba dinero para hacer cine infantil.

Pero lo que te catapulta en el cine es tu aparición en 1984 en Los santos inocentes.

Sí, con Mario Camus.

¿Cómo se prepara un tipo que es del PCE, que tiene una enorme conciencia social, para irse a un cortijo extremeño a ser un hijo de puta malnacido?

Hay métodos de trabajo; de Stanislavski coges determinadas cosas, de Brecht coges otras… De cualquier tipo de enseñanza teatral puedes extraer un saber teórico, pero yo un día descubrí un instrumento. Descubrí que ese hijo de puta de Los santos inocentes está dentro de mí. Dentro de mí está ese hijo de puta y ese homosexual y ese nudista y ese comunista y ese tipo amable y ese violador. Dentro de nosotros está todo lo bello y lo hermoso y todo lo horrible y despreciable que hay en él. La bondad y la maldad en el comportamiento humano no viene de ahí [señala al cielo], sino que está dentro. El asunto es tirar: ¿dónde está eso? ¿Está dormido? ¿Está anidado donde no se sabe? Y cuando lo encuentras te tienes que poner de su lado; tienes que creer en él y decir: «Ese tío, ese malnacido, tiene toda la razón del mundo».

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Has dicho alguna vez que no necesitas psiquiatra.

A mí me dicen: «Necesitarás un psiquiatra». Y contesto: «No, yo no necesito psiquiatra porque lo suelto todo ahí». Yo expío mis monstruos con esos monstruos.

¿Y no existe el riesgo de, después del rodaje o la función, traerse a ese malnacido a casa?

Lo intentas dejar durmiendo, quizá cuando te quedas solo, pero durante el rodaje no lo cortas. Sigue ahí. A veces te llama. Fíjate que en Los santos inocentes yo era más o menos joven y, en un momento del rodaje, Mario Camus se pone a hablar conmigo. No recuerdo de qué estábamos hablando, de algo de la película, y Mario, que era un hombre muy correcto, me dice: «Oye, ¿te das cuenta de que me estás gritando?». «¿Cómo?». «Sí, que me estás gritando». Claro, es que yo era el señorito. Estaba ahí con Paco Rabal, con Alfredo Landa, con Terele Pávez, pero el señorito era yo. Mientras fuese el señorito, tenía que defender a ese señorito. Cuando interpretas a un hijo de puta tienes que defender a muerte a ese hijo de puta. Ya el director y Delibes lo colocarán, dentro de la historia, en el lugar donde debe estar, pero yo tengo que defenderle.

Con Franco, al principio del rodaje de Dragon Rapide, Jaime Camino, que era un tipo muy majo, muy tranquilo, me dice un día: «Vamos Juanito, vamos a rodar». «A mí no me vuelvas a llamar Juanito», le contesto. «Anda, vete por ahí», me dice. Y yo pienso: «Vas a ver». Así que me dice: «Venga Juanito, ponte en la marca». Yo me ajusto el uniforme, me cuadro y le suelto [imita la voz atiplada de Franco]: «Se va a poner usté en la marca, señor Camino». Me desabrocho el corchete del uniforme y termino: «Este general se va». Todo dicho con la voz de Franco. [Risas]. Jaime se quedó medio riendo, pero me preguntó: «¿Me vas o no me vas a respetar?». Y, claro, yo le contesté: «Pero cómo te voy a respetar, si soy el Generalísimo». «Pues estás loco, pero creo que tienes toda la razón». Y así pasó, que cuando me vestía, en el momento de cerrarme el último corchete, se me ponía ya la cara de Franco.

Y, oye, durante el rodaje de Los santos inocentes, ¿vosotros tenéis la sensación de que esa película va a ser tan buena? ¿Que va a tener tanto éxito y se va a llevar premios?

Pues en realidad sí. Como a las dos semanas de rodaje, porque por la noche íbamos a cenar casi todos los actores juntos y, en una de estas cenas, Alfredo Landa me dice: «Te vamos a tener que alquilar un frac». Luego él dijo en una entrevista que fui yo quien le dije: «Alfredito, vas a tener que alquilarte un frac para cuando te den los premios». Teníamos cachondeo con eso: «¿Te has comprado ya el frac?», nos preguntábamos. Y sí, teníamos la conciencia de que esa película iba a ser algo importante. Y, efectivamente, les dieron el premio de Cannes a Rabal y a Landa.

