El odio es negro y el negro combina con todo. «De todo nos cansamos, menos de poner en ridículo a los demás y vanagloriarnos de sus defectos». La frase procede de The Pleasure of Hating, el ensayo que el inglés William Hazlitt publicó en 1826. Se trata de un delicioso alegato a favor de la figura del hater no apto para quienes se rigen por las categorías absolutas del bien y del mal; el odio como un ejercicio estético sobre el que conviene reflexionar, pues no estamos a salvo ni del propio ni del ajeno. Hazlitt venía a decir que cuando el sabueso despierta y comienza la cacería, el corazón jadea y saliva ante el retorno a sus primitivos impulsos, aquellos que escapan del contrato social que apaciguó el descontrol de los hombres. El odio produce un gozo intelectual: nos permite acurrucarnos en los brazos de la hostilidad —un principio del que el ser humano no puede desprenderse— pero sin recurrir a la violencia bruta y ordinaria. La inquina es un divertimento refinado, es la barbarie erudita. Y sí, tiene una función social: el valor de la bilis actúa como formol, nada nos conserva mejor que la misantropía. «No estás muerto cuando dejas de amar, sino de odiar», decía Emil Cioran.
A diferencia del trol, el hater es elegante: ataca a su objetivo con argumentos elocuentes, mientras que el primero se asemeja más a un matón de colegio que destroza a su presa hasta que oye el crujir de los huesos bajo sus pies. Quien odia lo hace con un contoneo grácil y seductor, su discurso es crítico y argumentado —aunque rebatible—. «No es el odio lo que amamos sino el placer de odiar, pues no odia quien quiere, sino quien tiene auténtica madera», apunta Hazlitt. Desde un punto de vista filosófico, este sentimiento podría incluso considerarse el motor que empuja a la sociedad hacia la excelencia: expuestos al escrutinio inmisericorde, tendemos a ser menos acomodadizos en un mundo en el que el animal humano tiene asegurada su supervivencia. El afán de superación y el esfuerzo son mayores si somos objeto de análisis constante. En definitiva, promovería el inconformismo intelectual y la autoexigencia, frente a la indiferencia y el tedio, que nos vuelve holgazanes. «Parecería que la naturaleza se hubiera construido de antipatías, pues sin nada que odiar, perderíamos toda gana de pensar y actuar. La vida se volvería una charca si no la turbaran los intereses que riñen, las pasiones ingobernables de los hombres», señala el ensayista inglés. Sin embargo, el pensador Javier Gomá Lanzón asegura que es el ejemplo positivo el que interpela y obliga a un sujeto a responder de su vida y de sus acciones: «Un compañero de trabajo negligente; un cuñado machista y desagradable; un vecino polémico o ruidoso; un amigo arruinado por su imprudencia: todo esto constituye un universo gratificante porque rehabilita ante los demás mi desmedrada imagen y en todo caso me dignifica por cuanto muestra una variedad de comportamientos reprochables que están ahí delante, próximos y posibles, y que yo, honesto sin alharacas, me abstengo de realizar. Las perspectivas se presentan mucho más sombrías si, por desgracia, nuestro entorno se compone de dechados de virtud: un colega que destaca en su profesión; un cuñado cariñoso y servicial; un vecino cívico que separa la basura en tres coloridas bolsas; un amigo modélico. Este otro universo nos perturba y debilita nuestra posición en el mundo. El mal ejemplo nos absuelve mientras que el bueno nos señala con el dedo». Según la teoría de Gomá Lanzón, es un ungüento para aliviar de manera rápida y fácil la sensación de frustración, pues el talento cercano deja en evidencia frente al resto: «En el odio anida un gran complejo de inferioridad camuflada. Lo difícil, lo milagroso y lo admirable no es odiar —eso lo hace todo el mundo—, sino mantener las fuentes del entusiasmo y el idealismo pese a la abrumadora negatividad de la vida y de una cultura que casi por entero conspira para que se desvanezcan las ilusiones», subraya. El goce que supone abandonarse al lado oscuro, sin embargo, no es incompatible con la perplejidad ética. Tan pronto sentimos resentimiento como arrepentimiento. A menudo nos movemos entre lo mundano y lo sublime, entre lo abyecto y lo divino, sin poder evitarlo.
Igual que sucede con el amor, el odio a primera vista también existe. Despreciar a Shakespeare o a Tiziano es un acto de pedantería, no así al cantante de radiofórmula que rima «pasión» con «corazón» o al escritor plomizo que se convierte en best seller. No, ese escarnio, dicen, es legítimo. Como con la comida que se repite horas después de ingerirla, la presencia excesiva de lo popular y masificado resulta extenuante. El estómago acaba por rebelarse. Es entonces cuando la multitud se reúne con entusiasmo para presenciar la tragedia y la ejecución. Someter a juicio algo o a alguien es fuente de satisfacción inagotable, como explica William Hazlitt: «Hay una afinidad secreta, un ansia por el mal en la mente humana; y se necesita un perverso pero dulce placer por él. El bien en su estado más puro pronto se torna insípido y requiere, entonces, variedad y fuerza. El dolor es agridulce y nunca sacia. El amor se vuelve, con la ayuda de un poco de indulgencia, indiferente o desagradable. Solo el odio es inmortal». Cioran señalaba una ventaja nada desdeñable respecto de la aversión reiterada: llegar a soportar aquello contra lo que se ha arremetido por agotamiento de ese mismo odio.
