Pero él no fue su primer marido. Porque ella siempre ha destacado por su carácter enamoradizo.
Ella obró —y obra ahora— a dictados de corazón de mujer.
Ambas frases podrían hablar de la misma persona. De la misma mujer. Alguien a quien su profesión (cantante, actriz, presentadora) le ha dejado a la intemperie todo lo demás. Que se case, que se divorcie, que decida no hacerlo o que se acueste con una compañera de trabajo. No escogió ser objeto de escrutinio público, de titular constante, ni quiso erigirse como ejemplo de nada. «Pero va en el sueldo», le pían habitualmente. Un daño colateral de su exposición y éxito. Si no es ella quien —legítima, voluntaria y lucrativamente— destripa su intimidad, son otros los que se encargan de teclearla.
Por norma general, esto nos importa más bien poco. La prensa rosa es esa clase de subproducto que habita en un plano inferior que no nos compete ni interpela, porque no va dirigido a nosotros, lectores del New Yorker y Reader’s Digest. Bazofia de consumo en peluquerías, una nadería que sabemos infecta, que alimenta las pulsiones morbosas y voyeristas de «esa clase de personas» que nunca somos nosotros. El roserío puede ser muchas cosas (basura intelectual, entretenimiento vulgar, evasión inofensiva) pero hay algo que jamás será: relevante. ¿No sería absurdo atribuirle influencia a algo que apenas el 7 % de los españoles dicen consumir? (1)
No. En estos casos —y en la mayoría— «seguir la pista del dinero» deja pocos cabos sueltos: las cuatro cabeceras líderes de este género (Pronto, Hola!, Lecturas y Diez Minutos) (2) venden siete millones de ejemplares semanalmente y la inversión publicitaria en sus páginas no es precisamente exigua. La denominada «prensa seria» ha incorporado, engordado y revalorizado este tipo de contenidos durante los últimos años en sus secciones de «Gente» o «Sociedad», confiriéndole un espacio progresivamente más destacado. Y así otra serie de datos (desde la hemorragia de clics hasta el auge de los portales exclusivos) que nos confrontan con esa evidencia cuya fealdad cuesta asimilar: la prensa rosa influye, y mucho, en nuestra sociedad. No gozará de prestigio, pero infravalorar su impacto es un mezquino ejercicio de wishful thinking. Consignar la explotación de la intimidad de «los famosos» exclusivamente a reductos televisivos, a polígrafos o realities, implica atender solo a la parte más obscena y circense de un negocio que goza de una excelente salud también en su vertiente escrita. Es negarle una entidad que, nos guste o no, posee.
Ese predicamento e influencia no sale gratis. La repetición sistemática de unas imágenes, unos titulares y unos valores hace que la realidad sea percibida según aquellos patrones propuestos. «Los medios de comunicación no son ya aquellos viejos espejos de los que se decía que reflejaban la realidad, sino que son auténticos constructores de la misma», apoya la periodista Juana Gallego, directora del Observatorio de Igualdad de la Universidad Autónoma de Barcelona. Lleva años investigando el papel y evolución de esta prensa, originalmente concebida como «prensa para mujeres», centrada en la esfera de lo privado. Y ha corroborado la intuición: que tampoco en la pulpa rosa, las mujeres y los hombres disfrutan del mismo trato. Ni respeto.
Gallego bromea sobre qué ocurriría si un extraterrestre aterrizase en nuestro país y lo primero que viera fuera un quiosco de prensa rosa. Deduciría dos cosas fundamentales: que se trata, sin duda, de un país tropical, «por lo ligeritas de ropa que van todas las modelos que aparecen en portada», y que las mujeres se mueren a los treinta y cinco.
Y añadamos una más: que la mujer, en medio siglo, ha evolucionado más bien poco.
Mujeres congeladas en el tiempo
Volvamos al inicio. Lo curioso es que la que «actúa por los dictados de corazón de mujer» y la «enamoradiza» son dos personas diferentes. Hijas de distintas épocas, separadas por casi medio siglo de avances y cambios sociales. Epítomes del tránsito de la subordinación a la autonomía de la mujer. La primera era un rostro habitual de lo que entonces se denominaba «crónica de sociedad», de una era en sepia de romances de tonadilleras y toreros que se juntaban y despegaban en una España donde divorciarse no era una opción. La segunda nació con la mujer incorporada al mundo laboral, creció con el aborto despenalizado y como adulta asistió a la aprobación pionera del matrimonio igualitario.
