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Dos de la tarde, hora de almorzar. Sube la pluma del garaje, un vehículo entra y la mano anónima del conductor, a través de la ventanilla medio abierta, paga al cochero a cambio de una llave. Aparcado en su lugar, un cierre oculta su matrícula. La llave da a un cuarto con cama king size. Nadie ha visto a esa pareja entrar. Es un «hotel de paso».
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Los «hoteles de paso», pleonasmo, es lo que tiene en común el sexo urgente en la Ciudad de México, gratis o de pago, fiel o infiel, en pareja o en grupo, heterosexual o gay. Ninguna asociación del gremio ni instancia gubernamental los reconocen con tal nombre, pero todo el mundo sabe qué significa que le digan «conozco un hotel de paso aquí a la vuelta». Sitios discretos con habitaciones por horas, muchos de ellos moteles, en la periferia o en plena ciudad, de los barrios más bajos a los más altos, desde el equivalente a diez euros hasta cien. Una extensa y cuidada infraestructura para fornicar en cualquier momento del día.
No se busquen cifras oficiales: no las hay. La Secretaría de Turismo del Distrito Federal tiene registrados en total seiscientos veintiséis hoteles, clasificados en categorías que no permiten distinguir si son «de paso» o no. Tampoco hay estadísticas, fuera de los porcentajes de ocupación. Pero he aquí otro hecho tácito que ningún dato desmiente: casi (precaución debida) todos esos hoteles están en manos de gallegos o de sus descendientes. «Paisanos», como se llaman entre ellos. Hijos y nietos de una Galicia olvidada y pobre que se convirtió en la máquina de emigrantes mejor engrasada de España, cuya huella cándida se observa aún en los nombres de muchos establecimientos: Compostela, Fornos, Miño, Finisterre, Vigo, Atlántico, Portonovo, Riazor, Cíes, Orense.
Ourense, donde empieza todo esto.
«¿Tú crees que fue fácil, mija? Pues yo volvería a escoger mi vida otra vez tal como la viví», dice con acentos mezclados Manolo Rial, nacido hace ochenta y tres años en Alén. Su abuelo ya estuvo aquí en el siglo XIX, y luego en Cuba, y luego en Brasil. «Lo traté solo tres meses, en el 49. Fue a Galicia a conocer a sus dos hijos pequeños, que se le casaban, y al llegar le dio enfisema y se murió. Como venía de Brasil, con el frío… Pero me contó muchísimas cosas. Y me dijo: si vas a México no pienses volver, porque en México se echan raíces». Manolo no quería venir a México, sino a Cuba, «pero llegué y estaban todas las provincias en guerra». Era el 4 de diciembre de 1958. En La Habana estuvo dos días: «la guerra», que los libros de historia llamarían Revolución, alcanzó la capital. «Es mejor salir», instaron al capitán de su barco, y zarparon a Veracruz. Él llegó en el Covadonga, pero recita otros buques que hacían la ruta de la corriente del Golfo para la opulenta Transatlántica Española: el Marqués de Comillas, el Guadalupe, el Alfonso XIII. En México tenía parientes. «Tenías que venir con una persona que te reclamaba y era responsable de ti». Con un contrato firmado, aunque casi nadie terminaba trabajando en la fábrica que decía el papel. Cinco años, lo que tardaban en dar la residencia, los pasó en la calle, vendiendo ropa al hombro, tocando de puerta en puerta. «Igual que todos los emigrantes gallegos». Con el tiempo, puso «un negocito de muebles con paisanos» y pudo traerse a su madre, a la que puso un huerto con gallinas para aliviarle la morriña. Ella le había guardado luto a su marido veintidós años antes de saber que estaba vivo. ¿Y eso, Manolo? «Eso no lo puedo contar, por respeto».
Los hombres se iban pero allá quedaban ellas. Novias tristes que matrimoniaban por poderes, casadas que a los dos meses se quedaban sin marido, tías que se convertían en madres de sus sobrinos, hijos que solo veían a sus madres en la ropa comprada con dinero de ultramar. Las «viudas de vivos», siempre de negro. Algunas de sus historias se reflejan en el documental Avión, el pueblo ausente (María y Marcos Hervera, 2012), un ajustado retrato de la diáspora orensana.