Siempre he pensado que, además de a ellos dos, te lo tenían que haber dado a ti.

Bueno, yo creo que, de alguna manera, se le estaba premiando a toda la película, a todos. No tiene tanta importancia abrir el ex aequo a uno más, porque tampoco existen los premios colectivos. Eso es lo de menos; lo importante es que esos premios internacionales a nuestros actores y actrices les permiten encontrar más trabajos, son más conocidos por todo el mundo. Lo estamos viendo ahora en Hollywood y en Europa.

Claro, aparte de ser bueno y recibir premios, está la suerte. Yo soy un actor que está bien y tal, pero he tenido una suerte que te cagas. Con Los santos inocentes pasó algo así, porque el guion es magnífico y el reparto es estupendo, pero se estrena en un momento perfecto. Con las libertades recién recuperadas, la gente está deseando saber sobre esas cosas y saber quiénes somos. Y claro, les presentas una historia de la injusticia hacia el campesinado. Fue un golpetazo en la mesa.

Estamos en los ochenta y el ambiente es culturalmente efervescente. ¿Cómo vives esos ochenta en Madrid? Porque alguna vez has dicho que «hacías barbaridades».

Bueno, realmente yo nunca me integré completamente en ese ambiente de los ochenta, porque se basaba sobre todo en la música y respondía a un tipo de música que no era la que a mí más me gustaba. En los clubs Madrid lo que ponían era rock y pop y yo trabajaba más el flamenco. En Madrid yo me había quedado sin mis músicas magas, que diría Machado. Solo cuando volvía a Sevilla de vez en cuando, o en Navidades, iba a algún encuentro o algún espectáculo. En esa época notaba que en mí crecía algo, que la interpretación me pedía sonidos distintos. Mis sonidos.

Yo era muy amigo de Enrique Morente, era mi compadre y, de hecho, participé en su disco Misa flamenca y soy el padrino de Estrella. Porque Enrique era un hombre que siempre estaba muy interesado por todo, que buscaba incesantemente y, por eso mismo, también era muy aficionado a la poesía. Con él pasamos algunas noches grandísimas en el Candela, algunas reuniones milagrosas, con Paco de Lucía, Camarón, Morente. Pero no es que actuasen ellos, sencillamente habían coincidido allí para algún acontecimiento. Paco era más sociable que José [Monge], que siempre fue un genio pero introvertido. El caso es que, al final de la noche, Paco se acerca a Miguelito [Miguel Candela, dueño del local] y le susurra: «Oye, mira, que está aquí Camarón». Y Miguelito se da la vuelta mirando hacia los clientes y se pone: «Zeñoreeeh, uhtedeh tendrán que dehcanzah. Mañana zerá otro día», mientras da palmas. La gente salió y nos quedamos los cabales, los amigos. Y nos tiramos allí un día y medio. Ellos tocaban, cantaban; yo recitaba de cuando en cuando.

O sea, que tu música es el flamenco.

Sí, mi música es el flamenco. También la música clásica y el jazz.

¿Y qué flamenco escucha Juan Diego?

Pues me gustan mucho las nanas, pero de las que sean, como sean, de donde sean. Es ese sonido que te acompaña toda la vida. La copla andaluza tiene algo también conmigo, algunas tienen una letra que me da mucha ternura, me recuerdan a la juventud. Es que yo no toqué fuerte el flamenco de pequeño. Había poco flamenco; era algo como para mayores. En mi pueblo había un hombre, Agamenón, que era un borracho e iba a la taberna a cantar y yo le escuchaba allí, pero no teníamos espectáculos de flamenco. Había que ir a Sevilla y, claro, yo era muy joven para ir solo.

¿Y nunca te has atrevido a cantar?

No, no. Eso es muy serio. Como escribir, que también es una cosa muy seria.

