Estados Unidos, década de 1950, un gato detective. Detrás de Blacksad (Norma, 2000-2013), una de las series de cómic más exitosas de los últimos tiempos, se esconde el guionista Juan Díaz Canales (Madrid, 1972), a quien desde que debutara en esto de la historieta no le han parado de llover los reconocimientos, destacando el Premio Eisner en 2013 y el Premio Nacional del Cómic en 2014, ambos conseguidos de la mano del dibujante Juanjo Guarnido, su pareja de baile en la citada serie. Como guionista, su último reto ha sido enfrentarse ni más ni menos que al mismísimo Corto Maltés de Hugo Pratt, devuelto a la vida por él y Rubén Pellejero en 2015, también con notable éxito. Acaba de publicar Como viaja el agua (Astiberri, 2016), su primera obra integral.
Formado en el mundo de la animación, conocer la brillante trayectoria de Díaz Canales quizás sirva para vislumbrar que estamos viviendo una nueva edad de oro dentro del cómic en España, forjada gracias al surgimiento de jóvenes guionistas y dibujantes que, como él, han encontrado un lugar de prestigio en el mercado internacional. Aprovechamos pues esta entrevista para repasar no solo su carrera artística, sino también para tratar de comprender las claves del éxito de esta nueva hornada de talentosos historietistas españoles, reflexionando por el camino sobre los premios y los prejuicios, el cine y la novela negra, los dibujos animados y las series de televisión y, cómo no, las insalvables diferencias existentes entre la industria del cómic en Francia y en España.
Por su alta presencia y reconocimiento internacional, algunos medios consideran que estamos viviendo una nueva era dorada dentro del cómic español. ¿Es una exageración o tiene algo de sustancia esta afirmación?
Es una exageración basada en una cierta sustancia [risas]. Al final todo depende de con qué lo compares. Si comparas la situación actual con la década de 1990, que para el cómic patrio fue nefasta, sí que podemos decir que estamos viviendo un momento dulce. En aquellos años noventa comenzaron a hundirse las últimas revistas, como El Víbora o Cimoc, y el cómic desapareció de los quioscos, no teniendo apenas presencia en las librerías. Hubo realmente una travesía por el desierto, por lo menos hasta el año 2000, cuando se produjo cierto relevo generacional gracias a la aparición de jóvenes lectores y lectoras que se habían criado con el cómic manga, que ha sido un fenómeno fundamental para la revitalización del medio.
Ahora, con la entrada del cómic en las librerías generalistas, tenemos una mayor visibilidad en los medios, acompañada además de cierto reconocimiento no solo a nivel nacional sino internacional. Han surgido también fenómenos editoriales importantes, que han trascendido el reducido ámbito del aficionado al cómic, como es el caso de Paco Roca. Así que, sí, es para estar contentos con la situación actual, pero eso no quiere decir que tengamos una industria saneada, porque la realidad es que muy pocos profesionales se pueden dedicar exclusivamente al cómic. Por otro lado se sigue leyendo muy poco en España. Aquí se lee mucho menos que en otros países europeos de nuestro entorno. Queda todavía por hacer.
Dentro de esta nueva edad dorada del cómic en España, ¿a qué compañeros de generación destacarías?
Me resulta muy difícil contestarte a esa pregunta. Primero, porque dar nombres es siempre delicado y, segundo, porque una cosa muy buena que tiene el mundo del cómic en España es que es bastante intergeneracional. Por ponerte un ejemplo muy evidente: como sabes, ahora mismo estoy trabajando con Rubén Pellejero en las nuevas aventuras de Corto Maltés. A Rubén, que es mayor que yo, lo leía siendo un adolescente, era un admirador suyo, y ahora somos compañeros. Encima, tenemos una química muy especial, mucha afinidad. No es que quiera esquivar tu pregunta, pero lo cierto es que me cuesta establecer categorías generacionales.
¿Tan tensa está la cosa entre vosotros?
Para nada [risas]. Como en cualquier colectivo humano, existen las rencillas, pero yo, que vengo del mundo de la animación, te puedo decir que la convivencia en el mundo del cómic es en comparación mucho más fluida. Como te decía antes, se generan muchas afinidades entre profesionales de distintas generaciones, entre gente que hace cosas completamente diferentes. En Madrid, los autores que vivimos aquí tenemos la sana costumbre de reunirnos de vez en cuando, y si vas a cualquiera de esas reuniones verás que viene gente de todo tipo: gente que trabaja para el mercado norteamericano, gente que trabaja para el mercado europeo, gente que se relaciona más con el cómic de autor, y no hay ningún tipo de prejuicio que nos separe a unos de otros. Ten en cuenta que somos gente que trabaja en casa. Este es un trabajo muy solitario, así que en los pocos ratos que tenemos para convivir intentas que la cosa vaya bien.
