No hay nada que me guste más de la literatura que su capacidad para producir mitos. Y de todos los evidentes (los molinos de don Quijote y la locura, Moby Dick y la ambición del hombre, los anillos del infierno de Dante y el castigo justo por nuestras vidas), ninguno me seduce más que la calavera de Yorick, una imagen capaz de resumir toda una historia de la literatura.
Cuando una obra es tan popular como lo es Hamlet, en el momento en que el público se sienta en el teatro no acude a ver una representación, sino una actualización del mito. El espectador desea, de una manera consciente o inconsciente, que ese nuevo avatar del relato responda a la imagen idealizada que tiene del mismo. Como consecuencia, cada nuevo montaje de la obra lucha —desde hace siglos, no lo olvidemos— por defenderse a sí mismo como proyecto y a la vez establecer un diálogo satisfactorio con la memoria de cada espectador. La explicación sencilla del fenómeno es que contemplar un clásico en el escenario no se reduce al proceso de (re)conocer sino al de comparar.
En el mundo anglosajón, Hamlet ha despertado un culto tan profundo y perenne que ha inaugurado un aspecto único del teatro: el de las reliquias históricas relacionadas con su representación. La imagen de un actor sobre el escenario extendiendo el brazo y contemplando una calavera ha llegado a ser un icono tan universal que no se alza solamente como una realidad condensada de todo Shakespeare, sino de la magia del teatro en general. Mi fascinación por Hamlet se basa fundamentalmente en la capacidad de la pieza para ser una especie de trompeta de la muerte, de la de ellos y la nuestra. Shakespeare nos enseñó la enorme fuerza que encierran los símbolos: en la obra, Hamlet tendrá que enfrentarse a la muerte cara a cara, y eso es precisamente lo que hace cuando levanta el cráneo y reconoce en él los despojos del bufón Yorick. El valor del hecho es tan importante que el símbolo funciona en realidad como un anticipador del futuro: en las cuencas vacías de la calavera está ya inscrita la muerte del propio Hamlet.
La magia y contradicción del teatro es que es un suceso efímero, y como tal nada de lo que vemos en escena tiene por qué repetirse mañana, al menos de una forma exacta. Luchando contra esa tristeza de lo fugaz que actores y espectadores sienten, las reliquias teatrales actúan como objetos que fijan nuestro recuerdo de esas representaciones, y constituyen una especie de cristalización de lo pasajero. Como un primer ejemplo del fenómeno se encuentra documentado el paso de una espada utilizada para representar Ricardo III que recorrería la historia de los actores ingleses: de Kean a Irving, de Irving a Terry, de Terry a Gielgud, y finalmente de Gielgud a (este nombre ya nos suena) Laurence Olivier. Ya se sabe que el concepto de linaje entre las distintas generaciones de actores siempre ha estado muy presente en el mundo del teatro, y con respecto al honor que corresponde a quien es designado para interpretar a Hamlet la cuestión alcanza proporciones míticas.
Existen otros muchos ejemplos de reliquias teatrales que se transmiten de generación en generación, pero la más preciada en el mundo anglosajón es, por supuesto, la calavera de Yorick. Una de las más curiosas es la que se expone en la biblioteca de la Universidad de Pensilvania, que muestra en su superficie la firma de todos los actores norteamericanos del siglo XIX que representaron Hamlet para la prestigiosa compañía Walnut Street Theatre. Un total de nueve firmas decoran el cráneo, y una de ellas pertenece a Junius Brutus Booth (estarán de acuerdo conmigo en que si uno se llama así está poco menos que predestinado a ser actor), responsable de una de las anécdotas más interesantes sobre la calavera de Yorick. He encontrado dos versiones distintas de la historia, en realidad igualmente atractivas porque uno supone que ambas son igualmente falsas. En la primera, Booth conocería en la cárcel a un ladrón de caballos llamado Fontaine. En sus conversaciones de calabozo este prometería al célebre actor que, una vez muerto, le regalaría su calavera para que en el futuro pudiera representar con ella la gran tragedia de Shakespeare. Pasaron los años y Booth pareció olvidarse completamente de aquella promesa de su compañero de celda, pero no así el ladrón. Un buen día en que Booth desayunaba en un hotel de Louisville, un muchacho de color apareció con una cesta cubierta por una tela blanca. El intérprete supuso al instante que se trataría de flores o fruta ofrecidas por algún admirador, así que aceptó sin más el ofrecimiento del muchacho. Cuando levantó la tela, encontró para su sorpresa la cabeza del ladrón de caballos.