Y, sin embargo, la forma en la que la prensa habla de una y otra es perversamente parecida. El relato de sus vidas privadas y el juicio moralizante es un fenómeno diacrónico.
A la cantante Rocío Jurado, la «mujer que actúa por los dictados de su corazón», como la describían en ese reportaje de la revista Semana de 1968, le reprochaban con nulo disimulo que se fuera a hacer las Américas dejando a su novio en Valencia, «retenido por el trabajo». Se cuestionaba su ambición profesional, se hablaba —con un lirismo entre birrioso y empalagoso— de su aspecto y belleza, de sus «ojos con esencias árabes». De soslayo, se mencionaba su carrera artística tras arrancarle la promesa de que retornaría para, en sus propias palabras, «consagrarme a él».
«Retoma su vida», rezaba el revelador antetítulo del reportaje de La Otra Crónica de El Mundo en diciembre de 2016, donde se calificaba a la actriz y presentadora Ana Milán como «una mujer enamoradiza» que encadenaba amantes un poco al tuntún. Para sustentar semejante afirmación se listaban pormenorizadamente y con sofoco todos los hombres que habían pasado por su alcoba («ahora, es otro hombre —el sexto en diez años— quien comparte su corazón») junto al recordatorio de su edad. Dato que, por cierto, nos ahorraban de ellos. Lo noticioso era que su vida había quedado paralizada con una ruptura amorosa y, tras el barbecho, volvía a vivir. Resurrección obrada, por supuesto, por la aparición de otro señor.
En ambos casos, el juicio moral implícito es similarmente rancio: dos mujeres, profesionales de distintos ámbitos, protagonistas por sus cuestiones sentimentales. Presas de los mismos estereotipos, necesitadas de un hombre para subsistir y conformar su proyecto de vida. «Hay un divorcio importante entre estos medios y la realidad. Parece, a juzgar por la manera en la que se refieren a las mujeres, que todavía sigamos en las mismas historias, con los mismos intereses, como si nada hubiera ocurrido desde hace años. Perpetúan y legitiman unos parámetros que ya no son reales socialmente, están caducos», resalta Juana Gallego. La meta vital es la pareja estable, la vida familiar en detrimento de la profesional. «Sin embargo, la referencia a los hombres es distinta, es siempre más amable y se exaltan otro tipo de cosas», subraya.
No es ninguna lucha de matices ni de sutilezas. Tan grotesca es la desigualdad de trato que hasta el escrutinio más perezoso lo saca a la luz: «Álvaro Muñoz Escassi, el codiciado soltero, el eterno conquistador que por fin ha caído en el redil» (Vanitatis, 4/1/2017). La gruesa lista de parejas del jinete no aparece, pero el currículum sentimental de su futura esposa es escrupulosamente desglosado. «Fernando Alonso y la ex de Valentino Rossi, la pareja del verano» (Abc, 6/07/2016). Aquí, sin embargo, se incluye una referencia a la relación precedente: «Quién iba a decir al asturiano que a una semana de que su ex Lara Álvarez vuelva a España él iba a haber “curado” su corazón con esta bella joven. ¿Qué opinará Lara de esta nueva relación?». Costumbre (la de jocosamente interrogarse sobre cómo se digiere eso de ser «reemplazada» cual mueble) arraigadísima: «Aunque Ana Milán intenta recomponerse, seguramente siempre vienen a su mente recuerdos de su matrimonio con el actor. Además, a pesar de estar separados, seguro que la publicación de unas fotografías en las que a Fernando Guillén se le ve feliz con una joven rubia no han sido del todo de su agrado» (Lecturas, 5/05/2016). Información, no opinión. A sus compañeros varones, sin embargo, se les inunda de buenos deseos: «De su ruptura con Blanca Suárez nos enteramos todos. Miguel Ángel Silvestre (34) se refugió en sus amigos más íntimos y puso tierra de por medio para olvidar —no le ha ido mal el salto a Estados Unidos—. Pobre, ¡qué duras son las separaciones! Nada que no se cure con el tiempo» (El Mundo, 13/02/17).