Se nos quejaba hace poco Blanca Berasátegui, la directora de El Cultural, de que en España se publica demasiado. ¿Tienes la misma sensación dentro del mundo del cómic?
Es posible, porque el cómic se dirige generalmente a un público muy minoritario y, sin embargo, hay muchísimos títulos en el mercado. Quiero pensar que algún motivo habrá, más allá del puramente económico, para publicar a ese ritmo, porque las cifras de venta, salvo excepciones, suelen ser anecdóticas. No conozco a ningún editor de cómic que tenga un Cadillac ni nada parecido. Así que me imagino que la decisión de publicar tantos títulos tiene más que ver con un voluntarismo idealista por parte de los editores que con una errónea estrategia comercial.
En 2007, quizás a remolque de este boom del que hablamos, se instaura el Premio Nacional del Cómic. ¿Qué opinión te merece este reconocimiento?
Muchas veces renegamos de los premios, empezamos a decir que, bueno, no necesitamos que pongan al cómic a la altura de las demás artes porque es algo que debería ser evidente o porque siempre hay quien legítimamente se siente más cómodo en el terreno de lo minoritario e independiente. Pero en mi opinión sí hace falta y ambas cosas no tienen por qué ser incompatibles. Los gestos son importantes, los símbolos también. El hecho de que desde las instituciones se trate al cómic en igualdad de condiciones respecto a la literatura o las artes plásticas es muy importante, y nos da visibilidad. Lo que pasa es que no es lo único, no basta con eso, porque lo cierto es que siguen existiendo muchos prejuicios todavía por parte del público generalista.
Vicente Molina Foix dijo, de hecho, que el premio era «una disparatada instauración, (…) con el que nuestro Ministerio de Cultura enaltece al dibujante de monigotes con la misma dignidad (y el mismo dinero) que otorga al mejor novelista, poeta o ensayista del año». Si quieres enviarle algún mensajito desde aquí…
No, mensaje ninguno. Tan solo le recomendaría que tuviera la mente más abierta y que se leyera, no digo ya alguna de las obras maestras de referencias clásicas del cómic, sino cualquiera de las grandes obras nacionales que se han publicado en los últimos años. Creo que él mismo acabaría retractándose de esas palabras. Al final todo es una cuestión de prejuicios y de ignorancia. Presuponemos que las personas más cultivadas no los tienen, pero a la vista está que cualquiera puede caer en el error de hacer juicios de valor a la ligera. Y este caso es patente. Aquí Vicente Molina Foix está siendo víctima de un prejuicio sobre un medio que a todas luces desconoce.
De todas formas, la mayor parte del público sigue asociando la palabra «cómic» a lo que leyeron en su infancia, a los tebeos de quiosco y poco más. No tienen más referencias. También muchos lo asocian a las adaptaciones cinematográficas que se han hecho de las historias de superhéroes, incluso sin haber leído esas historias antes. Así que es un problema de formación, de divulgación cultural. Te pongo un ejemplo: al día siguiente de que me dieran el Premio Nacional fui al colegio a recoger a mi hijo. Como había salido en la tele, los otros padres me paraban emocionados y me decían: «Creo que te han dado un premio, ¿no?» [risas]. Lo importante era salir en la tele y recibir un premio, no que tuviera que ver con el cómic.
Entonces, de lo del Premio Eisner ya ni hablamos, ¿no?
Ahí, fíjate, se da otro caso claro de prejuicio: cada vez que se refieren al Premio Eisner se dice que es «el Óscar del cómic». Es una forma de decir: «Esto llegará a ser un día tan bueno como el cine». A ver, yo no es que me escandalice con estas cosas, ni mucho menos, pero son claros ejemplos de que el cómic sigue estando minusvalorado en comparación con otras artes. Es como cuando se popularizó el término de «novela gráfica», que tanta polémica ha traído: que si era bueno o malo, que si se correspondía o no con la realidad, que si buscaba cierta legitimación literaria… Antes se llamaban tebeos, luego cómics, más tarde novela gráfica, ahora incluso hay quien lo llama narrativa dibujada. Nos pasamos la vida buscando términos que le den al cómic cartas de nobleza, y en ese sentido lo de novela gráfica es el último intento, y está bien. No solo no me desagrada, sino que pienso que ha traído muchas cosas buenas. Ha servido para limar ese prejuicio del que hablamos, ha permitido que muchos lectores adultos se acerquen al cómic con otra mentalidad.
Premios nacionales al margen, resulta de lo más llamativo que el talento del cómic español se siga reconociendo más fuera que dentro. ¿A qué crees que se debe este fenómeno?
Siempre hay puntas de lanza que marcan el camino de la visibilidad. Cuando un autor o una obra sobresalen, cuando empiezan a tener eco en los diferentes medios, se convierten en una especie de faro que ilumina todo lo que hay alrededor. Por ejemplo, dentro del cómic norteamericano está Carlos Pacheco, que no solo consiguió publicar en los Estados Unidos, sino que además lo hizo con éxito y de manera brillante, trabajando en las mejores series. Detrás de él, o en paralelo, ha surgido una legión de autores que han brillado también en el mercado norteamericano. Así funciona la cosa.