Hombre, es que has hecho de malnacido, has hecho de Franco, has hecho de San Juan de la Cruz, has hecho de gerente teatral con pistola en El viaje a ninguna parte con Fernán Gómez, has hecho de nudista en París-Tombuctú con Berlanga. Solo te queda haber hecho un musical.

Es que no me gustan los musicales. Solo me ha gustado un musical, que es el de Lars von Trier, Bailar en la oscuridad. En esa película, la palabra y la música se funden de tal manera que se produce una armonía, pero los demás no me gustan. No soporto cuando, de repente, se ponen a cantar y luego bailan y luego se besan. No me entra. Yo voy y cierro los ojos. En la ópera hago lo mismo: voy, me siento a escuchar la música y me importa tres cojones la historia. Les pongo cara y me maravillan sus voces y su entrega. Del mundo de la ópera me encanta Maria Callas, pero me encantan sobre todo sus recitales, eran siempre tan íntimos.

Juan Diego para JD 5

En los ochenta te descubre el público de cine y también te descubre la industria del cine. Sin embargo, tus papeles son casi siempre secundarios. ¿Tienes la sensación de que te vas a quedar ahí? ¿Que no te llega el tránsito a protagonista?

Al contrario de lo que ha salido publicado alguna vez, en realidad no me preocupaba mucho. Claro que te gusta hacer un protagonista, porque implica mucho más riesgo y tienes mucho más tiempo en pantalla, pero es que los secundarios son fundamentales. En el cine español, los secundarios son los que siempre han construido el edificio emocional de las películas. Los secundarios cuentan algo muy corto pero define muchas cosas. Yo prefiero hacer un buen secundario a una mierda de protagonista, aunque cobre más. Y eso que yo he hecho como trece o catorce protagonistas.

Con la década de los noventa te llegan los protagonistas y también te llueven las nominaciones y los premios. Eres un referente del cine español, al que, como has dicho, te sientes muy orgulloso de pertenecer. ¿El cine español es un género? ¿Existe el cine español?

Claro que el cine español no es un género, eso es una tontería que se usa muchas veces como descalificación, cuando el cine que se hace aquí puede ser tan bueno como en cualquier otro sitio porque hay mucho talento. Y por supuesto que existe el cine español, lo que no existe es industria española del cine. Sin industria nos es muy difícil a todos. Y no es un problema de la gente del cine, al menos no exclusivamente, sino sobre todo de las cabezas que nos gobiernan. ¿Te imaginas qué sería de este país si fueran otras las cabezas que gobiernan España y quieren hacerla grande, aunque no sea libre ni su puta madre? Imagínate si no estuvieran echando fuera a las mentes que están echando fuera. Imagínate cómo sería este país. Bueno, imagínate cómo sería si no hubieran mandado a tomar por culo a la República y fusilado a todo el personal, que esa es otra. Pero, bueno, yo creo que aquí somos una gente muy talentosa.

El cine lleva camino de desaparecer. El cine de calidad, culto, sensible, que no busque la taquilla por encima de todo, sino entendido como un bien cultural está desapareciendo. Afortunadamente, a cambio se están haciendo series de televisión de mucha calidad.

De hecho, en los 2000 vuelves a la televisión y también vuelves al primer plano del activismo cuando ocurrieron las movilizaciones del «No a la guerra». Creo que llegaste a atender a un manifestante herido en la Puerta del Sol.

Sí, sí. Una noche estábamos Juan Diego Botto y yo en el escenario y de pronto nos traen a un chico allí medio inconsciente. Le habían dado un cate, que lo mismo era la primera vez que le pegaba la policía y no estaba acostumbrado. La gente se puso muy brava y nos lo trajeron al escenario. Allí el tipo abrió los ojos: «¿Dónde estoy?» «En el escenario, tranquilo», contesté. Le levantamos entre los dos: «No pasa nada, compañero, tranquilo». Y entonces dije: «Vamos a decirles a las fuerzas de seguridad que no nos jodan, por favor, que se queden en su sitio, que no vamos a hacer nada o nos las vamos a buscar entre todos». Y desaparecieron los policías que estaban allí y terminamos la manifestación sin más incidentes. El escenario era improvisado y no sé si la manifestación estaba o no autorizada, pero ¿estaba autorizada la guerra para matar?