La plaza del pueblo
«Yo nunca he dado una entrevista que no haya sido sobre mi profesión, y llevo quince años sin parar de trabajar. Pero viene alguien que no conoce más que tu nombre, que nunca se ha tomado un café contigo, te señala con el dedo índice y te pone en la plaza del pueblo», dice Ana Milán. El ejemplo citado no era el primero en el que una «información» de la prensa rosa hacía que se sintiera castigada y juzgada por los aspectos íntimos de su vida personal. Tampoco se estrenaba en eso de ser víctima de mentiras e imprecisiones —han publicado en dos ocasiones la noticia de su muerte y aseguran que celebró una boda que nunca se produjo—. Su caso no es ninguna singularidad. La también actriz Blanca Portillo reconoció (3) que el asunto de la prensa resulta limitante en muchos aspectos de su vida. «Estamos haciendo un país muy barato. Lo que antes era “sociedad” ahora se ha convertido en alquitrán. Los que no somos celebrities, ni vivimos de sentarnos en un Sálvame Deluxe, lo que nos pasa es que cada vez queremos dar menos entrevistas. Porque temes que te la vayan a jugar», explica Milán. Para ella, se trata de una violencia de bajo impacto pero largo alcance: «Sientes que lo que dicen sobre ti supera a tu verdadero patrimonio, que es tu trabajo».
Se trata de algo recurrente, impúdico pero, sobre todo, impune. Y cotidiano. En papel cuché o en píxeles, en medios serios o en tiradas modestas y autodenominadas «gamberras», expelen a diario pseudoinformaciones de este talante, repletas de reproches dirigidos a mujeres por escoger vivir su intimidad de determinada manera. Parapetadas tras lo frívolo, exaltan los valores relacionados con la estabilidad de lo doméstico y lo beato, y desaprueban otros relacionados con la libertad sexual o la autonomía personal. Perlas prejuiciosas, ponzoñosas, que torpedean cualquier avance social de una manera injusta. E hipócrita. «Coloca una lupa en la vida de cualquiera y escríbela, y a ver quién resiste. Porque, ¿quién ha establecido el criterio de que si has salido con más de dos hombres en equis años eres una puta, y con más de cuatro eres una recontraputa? ¿Y que ellos sean unos cracks?», se pregunta Ana Milán. Bajo una capa de pretendida inocuidad, no palpita, sino que aporrea, el mantra apolillado de que ante idénticas circunstancias «el hombre, conquistador; la mujer, una fresca». No por sobado es menos cierto.
La actriz, además, lamenta el origen de estos perdigonazos de veneno rosa. «Desde mi punto de vista y mi experiencia viene de mujeres muy capillitas que señalan con un dedo acusador y que no hacen otra cosa que provocar una lapidación socialmente aceptada en la plaza del pueblo», afirma. Alude a que, en abrumadora mayoría, las artífices de estos contenidos son mujeres: «Es muy desolador porque nadie pone el grito en el cielo porque está escrito por mujeres. Eso lo escribe un tío y se lo han cargado en el minuto dos, no se acepta tan fácilmente. Pero cuando es una de nosotras la que lo escribe queda en que es cosa nuestra», apostilla.
Los datos avalan su sensación. Las redacciones rosas de los diarios y las revistas de prensa específica reflejan una apabullante presencia femenina. Las escalas más altas (dirección y subdirección de cabeceras y secciones) las ostentan varones, pero en el equipo de redacción ellas les superan en número (4). Un estudio de campo (5) llevado a cabo por Juana Gallego lo ratifica, aunque ella maneja una distribución de culpas diferente: «Sí, la mayor parte de quienes firman esas informaciones son mujeres, pero yo no las culpo a ellas. Porque bastante trabajo tienen con tratar de hacerse su propio lugar. No se trata de culpabilizar a las personas que han podido acceder a unos determinados espacios, sino más bien ver las dinámicas que se producen en esos espacios muy masculinizados. Ellas tratan de ser uno más para poder sobrevivir, y asimilan y asumen los mecanismos que ya están establecidos en ese espacio», afirma. Gallego estima que la responsabilidad última recae (o debería recaer) en los máximos directivos de dichas publicaciones, y añade que, generalmente, en la dinámica periodística las mujeres suelen ver sus propuestas «deslegitimadas por tacharlas de ideológicas». En su experiencia, que el enfoque y el discurso cambie no depende solo de la voluntad que ellas muestran.