Ahora parece que es el mercado francés quien más se está fijando en vosotros. Pienso en editoriales como Dargaud o Denöel, que han publicado en los últimos años obras muy exitosas firmadas por españoles.
Sí, pero ahí creo que ha influido mucho una cuestión coyuntural. Cuando nosotros empezamos a idear Blacksad, en esos «oscuros» años noventa de los que te hablaba antes, no quedaba en España ningún sitio donde poder publicar. Estaba cerrando todo. Así que nos tuvimos que ir fuera, y por azar acabamos publicando en Francia.
No es cierto eso de que aquí no se reconozca el talento. Tampoco creo que las editoriales francesas estén buscando específicamente autores españoles, si quieres que te diga la verdad. Ocurre simplemente que el franco-belga es un mercado muy grande. Su industria está muy engrasada, hacen unas tiradas enormes, así que están buscando todo el tiempo productos de calidad que puedan interesar al lector. Pero que seas español o no les da bastante igual, la verdad. Es evidente que existe cierta afinidad cultural que ayuda. Al fin y al cabo somos países vecinos que compartimos mucha historia, pero eso todo. Los historietistas españoles tenemos suerte de que los franceses sean culturalmente tan inquietos. Un español puede publicar allí una obra de corte internacional pero también puede intentarlo con una historia muy de aquí. Mira si no a Kim y Altarriba, que publican directamente en Francia, y sus obras tratan de una realidad muy española. O piensa en Jaime Martín, que publica con Dupuis, y en sus cómics está contando las historias de su padre, de su madre, de la Guerra Civil, de la posguerra. Si estas obras triunfan luego más o menos es por su calidad, no por la temática o la nacionalidad de los autores. Por eso no solo los españoles acabamos trabajando para el mercado franco-belga; también es muy común ver allí publicando a autores italianos, argentinos, brasileños, etc.
¿Por qué hay tanto interés por el cómic en Francia?
Si aquí un cómic tiene una tirada de mil, en Francia la tiene de diez mil. Cuando se dice que los editores españoles no arriesgan, se suele ignorar este dato. No es nada fácil arriesgar cuando tu mercado se mueve en unas cifras de venta tan bajas. El negocio del cómic en España es un negocio de supervivencia, basado en la mayor parte de las ocasiones en el idealismo, en la pura afición. Por eso no son comparables los mercados. Te cuento una anécdota al respecto: en la primera sesión de firmas que hice en Francia, en el festival de Angoulême, que es como sabes la gran feria del cómic europeo, una de las cosas que más me sorprendió fue encontrarme a señoras de setenta años, aficionadas a los tebeos, esperando en la fila para que les firmáramos el libro. Eso, que allí es habitual y que te da una idea de hasta qué punto la afición abarca todas las generaciones y géneros, aquí no pasa.
Pero en España, al igual que en Francia, también ha habido mucha tradición con el tebeo. ¿Por qué nos hemos quedado tan atrás?
La relación de Francia con el cómic es muy singular. No se da en otras partes del mundo. Esas cifras de venta, esa presencia cultural y social que tiene, no se da en otros sitios, excepto quizás en Japón. ¿Por qué? Porque allí se produjo un fenómeno que aquí no se dio, pero que podría haber sucedido. En Francia hubo una generación de autores y lectores que crecieron a la vez. Nosotros partíamos de una situación parecida, con un cómic popular multitudinario, con unas tiradas enormes, que todo el mundo consumía a través del quiosco. Durante décadas, los tebeos, junto a la radio y el cine, fueron la opción número uno de ocio en España. La diferencia está en que en Francia, a partir de la generación del 68, una serie de autores empezaron a interesarse por otras cosas, empezaron a contar historias más adultas, más acordes al signo de los tiempos. Eso pasó allí con Moebius, con Bretécher, con editoriales como Les Humanoïdes Associés y revistas como Métal Hurlant. El público creció con ellos y siguió interesado en lo que hacían. Y aquí hubo un momento de fractura, surgió una «generación perdida» que dejó de estar interesada en los tebeos.
Mi madre y mi padre han leído muchísimos tebeos, forman parte de su acervo cultural. Y yo, de pequeño, también los leía, sobre todo tebeos de quiosco, de Bruguera, tipo el Tío Vivo, Mortadelo, El DDT… El caso es que algo pasó aquí en España mientras que en Francia excepcionalmente se dio esa continuidad de la que te hablaba. ¿El motivo? No lo sé bien. Mi compadre Juanjo Guarnido tiene una teoría que no me parece nada descabellada: según él, fue gracias a la implantación del formato álbum que se pudo dar dicha continuidad. Los álbumes de Tintín y Astérix, por ejemplo, al estar publicados en tapa dura se han conservado mejor en las casas, permitiendo que se hayan ido heredando de generación en generación, mientras que el tebeo de grapa e impreso en papel de mala calidad no perduraba tan bien.
