Sociedad

La sonrisa que derrotó a la mafia

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Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, 1992. Fotografía de Tony Gentile.

Hacía un tiempo que no volvía a Palermo. Lo primero que llama la atención al llegar en avión es ese mar azul, intenso, que acompaña todo el día gracias al recorrido de su litoral que va, grosso modo, de este a oeste y con un generoso sol mediterráneo. Lo segundo más llamativo, personalmente, es el nombre oficial de su aeropuerto: Falcone y Borsellino. Camino de la ciudad, tras diez minutos de autopista, a la derecha, antes de una curva y del desvío de la localidad de Capaci, se observa un monumento marrón, alto, sencillo, institucional. En la parte superior destaca, en color plata, el símbolo de la República Italiana y abajo aparecen cinco nombres. Entre ellos, el de Giovanni Falcone. Por un momento el tiempo se detiene. Pero el camino, al igual que la vida, sigue. Hasta llegar a la capital de Sicilia. Tengo pocos días disponibles antes de volver a Roma, pero me apetece ver algo diferente, que nunca haya visto antes, de Palermo. En el mercado popular de Ballarò hay un chico con un Ape Calessino, vehículo de la marca Piaggio la de la Vespa apto para tres personas. Le pregunto si, por un precio módico, podría enseñarme dos sitios originales de la ciudad. Acordada la cifra, Enrico, de unos veintiocho años, me lleva directamente a la Chiesa del Gesù, al lado de Ballarò, de un barroco abrumador: «Para mí, es la iglesia más bonita de Palermo», opina Enrico. Desde luego, está entre las mejores tres. «¿Me dejas llevarte a un sitio para mí verdaderamente importante?», me pregunta. «Adelante», las guías ya están escritas. Empieza a alejarse del centro histórico, pero no tanto. Al rato, se detiene. Señalando, explica: «Aquí jugaban al fútbol de pequeños los jueces Falcone y Borsellino, la imagen honrada de nuestra ciudad». Me dejó frío, era lo último que me esperaba que dijera. Se detuvo unos segundos y, en el camino de vuelta, dijo la frase que deseaba pronunciar desde que me recogió en Ballarò: «Hoy Palermo es libre porque los jueces Falcone y Borsellino dieron su vida para luchar contra la mafia».

«Falcone» y «Borsellino», en Italia, siempre se pronuncian juntos. Sus muertes, hace veinticinco años, y a distancia de cincuenta y siete días el uno del otro, conmocionaron a toda Italia y a buena parte del mundo. Mientras en España se disfrutaba de la Expo 92 de Sevilla y de la preparación de los primeros JJ. OO. en Barcelona, Italia tendría su momento Miguel Ángel Blanco, si se permite la comparación. Gente en las calles, desesperación, indignación, impotencia. Parecía que todo estaba perdido, que el Estado había sido derrotado, que no podía haber más lágrimas. Que era imposible luchar contra Cosa Nostra, la mafia siciliana. Todo lo contrario.

Finales de los setenta. La mafia no existe, es una «invención de los periodistas y de los jueces» en busca de inspiración narrativa y con sed de juicios, tal como se solía decir públicamente por esas fechas. En aquel entonces Palermo, soleada por fuera, dentro es cada vez más gris. Claro que existe la mafia, de hecho es una de las organizaciones criminales más peligrosas del mundo. Pero nadie la reconoce para no tener problemas, incluso la propia Justicia. Es mejor callar, dado que controla por completo toda Sicilia, tierra en la que se refina el opio procedente del conocido «Triángulo de Oro»: Tailandia, Birmania y Laos. La mafia siciliana también controla el tráfico mundial de heroína. Un negocio multimillonario, que está creando fuertes rivalidades. El clan de los corleoneses está dispuesto a generar una guerra interna contra los palermitanos para tomar el control. En solo cuatro años, dos mil mafiosos morirán en enfrentamientos diarios. La cotidianidad de Palermo es un auténtico campo de batalla.    