El asunto abre un melón delicado, en un terreno escurridizo: el de la cuestión de si en este tipo de periodismo rosa la tendencia a dispensar un trato más amable a los hombres y más despiadado a la mujer se sustenta en las cacareadas teorías de competitividad femenina (6). ¿«Somos nuestras peores enemigas»? ¿Todo parte de un ensañamiento y de una rivalidad entre mujeres o se trata de algo más profundo y arraigado, que requiere algo más que «sororidad»? ¿Es socialmente más aceptable que se inocule este veneno rosa entre mujeres y que a los hombres solo les salpique? ¿Es un bajo instinto o una vileza adquirida? ¿Es inconsciente?
La actriz Leonor Watling considera que «ese grado de crueldad» que se aprecia en las informaciones sobre mujeres escritas por mujeres tiene que ver con algo más profundo. «Yo creo que refleja mucho el monólogo interno que tenemos nosotras mismas. Ese tono virulento que se utiliza se parece mucho a lo que nos decimos cuando nos miramos al espejo. Lo bonito de la hermandad y la sororidad es que es verdad que con las amigas y nuestro entorno somos mucho más compasivas que con nosotras mismas, pero con una desconocida levantamos la veda al mismo nivel que delante de un espejo», apunta. Según esto, la impiedad con la que se producen estos ataques a las mujeres no pretenden socavar al género en sí, sino que proyectan una frustración interna.
Aunque no se siente especialmente agraviada, porque suelen referirse a ella en términos respetuosos («Aunque también me definen como “la mujer de Jorge Drexler y madre de sus hijos”, en lugar de destacar cualquier otra cosa»), opina que la versión del éxito que nos han vendido es en parte culpable de ese veneno. Lo que deviene en una desilusión tóxica: «Hay tanto ruido alrededor, se nos exige tanto, nos han contado una versión del éxito tan imposible… que yo creo que estas revistas son el reverso de la moneda, el fracaso de esa versión del éxito. Es una respuesta a la angustia que tenemos de perfección», dice.
Watling considera que ese discurso del fracaso y el éxito femenino está vinculado como la imagen que se proyecta desde esas mismas páginas. «Cuanto más nos photoshopeamos en las portadas, más salvaje es la versión del fracaso. Durante años nos han contado que las mujeres no tenían celulitis, y de repente hay una especie de festín y carnaval de señalar con un “ARGH” lo fea que sale esta aquí. Igual que el fútbol es un desfogue de nacionalismos, me parece que estas revistas son un desfogue de exigencia. Aunque las víctimas sean siempre mujeres», apunta.
Concluye citando al historiador Yuval Noah Harari, que explicó en Sapiens cómo esa necesidad de hablar sobre la vida de los otros está inscrita en nuestros genes. «Sería buenísimo que saliera una revista con ganas de darnos un poco de espuma y de frivolidad, pero sin tanta maldad y sin un discurso tan machista. Pero es un problema capitalista: las revistas venden millones de ejemplares tal y como están», reflexiona.
El cambio de discurso urge, pero siempre hay margen. Al fin y al cabo, si el extraterrestre aterriza, pasará primero por Estados Unidos y estará entretenido un tiempo. Allí tienen TMZ.
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(1) Según los datos del informe de Reuters sobre la profesión periodística.
(2) Cifras de la Oficina de Justificación de la Difusión.
(3) En su entrevista en Jot Down n.º17.
(4) Según el Informe de la Asociación de la Prensa de Madrid, 2015.
(5) «Producción informativa y transmisión de estereotipos de género en la prensa diaria». Juana Gallego Ayala, Universidad Autónoma de Barcelona.
(6) Hay muchas investigaciones sobre la competitividad femenina. En 2013, la investigadora Tracy Vaillancourt revisó el conjunto de estudios publicados al respecto y descubrió que las mujeres en general muestran una «agresión indirecta» hacia otras mujeres, y que esa agresión es una combinación de mecanismos de «autopromoción» —que las hacen sentirse más atractivas— y «menoscabo de rivales» —que las lleva a ser malintencionadas con otras mujeres—.
Esto tiene que ver más con la «sororidad» que con el heteropatriarcado, como señala Leonor Waitling.
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