Es verdaderamente llamativa la cantidad de novelas y ensayos recientes sobre mujeres que reniegan de su condición de madre ideal y que cuestionan los roles clásicos. Todo esto, más el carrusel de las ferias de compraventa de niños… No sabría decir si esta polémica es consecuencia de un problema real o un interés creado por medios y empresas para explotar necesidades prefabricadas. Porque si bien en el pasado era muy difícil encontrar una novela centrada en el embarazo y el parto, las escritoras han incluido estos temas a lo largo de todo el siglo XX, la mayor parte de las ocasiones desde posiciones críticas. Cualquier experiencia vital ha sido protagonista de multitud de libros, pero el acto de ser madre no es el centro de ninguna gran historia, salvo referencias secundarias. Están esas novelas con adolescentes problemáticas, que lo mismo abordan el alcoholismo femenino que los embarazos en el colegio.
El escritor masculino no ha dedicado mucho tiempo a escribir sobre la maternidad. Si lo hace, lo trata de forma desapegada y con un poco de miopía. El personaje de la madre sí es muy común, aunque casi siempre idealizado y arquetípico (madres buenísimas o madres del demonio), pero el parto y el proceso de gestación casi siempre se obvian, igual que el aborto y no digamos la menstruación. Lo importante, parecen decirnos, es el producto, no el proceso. Puede que la razón estribe en que la mujer embarazada es una entidad que sobrepasa las categorías. Una totalidad peligrosa, diríamos, siguiendo a Camille Paglia, entre lo sagrado y lo perverso. Las escritoras por supuesto que lo han tratado, y en forma muy diferente a la que se esperaría dentro de este discurso normativo. En lugar de observar la gestación como un trámite aparentemente natural y de carácter positivo, se nos ha presentado en la forma contraria: el embarazo y el parto son un problema biológico y social. Incluso metafísico.
La maternidad en las voces de la literatura escrita por mujeres se revela como un tiempo de inquietud, conectado con la literatura de género. En el pasado, tener hijos en Occidente conllevaba un grave riesgo para la vida de la madre y el hijo, por lo que es normal que los embarazos fuesen temidos y se fabulase sobre ellos en clave de terror. El ejemplo más popular es Frankenstein (1818). Mary Shelley escribió la novela como resultado de un trauma familiar. Su madre murió tras dar a luz a Mary, y ella acababa de perder a una hija en el parto. El miedo a la procreación que puede malograrse es el núcleo de esta pesadilla, el deseo imposible de dar vida a la carne muerta. Hay más ejemplos de esta época, como señala la profesora Gurton-Wachter en su artículo. Yo me quedo con un cuento terrorífico, de ecos lovecraftianos: el clásico El papel pintado amarillo (1890), de la norteamericana Charlotte Perkins Gilman. Fue realizado como terapia para sobrellevar la profunda depresión posparto de su autora, y también como desafío al médico que le prohibió escribir si quería mejorar.
Más adelante, una generación de escritoras utilizó el embarazo y la condición de madre como detonante de la crisis nerviosa y la enfermedad mental. Ya no era el miedo a morir, sino el peso abrumador de una responsabilidad que en muchos casos no se podía compaginar con el oficio de escribir y ese rol de la mujer como pilar doméstico invencible frente a maridos ausentes, sociedad que recrimina, familia que censura… Esta situación no era exclusiva de las escritoras: una vez que la mujer entra en el mundo del trabajo, comienza un desequilibrio entre las demandas domésticas y las sociales, que desemboca en situaciones extremas. Entre las grandes escritoras del siglo XX, son pocas aquellas que tuvieron hijos. Hubo muchas que no, pero otras se vieron enfrentadas a grandes crisis que incluso las llevarían al suicidio.
La maternidad en la literatura, por tanto, ha sido enfocada como una experiencia límite que provoca sentimientos muy violentos. Llega a cuestionar, no ya el sistema patriarcal y la situación política, sino a la propia naturaleza como la causa del desacuerdo entre la creación literaria y la procreación femenina. Algunas autoras se han rebelado contra el don de la maternidad, y en su lugar lo han interpretado como una maldición. Han puesto en entredicho la condena bíblica a padecer dolor en el parto, pero yendo más lejos han incluso dudado de la supuesta ventaja de ser portadoras de vida. Nada que ver con el proceso común, sin consecuencias, con que se trata desde la óptica general. Hay obras en las que se ofrecen retratos muy duros de la condición de madre en situaciones límite, por ejemplo, en el paisaje de una guerra, pero la reflexión previa sobre lo que pasa por la mente y el cuerpo de una mujer no suele ser frecuente. Igualmente, tampoco se han tratado mucho las relaciones entre madres e hijas. Si lo han hecho, lo han escrito las mujeres. Para los hombres, los temas del embarazo, el parto y la maternidad serán abordados desde otra experiencia, no como introspección psicológica, sino quizá alrededor de términos violentos (violación, agresión, venganza).