En porcentaje de población, fue Boborás el pueblo que más gallegos envió a México. Sin embargo, la fama se la ha llevado Avión, en buena medida por la saga más exitosa que salió de sus casas: los hermanos Mario y Olegario Vázquez Raña, dos de los seis hijos de Venancio y María, que edificaron un emporio mediático, hospitalario y hotelero —al calor del PRI que moldeó a México durante setenta años— sobre la mueblería que abrió su padre en los años cuarenta. Avión es también célebre por los reportajes que las televisiones españolas dedican a las mansiones y los Ferraris que lo inundan cada verano.
En la tertulia a la que me invita una docena de ilustres empresarios emigrantes gallegos, no hablan de esos poderosos apellidos. Fuera de ellos y de las mediáticas vacaciones galaico-mex, los empresarios de la comunidad son comedidos. La de esta emigración es la historia de un éxito inaudito y, sin embargo, a pocos de sus protagonistas les gusta hablar de él.
Reunidos en torno a una mesa en la que se servirá pulpo á feira, jamón serrano, queso, tortilla de patatas y el pescado mejor hecho de todo México, intentan dar con los porqués del hervor que llevó a florecer los hoteles de paso. Mis preguntas son impertinentes. No quieren nombrarlos: «De paso son todos». Al cabo de dos horas, entrados en confianza, recuerdan cierto encantamiento:
—Las mujeres de aquí tienen algo.
—Es que en España era: ¿y de dónde eres?, ¿vienes a las aguas? Y no te contestaban. Aquí la gente habla, es cariñosa.
—El calor influye mucho.
—Llevan el ritmo en la sangre.
La percepción sobre la mujer mexicana no ha cambiado. Second Love, una red social para relaciones extramaritales, hizo públicas a principios de marzo sus estadísticas, que revelaban que, entre sus usuarias, las latinoamericanas son las más activas. México está en segundo lugar, por detrás de Argentina. Los hombres no se quedan atrás: hace cinco años, la farmacéutica Lilly Icos realizó una encuesta global sobre hábitos sexuales que resultó encabezar Portugal y México.
El motel que visito, por ejemplo, en el corazón de un barrio de clase media, es perfecto para mantener el anonimato. Solo queda registro de la matrícula «por motivos de seguridad» y eso les permite también sacar estadísticas. Así es como saben que tienen habituales. ¿Cada cuánto viene el cliente fiel? «Dos o tres veces por semana», cuenta Moi, el encargado desde hace cuatro años, cuando, empujado por la crisis, vino de Sanxenxo. Me enseña algunas habitaciones, rentadas por cinco horas; las sencillas, a cuatrocientos cincuenta pesos (unos veintiún euros al cambio vigente); el jacuzzi, a seiscientos (veintinueve euros). Tienen en común una suerte de escalones acolchados colocados en un rincón a los que llaman «fajódromo» (del mexicanismo fajonear, meterse mano). El dueño, a quien llamaremos don Pedro, nos acompaña en el recorrido. «Solo admitimos parejas», advierte; «si quieren meter a una persona más, pagan extra». ¿Hay swingers, orgías? «No. Hay paisanos que sí se dedican a eso, pero nosotros no somos partidarios. Además, es un desmadre». Entramos a la suite principal (mil quinientos pesos, unos setenta y dos euros, cinco horas). Tiene una piscina de buen tamaño con cascada y jacuzzi, dos fajódromos, un columpio hamaca y dos camas unidas por el respaldo, que forman una pasarela.
—Pero, don Pedro, aquí cabe más de una pareja.
—Bueno, dejamos entrar a dos parejas, tres máximo. Esto lo piden mucho para fiestas de cumpleaños. Puedes venir tú con tus amigas y echar relajo. Tranquilos. O despedidas de soltero, y aquí, en fin… Pero fiestas swinger, no.