En este clima, es cuando el juez instructor Giovanni Falcone, a caballo entre 1979 y 1980, empieza a investigar a un tal Rosario Spatola, un constructor dedicado a blanquear el dinero procedente del tráfico de drogas de la mafia siciliana. Será en ese momento cuando el magistrado descubra la importancia de llevar a cabo reconstrucciones de tipo económico y bancario: se inaugura definitivamente la filosofía investigativa antimafia, resumida en la célebre frase «sigue la pista del dinero». Falcone y sus colaboradores descubren, investigación tras investigación, que no hay algunas o pocas familias que gobiernan Palermo y Sicilia, sino que hay una única organización, con una cúpula dirigente. No hay mafiosos sueltos. Todo está conectado. Empieza a vislumbrarse una determinada idea de lo que luego, más adelante, se entenderá como «mafia».

Falcone entiende que para entrar de forma profunda en un entramado tan complejo hace falta revolucionar el sistema de investigación. No se puede ir delincuente por delincuente, acusado por acusado. Hay que investigar de forma macroscópica y a la vez minuciosa. La idea central es dar un salto cualitativo, donde hay que conectarlo todo, desde el Sudeste Asiático hasta Estados Unidos, pasando por la corrupción interna en las administraciones sicilianas. Para ello se precisa una gran discreción. Por lo pronto, es mejor no fiarse de nadie. Ni de determinados jueces a los que, dicho sea de paso, tampoco les cae muy bien el magistrado antimafia. Al igual que el resto de Palermo, unos lo admiran, otros lo odian. A saber por qué. Por si acaso, Falcone se convierte en uno de los jueces más protegidos de Italia, pasando días enteros trabajando en su búnker. Palermo, poco a poco, también empieza a bloquearse: coches blindados, helicópteros, patrullas. Pero no será una batalla en solitario para el magistrado. A su lado, en todo momento —más cincuenta y siete días– estará el juez y gran amigo Paolo Borsellino.

Años ochenta. Falcone establece contactos con sus homólogos estadounidenses, pero en Italia es un elemento extraño. En el Palacio de Justicia de Palermo no es que tenga precisamente muchos amigos. Algunos lo acusan incluso de ser «un juez estrella» con ganas de fama. Recordemos que, a pie de calle, la mafia «no existe» y conviene negarla para no tener problemas con ella. Y, como es lógico, un juez de tales características es molesto: en Palermo, en Roma, en Italia. Mientras tanto, los atentados siguen: al jefe de Falcone, Chinnici; al capitán de los carabinieri D’Aleo y al delegado del Gobierno, Dalla Chiesa. El nuevo jefe de Falcone, Antonino Caponnetto, está convencido de que los pocos jueces que han hecho de la lucha antimafia su misión vital tienen que trabajar juntos, en un mismo equipo. Nace lo que se conoce periodísticamente como el «pool antimafia».

Julio, 1984. El juez Falcone ha conseguido, por primera vez, romper el silencio y la invencibilidad de un «capo» de la mafia. En una conversación que durará cuarenta y cinco días, el magistrado palermitano interrogará a Tommaso Buscetta: el primer «superarrepentido» de la historia. A solas, en Roma, el mafioso revelará al juez todo lo que sabe acerca de la mafia. Nunca antes se había podido conocer su funcionamiento desde dentro, es la primera «garganta profunda» que rompe con la omertà, la ley del silencio de los mafiosos sicilianos. La novedad de que un boss de su nivel lo detalle todo —y, ante todo, acusándose a sí mismo— provocará, para siempre, un antes y un después en nuestro imaginario colectivo. Para empezar, nada de «mafia»: el auténtico nombre de lo que Falcone está investigando es «Cosa Nostra».

Tommaso Buscetta escoltado en el aeropuerto de Roma-Fiumicino, 1984. Fotografía: Cordon.

Buscetta lanza una advertencia: «Doctor Falcone, no creo que el Estado italiano quiera realmente luchar contra la mafia. Le aviso, después de este interrogatorio usted será una celebridad. Pero intentarán destruirle física y profesionalmente. No lo olvide: la cuenta que ha abierto con Cosa Nostra no se cerrará nunca. Primero tratarán de matarme a mí, pero luego llegará su turno. Hasta que lo consigan. Pero si usted quiere seguir, yo seguiré». Solo Buscetta pudo saber qué mirada le hizo Falcone, antes de seguir firmemente hacia adelante. La ironía sobre un posible asesinato era el día a día de Falcone y Borsellino. Cuentan las crónicas que un día Borsellino fue a visitar a Falcone a su casa y le dijo: «Giovanni, tienes que darme inmediatamente los números de la caja fuerte de tu oficina». «¿Por qué?», le pregunta lógicamente Falcone. «Cuando te maten, ¿cómo la abrimos?». Y empezaron a reírse.

¿Pero por qué Buscetta decidió convertirse en el primer gran arrepentido de la historia? Técnicamente, tal como él mismo explicó una vez, no quería ser definido como un «arrepentido» de mafia, sino un «mafioso» que iba a contarlo todo porque se había infringido el «código de honor» de Cosa Nostra. Puso un ejemplo concreto que ilustraba esa suerte de «lealtad mafiosa»: «En los años sesenta, tenía mis rivales. Y sus hijos iban normalmente al colegio con los míos. Mis rivales y yo podíamos morir en cualquier momento, pero nuestros hijos quedaban siempre fuera». Sin embargo, a Buscetta le diezmarán la familia: dos hijos, el yerno, un hermano, un cuñado y un sobrino; entre otros.

Hay una gran conexión, en lo no verbal, entre Falcone y Buscetta. Ambos son sicilianos y palermitanos, algo determinante para entenderse a base de miradas, gestos y silencios que lo cuentan todo. Como dice un antiguo refrán siciliano: ’A megghiu parola è chidda ca ‘un si dici («la mejor palabra es aquella que no se dice»). La forma de hablar mafiosa es de por sí un mensaje y una forma de ejercer el poder. Un lenguaje que Falcone leerá a la perfección y transcribirá con tinta verde, a mano, en más de trescientos folios. Don Masino le explicará a Falcone que, en aquel momento, hay dos facciones principales: por un lado, la mafia tradicional, la aristocrática, la palermitana. Por el otro, la «terrorista», la de los mafiosos de Corleone, la asaltante, la encabezada por Totò Riina, la Bestia, fugitivo desde 1969 y jefe de Cosa Nostra desde 1982. Cierto es que Falcone, antes de entrevistar a Buscetta, ya conocía muchísimo acerca de la mafia. Pero ahora estaba cruzando materialmente la frontera hacia lo desconocido. Llevando consigo las claves de lectura.

Tres meses después, en el Tribunal de Palermo hay ya más de setecientos imputados, más de cuatrocientos delitos y alrededor de ciento veinte homicidios. Se trata de un trabajo inquisitorio de demasiada envergadura, lo cual demuestra la necesaria visión macroscópica que Falcone defendía desde sus inicios: tratar la mafia como un corpus único. ¿Por qué no hacerlo también judicialmente? Surge así la revolucionaria idea del maxiprocesso, el superjuicio a Cosa Nostra como si se tratara de una sola persona. Una auténtica obra de arte de ingeniería judicial. Que arranca en febrero de 1986.

Palermo se paraliza. El mundo, como espectador. Era la primera vez que la mafia, como ente, tenía que responder ante gravísimas acusaciones por parte del Estado italiano. Era increíble que cuatrocientos setenta y cinco mafiosos estuvieran reunidos en las treinta celdas del supertribunal, el «búnker», en el interior de la cárcel de Palermo. La mafia, curiosamente, en un contexto de doble guerra abierta —interna, entre familias, y externa, contra el Estado— no reaccionará con asesinatos. La idea era crear una calma aparente para no comprometer el destino de los acusados. Al año siguiente, en 1987, tras sesiones interminables y escenas surrealistas donde los acusados fingían incluso dolores repentinos, el maxiprocesso concluirá con diecinueve cadenas perpetuas y más de 2665 años de cárcel repartidos entre trescientos cuarenta y un imputados. El maxiprocesso es la victoria definitiva de Falcone y Borsellino, quienes habían argumentado, desde siempre, la existencia de la mafia. Y habían demostrado que luchar contra ella sí que era posible.  

Sin embargo, en cuestión de poco tiempo, a Falcone le cortarán las alas. Es demasiado famoso, demasiado aplicado, demasiado honesto. Tan incorruptible que empieza a ser molesto, incluso peligroso para algunos. Así pues, irritante para los envidiosos e incómodo para sus detractores: «¿A qué aspira realmente Falcone? ¿No le es suficiente todo lo que ha conseguido en el superjuicio?», piensan muchos de sus colegas tanto en Roma como en Palermo. Todo apunta a que sea él el nuevo jefe del pool antimafia. Sin embargo, el Consejo General del Poder Judicial italiano no solo no lo designa como tal, sino que elige a un nuevo jefe con el objetivo de que trocee la lucha antimafia en una veintena de investigaciones, dando así un salto atrás de casi diez años. Dos castigos en uno, por si acaso Falcone tuviera ganas de seguir luchando. En pocas semanas, el pool antimafia dejará de existir. A Falcone, por otro lado, ni siquiera le dejarán entrar en el CGPJ italiano. Mientras tanto, el clima de Palermo no es el mismo, ya no se respira la euforia del maxiprocesso, hay un gran deseo de normalidad. Falcone tiene que dejar su amada y odiada Palermo.

1991. Falcone acepta el cargo de director general de Asuntos Penales en el Ministerio de Justicia. A muchos amigos les sienta como una traición, una suerte de acercamiento al establishment romano. Sin embargo, sintiéndose solo tanto en Sicilia como en Roma, consigue preparar igualmente un paquete normativo antimafia relativo a la protección de los arrepentidos, el endurecimiento de la cárcel para los capos y la confiscación de los bienes sustraídos a la mafia. Así pues, Falcone, quien ya no puede investigar, está generando instrumentos para quien todavía puede hacerlo. En la visión de la Cosa Nostra dirigida por Totó Riina, quien desde luego no es partidario de una pax mafiosa, Falcone sigue siendo un enemigo y hay que frenarlo con una demostración de fuerza. La mafia está viviendo una fase crítica, en la que tiene que recobrar credibilidad tras el maxiprocesso y debe recomponer una imagen. Hay que recuperar la hegemonía. Como sea.

La sentencia de muerte para Falcone y Borsellino llegará en enero de 1992, cuando el Tribunal Supremo italiano confirma lo sentenciado en el maxiprocesso: no hay más posibilidades de recurso. Para Falcone es el principio del fin. Y es consciente de ello: «Cosa Nostra no olvida. Es una pantera feroz, con la memoria de un elefante», dijo el juez en su última entrevista al diario italiano La Repubblica. Matarlo en Roma es demasiado sencillo, por eso el capo dei capi, el fugitivo Totò Riina, quiere que sus futuros asesinos, entre ellos Giovanni Brusca, vuelvan otra vez a Palermo para terminar con su vida mediante una espectacular acción militar.

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Búnker de la cárcel dell’Ucciardone durante el maxiprocesso contra la mafia, 1986. Fotografía: DP.

Son exactamente las 17 horas, 56 minutos y 48 segundos del 23 de mayo de 1992. El Instituto Nacional de Geofísica y Vulcanología italiano ha registrado un «pequeño evento sísmico» con epicentro cerca de la localidad de Capaci, a unos cinco kilómetros del Aeropuerto de Palermo. El juez antimafia Giovanni Falcone, su esposa, Francesca Morvillo, y sus escoltas, Antonio Montinaro, Vito Schifani y Rocco Dicillo, perdían la vida ante la detonación de quinientos kilos de explosivo situados debajo de la autopista, justo antes de la curva que, hacia la izquierda, lleva al desvío del pueblo Capaci. El cráter será de unos 15 metros de diámetro y de 3,5 metros de profundidad. Paolo Borsellino, consciente de que sería «el próximo», fallecerá en Palermo el 19 de julio de 1992, cincuenta y siete días después, tras la explosión de un coche bomba en Via D’Amelio, donde vivía su madre. Totò Riina pasa a ser el enemigo número uno y será detenido seis meses más tarde.