La aparición de libros que juzguen el embarazo es, además de escasa, muy criticada, y sus autoras tenidas por malas madres. Es un fenómeno curioso. Se da por sentado que las relaciones de los padres escritores con los hijos pueden ser o muy buenas o muy malas. El escritor, en un momento dado, puede expresar el desinterés hacia su progenie, incluso denominarse a sí mismo un «mal padre». Este rasgo casa bien con el gen creativo masculino, es un atributo que añade valor y calidad artística al personaje. Sin embargo, la consideración del caso contrario es muy diferente. La disyuntiva tiene que ser o buena madre o escritora (no le pongo adjetivo a «escritora», porque eso, como sabemos, lo tiene que sancionar una autoridad). La ambivalencia materna hacia los hijos, entre un amor desbocado y el rechazo violento (que se esconde entre los miedos primarios de la mujer), no se ha explicitado hasta fechas recientes. Sí, están las madres e hijas de tragedias griegas como única excepción, punto de origen de las versiones actualizadas a lo largo del tiempo. Sobre todo, a partir del feminismo de los años setenta, ese pensamiento que abandonó el terreno de las reclamaciones sociopolíticas en favor de la defensa de la elección sobre el aborto y la maternidad, una corriente que ha terminado en un complejo y contradictorio discurso, en el que se mezclan mensajes de liberación con campañas comerciales.
Determinadas autoras decidieron reflejar la angustia de no cumplir a la perfección los papeles de buena esposa, buena madre y buena escritora. Recuerdo a Shirley Jackson, quien hizo un exorcismo bienhumorado, pero no exento de ansiedad, sobre el caos de llevar una casa, ocuparse de su trabajo y el cuidado de sus cuatro hijos (Life Among the Savages, reeditado en 1997 por Penguin Books). En otros continentes, la literatura sigue la evolución de la historia. Mientras quedan autoras que todavía sufren tabúes familiares y religiosos y tienen que librar la lucha por la mera supervivencia, hay escritoras que han entrado en el discurso radical, con crítica a las políticas y la violencia sobre el cuerpo femenino. Es el caso de Sudamérica. La dramaturga costarricense Ana Istarú (Baby Boom en el paraíso. Madrid, Publicaciones de la ADE, 1996) plantea su descacharrante pero amargo monólogo en torno a la política de reproducción y el trato en los centros de ginecología. La ya fallecida Sara Joffré aborda un episodio que pocos se atreven a tocar, los abortos y la esterilización en la ciudad de Lima (Una guerra que no se pelea, en Obras para la escena. Lima: Fondo Editorial, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 2002). Diamela Eltit actualiza el mito de Medea como respuesta a la violencia patriarcal en Chile en su novela Los trabajadores de la muerte (Seix Barral, 1998), o la autobiografía de Gioconda Belli (El país bajo mi piel: memorias de amor y guerra, Plaza & Janés, 2001), que trata el episodio del sandinismo desde la experiencia de las mujeres y su doble lucha, política y de identidad.