Por esos mismos años vuelves a la televisión con Padre coraje y, sobre todo, con Los hombres de Paco. Tú sabes que esa serie es la que te descubre a toda una generación, ¿verdad?

En el momento no era consciente porque yo apenas veo lo que hago. Veo un capítulo de vez en cuando. Uno al mes, algo así.

¿No te gusta verte?

No, me pongo muy nervioso. Cuando me dieron la Concha de Plata en San Sebastián, una periodista de El País me preguntó: «Tiene usted la Concha, tres Goyas y cincuenta y tantos premios. ¿Qué le falta? ¿Qué le gustaría tener?». Y yo contesté: «Serenidad. Serenidad para poder sentarme a ver mis películas y no estar con el alma encogida». En serio, me pongo a verlo y estoy acojonao. Pienso: «Ahora va a venir el plano ese». Y llega el plano ese hijo de puta.

Yo soy consciente de lo que significa Los hombres de Paco un día que me vi y me hice gracia, y me dije: «Joder Juan, qué bestia eres». En esa época salía por ahí y me encontraba a niños que me reconocían. Uno de ocho años me dice un día: «¿Me puedo hacer una foto contigo y me dices lo de los cojones?». Yo le contesto: «Eso que te lo diga tu padre», y el niño se va corriendo: «Papáááá, no quiere decirme lo de los cojones» [Risas]. Yo estaba hasta las narices de lo de los cojones [El personaje de Juan Diego en Los hombres de Paco repetía a menudo la coletilla: «mis santos cojones»]. Yo entonces me di cuenta de que ese niño de ocho años, después de otros ocho o diez, me seguiría reconociendo.

Es que, además, la reponen cada poco tiempo.

Y tanto. Ahora estamos con la tourne de Una gata sobre un tejado de zinc caliente y un tipo me dijo en Zaragoza por la calle: «Esta mañana te he visto en los Pacos». «¿Pero me vas a venir a ver al teatro?». «Pal domingo tengo entradas, maño» [Risas].

Los hombres de Paco se estrena en 2005 y en 2006 te dan, al fin, el Goya a mejor actor protagonista por Vete de mí, que es una película pequeña, un poco autorreferencial. ¿No crees que ese Goya es casi un reconocimiento a toda tu carrera?

No sabría decirte. No lo sé, lo que sí sé es que los premios son injustos. Te explico: cuando me dan el Goya a secundario por París-Tombuctú no fui a recogerlo porque estaba trabajando en Valencia; fue Berlanga a recoger el cabezón. Y el primero que me dieron por El rey pasmado tampoco lo pude recoger porque se estaba muriendo mi madre. El caso es que para que te den un premio se tiene que dar una acumulación de factores y de suerte: que la película se estrene y que se estrene cerquita de la ceremonia, que haya tenido un poco de éxito, que los productores crean que puede funcionar. Y luego, después de todo esto, quedan cuatro finalistas, y hay muy poca diferencia de votos entre el ganador y los finalistas. A veces sí aparece un finalista que te preguntas: «¿Cómo coño habrá llegado esto aquí?», y otras veces tienes papeles cojonudos que no ha visto nadie, a lo mejor porque la película ni siquiera se ha estrenado. La suerte juega una parte importantísima en los premios.

Juan Diego para JD 6

Hace muy poco decías en La Sexta que «Mande quien mande, estaremos en contra y haremos crítica». ¿Sea quien sea quien gobierne?

Claro. Aunque mande Podemos. Yo tengo mucha simpatía a Podemos, pero ¿dónde tienen a las mujeres? «Es que la estructuración y…», me dicen. Joder, pues se os van a volver viejas las compañeras con tanta estructuración y tanta polla.