También hay que decir que en Francia han hecho una labor de reconocimiento cultural inmensa, cosa que aquí no se ha dado todavía aunque confío en que se haga. Me parece que autores de la altura de Carlos Giménez, cuya obra, para mí, es patrimonio de la historia del cómic universal, no tienen aún el reconocimiento que merecen y que trasciende el ámbito de los tebeos.
Te has referido antes al mercado franco-belga. ¿Se sigue utilizando esa etiqueta, o las tensiones nacionalistas han desaconsejado su uso?
Sí, se sigue hablando del mercado franco-belga, y de hecho las giras promocionales se dan siempre a caballo entre París y Bruselas. Las mismas editoriales tienen sedes compartidas entre ambos países. Se nos olvida muchas veces que detrás de todo hay una industria, cultural, pero industria al fin y al cabo. Así que todo lo que suponga sumar, vender más, primará ante cualquier cosa. Por encima de cualquier rivalidad nacional, que seguramente exista, está la idea de que la maquinaria funcione. La etiqueta «franco-belga» tiene además ya mucha tradición como para querer romperla por cuestionas políticas. Hubo hace unos años un movimiento empresarial muy polémico, cuando Dargaud, empresa francesa, compró Dupuis, el santo y seña de las editoriales belgas. En aquel momento fue traumático, pero han pasado los años y se ha visto que Média-Participations, el grupo al que pertenece Dargaud, ha respetado bastante la estructura de Dupuis, su sello, su personalidad, su patrimonio, y la vida sigue. No ha habido ningún conflicto nacionalista relevante. Por otro lado, como te comentaba antes, el mercado franco-belga es una especie de meca para los autores de todos los países. En cierta medida, ejerce el papel de mercado paneuropeo.
Hablemos ya de Blacksad. Cuéntame cómo surge el proyecto, cómo conociste a Juanjo Guarnido.
Nos conocimos en Madrid, en nuestro primer trabajo, en un estudio de animación que se llamaba Lápiz Azul. Empezamos los dos a trabajar a la vez. Juanjo venía de Granada, no nos habíamos visto nunca antes, pero fue conocernos y ver que teníamos un montón de pasiones compartidas, entre ellas el cómic. Como nos hicimos amiguetes al instante, siempre tuvimos en mente hacer algo con los tebeos. Te estoy hablando del año 1990, que es cuando nos conocimos. Estuvimos un año trabajando juntos en el estudio de animación, hasta que Juanjo acabó yéndose a Francia porque lo fichó Disney. Aun así, mantuvimos la relación y la idea de hacer algo entre los dos.
¿Desde el principio teníais clara la estética de la serie?
Al principio Blacksad no era más que un par de historias cortas que había hecho yo en los años noventa, en blanco y negro, con la idea de publicarlas en alguna revista. Las mandé a El Víbora, que con muy buen tino las rechazó, porque la verdad es que eran un trabajo bastante amateur. Como te digo eran un experimento que consistía en mezclar un género muy antiguo, como son las fábulas, con otro extremadamente moderno —al fin y al cabo apenas tiene un siglo de vida—, como es el policíaco. La primera historia que hice, que tenía doce páginas, es en esencia Un lugar entre las sombras, el primer volumen de Blacksad. Ahí estaba la historia mucho más resumida, pero a grandes rasgos la trama era la misma.
Juanjo y yo seguíamos dándole vueltas a qué podíamos hacer juntos. Un día le enseñé estas páginas y, en cuanto las vio, dijo: «¡Esto es!». A Juanjo siempre le había apasionado dibujar animales, y el universo que ahí se vislumbraba le resultó muy atractivo. Y a partir de que Juanjo entra en escena, la serie gana en ambición, en el sentido de que nos planteamos el proyecto de otra manera. Como él estaba viviendo en Francia, y yo había visto que aquí había poco que hacer por culpa del desolador panorama de finales de los noventa del que hablábamos antes, nos dijimos: «¿Por qué no lo intentamos mover en el mercado francés?». Es algo que ahora parece muy obvio, pero por entonces desconocíamos completamente cómo funcionaba la cosa. Fue un tiro al azar.
En Francia publicaban sobre todo series de álbumes, así que decidimos que ese sería el formato de nuestro proyecto común. Cuando les enseñas algo a los editores franceses, te dicen: «Esto está muy bien, pero tienes más, ¿no?». Así que eso nos obligó a tener que ir planificando a grandes líneas el universo del personaje. También es cierto que nos divertíamos tanto haciéndolo que no nos supuso ningún problema tener que trabajar así. Decidimos también que lo íbamos a hacer en color, y desde el punto de vista narrativo optamos por situar la acción en un periodo concreto de la historia. Esa decisión fue la guinda del pastel, porque el universo estético de Juanjo, si bien es verdad que tiene bastante de caricatura al mismo tiempo, es muy realista en la recreación de personajes y ambientes, y creo que eso ha sido lo que le ha dado a Blacksad su peculiaridad; es lo que hace que pueda funcionar como una metáfora de la vida real, incluso estando protagonizada por animales.