La gravidez del futuro
La ciencia ficción es el territorio donde más y mejor se han explayado los augurios en torno al control de natalidad, la infertilidad y el papel de la tecnología y el poder político sobre el cuerpo de los seres humanos, así como los posibles problemas que vendrían de un cambio del concepto de género. Por ejemplo, de la metamorfosis de los humanos en individuos de un solo sexo, de múltiples, sin sexo… que pudiesen procrear de formas distintas (con otras especies, por partenogénesis…). Envueltas en cuentos de fantasía ambientados en otros universos, fábulas morales sobre el fin de la humanidad por cataclismos ecológicos o distopías totalitarias, las maestras del género llevan décadas expresando estas hipótesis, estos «¿Qué pasaría si…?» que ya se han visto cumplidos ampliamente en diversas formas y etapas de la historia contemporánea. No voy a abundar en este apartado, ahora que el mundo ha descubierto gracias a la serie de televisión El cuento de la criada de Margaret Atwood, pero hay una amplísima bibliografía sobre el plano de la ciencia ficción en torno a los problemas de la manipulación genética, las granjas de fertilidad (masculinas también)… Por su fecha de edición y el contenido, me gustaría mencionar la novela Swastika Night (por desgracia, no hay edición española), de la escritora británica Katharine Burdekin. La firmó en fecha tan temprana como 1937, con el seudónimo masculino de Murray Constantine. Muy marcada por los ideales políticos y feministas de su autora, se adelanta a la ucronía de Philip K. Dick El hombre en el castillo (1962). Pero esta novela aún es distopía, porque ni ha sucedido la II Guerra Mundial y ella ya imagina el futuro de la humanidad (al final del milenio del Tercer Reich) dividido en los mismos bloques del otro libro, el nazi y el japonés. Pero lo interesante aquí es ese sistema, la sátira que deriva del totalitarismo. En Occidente, Hitler es venerado como un dios ario, que todos creen fue alto, rubio y nació de una estirpe de dioses exclusivamente masculinos. Porque los hombres gobiernan en solitario, siguiendo un estricto régimen militar que permite cierta tolerancia homoerótica. El sexo con mujeres solo es un deber patriótico. Ellas están recluidas en jaulas, únicamente disponibles como ganado para la procreación, siempre controlada en número y calidad.
La buena madre
Las expectativas de las mujeres españolas siempre han salido muy mal paradas. La razón no estaba tanto en el famoso patriarcado, sino en el uso como herramienta de control político de una antigua narración religiosa. Leída fuera del contexto lingüístico e histórico del Nuevo Testamento, el ideal católico de la Virgen María exigía un comportamiento imposible y ha generado graves daños en las mujeres. Se trata de un relato femenino fantasmal, de una adolescente que concibe sin ningún contacto físico, acepta con resignación su destino como madre y esposa, es obligada a emprender un penoso viaje en avanzado estado de gestación, da a luz en un pesebre, vive en la pobreza y, por último, asiste al brutal sacrificio de su hijo. Después de este episodio, no tenemos más detalles sobre su historia. En unas pocas líneas se despacha su final, como un personaje incómodo que no casa bien en una serie de televisión: la Virgen María es elevada al cielo «en cuerpo y alma». Y con esta actitud, muda, sumisa, obediente, todavía es capaz de confortar el dolor y las desdichas de la humanidad. Contra semejante construcción ideológica (que aunque parezca así de inverosímil, es la base de una educación social y política de siglos) es muy difícil no ya competir, sino escapar para la construcción de un pensamiento nuevo.
La literatura femenina comienza a salirse del área de la influencia de esta fábula en el s. XVIII. La Ilustración ayuda a rebelarse contra un modelo de perfección e inmovilismo que ya no funcionaba. Saltemos a un momento tan crítico como la posguerra del s. XX. Encontraremos ejemplos de protesta feroz contra esos arquetipos de la buena madre y la buena hija, escondidos en aparentes e inofensivos relatos costumbristas. Son sus autoras las parientes de La Tía Tula, las «chicas raras», que denominaba y describía Carmen Martín Gaite en algunas de sus novelas y en el ensayo Desde la ventana. Enfoque femenino de la literatura española (Madrid, Espasa, 1999), donde presenta personajes que no se ajustan a los roles del franquismo: mujeres solteras, mujeres que se han negado a tener hijos, y que por ello permanecen aisladas, rechazadas por la sociedad.
Es el caso de Natalia, la protagonista de La plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda (Barcelona, Club Editor, 1962). Esta novela relata la lucha de una mujer por sobrevivir en un mundo terrible —la pobreza y la soledad tras la Guerra Civil— dentro de un sistema social y familiar que la aísla y somete. Hasta le hace perder el nombre («la Colometa», bautizada así por capricho del primer marido, paloma encerrada en una casa, como la protagonista y los fantasmas femeninos del papel pintado de Charlotte Perkins en su relato). El embarazo y la maternidad serán para ella un tormento físico, pero después la carga de los hijos es tan insoportable que la mujer fantaseará con matarlos y suicidarse. Se han escrito muchas lecturas sobre este magnífico libro, incluidas las políticas, pero semejante rebelión personal contra las costumbres todavía resuena en la historia de la literatura. Pero hay más escritoras que abundan en estos tabúes: fueron capaces de articular cuentos y novelas sobre las difíciles relaciones entre madres e hijas y sus desencuentros con la maternidad. Los estragos de la guerra ofrecen un tema original en esta narrativa: el de las madres muertas o ausentes y la soledad de las hijas en un sistema patriarcal.
