Hay productos televisivos que son cuidadosamente diseñados para atraer a determinado tipo de público. En este caso, supongo, el público primario en el que pensaban son los muchos lectores que durante los últimos quince años ha tenido la novela American Gods, del famoso escritor y guionista de cómics Neil Gaiman. Bien, primera en la frente, aunque no pasa nada; tampoco había leído The Handmaid’s Tale y la serie me está gustando. American Gods también parece estar dirigida a aquel público dispuesto a apreciar un universo repleto de imaginería pop, cosa que queda clara ya con el diseño de los títulos de crédito —muy buen diseño, todo sea dicho—, lo cual en sí no tiene nada de malo. Todo depende del enfoque con el que cada cual disfrute de las series. A mí, en concreto, no me aporta nada la imaginería por sí misma; una serie no me parecerá mejor o peor en función de que las referencias culturales me toquen más de cerca. Dicho de otro modo: no me va a gustar más The Get Down porque hable de los inicios del hip hop, época musical que me interesa muchísimo, y aunque en cada episodio se hiciera alusión a personajes y situaciones que estaban muy dentro de mi rango de gustos personales. Lo cierto es que, pese a la imaginería con la que sí conectaba, la serie en sí no me pareció particularmente destacable.
En cualquier caso, los productores de televisión recurren a las referencias culturales o estéticas como herramienta para fidelizar a determinadas audiencias por la vía fácil, así que supongo que mucha gente tendrá una actitud distinta a la mía y apreciará cosas que yo no consigo apreciar. Un ejemplo reciente fue la primera temporada de True Detective, ensalzada por mucha gente pero que me dejó frío. Pues bien, lo mismo, pero aún peor, me está sucediendo con American Gods. Seguro que es mi problema. Soy un ser humano falible. Aunque me consuelo pensando que las series de televisión son productos también falibles, así que existe una pequeña posibilidad, aunque solamente sea muy pequeña, de que el problema sea de la propia serie.
La primera pregunta que usted podría hacer es: ¿de qué va la serie American Gods? No es fácil deducirlo de los primeros episodios, y lo más probable es que se entere antes del tema central por algún comentario de terceros o por algo que lea en las redes. Aun así, una vez conoce ese tema central, convendrá conmigo en que es interesante: la existencia de antiguos dioses paganos en los actuales Estados Unidos, y la guerra que al parecer mantienen con los nuevos dioses de la sociedad moderna (el dinero, los medios de comunicación, etc.). Como idea, insisto, es muy interesante. Y como idea, está casi completamente ausente en el desarrollo de buena parte de los capítulos. Es una lástima, aunque el concepto de que los viejos dioses pierden su poder a medida que la gente deja de creer en ellos no es nada nuevo. Lo vimos en el cine, por ejemplo; si recuerdan la magnífica y tristemente infravalorada película Excalibur, de 1981, la cuestión es mencionada de pasada, con mucho refinamiento y elegancia, durante una única secuencia. Vemos a los magos Merlín y Morgana, que asisten a una boda celebrada según el rito cristiano. La ambiciosa Morgana solo está pensando en que Merlín le enseñe sus conjuros, pero Merlín, viendo cómo se invoca a Cristo, acaba de comprender que su tiempo, marcado por los poderes que proceden de las creencias paganas, está llegando a su fin: «Nuestros días están contados. El Díos Único viene para desplazar a los muchos dioses. Los espíritus de la madera y el arroyo han quedado en silencio». De hecho, todo el argumento de Excalibur, puramente mitológico, era el trasunto de un trasfondo histórico verdadero: la transición entre los tiempos bárbaros y paganos de los celtas y sajones, y la llegada de una cultura latinizada, representada en la religión cristiana, que imponía nuevos valores. Esto le confería coherencia al argumento legendario y hacía que el espectador pudiese entender la simbología de la película, que en ocasiones era bastante extraña, pero que tenía una interpretación metafórica bastante evidente cuando se ataban cabos.