En el prólogo al primer volumen de Blacksad, Régis Loisel afirma: «Este cómic va a arrasar». ¿Tan claro estaba que la serie iba a ser un éxito?
Qué va, no teníamos ni idea. Para nosotros todo era terra incognita. Además, en ese momento había muy pocos precedentes de españoles publicando en Francia. De nuestra generación estaban José Luis Munuera y Sergio García que habían publicado ya con Dargaud. Y por supuesto los Miguelanxo Prado, Ana Miralles, Daniel Torres, el mismo Rubén Pellejero… en fin, la generación anterior que llevaba ya algunos años trabajando con éxito para editoriales franco-belgas. Pero nosotros no éramos más que unos recién llegados y fuimos descubriendo cómo funcionaba ese mercado sobre la marcha.
De todos modos no hay que olvidar que el cómic, como medio híbrido que es, por donde te entra primero es por los ojos. El dibujo de Juanjo era espectacular, era algo que al momento de verlo lo reconocías como de muchísima calidad. Juanjo había conocido a Régis Loisel trabajando en Disney, y le había enseñado algunas páginas de nuestro Blacksad. Y Régis, al que no le falta ojo puesto que es un gran dibujante, vio al instante que lo que había hecho Juanjo tenía una potencialidad enorme.
Blacksad transcurre en Estados Unidos en la década de 1950. Fraternity, el cómic que hiciste en 2011, está ambientado en la guerra de Secesión. ¿Estamos «americanizados»?
Yo veo la historia y la cultura norteamericana como una suerte de mitología. Es además una mitología que conocemos muy bien, porque para algo son ellos los que mandan política y culturalmente en el mundo y se han encargado de metérnosla por los ojos. Como buenísimos conocedores que somos de esa mitología, acabamos plasmándola de forma natural en nuestros trabajos porque es un territorio donde te encuentras bien y te sirve además para contar mejor tus historias. Es como el wéstern. Cualquier wéstern de la época dorada de Hollywood es tragedia griega pura y dura, y funciona universalmente. Y con el policiaco pasa más o menos lo mismo. Son cajones de sastre perfectos para hablar de algo muy serio, muy profundo, para tratar temas sociales o incluso existencialistas, al mismo tiempo que el envoltorio resulta muy atractivo y digerible para el gran público. Todo esto lo tiene el policiaco, y está íntimamente ligado a esa mitología norteamericana.
Nosotros fuimos a parar ahí de una manera muy natural. El primer Blacksad, el que hice yo, no sucedía en ningún sitio preciso, era un lugar atemporal. Sí que tenía cierto aire de género negro, pero no sucedía en ninguna ciudad concreta. En el momento en el que tomamos la decisión de ambientarlo en los años cincuenta, aquello empezó a coger otra dimensión y a enriquecerse enormemente. Fue ganando en matices, y a mí como escritor me sirvió de mucho.
De todos modos, creo que Blacksad le debe más al cine de los años cincuenta que a la novela policiaca. Por ejemplo, desde un principio quisimos ser poco explícitos en las escenas de violencia o sexo, y ese tratamiento lo traspasamos también a los diálogos. Esa sutileza, esa manera natural de dialogar que tanto se ve ahora en las series de televisión, es algo que quisimos plasmar en Blacksad. Ahora es cierto que por pura posmodernidad está todo mezclado: en cualquier serie de HBO puedes encontrar una gran dosis de sutileza en los diálogos y a los dos minutos comienza la lluvia de «fuck», «bitch» y «cocksuckers». Pero ese tono de decir las cosas de una manera bella y al mismo tiempo escondida, y que lo que se digan te haga pensar incluso cuando están hablando de una aparente trivialidad, toda esa sutileza que había en el cine de los años cincuenta la encuentro muy reivindicable, y es el modelo que seguimos desde el principio en Blacksad.
¿Tienes la percepción de que al guionista de cómic se le sigue valorando menos que al dibujante?
Al guionista se le valora menos, eso es evidente, y tiene una cierta lógica. Injusta, pero lógica al fin y al cabo. Es lo que te comentaba antes: el cómic entra por los ojos, lo primero. Es un medio muy visual, y el reconocimiento al dibujante siempre llega antes que al guionista. El oficio del guionista es un oficio invisible, pero no solo en el cómic, también en el cine o en la televisión. En cualquier sitio donde un guionista esté implicado, él será siempre la persona «que está detrás». Y es injusto, porque un guionista es el tipo que se enfrenta a la nada. Es el tipo que de la nada saca una historia, que para mí es una proeza, lo haga quien lo haga. Por eso creo que, efectivamente, siempre ha existido cierto agravio comparativo.