Sentimientos como la inquina, el resentimiento o la ira están relacionados con el tono general de recelo de la cultura contemporánea, según apunta Gomá Lanzón. «Durante siglos, la cultura fue instrumento de socialización y de mejoramiento virtuoso de la gente. A partir de la crítica marxista, es vista enteramente como forma de dominación de los poderosos sobre los débiles. Estos son llamados a la desconfianza, a la sospecha, a la deconstrucción y al odio frente al sometimiento». Es decir, determinados elementos negativos están alentados en el fondo por un sentido de dignidad ultrajada —de remoción de injusticias—. Si el «buenismo» genera individuos infantilizados incapaces de asumir un fracaso, el cinismo procura que la humanidad no se reboce en la mediocridad pero sí en la eterna insatisfacción.
En 2008, los neurobiólogos Semir Zeki y John Paul Romaya de la University College London publicaron un estudio sobre el circuito cerebral que se activa cuando odiamos. Tal y como sucede con el amor romántico o el maternal, el odio es un sentimiento biológico muy complejo que a lo largo de la historia ha impulsado a los individuos a cometer actos tan heroicos como deleznables, apuntan los científicos. Algunas teorías sostienen que esta emoción ha sido vital para nuestra evolución: gracias a ella, los cazadores no se sentían mal cuando tenían que robar a otros cazadores para poder alimentarse. En el sentido más literal, el odio nos ha mantenido vivos. Para su investigación, Zeki y Romaya estudiaron las partes del cerebro que se activaban y desactivaban cuando los sujetos —diez hombres y siete mujeres— miraban la fotografía de alguien hacia el que tenían sentimientos neutros. Después, cambiaron la imagen por la de alguien a quien despreciaban. Los científicos concluyeron que «todos odiaban igual». Es decir, el circuito cerebral que se ponía en funcionamiento era el mismo en cada uno de los individuos estudiados. Algunas de esas partes, por cierto, también despiertan cuando experimentamos amor. La diferencia fundamental entre ambos es que al amar se apagan partes de la corteza cerebral relacionadas con el juicio y el razonamiento, cosa que no ocurre con el odio. El amor es menos imparcial y no atiende al sentido común.
Friedrich Nietzsche en La genealogía de la moral (1887) relacionaba el odio con la venganza: el primero es resultado del resentimiento de los débiles, la rebelión de los esclavos que odian la moral de los hombres egregios, creadores. Puede que todos alberguemos en nuestro interior un remanente de fragilidad heredada, pero William Hazlitt en su ensayo no hace tantas concesiones; su retrato es más cruel, el esbozo que realiza no deja lugar a la justificación, ni histórica ni moral. «No veo en la criatura maldad alguna; sin embargo, la odio solo de verla», dice sobre la araña que se arrastra por la alfombra de su cuarto. «El espíritu de la malevolencia sobrevive a su ejercicio», añade. Nuestros sentimientos están más relacionados con nuestras pasiones irrefrenables e ilógicas que con nuestra comprensión.
El filósofo griego Empédocles pergeñó una teoría sobre la utilidad del odio y del amor: el primero tiende a romper la unidad que el segundo ha creado —la unión, la fortaleza—, provocando que los elementos separados formen algo nuevo y diferente. El progreso era esto. ¿O nunca se han fijado en cómo el odio une a la gente? No se confíen, el ciclo nunca termina. William Hazlitt se maldecía por haber detestado menos de lo necesario: «Equivocado como he estado en mis esperanzas públicas y personales; calculando lo que harían otros en relación a lo que hago yo y haciéndolo mal; siempre desilusionado de en donde más esperanza había puesto; marioneta de la amistad y monigote del amor, ¿no tengo razón en odiarme y sentir rencor hacia mí mismo? Claro que la tengo, sobre todo por no haber odiado lo suficiente al mundo». Se empieza odiando un libro admirado, un primer amor, una vieja canción de la adolescencia y uno termina aborreciéndose a sí mismo. El desprecio se rumia poco a poco y al final lo que quedan son las heces. Y eso ni es exquisito ni es eterno.
Bueno, pero acaba pasando factura. Decía Buda:
«Aferrarse al odio es como tomar veneno y esperar que la otra persona muera.»
Un ejemplo muy acertado.
placer? si placer en todo caso sería masoquista…
no hay nada peor qe ser un titere d la ira personal
qe precisamente impide ser mas eficaz en la solucion
Otro de los factores a estudiar es el arrepentimiento del que odia, y eso está relacionado con la religión. El modelo católico proporciona ejemplares del «soy malvado, pero solo con algunos, pero Dios me perdona», el cacique que pretende encargarse, además, de tu alma. Te destroza la vida, pero con buena intención, implacable, impasible, porque Dios está de su lado.
Ese perdón interior le da una estabilidad en el tiempo, que le permite hacerlo durante toda su vida, con los peores actos y la mejor de las reputaciones
El arrepentimiento es inherente al ser humano y forma parte de su propia naturaleza, no tiene porque relacionarse con la religión. El que no tenga sentimiento de culpa o arrepentimiento después de haber actuado mal es un psicópata.
El odio destruye el mundo. Antón Chejov
El ensayo de HAZLITT es un excelente ejercicio en el proyecto que más nos interesa: CONOCERNOS A NOSOTROS MISMOS