En American Gods el enfoque parece ser similar en espíritu, pero desde luego no se parece nada en cuanto al desarrollo de esa misma idea. Más que nada, porque no la desarrolla. Pese a contar con mucho más tiempo que un largometraje, los primeros cinco capítulos no bastaron para plantear el tema central con claridad, y los siguientes solo lo han hecho con cuentagotas. ¿Por qué? Porque se prima, y mucho, el estilo sobre la sustancia. El problema llega cuando a uno no le llega ese estilo y trata de agarrarse a la narración; como resulta que casi no se está narrando nada, al menos de momento, la sensación que queda es de vacío. Ya supongo que los seguidores de la serie disfrutan con la imaginería y con el establecimiento de una mitología posmoderna, pero si lo que usted busca es un relato estructurado, con un ritmo asequible y un desarrollo coherente de personajes, le aviso desde ya que esta no va a ser su serie.
El protagonista es un hombre llamado Shadow Moon (Ricky Whittle), que parece nombre de princesita de manga japonés, pero no. Es un tipo enorme que ha salido de la cárcel pocos días después de que su esposa (Emily Browning) haya fallecido en un accidente de coche. Este suceso, devastador para cualquiera pero sobre todo para alguien que ha estado años en una celda soñando con volver a ver a su mujer, parece tener sobre él el mismo efecto que una noticia sobre avestruces en la tele. Y en vez de un duelo o de algún tipo de reacción de bloqueo o de shock que sustituya al duelo, tenemos al protagonista firmando un pacto fáustico con un misterioso personaje (Ian McShane) al que acompaña un tipo que se parece al futbolista Sergio Ramos pero que afirma ser un leprechaun. Vamos, que la serie empieza castrando las emociones del personaje principal desde el minuto uno y sustituyéndolas por parafernalia poco y mal explicada, que encantará a quienes gozan cuando no se les aclara nada, porque así todo les parece más enigmático, pero que dejará fuera de juego —y como se descuiden, fuera de la serie— a quienes pretendan tener cierta idea de qué se les está mostrando. Aunque parte del mencionado bloqueo emocional es culpa del actor, Whittle, inexpresivo como él solo; para que se hagan una idea, es como la aparición de Lenny Kravitz en Los juegos del hambre, pero con más músculos y, aunque parezca mentira, todavía menos dotes interpretativas. Bastante mejor, y no era nada difícil, lo hacen sus compañeros de reparto, o algunos de ellos al menos. Como curiosidad —que de momento no ha pasado de ser eso, una curiosidad—, veremos otras apariciones en el reparto que por lo menos añaden algo de salsa al asunto, como el siempre estrafalario Crispin Glover o una Gillian Anderson que se ha merendado cada secuencia en la que ha aparecido, caracterizada como Lucille Ball, David Bowie o Marilyn Monroe. La intervención de nuestra querida Scully en American Gods ha sido muy elogiada y con razón, pero es casi anecdótica, poca cosa (en cantidad, que no calidad) como para convertirse en un verdadero aliciente.
El bloqueo emocional del protagonista y el bloqueo narrativo a la hora de avanzar en la historia persisten. Los tres primeros episodios están compuestos de sketches, cuya relación con la trama principal es variable, y que aportan más iconografía que contenido. La sucesión de secuencias oníricas o simbólicas, a veces llamativas y a veces un mero puente visual entre una secuencia levemente argumental y otra secuencia levemente argumental, es completada con diálogos repletos de metafísica facilona (vamos, como en True Detective, pero con muchísimo menos argumento). Eso sí, en el cuarto episodio uno llega a echar de menos la estructura a base de sketches, porque está enteramente dedicado a recordar el pasado del protagonista con su esposa, un melodrama entre dos personajes poco interesantes por separado que no mejoran mucho juntos; por lo menos a mí se me hizo tan eterno que, de no ser porque tenía previsto escribir sobre la serie, ni me hubiese molestado en pasar al episodio siguiente. El quinto, donde como digo por fin empieza a desperezarse un poco la narración, y aunque en los siguientes (¡por fin!) se nos van revelando algunos elementos importantes de la trama, a uno no se le quita la sensación de haber estado contemplando un interminable anuncio de perfumes, mezclado con alguna que otra secuencia de violencia ortopédica (lo de la violencia ortopédica, muy de videojuego, lo comprobará ya en la introducción del primer episodio, con aquello de las flechitas).