¿Te verías como guionista de televisión?
La verdad es que no [risas]. He trabajado en el audiovisual y me hago una idea de lo duro que debe de ser trabajar en una serie de televisión del nivel de Mad Men o The Wire. Son además estas dos series un claro ejemplo de lo que te estaba contando antes, de sutileza en los diálogos. En Mad Men creo incluso que van más allá, porque han sido muy arriesgados en la manera en que han estructurado la serie, como si cada capítulo fuera el capítulo de una novela. Porque la serie es eso, una novela, y teniendo en cuenta que el espectador de hoy día quiere que sucedan cosas continuamente, esa decisión estructural fue muy arriesgada y la pasaron con nota. No solo me refiero a nivel evidente de éxito artístico, sino también en lo comercial.
¿No os han llegado ofertas de adaptación de Blacksad?
Los derechos de adaptación los tiene la editorial, y sí que ha habido ofertas. De hecho, durante muchos años, los derechos han estado en manos de un productor francés que ha estado renovándolos hasta hace poco que ha dejado caer la opción. La verdad es que esta es una cuestión que no depende de nosotros. Creo incluso que es un caramelo envenenado, porque entiendo que puede ser muy atractivo tratar de adaptar al cine Blacksad, pero si lo quieres hacer medio bien te va a salir muy caro. Y en animación tres cuartas partes de lo mismo: si quieres ser fiel al estilo gráfico de Juanjo, tan realista, hace falta un presupuesto indecente, y eso frena mucho a los productores.
Háblame de Tridente Animación, la empresa que fundaste en 1996.
Después de trabajar en Lápiz Azul, el estudio en el que conocí a Juanjo, unos cuantos veteranos del equipo —Teresa Valero, Ángel Manuel Martín y Juan Carlos Moreno Cerezo— montamos nuestro propio estudio de animación, Tridente Animación, con sede aquí en Madrid, y nos especializamos en lo que se llama la preproducción: creación de personajes, story boards, layouts… El primer trabajo serio que tuvimos en Lápiz Azul fue la adaptación televisiva de Tintín, la que hizo Canal + en los años noventa, y eso marcó un poco la tónica de nuestro trabajo. Durante muchos años trabajamos en adaptaciones de series y películas de personajes de cómics franco-belgas como Papyrus, Cedric o incluso para la película Astérix y los vikingos. Junto a nuestro estudio hermano, Monigotes, llegamos a tener una estructura estable que daba servicio tanto a productoras extranjeras como españolas. En los últimos años trabajamos para varias películas de Filmax Animation como Nocturna o El Cid y otras ambiciosas producciones nacionales como Los Reyes Magos y El lince perdido.
El estudio tocó techo porque llegó un momento en que el componente tecnológico nos sobrepasó. Nosotros hacíamos animación tradicional, y la aparición del 3D golpeó brutalmente todo el sistema de producción de los dibujos animados. También surgieron multitud de estudios asiáticos, que en general trabajaban con precios mucho más baratos que nosotros, así que acabamos cerrando. Muchos de los que empezaron con nosotros siguen trabajando en animación a un gran nivel, o se han pasado al cómic, como Montse Martín, Gábor o Raúl Arnáiz, por poner algunos ejemplos.
Hoy en día me dedico raramente a la animación y trabajo en casa junto a Teresa Valero, mi talentosa compañera, con la que no solo comparto penas y alegrías, sino también ilusiones y proyectos. Actualmente estamos escribiendo a cuatro manos el guion de un cómic llamado Gentlemind, dibujado por Antonio Lapone y que publicará Dargaud el año que viene.
Vivimos una época de revivals. Todo vuelve, incluso Corto Maltés. ¿Cómo acabas ahí, en un proyecto de semejante envergadura?
De una manera muy directa. La persona que tiene los derechos de Corto Maltés, Patrizia Zanotti, era mi antigua editora italiana de Blacksad. Nos conocíamos profesionalmente desde hacía unos años, de haber coincidido en festivales, etc. Ella sabía de mi absoluta pasión por Corto Maltés. Habíamos hablado incluso de la experiencia de hacer Corto Maltés en dibujos animados, porque en Tridente trabajamos en algunos episodios de la serie de televisión. Toda esta experiencia común la llevó a, cuando se decidió a dar el paso y continuar con la serie, pensar en mí como posible guionista. Lo siguiente era buscar pareja artística. Cuando me preguntó, di una serie de nombres, pero el primero de mi lista era Rubén Pellejero. Rubén y yo ya nos conocíamos, habíamos coincidido en algunos festivales de cómic y nos habíamos hecho amigos. Habíamos fantaseado también con hacer algo juntos, así que, cuando me veo con Corto Maltés en las manos, pensé que no existía mejor proyecto para hacer con él y le llamé para proponérselo. A partir de ahí hicimos un pequeño test de tres páginas, para convencer a todos los editores de que éramos los autores adecuados. Hay que tener en cuenta que en el relanzamiento de Corto Maltés están implicados editores de tres países: Italia, Francia y España. Hicimos ese test, superamos la prueba, y ya está.