Moi ha visto de todo, pero es discreto. Vive con otros tres jóvenes de su edad que vinieron de Galicia al mismo tiempo y trabajan en otros hoteles de los mismos dueños. David, uno de estos chicos, estudiaba para policía nacional en Orense el día que le dijeron: «Las oposiciones son para mediocres. Si quieres ser algo en la vida, tienes que ser empresario. Si vienes conmigo a México, lo serás». No solo cobran un buen sueldo, sino que les pagan el piso en Polanco —uno de los barrios altos de la ciudad—, la comida diaria y el servicio. Si tienen un buen desempeño, me explica don Pedro, los hacen socios del negocio y les van dando porcentajes. «A la vuelta de unos años, estos muchachos ya tienen su propio hotel».
Así funcionó siempre la comunidad gallega en México, por medio de sociedades. Las mueblerías como la de Manolo Rial comenzaron cuando, de ambulantes, pudieron juntar cierto capital y unirse varios compatriotas en una firma. «Generalmente somos un grupo de amigos que nos juntamos. Es muy raro que uno solo sea el único socio de un negocio», explica Rosendo, un empresario gallego que llegó en los años sesenta. Esa es la razón por la que los gallegos tienden a moverse por rubros y oleadas, en bloque. Primero, las tiendas de muebles, después los baños, los hoteles, las cantinas y, desde hace unos quince años, las gasolineras.
Los gallegos tuvieron el olfato para ver que las familias de los barrios más pobres, en la periferia —Coapa, Lindavista, Ciudad Nezahualcóyotl— no tenían crédito en las grandes tiendas departamentales mexicanas de entonces —El Palacio de Hierro, El Puerto de Liverpool— para comprar las cosas más básicas de su casa: un colchón, una cama, un ropero, y comenzaron a venderles muebles a plazo, en letras de cambio que llamaban «abonos». «No solo era negocio sino una especie de labor social», opina Eladio.
El paso hacia los hoteles, asegura Antonio, quien ha organizado la tertulia, fue casual. En la mueblería, «no veías el dinero rápido, porque vendías a dos o tres años; en cambio, veían los cines o los teatros o las cantinas… Lo que buscaban era un negocio de contado». Y así incursionaron en los baños públicos, en las cantinas, en los hoteles.
La intención tampoco era que estos hoteles fueran «de paso». Al principio, aventuran en la mesa, eran «de pasaje»: para viajeros, comerciantes, camioneros. Así, empezaron a proliferar en las inmediaciones de estaciones y mercados, donde muchos siguen estando hoy. «Tenían un luminoso que apagaban cuando se llenaban», recuerda Rosendo de su época joven; «por eso entre la comunidad, si no les iba bien con el negocio, decían: ¿qué estaré haciendo mal, que no apago la luz?».
Hete aquí que la revolución sexual de los sesenta halló a los gallegos regentando hoteles baratos. La efusividad erótica en la calle o los coches estaba prohibida en México merced a la Ley de Faltas a la Moral —derogada en 2006, aunque la actual Ley de Cultura Cívica aún puede penar el exhibicionismo— y los jóvenes sin casar encontraron el lugar idóneo para sus encuentros. No solo ellos. El desarrollo de estos hoteles hacia el «amor» los hizo propicios para la infidelidad y para la prostitución. Eso les dio un aire mayor de clandestinidad, y los hizo blanco de ataques por parte de la Iglesia y los políticos.
En 2009, la Asamblea del Distrito Federal aprobó la Ley de Extinción de Dominio, mediante la cual, si hay indicios de delito en un inmueble —maltrato, prostitución, pederastia—, este se confisca. Varios hoteles de paso del barrio de La Merced, conocido por albergar a las putas más tristes, fueron objeto de redadas y clausurados. Desde entonces, los dueños de este tipo de negocios, en cualquier zona de la ciudad, son extremadamente cuidadosos.