Debido al tenor fantasioso y onírico de la narración se han hecho muchas comparaciones con David Lynch, pero eso sería como decir que cualquier película en la que salgan muchos escenarios oscuros puede ser comparada con El tercer hombre, o que cualquier película en la que hay un narrador en primera persona es como Uno de los nuestros. Lo que los creadores de la serie, Brian Fuller y Michael Green, están haciendo aquí no tiene tanto que ver con Lynch como con lo que harían, mano a mano, Luc Besson y J. J. Abrams. Todo es bastante artificioso; desde la propia fotografía, hasta uno de los usos de la banda sonora musical más ortopédicos que recuerdo haber visto en tiempos recientes, pasando por diálogos rimbombantes que con frecuencia no llevan a ninguna parte. ¿Recuerdan cuando en El séptimo sello un personaje juega una partida de ajedrez contra la muerte? Pues la mejor metáfora de American Gods es que aquí dos personajes se juegan una apuesta de vida o muerte no jugando al ajedrez, sino… ¡a las damas! Supongo que esta fabulosa metáfora ha sido involuntaria, pero como símbolo no tiene precio. En American Gods casi todo está tratado en la superficie, en las referencias. Lo de menos es que el festival de iconos deje una impresión confusa porque nunca sabemos cuándo se juega al homenaje y cuándo a la mera apropiación. ¿La aparición de una Marilyn flotante es un homenaje a la película Tommy, o es que se han limitado a copiar la idea? ¿Lo de que una canción empiece como «The Beautiful People» es otro homenaje? Da igual, la verdad, porque aparte de servir para distraernos cazando easter eggs, el caso es que esas referencias son lanzadas a manera de cebo para distraernos del hecho fundamental de que detrás de tanto suvenir no parece haber una gran historia que contar. Incluso las secuencias de violencia o sexo (y no me opongo a la inclusión de las mismas si sirven para expresar algo que favorezca la comprensión de la historia) parecen concebidas para épater le bourgeois, o más bien épater le spectateur, o como se diga en francés, añadiendo sensaciones de parque de atracciones visual a un argumento que apenas avanza. ¿A dónde van los personajes? ¿Quiénes son? ¿Qué les pasa? Muy buenas preguntas sobre la serie, que quizá no vaya a responder. A veces parece que estemos viendo una larga película de superhéroes sin conflictos, lo cual nos deja una mera colección de estampas protagonizadas por muñecos automáticos que casi nunca reaccionan.
En resumen, American Gods es como un disco de Mecano; si a usted le interesa Mecano, le gustará todo el disco, supongo. Pero si no, lo mejor es que no confíe en quien compare a Mecano con Mozart, o por lo menos que también nos otorgue nuestro humilde y diminuto voto de confianza a quienes decimos que no, que American Gods no será recordada como una narración modélica. Quién sabe, quizá usted sea de quienes disfrutan con el despliegue de soldaditos de plomo conceptuales de esta serie, y en ese caso, enhorabuena, porque la disfrutará a niveles que yo no alcanzo. Pero si lo que está buscando es una narración firme y sólida, o una interesante galería de personajes tridimensionales, no será en American Gods donde la va a encontrar.
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No he podido verla aún, a ver como me arreglo, pero he de decir que parte de los defectos que dices ya se notaban en la novela original. A Gaiman siempre se le dio mejor pintar escenarios y situaciones mitológicas que darle vida a la historia en si.