La segunda versión de la historia se encuentra escrita en el libro de memorias de la hija de Junius Brutus Booth, llamada Asia Booth Clarke (1). Las variaciones entre una y otra historia dejan entrever cómo la memoria puede dulcificarse cuando pasa por el tamiz de amor de una hija, y además nos recuerdan que las biografías se escriben para lograr dos efectos: reparar la memoria o atentar contra ella. En la versión de Asia, Booth no conoce al ladrón de caballos estando ambos en el calabozo, sino en una situación mucho más honrosa para el actor. Asia cuenta que algún amigo de su padre le habló de los problemas que este ladrón llamado Fontaine estaba teniendo para encontrar un abogado que le defendiera debidamente. Booth, descrito por su hija como un espíritu tremendamente generoso, le envió un abogado que él mismo costearía. Su buena acción no dio resultado, pues el abogado no pudo hacer nada para evitar que el delincuente fuera ejecutado. Sin embargo, para mostrar su agradecimiento eterno (nunca mejor dicho) el ladrón de caballos dejó escrito en su testamento (o al menos dice la hija de Junius que escribió): «Mi cabeza deberá ser dada, después de la ejecución, al actor Booth, con la condición de que la use en el escenario en Hamlet, y piense cuando la sostenga en sus manos la gratitud que su amabilidad ha despertado en mí».
No resulta fácil probar si Junius Brutus Booth llegó a utilizar la calavera de Fontaine, pero sí se encuentra documentación clara de que el actor dejó en herencia a su hijo una calavera real que había utilizado en algunas de sus representaciones de Hamlet, que bien podría tratarse de la legada por el ladrón. La leyenda de los Booth y Hamlet, lejos de quedar ahí, se amplificó con la llegada de su hijo a escena: Edwin Booth, que así se llamaba su vástago (nacido fuera del matrimonio y, por tanto, medio hermano de Asia), parecía predestinado a encarnar a Hamlet, pues su vida privada no cesaba de ofrecer resonancias de la tragedia shakespeariana. El público encontraba que cuanto le sucedía a Edwin en su vida coincidía con su papel estrella en el escenario, hasta el punto de que en la sociedad de la época circuló una especie de superstición en torno a su figura. La leyenda de Edwin Booth (2) se hizo tan popular que llegó un punto en el que para algunos espectadores Edwin y Hamlet eran un mismo individuo. Las pruebas de tal unión biográfica que se esgrimían eran: la devoción a su padre, que murió muy joven; la muerte prematura de su primera mujer, una joven bellísima; el escándalo de que su hermano John Wilkes asesinara ni más ni menos que al presidente Lincoln, y la locura y muerte repentina de su segunda mujer. Para los cazadores de coincidencias y paradojas de la historia hay un detalle añadido: antes de que su hermano asesinara al presidente Lincoln, ambos hermanos habían aparecido juntos en escena en un montaje de… Julio César, la eterna obra de Shakespeare sobre el magnicidio.
Desde esos días, han sido muchos los fanáticos de Hamlet que han ofrecido su cráneo para tener el honor póstumo de ser Yorick en escena: el propio Dickens dejó huella escrita en 1889 de la historia de un tal John Reed, empleado del prestigioso teatro Walnut Street, que tras muchos años de trabajo en el teatro dejó escrito en su testamento que su cabeza fuera separada del cuerpo y limpiada para su posterior uso por la compañía. El siglo XX también contiene historias de reliquias asociadas con Hamlet: en 1980, un pianista (y superviviente del Holocausto nazi) llamado André Tchaikowsky asistió a una representación de la tragedia a cargo de la Royal Shakespeare Company. La impresión de dicha función le debió acompañar hasta el final de sus días, pues en su lecho de muerte decidió donar su cráneo a la compañía. Sin embargo, Tchaikowsky no contaba con que ningún miembro de la Royal Shakespeare Company compartiera el deseo del pianista de usar una calavera real en los montajes, de manera que el cráneo permaneció en los almacenes durante años sin que nadie mostrara interés en subirlo a escena. El deseo póstumo del pianista estuvo a punto de cumplirse en 1989, pero la compañía no llegó a ponerse de acuerdo sobre las consecuencias éticas del hecho, de modo que la calavera volvió al almacén. Para compensar su decisión, se intentó cumplir a medias con el pianista creando una réplica de la calavera que llegó a usarse en escena. La justicia testamental de Tchaikowsky llegaría bastante más tarde: en 2008 David Tennant (un rostro popular en Gran Bretaña por haber formado parte del elenco de la serie eterna Doctor Who) se atrevió por fin a utilizarla en una nueva producción de la Royal Shakespeare Company, y en aquellos días circuló el rumor de que sintió tal emoción al hacerlo que en una ocasión la calavera se deslizó de sus dedos y golpeó el escenario.
