Septiembre de 2015. La prensa de todo el mundo se hace eco del descubrimiento de una nueva especie humana. Es el Homo naledi, y parece llamado a completar el árbol de la evolución. En una de sus ramas críticas, además, porque el gran reto de la paleoantropología es encontrar aquella especie en que indudablemente comenzara nuestro proceso evolutivo, diferenciado del que tomaron el resto de primates. Una que no tenga rasgos tan primitivos como para parecerse más a los simios que a las características morfológicas de los humanos actuales. Podría ser el naledi. La revelación tiene especial resonancia en los países de habla inglesa, debido al origen de sus descubridores, y a los que han participado en la investigación. Pero también por el modo de revelarlo, como una gran campaña de marketing viral.
El lugar elegido para dar a conocer al nuevo fósil fue el campus de la Universidad de Witwatersrand, Johannesburgo. Es la cuna de la paleoantropología moderna, y se halla cercana a la Cuna de la Humanidad. Una serie de yacimientos fundamentales que han permitido establecer en África nuestro origen, y determinar cómo evolucionamos desde una especie común a monos y hombres. Se invitó a participar en la presentación a la revista eLife, que había publicado el artículo científico sobre el nuevo homínido. También estaba National Geographic, y ese es otro actor fundamental en paleoantropología, pues con una larga historia de publicaciones su revista se hizo eco en el pasado de otras importantes revelaciones sobre fósiles humanos. Es el referente de la divulgación científica en todo el mundo, y de manera más relevante aún en los países anglohablantes. Habían financiado además el costo de la excavación arqueológica en la cueva en que se hallaron los restos.
También tomaron la palabra el rector de la universidad y uno de los ministros sudafricanos. El primero insistiendo en una idea bastante novedosa y fuera de la tradición académica: la de compartir el conocimiento libremente, en lugar de guardarse los fósiles como patrimonio exclusivo para que solo el personal de su universidad pueda estudiarlos. El ministro sudafricano, por su parte, habló de la inversión realizada para que estos hallazgos se conviertan en recurso turístico y fuente de ingresos para la prosperidad del país. Finalmente, tomó la palabra la estrella del día, Lee R. Berger, un paleoantropólogo que suele retratarse con sombrero fedora y cazadora de cuero, emulando la estampa de Indiana Jones. Sin ser una estrella en su campo, descubrió hace años la subespecie homínida Australopithecus africanus, por lo que tenía ya cierta relevancia científica a nivel internacional.
Además de poder ver el rostro de este antepasado humano en la portada de la revista de National Geographic, y contagiarse del entusiasmo general por lo que parece un importante descubrimiento científico, los hechos que se narraron en la presentación parecían muy prometedores. La cueva en que se hallaron es muy singular, ya que hay que acceder al yacimiento por un angosto túnel de unos veinticinco centímetros de diámetro. De hecho, Berger tuvo que reclutar a paleoantropólogos expertos en espeleología que fueran especialmente delgados para poder atravesar ese paso. Debían después descender por una acusada pendiente hasta la cámara en que se hallan los restos, lo que exige cierta preparación física y técnica. La ventaja es que esta morfología de la cueva ha garantizado que los fósiles se hayan mantenido inalterados desde el momento de su muerte. No hubo animales carroñeros consumiendo los cadáveres naledi, ni tampoco presentaban evidencias de canibalismo, o fracturas previas al fallecimiento. En contra de lo que suele ser habitual en fósiles de homínidos tan antiguos, se halló la práctica totalidad del esqueleto de unos dieciocho individuos de ambos sexos, niños, jóvenes y adultos.
La dificultad de acceso y estado de los restos parecen abrir la posibilidad de que los naledi depositaran allí a sus fallecidos, en lo que parece la más temprana ceremonia de enterramiento que conozcamos. En comparación a nosotros eran muy pequeños, por lo que las angosturas de la caverna no les supondrían un problema para llegar hasta allí. Si tal posibilidad se verificara, significaría que las especiales características de la especie humana existieron en nosotros desde nuestros orígenes. Esto es, la conciencia de nosotros mismos, el desarrollo de cultura y ceremonias, y el pleno entendimiento de la muerte, puede que incluso el sentimiento religioso o animista. Y todo en una especie que andaba erguida, podía correr y tenía una dentadura muy similar a la nuestra, además de algunos rasgos primitivos, como las falanges de los dedos curvadas, en lo que parece una adaptación para agarrarse mejor a las ramas de los árboles.