¿No da un poco de vértigo enfrentarse a un personaje tan popular, tan mitificado?
Sí y no. Me dio vértigo pero durante muy poco tiempo [risas]. En el oficio artístico, en general, hay que arriesgar, porque no tienes para nada asegurado que las cosas vayan a funcionar. Y cuanto más arriesgas más posibilidades tienes de hacer algo interesante, que merezca la pena, aun a riesgo de equivocarte. Así que en mi inconsciencia realmente no dudé. Cuando me llamó Patrizia dije que sí inmediatamente. Solo se vive una vez, ¿no? [risas].
En esta historia hay también un componente afectivo importante, emocional: si me hubieran propuesto cualquier otro personaje, me lo hubiera pensado más, pero es que a Corto me lo sé de memoria, porque forma parte de mi formación artística y personal. Empecé a leerlo en la adolescencia y me ha aportado mucho. Eso juega a tu favor, no es solo el reto profesional. Es Corto Maltés quien está en tus manos, tu viejo amigo. Cuando me preguntan: «¿Cómo te enfrentas a un tótem como Corto Maltés?». Es que para mí no tiene ese halo sagrado que le dan algunos. Es al revés. Para mí es un personaje de lo más cercano. Todos tenemos una relación afectiva con las cosas que nos han marcado, con aquellas que nos hablan de tú a tú y nos tocan la fibra sensible. Se trata de una relación que perdura una vez que cierras un libro o terminas de ver una película. Tú sigues metido en la ensoñación, recordando lo que acabas de ver e imaginándote lo que podría pasar después. Entonces, cuando me preguntan «¿Cómo te atreves a contar historias nuevas de Corto Maltés?», no es que me atreva yo, es que eso es algo que hemos hecho todos. Todos los lectores de Corto Maltés han fantaseado con eso. Todos han pensado en cómo molaría saber qué le sucede al personaje durante la Guerra Civil española. Todo el mundo tiene sus fantasías, solo que yo tengo la inmensa fortuna de tener los medios y la oportunidad para plasmarlas en un cómic. Y lo hago de mil amores.
¿A qué se debe esa cercanía con Corto Maltés?
Un valor que yo reconozco en Hugo Pratt, y que me parece que he recogido en mis historias, es la posibilidad que tiene una obra para llevarte a otras. Yo en la adolescencia flipé mucho con Corto Maltés, y gracias a eso empecé a indagar en todo lo que le gustaba a Hugo Pratt, en sus referencias. Y llegué a esa literatura de viajes tipo Jack London, Joseph Conrad o Stevenson, que hoy en día me parece todavía muy moderna y actual.
Si esas obras tienen tanta vigencia es porque la aproximación que hacen a la narrativa es muy parecida a lo que hablábamos antes de la sutileza en las series de televisión: son escritores que en apariencia te están contando una peripecia, un viaje a un lugar exótico lleno de acción y acontecimientos emocionantes, dramáticos incluso, pero en el fondo lo que te están ofreciendo es una reflexión profunda y lúcida sobre la condición humana. Esta idea tiene también mucho que ver con el cine de los años cincuenta y con la buena novela policiaca, la firmada por Chandler, Hammett, Cain o Ellroy hoy día. Este tipo de novela es casi existencialista. Si la despojas de la crónica de sucesos que contiene, lo que hace es adentrarse en la mente de los personajes, en los que te puedes reconocer perfectamente. Yo creo que esas han sido las influencias más importantes para mí. En mis años de formación, fueron las que me ayudaron a dar el paso para convertirme en autor.
¿Eres coleccionista de cómics?
No. Soy coleccionista por acumulación, porque tengo muchísimos [risas], pero nunca he tenido ningún afán completista. Si una serie no me gustaba, la dejaba. Tampoco soy de los que guardan los cómics en bolsitas de plástico. Por ejemplo, de Corto Maltés solo le tengo cariño a las ediciones que leí de adolescente, que son las más cutres porque la impresión era de una calidad baja y están ya muy gastadas. No he puesto mucho afán en hacerme con versiones remasterizadas, a pesar de que en la mayor parte de las ocasiones la mejora es evidente. Otro factor importante que juega en contra del coleccionismo es el espacio. Cuando formas parte de una familia numerosa como es mi caso, el espacio es determinante.
El año pasado publicaste tu primera obra integral, Como viaja el agua, en la que haces las veces de guionista y dibujante. Lo primero que llama la atención, habiendo participado en series de corte tan internacional, es que transcurra en un Madrid tan cercano.