Los que están ahí no están para que les adoremos sino para que les exijamos. Al final se acostumbran y acaban pensando que son ellos los que nos hacen el favor, cuando somos nosotros, con nuestro voto, los que les ponemos en esa posición y los que les pagamos su sueldo con nuestros impuestos. Nosotros somos sus dueños. Entonces, igual que yo me someto a la crítica tanto de los periodistas como de cualquiera que haya pagado su entrada, porque ha pagado y tiene derecho a opinar, yo como ciudadano, tengo derecho a decir a la clase política que no están haciendo las cosas bien, que faltan muchísimas cosas y que reparten ustedes muy mal el dinero.

Hace unos ocho años, en medio de la crisis, soltaste esta frase en una entrevista: «Cuando pase la crisis estaremos domesticados y habremos perdido muchas cosas que conseguimos». Ahora que parece que la crisis remite de verdad, ¿estamos domesticados? ¿Qué hemos perdido?

Después de constatar durante mucho tiempo que, hagas lo que hagas, siempre mejoras un poco, creo que la cuestión es eso que llamamos «el sistema». Hay un sistema implantado en el mundo, sobre todo en la parte occidental, que impide que los problemas puedan solucionarse. Los problemas no se van a solucionar porque no le interesa a la gente que puede solucionarlos. En el mundo hay más o menos buena voluntad y con esa buena voluntad se han conseguido avances importantísimos, por ejemplo en la lucha por las libertades cívicas, y de la mano sobre todo de la izquierda. Pero, en cuanto a la economía, nunca somos dueños del sueldo que entra en casa, nunca somos dueños de lo que pillan los bancos, nunca somos dueños de cómo se reparte el pastel. La clase política, los Zapatero, los Merkel, los Rajoy no cumplen con su obligación, que es servir a las necesidades de la gente que paga sus impuestos. Mientras no sean conscientes de eso, serán unos miserables. No nos toman en serio. Y no valen excusas: tenéis que pelear.

Lo de Rajoy es de un cinismo terrible. Dicen: «Es que es gallego». Lo que es es un hijo puta. No puedes contestar a ocho o diez millones de personas dando largas y con «dependes». Y, si no es el PP, es la gestora del PSOE y, si no, será otro. Fíjate que todo es política, que cualquier pensamiento es político, pues yo creo que a los políticos no les interesa la política; creo que están aquí a verlas venir.

Empezaste en el teatro con Beckett y, cinco décadas después, estás haciendo una obra de Tennessee Williams. En Una gata sobre un tejado de zinc caliente interpretas el papel del abuelo, padre y patriarca de la familia, pero es que esta obra se estrenó por primera vez cuando tú tenías diez o doce años. Es contemporánea a tu vida. Si te la hubieras encontrado hace treinta o cuarenta años, ¿te hubiera gustado interpretar a Brick?

Sí, sí, claro. Sí, porque Brick va poniendo las pequeñas bombas en la familia, que luego hacen explosión y es cuando la familia se pregunta quién son y qué es una familia. Esta obra habla de cómo y hasta dónde la sociedad lleva a las familias a ser sustento del poder público.

El papel que hago ahora es el de un hombre mayor y, curiosamente, pese a lo que impone el personaje y al vozarrón que pongo en el teatro, hay gente que se descojona. Creo que es gente mayor que se identifica con ese tipo de personas que, cuando ha cumplido una cierta edad, se vuelven maleducados. A mí no me ha pasado, creo, pero ves a gente que parece que, como es vieja, puede hacer lo que le salga de los cojones y hablar como le salga de los cojones.

Y, oye, tú llevas más de cincuenta años actuando. Si te encontrases un papel que ya hiciste hace tiempo, ¿lo harías igual? ¿La interpretación cambiaría porque tú has cambiado o un buen actor tiene que ser siempre fiel al texto?

En realidad, la interpretación cambia porque también cambia el que tienes en frente. Ese otro te está dando unos sentimientos y una propuesta sobre la que tú tienes que trabajar. Tú tienes que entrar en lo que te da el otro para conjugar con él o con ella. Y, claro, ningún texto es exactamente fiel porque a menudo son adaptaciones o versiones.

Hablando de esto, ¿qué opinas del enfado que tiene Javier Marías con que se hagan versiones y adaptaciones contemporáneas de obras clásicas?