Como en el apartado anterior, voy a mencionar a una autora en concreto. Se trata de la valenciana Concha Alós (1926-2011). Su obra es rebelde en contenidos y muy atrevida en el estilo, lo que le causó muchos problemas con la censura y crítica literaria, pese a publicar en una editorial como Plaza & Janés. En sus libros se manifiesta sin tapujos la sexualidad femenina (por ejemplo, en la novela Los enanos, de 1962, un ejemplo de realismo sucio extremo). Alós trata la injusta posición de la mujer en la sociedad franquista y el constante enfrentamiento familiar de las hijas contra la educación de las madres. Novelas como Os habla Electra (1975) son ejemplos de estas relaciones, que buscan inspiración en los mitos griegos. Uno de sus libros más significativos es la colección de cuentos Rey de gatos, narraciones antropófagas (1975). Aquí entra en el género de terror para presentar una galería de personajes, casi todos femeninos, que sufren extrañas mutaciones físicas como manifestación de desequilibrio mental y protesta social y corporal. Las mujeres de los relatos están enajenadas, se desdoblan en un yo asesino y comen carne humana. Una de ellas, en el relato más extremo, es transformada en mariposa (muere) tras una noche de parto doloroso, como salida paradójica a una vida de sufrimiento (pérdida de un hijo anterior, abandono del marido…).
La mala madre
La generación de finales del s. XX profundiza en estas heridas familiares, pero ahora lo hace con nuevas herramientas y una actitud que ya no pide perdón ni busca su sitio. Por primera vez, las autoras no solo critican el estado de cosas, sino que van a defender su derecho a ser personas imperfectas frente a las exigencias de autoridades masculinas, políticas y comerciales. Lucía Etxebarría viene dedicando su obra a las mujeres, y lo hace desde la crítica de las nuevas (viejas) costumbres, incluidas las discusiones sobre la maternidad. Su novela Un milagro en equilibrio (2004, Planeta) es el diario de una mujer embarazada que escribe para que lo lea en el futuro su hija. Además, en 2009 publicó junto a Goyo Bustos, El club de las malas madres, un ensayo sobre las tensiones de la mujer trabajadora y con hijos en el mundo actual: el divorcio, los malos tratos, el paro, la consideración social… Para entender el panorama de las escritoras de este tiempo y la maternidad son muy aconsejables las antologías de Laura Freixas, principal investigadora de la literatura femenina, así como su propia obra (el ensayo El silencio de las madres, Aresta, 2014; Madres e hijas (comp.) Anagrama, 1996).
La actualidad retoma la discusión de cuerpos y maternidad, pero desde los graves problemas que la crisis económica ha provocado, así como también continúa insistiendo en denunciar las desigualdades de género. La crítica social se cruza con la narración de historias de hombres y mujeres que, en vista de la precariedad de sus trabajos, han tenido que retrasar las fechas de embarazo hasta un punto en el que es necesaria la ayuda de las tecnologías de fertilidad, con resultados inciertos y más frustración añadida a la ya de por sí complicada situación. Este el tema de la novela de Silvia Nanclares, Quién quiere ser madre (Alfaguara, 2017). La tensión entre hombres y mujeres por la crianza de los hijos en un plano de igualdad centra el ensayo político de Carolina León, Trincheras permanentes (Pepitas de Calabaza, 2017). En las librerías hay más ejemplos de este interés, esfuerzo apreciable de las escritoras por repensar un tema crucial, del que se agradecerían más puntos de vista, incluso enfrentados o alternativos a los existentes.
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Qué gran artículo, Grace. No había leído absolutamente nada sobre este tema. Me has alumbrado muchos puntos y la historia de Mary Shelley la desconocía. Siempre te leo, he anotado toda la bibliografía que has mencionado. Un fuerte abrazo desde Nicaragua.
La mala madre, la buena madre y la gravidez del futuro, sin duda unos puntos de vista acertados sobre la maternidad, los compartas o no, no te dejarán impasible, eso tenlo claro. A mí me ha encantado el club de las malas madres, una acertada visión de la mujer actual, con sus problemas, preocupaciones, obligaciones, incluso con los de su maternidad. Saludos de Nuria de Cositas Chulas