Hace casi medio siglo la televisión cometió su pecado original. Mordió una manzana con veneno suficiente como para que la infección llegara hasta hoy. Fue, como tantos pecados capitales, un desliz. La caída inocente de quien no espera una maldición. Pero la maldición llegó. En directo. Y los espectadores no podían dejar de mirar. Había pasado algo. A partir de ese día encenderían la tele para ver si se repetía aquel momento de estupefacción.
«Me sentaré con cualquiera menos con un comunista o con Gore Vidal». William F. Buckley Jr. había puesto sus odios sobre el tapete. Ni rojos, ni soviéticos, ni el pervertido autor de Myra Breckinridge. Vidal representaba todo lo que el muy respetable y conservador Mr. Buckley aborrecía: un librepensador, libre escribidor, libre sexual, libre bon vivant sin respeto por la ley ni por el orden. Buckley era para Vidal la imagen de lo detestable: un republicano rancio, reprimido y dogmático. Y sin embargo los dos eran lo mismo: las dos caras reflejadas en el espejo de la ideología, cada uno en un lado. Dos intelectuales de educación patricia y verbo desatado, capaces de cortar al rival con el filo de sus argumentos. Una deidad bicéfala que en los sesenta se idolatraba: el intellectual-celebrity. El controversialist. Esa palabra que no se acomoda a una traducción exacta en castellano porque no estamos acostumbrados al cruce de un polemista con el de un pensador.
Ese pensador envuelto en el halo de la fama resultaría ser una especie en vías de extinción, pero en aquellos tiempos en Estados Unidos se trataba de un espécimen floreciente. Noble sin el azul de la sangre pero con mucho gris en las neuronas, delicado piruetista verbal, estrella del saber ansiosa de presumir de rutilancia ante audiencias cegadas de admiración. Fundaban revistas, escribían artículos, discursos de presidenciables, novelas y obras de teatro. Lo mismo triunfaban en Hollywood que en Washington. Y el público quería saber qué pensaban. Aquella América que reflexionaba sobre sí misma, sobre sus jóvenes muertos en Vietnam, aquella América asfixiada por la nube de remordimiento del napalm en aldeas lejanas, aquella América que quería ser imperio, la que exportaba una libertad ilusoria y la que la pedía para dentro de sus fronteras, aquella América que se debatía ansiaba ver debatir a los cerebros más brillantes de su generación. De un lado y de otro. Al muy circunspecto republicano Buckley y al muy liberal demócrata Vidal.
Parecían predestinados a enfrentarse. Eran Sherlock y Moriarty. Lex Luthor y Superman. El Doctor No y 007. Si Buckley había dicho que jamás se sentaría con Vidal, Vidal se jactaba de no desperdiciar la oportunidad de practicar sexo o de aparecer en la televisión. Eran dos antagonistas tan calcados, tan especulares, que en el reto necesariamente se liberaría una energía imposible de contener. La suya sí que era la destrucción mutua asegurada. Deseaban sepultarse bajo un hongo de argumentos, pulsar el botón rojo de aquel maletín que desataría la furia nuclear de sus palabras. Solo hacía falta que una televisión les tentara.
Esa televisión fue la ABC. La hermana modesta de las cadenas potentes. La tercera de las grandes. «Podríamos haber sido la cuarta, pero solo había tres», dice un directivo de entonces. Los contrató para la cobertura de las convenciones republicana y demócrata de 1968. Para ahorrar. Donde no había dinero había que echar neuronas. Y decidieron echar las de William F. Buckley Jr. y Gore Vidal.
Miami, 1968. Estados Unidos busca presidente. Los republicanos se debaten entre Nixon, antiguo escudero de Eisenhower, el aspirante millonario Rockefeller y un carismático candidato con pasado farandulero llamado Ronald Reagan. Es el acontecimiento televisivo definitivo. Vidal y Buckley redoblarían el espectáculo.