La espectacular presentación de septiembre de 2015 es un modo poco habitual de dar a conocer descubrimientos científicos. La única excepción la hace la NASA, que con un carácter netamente norteamericano procura dar publicidad a sus fotos, al desarrollo de sus misiones o a sus descubrimientos en un intento de mantener el interés de la sociedad estadounidense. Porque ello redunda en más fondos estatales para continuar su labor. Los científicos europeos suelen ver con sospecha esta parte más divulgativa del conocimiento, especialmente cuando no ha sido aún plenamente estudiado por el ámbito académico. Económicamente, las cifras del Homo naledi resultaron ser muy positivas. La revista National Geographic aumentó espectacularmente la venta de sus ejemplares, la Universidad de Witwatersrand recibió más matriculaciones de estudiantes interesados en la paleoantropología, y la parte turística de la Cuna de la Humanidad ha recibido un notable incremento de visitas.
Pero para ser justos, el conseguir estos fines solo fue posible saltándose los métodos habitualmente empleados para dar a conocer un descubrimiento como este. Lee Berger parecía tener más prisa que rigor científico, que es como pueden resumirse las primeras críticas que surgieron contra su estudio de los fósiles de Homo naledi. No había hecho una revisión por pares, esto es, admitido el escrutinio y crítica a su trabajo por científicos de su talla. Algo que suele hacerse antes de la publicación. Contra la revista que eligió, eLife, se arguyó que su criterio de publicación no es excepcionalmente riguroso, a diferencia de la más reconocida Nature. Sus conclusiones sobre que los naledis eran enterrados tampoco resultaba científicamente admisible, ya que las basaba en la forma actual de la cueva, que podría haber cambiado en los millones de años de edad que suponía a los fósiles. Los naledi se parecían mucho al Homo erectus, lo que podía significar no que eran una nueva especie, sino una variación del erectus, homínido suficientemente estudiado y aceptado universalmente. Y lo peor de todo, los fósiles no estaban datados. Las características de la cueva habían lavado el suelo, esto es, desplazado los restos depositados, por lo que no era posible analizarlos para saber la edad de los huesos naledis. Podían tener un par de millones de años, como sugería Berger, o no.
Ni las autoridades sudafricanas, ni la Universidad Witwatersrand, ni el propio Berger dieron ningún paso atrás ante las críticas. De hecho, fuera de la comunidad científica parecía percibirse que todo era el resultado de una guerra de egos. Lee Berger se situaba con este descubrimiento junto a los grandes nombres de la paleontología, aumentando la importancia de sí mismo y de su universidad. Había puesto online, además, los restos fósiles del naledi, para que cualquiera pudiera imprimirlos en 3D y estudiarlos si quería criticar su trabajo. Por tanto las críticas de otros grandes paleontólogos podían esconder cierta envidia por ser desplazados de su posición dominante. En suma, parecía estar siendo víctima de una tradición en su campo científico, que se remontaba al mismo Charles Darwin.
Cuando Darwin publicó El origen del hombre en 1871 comenzaron a aparecer caricaturas en la prensa que le representaban como un mono. Su libro era comprado masivamente por el gran público, pero a la vez la idea de que Dios no había creado al hombre, como narra la Biblia, suscitaba una gran polémica. Hasta la comunidad científica, que se mostraba encantada con la tesis de que la selección natural potenciara unas características frente a otras hasta que prevalecían los individuos más fuertes, se negaba a que eso significara que evolucionaban. Hubo que esperar hasta la década de 1950 y el estudio del ADN para que la totalidad de la teoría de la evolución fuera admitida como verdad científica indiscutible.
Antes de eso, Raymond Dart, considerado el padre de la paleoantropología moderna, había hecho en 1924 un descubrimiento que daba la razón a Darwin, pero tampoco fue aceptado. Su estudio del fósil del Niño de Taung, un australopiteco, le llevó a concluir que en esa especie la columna vertebral no se insertaba en la base del cráneo en diagonal, como en la mayoría de los primates, sino en vertical, como en los humanos. Eso solo es posible en una individuo que camina erguido. Por tanto, acababa de descubrir al más antiguo ancestro humano, datado en 2,5 millones de años. Los científicos británicos, los más relevantes en aquel tiempo en esta disciplina, se negaron a admitirlo con dos objeciones nada científicas. La primera, que Dart no era paleontólogo, sino médico anatomista. La segunda, que el ser humano no podía tener origen en África, esa tierra de primitivas culturas negras, sino en Europa, cuna de la Antigüedad y la civilización. Para demostrarlo tenían además un fósil hallado en tierra británica, el Hombre de Piltdown. En realidad una mezcla de cráneo humano y mandíbula de orangután, pergeñada por alguien empeñado en pasar a la historia, cuya falsedad quedó en evidencia en 1953.