Aunque ya en el siglo XVIII algunos críticos mostraban su descontento por el excesivo culto que público y actores otorgaban a las piezas utilizadas en las representaciones de Hamlet e intentaban avisar de la falta de ética que podía existir en el uso de calaveras reales, su advertencia caía siempre en saco roto, pues su utilización por parte de los actores era casi universal. Hasta el siglo XX, los actores que entraban en la obra de Shakespeare no solamente no tenían ningún problema en utilizar una calavera real, sino que de manera habitual lo preferían. Ha sido la sociedad contemporánea quien nos ha separado de la idea de la muerte, que hoy se asocia normalmente al mal gusto y lo morboso.
Del Close, un actor especializado en la improvisación y la comedia popular, donó su cráneo al Teatro Goodman de Chicago con el mismo deseo que Tchaikowsky. Su obsesión por Hamlet venía de que una vez había representado el papel de Polonio y ganó con él el prestigioso galardón Joseph Jefferson. Su cabeza fue entregada al teatro el 1 de julio de 1999, y la compañía sostuvo durante mucho tiempo que lo utilizaba en sus representaciones. Sin embargo un artículo del Chicago Tribune de julio del 2006 desmontó la historia del cráneo de Del Close y confirmó que la cabeza del actor fue incinerada porque la compañía no pudo encontrar un médico que quisiera limpiarla y dejarla apta para escena.
Aún siendo en realidad la tragedia del autor inglés más cargada de humor y romanticismo, hay tantos embajadores de la muerte en Hamlet que el conjunto de la representación tiene algo de juicio final. El primer aviso de la muerte con el que nos topamos es esa sombra del padre que serpentea por las murallas de Elsinor, informando a quien quiera oírle del crimen que le ha convertido en fantasma. Shakespeare te obliga a que mires a la muerte a los ojos y, más aún, a que establezcas una relación con los difuntos. Sin que te des cuenta, el autor inglés desliza en tu mente la idea de que Yorick pudo haber sido un bufón en el pasado, pero en el presente de Hamlet es un emisario de lo inevitable.
También es algo común a los grandes mitos de la literatura o del cine que permanezcan en el imaginario colectivo entre equívocos, generalizaciones y medias comprensiones. Shakespeare no es inmune a este mal: el primer error habitual del mito es que Hamlet no sostiene la calavera cuando enuncia ese famoso «Ser o no ser», que es por otra parte la línea dramática más difundida de la historia. Lo hace antes, en la primera escena del quinto acto, cuando dice: «Pues, señor, esta calavera es la calavera de Yorick, el bufón del rey». El célebre monólogo de la duda llega a nosotros en la primera escena del tercer acto. Lo que ocurre es que los dos momentos más sugerentes de la pieza han quedado fundidos para todo el mundo por magia de la idolatría y la desmemoria de la pasión. Nunca se han unido en el texto o en el escenario, pero sí en la imaginación de los espectadores que han disfrutado la obra temporada a temporada, siglo a siglo.
Me resulta estimulante la idea de que la tradición de puesta en escena de Hamlet haya generado en los amantes del teatro un bucle externo paralelo al que se crea en la obra, como si la magia de Shakespeare se hubiera extendido a la realidad. En el texto, Hamlet quiere saber a quién han pertenecido los restos que el enterrador extrae de la tierra. Cuando un espectador se sienta en la butaca, el efecto Yorick comienza: el enterrador afirma que la calavera pertenece a Yorick, el bufón de la corte, pero el espectador de la sala puede saber, o ha leído, o le han contado, que perteneció a Tchaikowsky, un pianista que un buen día decidió que quería estar ahí, sobre la mano de Hamlet. O a un ladrón de caballos llamado Fontaine. Quizá la calavera es de Del Close, ese actor de comedias de medio pelo. Y entonces, unos y otros, obedecen a Shakespeare. Dedican un instante a pensar en la muerte.
_______________________________________________________________________
(1) El libro en cuestión se llama Booth Memorials. Passages, Incidents, and Anecdotes in the Life of Junius Brutus Booth (the Elder.) by His Daughter, y la edición que conozco es de Wentworth Press, 2016.
(2) Para encontrar referencias de las reliquias teatrales en el teatro americano del siglo XIX, ha sido importante la lectura de «Yorick’s afterlives: skull properties in performance», artículo de Elizabeth Williamson para The Evergreen State College.
Enhorabuena por el artículo, muy interesante y bien documentado.
Casualidades de la vida, justo anoche vi un fragmento del programa británico QI presentado por Stephen Fry en el que hablan del Hamlet de Tennant y el Yorick de Tchaikovsky en clave de humor. Lo dejo por aquí: https://www.youtube.com/watch?v=DDoyZzD5YNI
Pingback: Yorick, embajador de la muerte – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE