En lugar de los costurones y cicatrices de la guerra, lo que me llamó la atención cuando pasé por Sarajevo la última vez fueron las manchas negras en el edificio de la presidencia del Gobierno. Durante los disturbios de febrero de 2014, los manifestantes lo habían intentado quemar, como ya había ocurrido en Tuzla días antes, por los despidos derivados de la privatización de unas empresas. Era la gota que colmaba el vaso en aquel momento, pero son veinte años de abusos y corrupción de una clase política basada en el nepotismo, mientras la población soporta niveles de paro por encima del 40%. Bosnia se ha comido el poscomunismo, la posguerra, la reconversión industrial y las privatizaciones en el contexto de la crisis global y ahora también política en Europa.
Borja Lasheras, director del European Council On Foreign Relations Madrid y que trabajó con la OSCE en ese país, ha publicado Bosnia en el limbo, un libro que trata la compleja realidad del país balcánico que peor parado salió de las guerras de desintegración de Yugoslavia. Es un ensayo cuyo interés reside en algo muy complicado de encontrar en estos días de efervescencia y packs ideológicos: dudas. Todo ello después de haber pasado años en el valle del Drina, entre otras cosas, en el seguimiento a tareas de apertura de fosas comunes. En su día, aunque la atención se centrara durante el conflicto en Sarajevo y después en Srebrenica, en esta región fue donde ocurrieron las matanzas más crueles.
La cuestión más compleja que abordan estas páginas son las relativas a memoria y posguerra. En el libro, Lasheras explica los efectos que tuvieron las medidas de restitución. Por ejemplo, a la hora de devolver las propiedades arrebatadas durante el conflicto, unas doscientas treinta mil, se alcanzó esta cifra en gran medida, pero los propietarios que las recuperaron las revendieron muchas veces, según el autor, «pensando en pasar página y no en sus raíces, pues sus lugares de origen habían cambiado dramáticamente con la limpieza étnica, y otros volvían solo en periodo vacacional».
Lasheras explica el caso que conoció de primera mano de una familia que ocupó propiedades porque antes les habían arrebatado las suyas. Eran serbios que habían entrado en la antigua casa de una familia musulmana, refugiados durante la guerra en Canadá. La opción del legítimo propietario solo era vendérsela por un precio simbólico, puesto que de no poder pagarlo se irían a otra casa abandonada y porque, en realidad, a los ocupantes no podían devolverles su piso anterior en Sarajevo, ocupado a su vez por otros desconocidos. La consecuencia es obvia: la separación entre comunidades nacionales es cada vez mayor con el paso de los años. En este caso, geográfica. Pero también es mental. Las dos entidades están separadas solo por carteles, las comunidades por distancias más evidentes.
Un caso paradigmático de esta división lo encontramos en Mostar. Un reportaje de Televisión Española, del programa En Portada, dirigido por José Antonio Guardiola, ponía de manifiesto la proliferación de cruces gigantescas que hay en la región. Una afirmación religiosa de identidad que siempre se hace frente a otro. Aquí, frente al vecino. En esta ciudad, dividida entre croatas católicos y musulmanes, separados por un famoso puente, reconstruido tras la guerra, como el de Foca, las torres del campanario de las iglesias y los minaretes de las mezquitas, como mostró el documental español, están sobredimensionados para las proporciones de la ciudad en tamaño y en número.
Al finalizar el conflicto, los retornados prefirieron regresar a núcleos urbano o áreas rurales aisladas donde eran mayoría. No se volvió a la situación anterior. Lasheras explica: «Con los años, la realidad sobre el terreno se alejó cada vez más de la diseñada por abogados y diplomáticos en la lejana base norteamericana de Dayton». Al final, solo han regresado muy pocas personas a sus antiguos hogares y, algunas de ellas, ancianos que querían morir en su lugar de origen.
No hay apenas reconciliación. Y, según me explica Lasheras, salvo una serie de movimientos de la sociedad civil y algún gesto político simbólico sin continuidad, no parece que se hayan planteado muchas alternativas viables para que la hubiera durante los últimos veinte años: «David Rieff habla de la tiranía de la memoria, no es exactamente partidario de hacer carta blanca, pero tampoco de que las generaciones actuales paguen por los pecados de las anteriores. Tony Judt ya dijo en su libro Postguerra que en Alemania en el 45 era necesario olvidar para seguir, pero que las fracturas que eso dejaba por debajo volverían a salir. La diferencia con Bosnia es que se mezclan un exceso de énfasis en la guerra por intereses políticos y religiosos, pero también cierta amnesia, porque los chavales de ahora no tienen apenas memoria ni de la guerra ni de Yugoslavia y no existe una visión compartida de lo que ocurrió, es todo tergiversación. En mi libro están más o menos todas las posturas. Gente que ha decidido olvidar, pero no por la amnesia, recuerdan lo que les ocurrió a ellos y a su familia, aunque prefieren seguir adelante sin vivir encadenados a los hechos del pasado. Otros, con un punto de vista igual de legítimo, sostienen que da igual la etnia o el grupo nacional, que una violación, por ejemplo, siempre es una violación y no puede quedar impune».
El problema es que en este delicado contexto, las maquinarias de poder de los partidos políticos sacan provecho tirando por lo bajo. Algo que no es excepcional de Bosnia, precisamente. Acabamos de ver en Macedonia que el Gobierno, que ha sido apoyado por partidos albaneses, se niega a ceder su puesto a una coalición de partidos por ese motivo, porque están dentro los albaneses.
También en Bosnia, cuando los poderes clave se ven amenazados por cualquier atisbo de oposición por cuestiones políticas normales u ordinarias, como por ejemplo los casos de corrupción, los políticos recurren a la victimización nacionalista: «La apelación tribal es una forma de manipulación, en el caso de Bosnia ha servido fundamentalmente para consolidar tu propio grupo político si hay oposición; movilizar una base que también es clientelar, y que por tanto depende de los recursos que tú les proporciones, y sofocando cualquier atisbo de oposición. Izetbegović, miembro bosniaco de la presidencia tripartita del país, lo hace en su entidad y Dodik, el serbio, en la suya. Es algo que sirve a los intereses políticos diarios en los que vive la élite política bosnia y perjudica enormemente al país», comenta Lasheras.
Esas bases clientelares son también una de las causas fundamentales del descontento y el estancamiento del país. La stela es el término bosnio para la red de contactos y favores personales que mueve trabajos y promoción profesional. Consiste en que, por ejemplo, que el trabajo de tu hijo depende de tu amistad con un amigo en la empresa que pertenece a equis partido. Según los datos que aporta el libro, una de cada dos familias bosnias dependen de la stela. Es decir, la mitad de la población no está interesada en cambios que amenacen el sistema en el que se basa su subsistencia. Es, por tanto, un desincentivo para cambios democráticos y el progreso, pues el tejido políticamente activo y, en fin, los que no tienen acceso a la stela, son los que votan con los pies. Es decir, se van del país. Así es difícil que se cohesione una oposición al sistema actual. Para el autor, «la verdadera tragedia de bosnia es que la población ha caído en una mezcla de apatía política y supervivencia, no creen que las cosas puedan cambiar y tampoco están dispuestos a probarlo mucho». Un chiste bosnio dice así: «¿Sabes por qué no hay sexo en los edificios del Gobierno? Porque son todos hermanos».
Ahora, en las zonas bosniacas proliferan las mezquitas. Se da un tratamiento sensacionalista a su aparición, aunque muchas veces sean de financiación turca o árabe, porque en realidad también los locales muchas veces las ven con recelo o apatía, informa Lasheras, ya que están mayoritariamente más preocupados por las necesidades sociales que por la religión: «En los enclaves apartados y despoblados, sus orgullosas banderas verdes ondean al viento en el exterior, pero su interior está vacío de fieles y los que acuden están en el ocaso de sus vidas». Lo que sí es cierto es que la sobredimensión de la influencia exterior, ya sea turca, árabe o la de Putin, no existe de forma gratuita. Para amplios sectores sociales son un referente por una razón sencilla, me cuenta el autor, porque la Unión Europea no está diseñada para dar una respuesta emocional a la ansiedad indentitaria y social de nuestros tiempos..
La presencia de la Unión Europea en Balcanes, tanto en la balanza comercial como en la conjunto de inversiones, es mucho mayor que la de cualquier otro país. Sin embargo, la narrativa que proyecta Rusia es mucho más convincente para los serbios de Bosnia, o en Serbia, Montenegro o Macedonia, que la de Bruselas. Al igual que ocurre con otras naciones musulmanas. Según Lasheras: «La UE está en crisis y eso se proyecta en la región, al mismo tiempo a Putin le basta con decir “Yo os protegeré”, porque es un mensaje claro y que cala en determinados grupos sociales, especialmente en sectores nacionalistas y ultranacionalistas, lo hace muy bien y con muchos menos recursos, apoyado con una propaganda activa y vínculos personales con las élites. La UE en cambio ofrece mensajes muy abstractos, de “buen gobierno”, de “infraestructuras, o instituciones sometidas a derecho”, podemos decir que en crisis el problema de la UE es que no es suficientemente populista y el mensaje emocional, aunque sea irracional, es importante en estos tiempos. En Serbia se quiere entrar en la UE porque existe la percepción de que les irá mejor, lo mismo que en Albania se percibe que dentro de la UE habrá control sobre sus élites, pero al mismo tiempo, esa UE es identificada como contemporizadora con las élites corruptas de Montenegro o con el sistema de poder de Kosovo. La UE está en un dilema constantemente, mientras que luego esas élites locales le echan la culpa de las políticas que tienen que llevar a cabo si son duras o difunden el concepto ruso de Gayropa cuando no quieren hacer lo que se les exige para alcanzar mejores estándares democráticos».
Sin embargo, en ciertos aspectos, el comportamiento de estas clases dirigentes es en buena parte consecuencia de los acuerdos a los que llegó la propia comunidad internacional para poner fin a la guerra, rémoras para el desarrollo de un sistema democrático completo. Para el autor, «la comunidad internacional tiene preferencia por los acuerdos de reparto de poder y los aplican como una biblia. Establecen sistemas de cuotas y vetos excluyentes entre los grupos nacionales y a menudo lo que logran con eso es empoderar a las mismas clases dirigentes que crearon el conflicto étnico para justificar sus políticas extractivas, la apropiación de infraestructuras y bienes estatales. Estos acuerdos les perpetúan en el poder, les identifican con las instituciones del Estado y se consagra el acuerdo que lo permite como la referencia que hay que defender, pero ese reparto de poder etnonacionalista es su propia trampa para establecer una cultura democrática duradera».
Durante su experiencia en Bosnia, Lasheras vivió muchos fracasos de la burocracia estatal e internacional que relata en la obra. Con la asistencia sanitaria, al encontrar que muchos de los residentes musulmanes en áreas aisladas de la Republika Srpska (la región serbia del país) de Bosnia conservaban la residencia en la Federación (la región croatomusulmana) por, entre otros motivos, conservar el acceso a un sistema de pensiones más beneficioso. A cambio, no tenían sanidad cubierta en el otro lado. Su equipo logró que se restauraran las visitas de médicos a algunas de estas poblaciones apartadas, mayormente habitadas por personas en la tercera edad, pero a través de un acuerdo transitorio que no sobrevivió al paso del tiempo, a la marcha de mediadores entre ambas comunidades. Tampoco vio esos años que se cerraran de forma sostenida los Centros Colectivos de Retorno, donde vivían los desplazados en la guerra que no habían podido regresar a sus hogares de origen. Las condiciones de vida son precarias en estos lugares. Una solución temporal tomada en el caos del final del conflicto, se convirtió en algo permanente.
Lasheras participó en la elaboración de informes para el cierre definitivo de estos centros y la creación de soluciones a sus internos, pero los progresos han sido todavía más bien escasos. «Entre el laberinto de la inconsciente comunidad internacional y las cortapisas del limbo bosnio, la triste realidad es que no pocos de sus habitantes se quedan por el camino y terminan muriendo allí dentro». Perfecta imagen simbólica del limbo en el que se encuentra el país a más de veinte años del final de la guerra.
Cuántas cosas familiares; corruptos apelando a conceptos tribales, nacionales o clientelares para victimizarse, población adormecida por lazos clientelares.
El dilema de pasar página y reconciliarse o de abrir fosas y buscar venganza (o justicia).
Lo racional y lo posible frente al mensaje simplón pero eficaz en encender corazones del populismo…lo fácil q resulta prometer un cielo y lo difícil q resulta cuadrar los números…malditas matemáticas
El paso atrás de una sociedad plural convertida en cenizas por dirigentes corruptos, populistas y nacionalistas.
Todo demasiado familiar. Dan ganas de coger las maletas y marcharse a Canadá como los musulmanes del artículo
Yo estuve en Bosnia en 2002 y sinceramente ya se veía poco arreglo. De todos modos, volví sorprendido que no hayan empezado aún a darse palos. La república Sprska, em las zonas rurales, andaba anclada aún en el siglo XVIII, era hasta sorprendente. Yo he tenido a dos paisanos mirando fijamente cómo comíamos mi mujer y yo, si hubiésemos sido extraterrestres no nos habrían mirado diferente. Sarajevo, en cambio, era una ciudad vital, interesante y bonita, aunque llena de gente traumatizada de por vida.
Si comparas una zona rural con una capital, vas a tener esa sensación en cualquier lugar de los Balcanes. Yo he viajado mucho por allí (en Sarajevo y Mostar he estado 2 veces en concreto, aunque la primera en 2009) y tanto en Serbia, Bosnia, Macedonia pasa lo mismo. En Albania es peor todavía en las zonas montañosas del Norte. Aunque en realidad en el Cáucaso es parecido. Las grandes ciudades no se diferencian mucho de una ciudad occidental en muchos aspectos, en cuanto a la forma de vida y mentalidad de la gente. Pero el mundo rural está muy atrasado. Algunos pensarán que aquí también, pero la diferencia es enorme.
La gente de los Balcanes es muy simpática e increíblemente hospitalaria por otra parte, y yo siempre me he sentido a gusto allí. Pero lo único que da mucha inquietud en Bosnia es ver banderas por todas partes, por la carretera sabes cuando llegas a zona croata cuando empiezas a ver banderas de Croacia, en ciudades como Trebinje hay banderas de la Republika Srprska por todas partes – ninguna del Estado. Y todo está en cirílico, no como en Serbia, donde se usan ambos alfabetos bastante indistintamente.
Una cosa que no se menciona en el artículo es que Dayton dio por buena la limpieza étnica, ya que la distribución del territorio entre las dos entidades correspondía al mapa «étnico» de 1995, no al de 1991. Entonces habría sido imposible montar dos entidades basadas en sentimientos identitarios claramente separadas, claro.
Con Tito vivían mejor, mucho mejor. Ahora son marionetas de Putin (el primo de Zumosol) o de las monarquías del Golfo. Mientras tanto, la Unión Europea derrochando dinero para nada.