Las tesis de Dart volvieron a ser corroboradas en 1974, y ya de forma definitiva. Un fósil de australopiteco hembra que conservaba los huesos de la cadera evidenció que esa primitiva especie andaba erguida. En honor de la canción «Lucy in the Sky with Diamonds», de los Beatles, que sonaba cuando la encontraron, fue llamada Lucy, nombre que se hizo enormemente popular para las niñas nacidas en esos años. En ese momento además se la consideró la Eva evolutiva, pues según lo que se sabía entonces todos los que existimos teníamos en ella a un antepasado muy lejano. El descubrimiento, eso sí, tardó tres años en admitirse como válido, y todavía hay cierta disensión entre los científicos, porque el australopiteco parece demasiado un mono para que vengamos de él.
Esta primavera la polémica sobre el Homo naledi ha quedado definitivamente zanjada. Por fin han podido datarse los restos, que tienen una antigüedad de apenas 250 000 años. Eso invalida a los naledis como hitos de la evolución humana. Fueron sin duda un primate homínido, y convivieron con otras especies humanas, pero como otras tantas ramas del árbol de la evolución acabaron extinguiéndose sin dejar descendientes. O tal vez no, tal vez sí es antepasado nuestro y se perpetuó mucho tiempo como un fósil viviente. Tenemos un ejemplo en el pez celacanto, surgido hace 400 millones de años, que dio origen a los reptiles y los anfibios, y que sigue viviendo en los mares de nuestros días. Habría que hallar un fósil de naledi parecido al que tenemos con al menos dos millones de años de antigüedad para que las tesis iniciales de Berger fueran válidas. Así que por esta vez el globo se ha desinflado. Quienes criticaron el descubrimiento del naledi mostraban la natural prudencia científica, intentando evitar crear expectativas que no pueden cumplirse, y corroborando siempre las propuestas con experimentos que las demuestren.
Cabe decir, en defensa de científicos como Berger, que la paleoantropología está obligada a construir la totalidad de una ciencia con las piezas de un puzle incompleto. Por importantes que sean los fósiles que conservamos, apenas son cuatro huesos de unas cuantas especies, y arrojan más preguntas que respuestas. Cada nuevo hallazgo obliga a la revisión de los conocimientos establecidos. Y todo ello en sociedades donde prevalece la polémica sobre si fue Dios, o la evolución, quien creó al hombre. En Estados Unidos alrededor de un 44% de su población no cree en la teoría de la evolución, y los creacionistas consiguieron que esta no fuera impartida en muchos colegios e institutos públicos de su nación hasta la década de 1960. En algunos de sus estados, como Texas, sigue causando polémica a día de hoy. Por no hablar de que en los países islámicos es imposible siquiera considerar el estudio de la paleontología, pues según sus leyes supone una herejía.
Todo esto podría llevar a preguntarnos si tiene interés saber de dónde venimos, ya que somos incapaces de coordinarnos como especie para alcanzar una meta común. La paleoantropología ha ayudado a conocernos a nosotros mismos, al demostrar que todas las razas humanas son una única especie con un mismo ADN, y que las diferencias de piel o rasgos son tan poco relevantes como el color de ojos. También ha demostrado que unos antepasados comunes llamados hominoides evolucionaron para ser nosotros, pero también para ser los modernos orangutanes, chimpancés, gorilas y bonobos. Toda una lección de humildad para ese concepto de supremacía de lo humano, que tal sirva para bajarnos los humos, pero que no desterrará la eterna batalla de los egos que libran los científicos que se dedican a este campo.
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Está bien saber de esas batallas que surgen en la «Cuna de la Humanidad» pero habría que empezar por ver las puñaladas que hay dentro de nuestro propio país. Aquí tenemos un grupo que abarca el poder, el laureado núcleo de Atapuerca, cuya aprobación (o no) es la que mantiene vivos los demás proyectos de investigación en la paleoantropología y arqueología española; y el resto, quienes se ven obligados a rendir cuentas y a sufrir las consecuencias de no acatar lo que los «millonarios» de Atapuerca quieren. Entre otros muchos casos, el de Orce es el que se lleva la palma. Si a todo eso le añadimos la falta completa de apoyo por parte de las instituciones y de los políticos tenemos como resultado que solo se investiga en Atapuerca y el resto es la Nada.
Me duele decirlo porque soy andaluz, pero Orce no tiene nada que hacer frente a Atapuerca.
En Orce han descubierto muchos restos fósiles de la fauna del Pleistoceno y un dudoso resto hominido.
«descubrió hace años la subespecie homínida Australopithecus africanus».
El nombre científico de una subespecie se compone de tres elementos, no dos como en el caso de una especie, y generalmente es muy difícil describir subespecies a partir de restos fósiles.
La ciencia se equivoca, pero lo mas importante es se se autocorrige.
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