«Nosotros no permitimos prostitución, no permitimos drogas, nada de esto», dice Carlos Dopazo, secretario de la Asociación de Hoteles y Moteles del Valle de México —no se confunda con la Asociación de Hoteles y Moteles de México ni con la Asociación de Hoteles de la Ciudad de México—. La que representa Dopazo agrupa a doscientos veinticinco hoteles de paso, todos de «puro gallego». «Cuidamos mucho a quién asociamos, porque no podemos dar la cara por los que trabajan con ese tipo de cosas». Esta asociación nació, explica, porque en los años setenta y ochenta comenzaron a ser asediados por extorsiones de la policía —conocidas como «mordidas», inconcebibles para el lector español—. «Se funda para hacer fuerza frente a las autoridades, para dejar claro que no tenemos ningún problema legal». Para estar a bien con las correspondientes delegaciones de la ciudad, «hacemos donaciones, ayudamos cuando hay desastres, regalando habitaciones, por ejemplo; es una forma de decirles a las autoridades: yo no doy dinero, pero doy apoyo. Ahorita acabamos de pagar la remodelación de un parque en el centro que estaba infestado de drogadictos».
La unión hace la fuerza. Con este lema se maneja la mayor parte de agrupaciones de viejas firmas gallegas. La más grande de ellas, la Unión Mexicana de Empresarios Gallegos (Umegal), ampara a casi seiscientas empresas, que emplean aproximadamente a unas dieciocho mil personas directas y treinta mil indirectas, según su presidente, Antonio Cortés. Nada mal para los once mil gallegos que tiene registrados en México el Consulado General de España. Cortés nació en México en los años cincuenta, pero habla con acento español.
«El espíritu empresarial del gallego que vino a México siempre ha estado a flor de piel», reflexiona. «El gallego que fue a Argentina, por ejemplo, es diferente. No porque fueran otros gallegos, sino simple y llanamente porque aquel país pedía empleados y México no, porque siempre le ha sobrado mano de obra. Aquí, en los cincuenta y sesenta, ya venías con la mentalidad de montar tu propio negocio con ayuda de los parientes».
Él esquiva la cuestión hotelera recordando la cantidad de rubros empresariales en los que están involucrados los «paisanos» en este país: mueblerías, transportes, hospitales, restaurantes —La Número 1, El Círculo del Sureste, Xel-Ha, Montejo, Bar Antonio, Salón Corona, todos célebres por ser «cantinas mexicanas»— y un dilatado etcétera que llega hasta las gasolineras. Además, insiste, «las nuevas generaciones ya no se están dedicando a ese tipo de hoteles porque dejaron de ser negocio».
David coincide con esta opinión. Tiene treinta y tres años, estudió Ingeniería Industrial y un máster en Dirección de Empresas. Toda su familia se dedicó siempre a la hotelería desde los años sesenta. Cuando murió su padre, en 2006, él se hizo cargo del negocio: nueve hoteles, la mayoría de los cuales nacieron «de paso». David explica que en el medio existe una sobreoferta que ha provocado una guerra de precios brutal. «Hace diez años cobraba doscientos ochenta pesos la habitación [poco más de trece euros] y hoy cobro trescientos diez [unos quince euros], pero es que hay hoteles sobre Calzada de Tlalpan, mucho mejor ubicados, que ahora bajaron sus precios a doscientos diez, doscientos veinte [alrededor de diez euros], más grandes y más nuevos». Al mismo tiempo, advirtió que en México hoy «lo que hay es una sobredemanda de turismo, así que iniciamos el giro. Las nuevas inversiones van sobre turismo y negocios».
Lo malo es que muchos de sus viejos hoteles quedaron en zonas degradadas, como la colonia Doctores. Él se defiende con la relación calidad/precio que ofrece, altamente competitiva. Sus hoteles están en páginas como Expedia o TripAdvisor. «¿Que hay quejas por ruidos extraños en la noche? Pues sí. Pero que también hay muchos a favor por lo barato, también».