Es que Javier Marías en un señor muy sesudo. No sé, yo creo que, cuando hay criterio, cuando se mantiene una esencia, está muy bien. Pero no consiste solo en vestir la obra de otra manera, hay que saber lo que se hace y lo que se recupera. No puede ser solo un asunto cosmético. Es más, la buena adaptación podría proponer una doble lectura: la del pasado y la del presente.

Decías antes que había gente que se descojonaba en la función de Una gata. ¿Recuerdas algún momento en el que te hayas descojonado tú? ¿En el teatro o en un rodaje o en un plató?

Con Los Pacos pasaba mucho, sí. Me lo pasaba muy bien en las grabaciones porque, como estuvimos tanto tiempo juntos, conseguimos unos guiños estupendos entre nosotros.

¿Y al revés? ¿Algún momento en que la obra o el personaje te está apretando tanto que no puedes resistirlo?

No, porque si estás en el personaje no te pasa nada; lo sufre el personaje. Sientes dolor con una mezcla de placer.

¿Y cómo es cuando se acaba? Cuando terminas un ciclo de representaciones o un rodaje, ¿alguna vez has sentido vacío? ¿Has querido que no se acabase?

Pues también pasó con Los Pacos. Fueron cuatro o cinco años de reír mucho y de muchas experiencias: de alguien al que se le murió su padre, alguien que rompió con su pareja y alguien que encontró una pareja nueva. Fueron muchas cosas. Trabajas tanto tiempo con gente que acabas compartiendo tu vida y sabiendo lo que le pasa y lo que le deja de pasar a esa gente, tanto delante como detrás de la cámara. Cuando hay buen rollo es cojonudo y cuando no, pues pasa aquello que decía Lupita Muñoz Sampedro, tía de Pilar Bardem [imita una voz femenina]: «Y ahora vamos a hacer un buena compañía, vamos a tener mucho éxito y empezaremos a odiarnos».

Juan Diego para JD 7

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12 Comments

  1. Javier de la Vega

    Fantastica entrevista, pero su tío se llamaba Simón, no Simeón y si no pregúntenselo a Juanito.

  2. por que s quejan tanto los artistas yo no lo se yo si se que sobra mucha mano de obra y no esta el trabajo bien repartido ese es el problema que hay . no el iba ni la venida , no puede ser que los directores se buelque con unos que paece que les dan el 3 %por que diganme ustedes por que vemos a actores y actrices haciendo el mismi dia interpretaciones en tres canales distintos y en mi mente esta quien lleva sin que tengamos el gusto de verlos , nunca es nunca imanol por ejempolo yo si fuese el me tomaria unas vacaciones y mientras daria oportunidad a otro de los del paro luego bvolveria y asi el sindicato del cine tanto como se mete con todo vicho viviente que reglamenten el tajo tanto quejarse hay persinas con carnet de ratistas que han trabajado en su vida de espectaculos un año y estan cobrando paro 5 años no hay derecho , si todos los trabajadores con sus muchos años de aprendizaje de un oficio bien aprendido hiciesen un premio al mejor trabajo realizado todos los años y nos diesen la opcion de quejarnos , verian los millones de casos existentes y las injusticias , pero para eso les vale la cultura en los premios goya por ejemplo para saber expresarse

  3. Pingback: Juan Diego: «Cuando interpretas a un hijo de puta tienes que defender a muerte a ese hijo de puta» – Jot Down Cultural Magazine | BRASIL S.A

  4. Sergio

    Uno de los mejores actores que he visto en pantalla, no solo español. Gran entrevista.

  5. Altiplano

    «Ahora que parece que la crisis remite de verdad» Quizá luego os quejais de que exista el concepto ‘derecha Jotdown’

  6. Miguel

    Muy buena esta entrevista! Este hombre es historia viva de España…

  7. Muy buena entrevista, pero el «Y, oye» sobra (creo yo).

  8. Victor

    El major actor vivo español, aunque sus ideas politicas sean mas casposas que un manto de nieve en Alaska. Abrazos,

  9. Grande Juan Diego

  10. un gran ideputa, muy bueno

  11. Pingback: In memoriam: Juan Diego (1942-2022) – El círculo vicioso de Jackeltuerto

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