Tras la muerte de Falcone y Borsellino, sin embargo, nada será igual. Incluso para la propia Cosa Nostra. Esta pudo observar cómo el pueblo siciliano, tras el asesinato de los dos jueces antimafia, dejó de tener miedo. Porque como decía el propio Paolo Borsellino: «Quien tiene miedo muere todos los días. Quien no lo tiene muere solo una vez». El símbolo de esa liberación fue Rosaria Schifani, viuda del escolta de Falcone, quien, en el funeral televisado de las víctimas de Capaci, entre lágrimas, pronunció: «Pido que se haga justicia. Me dirijo a los hombres de la mafia, que también están aquí [en la iglesia], y que desde luego no son cristianos. Sabed que hay posibilidad de perdón para vosotros, pero os tenéis que arrodillar… si tenéis la valentía de cambiar. Pero ellos no cambian [lágrimas]… no van a cambiar». Así pues, la muerte de Falcone y Borsellino, por un lado, representará la desolación más total. Pero inexplicablemente, por el otro, será el símbolo de una liberación. Ante tanta muerte, por absurdo que parezca, ya nadie tenía miedo a la mafia. Por eso, 1992 fue el principio de su fin.

Veinticinco años después, se ha hablado mucho de la posibilidad de un pacto entre el Estado y Cosa Nostra, sin ir nunca más allá con pruebas concretas. ¿Cómo pudieron gestarse esos atentados con tanta precisión? ¿Cómo podían saber que Falcone y Borsellino pasarían exactamente por ese lugar y en ese momento? Es posible que haya habido conversaciones entre el Estado y la mafia, con el objetivo de parar los atentados, lo cual es inadmisible. Ha habido arrepentidos de la mafia, pero nunca del Estado. Veinticinco años después, la clase dirigente italiana habla siempre bien de Falcone y Borsellino. A menudo se llena la boca vaciando de significado las palabras de ambos jueces antimafia. No obstante, en la gente, en la cultura popular, su legado permanece en el día a día. Con o sin retórica política.  

La fotografía más conocida de los dos jueces, juntos y sonrientes, fue fruto de una casualidad. La imagen, que encabeza este reportaje, captada el 27 de marzo de 1992, fue obra del entonces joven reportero Tony Gentile, de veintiocho años. En aquel momento colaboraba con el diario Giornale Di Sicilia, y su jefe le envió a un debate en el que participaban tanto Giovanni Falcone como Paolo Borsellino. Fue y sacó la foto, sin más. Una imagen de tantas, de hecho fue descartada porque se necesitaba una con todos los ponentes. Gentile no sabía que, pocos meses más tarde, se convertiría en la imagen de la lucha contra la mafia. Pero llegó el 19 de julio de 1992, tras el atentado a Borsellino. El fotógrafo envió la fotografía a su agencia en Roma y a la mañana siguiente la vio publicada en las principales portadas italianas. En cuestión de días, dio la vuelta al mundo. Hace unas semanas, cuando se cumplían los veinticinco años de la imagen, Tony Gentile explicó: «Entendí que la fotografía se había convertido en un símbolo cuando la vi en los carteles y en las sábanas colgando de las ventanas de miles de sicilianos que estaban dispuestos a reaccionar. De alguna manera, ha sido una imagen revolucionaria: estábamos acostumbrados a ver fotografías de cadáveres. Sin embargo, por primera vez, la muerte se asociaba a dos personas vivas, serenas, sonrientes».