A pesar de su juventud, David siguió los pasos de sus antecesores y se casó con una hija de gallegos, como él. «Siempre me consideré buen hijo», se explica, «y tenía muy claro que solo por el coraje que iban a hacer mis padres, tenía que casarme con una gallega. En el Centro Gallego había mil mujeres, ¡alguna me tendría que gustar!». Enumera, divertido, las costumbres que conserva la comunidad: los martes dominó y los viernes baile, en la sucursal del Centro Gallego de la calle Colima; los jueves, cocido gallego en un restaurante en Ticomán; los domingos, al Centro Deportivo de Iztapalapa. «Yo bailé en el cuadro artístico de niños, como todos; era el camino que había que tomar». No falta quien compara a la comunidad gallega de México con la judía o la libanesa. En la endogamia, se parecen más a ellos, aún hoy, que a cualquier otro español emigrante. No digamos a los exiliados de la Guerra Civil. Se dice que los refugiados no se llevaban con los emigrantes, aunque Eladio, del que se burlan sus amigos de tertulia llamándolo el «rojo» por ser el único de familia republicana, asegura que esa enemistad no era tanta. «Ellos nos veían como gatos», me había contado Manolo Rial. «No éramos analfabetos porque sabíamos escribir nuestro nombre, pero tampoco traíamos carrera. No hay que presumir de lo que no hay. Éramos gente de trabajo».
Siempre se juntaron en el Centro Gallego, fundado en 1911, el más antiguo entre los emigrantes ibéricos por detrás del Casino Español, que tiene dos millares de socios. El viernes que visito su sede en Colima hay ensayo del cuadro artístico de niños para la actuación que tendrán nueve días después en el Teatro Metropolitan. El brío de la cultura gallega en México lo demuestran ciento cuarenta chiquillos jugando a gritos y bailando al ritmo de ocho gaitas.
Una de ellas es la de Jaime Rodríguez, cuyo padre que nació en A Coruña. Lleva una pequeña Cruz de Santiago al cuello y como timbre del móvil, Os pinos con gaitas. Me habla de todos los actos en los que participa el Centro, entre ellos, la visita anual al beato gallego Sebastián de Aparicio, cuyo cuerpo incorrupto se conserva en la iglesia de San Francisco, en Puebla, para la que fletan cinco autobuses. También cuenta algo que no sabía: que desde 1954, el Ayuntamiento de Madrid envía por Iberia las primeras rosas que florecen en el Retiro para ofrecerlas a la Virgen de Guadalupe, en señal de hermandad entre México y España. A esa ofrenda también asiste la banda de gaiteros.
Jaime, aparte de tocar la gaita y dedicarse a su negocio pastelero, como ingeniero civil ha ayudado a uno de sus amigos, a quien llamaremos Pablo, a remodelar algunos de sus hoteles de paso. Jaime me acompaña a conocer uno de ellos, cerca del centro de la ciudad, donde Pablo tiene sus oficinas. Nos llaman al piso correspondiente en un ascensor con llave cuya puerta, ahí, es blindada y con mirilla. Pasamos dos puertas más similares hasta llegar al despacho de Pablo. Su escritorio es un Volkswagen Polo rojo. No una réplica, no: un coche convertido en escritorio. Primero lo subieron con una grúa y luego cerraron las paredes de ese último piso añadido. Lo rodean anaqueles con coches en miniatura: ochocientos en total. ¿Cuántos tiene a tamaño real? «No te lo digo porque te espantas», dice Pablo mientras me enseña su «corporativo»: un apartamento con dormitorio, baño, gimnasio, salón con pantalla gigante, barra de bebidas, cocina y despensa particular.
Nada que ver con aquellos gallegos que se ganaron la reputación de tacaños por vivir de mala manera a pesar de haber cosechado una fortuna. «El gallego siempre tuvo fama de aforrador», dice Jaime, «pero es que algunos se pasaron». «Habían sido tan pobres», intercede Pablo, «que cuando agarraron tres centavos les dieron cadena perpetua». Y me cuenta la historia de un tío suyo a cuyo hotel llegaron unos delincuentes y secuestraron al gerente en lugar de a él, porque no creían que el dueño fuera aquel con ropa raída que barría la puerta.