Antes hablaba del riesgo, pero ahora me voy a contradecir [risas]. Esta ha sido efectivamente mi primera obra dibujaba por mí mismo, y me ha costado mucho dar ese paso. Para empezar, he tenido que vencer el bloqueo que me producía el haber trabajado tantos años en la animación con tantos estilos artísticos diferentes. Es verdad que los dibujos animados me formaron bastante bien como dibujante, pero desde un punto de vista estilístico al final me salían demasiados padres.
Crear un cómic tú solo es algo completamente diferente, porque tienes que partir de un universo gráfico coherente, en el que las cosas no entren en contradicción con lo que quieres contar, sobre todo porque sería letal para la narración, frenaría por completo la lectura. Y esto a mí me bloqueaba mucho. Cuando empecé a pensar en la historia empecé también a pensar en aquellos elementos que podían hacerme la vida más cómoda, y uno de ellos fue decidir que iba a contar algo que, si bien no iba a ser autobiográfico, porque no pienso que mi vida sea especialmente interesante, al menos me pudiera resultar familiar. Por eso la historia sucede en la ciudad de Madrid, donde vivo, y por eso está ambientada en el presente, con la crisis económica de fondo. Quería también que el registro elegido no entrara en conflicto con el hecho de contar una historia con ciertos tintes policiacos, y también tenía claro que quería dibujarla en blanco y negro. Así que metí todos esos elementos en la coctelera y al final salió Como viaja el agua.
Muy realista todo, pero las ratas hablan en tu cómic.
Ese es un recurso muy común, muy shakesperiano. Sirve para enfrentar al lector a una contradicción: dibujas una situación realista, si quieres incluso sucia o dramática, como puede ser un asesinato, y colocas en ella un fenómeno extraordinario, como son unos animales hablando, además en este caso con mucha coherencia [risas], para el cual no tienes explicación. Es un recurso que me gusta mucho. Cuando tienes una trama lógica, y las tramas policíacas lo suelen ser, porque son pura deducción, me gusta colocar a los personajes en situaciones que no tienen explicación. Lo hicimos en Blacksad, en el tomo que transcurre en Nueva Orleans, enfrentando al personaje a sucesos extraordinarios, mágicos y oníricos que finalmente no acababan resueltos. También Hugo Pratt jugaba de maravilla con estas situaciones. Si quieres, esta idea puede incluso servir como resumen, un tanto simple, de lo que es la vida hoy día. En este mundo tan tecnológico en el que vivimos, en el que se supone que todo tiene una explicación lógica, siempre pasa algo para lo que no tenemos respuesta.
Por ir terminando, recomiéndanos un cómic, el último que te haya deslumbrado.
Homónimos, de Antonio Navarro. Todavía no se ha publicado, pero Norma Editorial lo va a sacar a final de año. He tenido la fortuna de leerlo en primicia y me parece un tebeo extraordinario. Antonio Navarro es un clásico oculto dentro de nuestra historieta, entre otras cosas porque no ha sido muy prolífico. Como en mi caso, ha dedicado la mayor parte de su carrera profesional a los dibujos animados, trabajando para Disney o dirigiendo, por ejemplo, la película de animación Los Reyes Magos.
Un clásico que todo el mundo debería conocer.
Corto Maltés.
¿Y del cine? Me consta que eres un gran cinéfilo.
Sí. Como ya te dije, creo que el cine de los años cincuenta me ha influido más que la novela negra a la hora de crear Blacksad. En este sentido, me viene a la mente Fritz Lang, que hacía unas películas alucinantes, muy potentes. Los sobornados es una película que me deja sobrecogido cada vez que la veo, tanto por el continente como por el contenido. Eso no ha caducado. En un tono diferente te diría La noche del cazador, de Charles Laughton, con la que alucinas igual por su modernidad. Luego tienes El apartamento, de Billy Wilder, que es posiblemente mi película favorita de todos los tiempos. Es un ejemplo de equilibrio perfecto entre drama y comedia. Eso es un clásico: una película que perdura y perdura, que puedes revisar eternamente.
¿Qué futuro te gustaría dibujarle a Juan Díaz Canales?
Muy simple: me gustaría seguir haciendo lo que ya hago. Me siento una persona muy afortunada porque puedo trabajar en lo que me gusta. Así que si de aquí hasta que me muera puedo seguir haciendo lo mismo, que me den lápiz y papel, que me pongo ahora mismo a dibujarlo [risas].
Ah, pues voy a ir a comprarme algo de este chico, a ver si me entero de quién es…
Para mí el cómic norteamericano es el que menos preocupaciones muestra, no se si por eso gusta tanto. Pero concuerdo con Juan, es imposible no hablar con tanto dominio sobre sus historias. Gran entrevista, Fran, me he apuntado muchos nombres para leer.