Pero el problema que veo yo, y lo dicho, opinando sin ver la serie pero haciendome una idea, es que apartando que el actor de Shadow Moon sea un cacho carne (en la novela tampoco es un tio muy emocional…), es que si la serie tira por el camino de «introducir personaje normal poco a poco en un mundo oculto de fantasia», pues eso, como lo estiren mucho, que creo que es lo que han hecho, te quedas con muuuuuchos capitulos de acumulación de frikadas, de viñetas de los personajes míticos, sin que el maromo se caiga del guindo y acepte de una vez que si, que ya no esta en el mundo normal.
A ver si puedo confirmar esa teoria. Pero en general, aun gustándome muchisimo el libro, no puedo mas que temerme que tendrá esos mismos defectos que ya dije, la incapacidad de Gaiman de concentrarse en que el argumento impacte tanto o mas, por el desarrollo del mismo y de los personajes, que la mera acumulación de deliciosas frikadas para aquellos que nos leiamos la enciclopedia buscando temas de mitología antigua.
Coincido con el anterior comentarista. He de decir, sin embargo, que a mí la novela no me gustó, precisamente por lo mismo que se le está achacando a la serie, y que también menciona el anterior post: hacen falta toneladas de páginas para que el protagonista se haga cargo de la situación y [OJO: SPOILER], cuando al fin lo hace, el libro acaba de manera atropellada, desconcertante y anticlimática. Los ingredientes son cojonudos, todo parece pintar fenomenal, pero, a la hora de la verdad, falta la vena de narrador, no hay tensión ni sorpresa. Mirad lo que os digo: si la misma historia la hubiera escrito Stephen King -que, excelencias literarias aparte, sabe un rato del arte de contar-, sería capaz de enganchar más; que es, al fin y al cabo, lo que busca una ficción de este tipo, no que te sumerjas en un diccionario de mitología (por muy gratificante que esto pueda ser) ni que te pongas a coleccionar, como dice el autor del artículo, «easter eggs», síntoma más que preocupante de la resabiada actitud posmoderna que corroe a muchas de las series actuales (no a «The Handmaid’s Tale», por cierto… pero claro: la novela original es aquí también mucho mejor).
Ha sido siempre el defecto de Gaiman, sí… Por lo demás, una historia anterior sobre la retirada de los viejos dioses la leí yo en los tebeos de Conan, en los primerísimos números de la serie, los de Roy Thomas y Barry Smith, y casi con toda seguridad sea una adaptación de un relato de Robert E. Howard, con el propio Conan de protagonista u otro personaje suyo de similar pelaje… Es un relato, o un arquetipo de relato que cala, desde luego.
Totalmente de acuerdo con el artículo. ¿Cuándo se hablará más de series británicas, que con menos medios y actuaciones supremas superan en bastantes cuerpos a la mayoría de blufs que vienen de USA? Pongamos que hablo de Line of Duty.
Brrrr…!¡cuánto meñique levantado!
Esa expresión del actor principal como de estar a punto de terminar de cagar vale para el 100% de las escenas en que participa.
Al responsable del casting que dios le conserve la vista.
Me encantó la novela, de principio a fin, y estoy deseando ver la serie.
Vi los primeros cinco capítulos y desconecte. Y creo que llegue hasta ahí solo por Ian McShane, que seria disfrutable hasta en un biopic sobre Tomás Roncero.
Terry Prachtet lo hizo mejor e infinitamente más divertido en la saga Mundodisco con Dioses menores.
Para los que sí disfrutamos del universo Gaiman, espero que tengamos la oportunidad de leer un artículo dónde se puedan compartir algunas de las virtudes y no los defectos de esta serie.
A lo mejor es que tiene tan pocas virtudes que no son destacables. ¿Realmente es necesario haberse leído una novela o un cómic para valorar una serie o película basadas en aquellos? Yo no he leído El Padrino y me parece una obra maestra su plasmación en película. También he leído novelas buenas que han sido tanto bien como mal llevadas a la pantalla.
No pasé del primer episodio. Un plomazo.
Sólo me vi el primer episodio. Hablad de otras series como Fargo