Pablo, que tiene que dejarnos un rato porque está en mitad de una partida de dominó, me presenta a su hijo, a quien llamaremos Javier, de veintiocho años, el verdadero operador del hotel. En su despacho hay quince pantallas donde se ven todos los movimientos del establecimiento —salvo el interior de las habitaciones, se entiende— y un ordenador abierto en un gráfico que muestra la ocupación en estos momentos. Un noventa por ciento, martes a las seis de la tarde.
Calculo que no pasan tres minutos entre la aparición de una pareja y otra. De todas las edades, en un rango, a ojo, entre los veinte y los sesenta. No se ven homosexuales, pero me aseguran que son el público que está teniendo un boom en los últimos tiempos. Hombres y mujeres. «Muchichichísimas mujeres», dice Javier. «Luego hay un señor que viene todos los días con un muchacho distinto». ¿Prostituidos? «Nosotros no tenemos manera de saber si quien llega con alguien se está prostituyendo o no; no pedimos la credencial». Para evitar delitos, en la medida de lo posible, tienen algunas reglas básicas, como no aceptar personas solas. Con ello también evitan los suicidios, moneda corriente en otro tipo de hoteles.
Vuelve Pablo, para enseñarme algunas habitaciones. Acaban de desocupar dos, aún no las limpian. En la primera la cama está sin deshacer, la colcha arrugada apenas; un polvo tímido, pienso. ¿Cuál es la media de ocupación de un cuarto como este? «No pasa de hora y media», responde Pablo. En la segunda han sido más efusivos: tres envoltorios de condones vacíos en la mesilla, olor a pulque en el ambiente. La suite Caribe tiene un jacuzzi, un tubo de stripper y una cama grande a media altura. Junto a los escalones que llevan a ella se encuentra la puerta de un laberinto que esconde dos tatamis en sus recovecos. ¿Y esto? «A la gente le gusta jugar». Así que, ¿están en decadencia los hoteles de paso? Pablo me contesta, claro, a la gallega: «¿Tú ves un negocio en decadencia?»
En mitad de la sobreoferta de la que se quejó David, Pablo y otros hoteleros de paso han decidido ofrecer algo diferente en lugar de seguir abaratando los precios. Para ello, llevan tiempo contratando a diseñadores de prestigio, para renovar sus viejos hoteles y, sin vergüenza, «salir del armario» como «hoteles de amor».
Pionero entre ellos fue Aurelio Vázquez Durán, nada menos que hijo del primogénito de los Vázquez Raña, Aurelio, ya fallecido. Para Aurelio, la clave para modificar la visión de este tipo de negocios fue pensar en el cliente, en lugar de en la competencia, como solían hacer rudimentariamente los «paisanos». «¿El cliente quién es?», discurre. «Es una pareja que viene a pasar unas cuantas horas buscando privacidad y un mundo que no tiene en casa». Así, empezó a experimentar con las luces, los colores, los reflejos. «El hilo conductor fue este: el hotel de paso es para hacer el amor, como el restorán es para comer», sentencia. «Las connotaciones que ha tenido siempre es de ser sucio y maloliente, identificándolo con perversión, con infidelidad, con prostitución… En nuestro estudio lo que pensamos fue en cambiar los valores: que el hotel de paso inspire, que despierte la imaginación y la fantasía, ¡que no te sientas como en casa!». Ya ha remodelado el interior de unos cuarenta negocios de este tipo, Cuore, Pop Life, Kron, Pirámides y Centra2 entre ellos. «Sacamos del closet estos hoteles, quitamos lo pecaminoso y decimos: nos dirigimos a toda persona que tenga una vida sexual activa, lo cual va desde los adolescentes que empiezan con sus primeras experiencias, hasta la tercera edad, pasando por los universitarios, los novios antes de casarse, los matrimonios después de un tiempo para romper la monotonía, los divorciados, los viudos y, paralelamente, las parejas lesbianas, los gays, la prostitución y la infidelidad. Pero esto último es solo un pedazo de todo el abanico».
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Tres y media de la tarde, hora de volver a la oficina. La puerta se cierra, la llave se entrega. Sale el coche y baja la pluma tras él. Los ocupantes, contentos. Con cada uno de ellos, cientos de familias gallegas siguen prosperando.