Hoy, por suerte, la mafia siciliana ya no es lo que era. No significa que no exista, ni muchísimo menos. Sino que ha mutado, se ha sofisticado, prefiere la ingeniería financiera a la violencia. Actúa sin armas: «La esencia de la actividad mafiosa hoy se centra en la corrupción», explica en Roma a Jot Down Franco Roberti, el procurador jefe de la lucha antimafia en Italia, desde la sede de la Dirección Nacional Antimafia (DNA). «Las organizaciones son más líquidas, menos estructuradas. En Cosa Nostra, por ejemplo, ya no hay líderes como en los tiempos de Totò Riina; y tampoco los hay en la Camorra napolitana ni en la ‘Ndrangheta calabresa». Lo que sí es cierto es que, no obstante, la mirada hoy está puesta en Nápoles: «Desgraciadamente la Camorra es la más violenta», apunta Roberti. «Históricamente, aunque sea triste admitirlo, la relación entre el Estado y la Camorra era de tolerancia siempre que ello implicara un cierto orden público. Los camorristas evitaban disparar con tal de no llamar la atención del Estado», algo que por cierto se remite a más de un siglo y medio atrás: «El desarrollo de las mafias italianas», divulga el jefe italiano antimafia, «hay que asociarlo a una pésima Unificación de Italia en 1861. Los mafiosos eran ampliamente tolerados como elementos útiles para mantener el orden público». Y añade: «Este equilibrio se rompe en los años ochenta, cuando el Estado interviene contra la Camorra. Hoy, muchos territorios son controlados por bandas de camorristas muy jóvenes y muy violentos, porque necesitan afirmarse frente a los viejos mafiosos». Roberti destaca el hecho de que «la mafia puede condicionar la vida pública en la medida en la que consigue estar en la Administración, en cualquier nivel. Lo cual no ocurre solo en Italia, pero aquí nos hemos dado cuenta porque hay una historia mafiosa de siglos. También hay mafia en otros países, pero se actúa como si no existiera».

La mafia no es algo intrínsecamente italiano, sino intrínsecamente humano: esta es la clave. Las mafias transalpinas, en el último siglo y medio, no han hecho más que sistematizar el crimen organizado a través de un sistema de familias, en el sur de Italia. Sin embargo, la mafia entra en acción siempre que se prefiera lo deshonesto a lo honesto, en cualquier parte del mundo: «El problema de una mafia líquida es que penetra de forma menos violenta y más fácil en la economía legal; vertiendo capitales procedentes, por ejemplo, del tráfico de drogas. Usa la corrupción para posicionarse en los sistemas administrativos y económicos aparentemente legales. Hoy las mafias disparan menos, pero corrompen más», explica el magistrado Franco Roberti. Así pues, la «actitud mafiosa» puede estar a la vuelta de la esquina: en un vecino deshonesto, en una oficina deshonesta, en una empresa deshonesta, en un policía deshonesto, en un amigo deshonesto, en un Estado deshonesto, en un hospital deshonesto, en un partido deshonesto, en un Gobierno deshonesto, en un comerciante deshonesto, en un periodista deshonesto, en un médico deshonesto, en un político deshonesto, en un profesor deshonesto, en el pensamiento de todo ciudadano deshonesto.

Lo de la violencia, tan cinematográfica cuanto real, es tan solo un plus de coacción. La «mentalidad mafiosa» opera, incluso sin armas, en el momento el que llamas a un amigo que resuelve algo por ti a cambio de algo. Esa fue la gran lucha de Falcone y Borsellino, tanto judicial como, sobre todo, cultural. Murieron creyendo en ello. La mafia existe y penetra cuando el Estado mira para otro lado. El dramaturgo austriaco Bertolt Brecht decía que era desgraciado «el país que necesita héroes» y, de ser cierto, entonces hay héroes necesarios. Héroes que nos confirman, de forma universal y ahistórica, que los honestos y los buenos son la misma cosa. Falcone y Borsellino —sin olvidar a Chinnici, Giuliano, Basile, D’Aleo, Terranova, Francese, Dalla Chiesa, Cassarà y otros cientos de nombres de una larguísima lista— siguieron adelante sin mirar atrás, y a contrarreloj, conociendo con certeza su destino. Pero ni Palermo, ni Sicilia, ni Italia los han olvidado. Una pancarta tras los atentados resume, todavía hoy, debajo de la fotografía de Tony Gentile, un concepto eterno: «No los habéis matado. Sus ideas caminan sobre nuestras piernas». Veinticinco años después, sus ideas viajan también, por las calles de Ballaró, sobre las ruedas de la moto de Enrico.

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Manifestación de la Agende Rosse, Roma, 2009. Fotografía: Santino Patanè (CC).

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2 Comentarios

  1. Pingback: La sonrisa que derrotó a la mafia – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  2. Artículo Finch

    Afortunadamente, pese a los intereses políticos, económicos y de poder en general que condicionan nuestras vidas, el recuerdo de figuras como Falcone y Borsellino nos ayudan a creer en la justicia, la honradez y la dignidad del ser humano. Gracias por este gran artículo.

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