Su odio era genuino. Era personal, pero era sobre todo político. Respondía a dos visiones muy distintas de Estados Unidos. El fundador de National Review contra el novelista libertino. El asesor de Reagan contra el licencioso guionista de Hollywood. El más sofisticado de los republicanos contra el más independiente de los demócratas. Eran dos contendientes que se tiraban a la cara insultos refinados levantados a base de metáforas. Mientras Buckley se quejaba de las maneras felinas de Vidal, Vidal le contestaba llamándole «la María Antonieta de la derecha». El hipnótico Buckley con su dicción de ofidio siseante frente al veneno letal de las frases de Gore Vidal. La «cobertura no convencional de las convenciones» —unconventional convention coverage— que anunciaba la ABC estaba asegurada.
El público los aborrecía y los adoraba. Quería verlos batirse porque su enfrentamiento era universal: el de dos formas antagónicas de ver el mundo. La audiencia tomaba partido, sentía que alguien estaba diciendo lo que ellos pensaban pero con palabras más acertadas. Con las mejores palabras que se pudieran pronunciar.
Como si el destino jugara a depurar el invento, el primer día se desplomó el decorado que la ABC había montado en Miami para la Convención Republicana. Tuvieron que tirar colocando a los dos intelectuales delante de una cortina. Enfrentados en dos sillas como de sala de espera de dentista. Con los pies casi tocándose. La mala suerte acababa de inaugurar un estilo de minimalismo decorativo que se prolongaría en los debates hasta la década siguiente. Aquel forillo improvisado parecía repetirse en todos los platós de la historia. Hasta tendría su versión macilenta en La Clave de Balbín.
Al público le dio igual que el decorado que había preparado la ABC se viniera abajo. Las palabras bastaban para llenarlo todo. Era fascinante. Y la inteligencia colectiva de ese ente llamado audiencia entendió que allí pasaba algo. Estaban siendo testigos de un gran momento televisivo. De algo histórico. De algo inesperado y explosivo. De un material catódico inestable que, por supuesto, iba a estallar. Aquellos dos caballeros, los dos intelectuales, los egregios pensadores, los ilustres debatientes se tiraron al barro. Y se mancharon de verdad.
Fue en Chicago, en la Convención Demócrata. Después del oasis de los republicanos con sus trajes bien planchados y sus señoras enjoyadas, los demócratas eligen candidato para suceder a Lyndon B. Johnson. Pero lo que pasa fuera del International Amphiteatre es más impactante que los discursos de los aspirantes. El 68 es un año turbulento. Martin Luther King ha sido asesinado en abril. Dos meses después otro tiro de gracia se lleva la vida de Robert Kennedy. Huérfanos de su favorito, los demócratas llegan a la convención desorientados. No quieren a Johnson ni su política belicista. Han perdido a Bobby. El partido está dividido y el país cabreado. Y el reflejo del fuego sobre Vietnam parece iluminar las calles de la ciudad. Miles de pacifistas han salido a manifestarse. Frente a ellos, el doble de policías. Veintitrés mil. Terminan pidiendo la paz entre nubes de gases lacrimógenos. Corren. Gritan. Lo llamaron la batalla de Michigan Avenue. Lo vio en directo todo el país.
Aquella noche, William F. Buckley no pega ojo. No solo le molestan los gritos en la calle. En lo más profundo de su conciencia republicana, lo hiere el desorden. Le repugna el caos. Se le clavan las consignas como una herejía antipatriótica. Y sabe que al día siguiente Vidal defenderá a la turba. Invocará la libertad y él tendrá que sacar la vara de los valores para darle en los nudillos.
Y así es. Gore Vidal llega al plató resplandeciente como una novia. Como si el clamor de la manifestación fuera el coro que canta su victoria. No va a defraudar a los que tantas veces lo han visto arremeter contra la guerra de Johnson, contra el desvarío de Vietnam, contra la apisonadora del Imperio. El debate sube de tono y el moderador —fuera del plano, en una especie de limbo neutral— se salta una ley, la de Godwin, que todavía no se había enunciado pero que podía haber nacido aquella noche: a medida que una discusión se alarga o se enroca, la probabilidad de que aparezca una comparación con Hitler o con los nazis tiende a uno.
«¿El hecho de que los manifestantes exhiban una bandera del Viet Cong no es un acto de provocación, como enarbolar una bandera nazi en la Segunda Guerra Mundial?». El moderador pregunta como el que introduce un tema de debate más. Pero está esparciendo una capa de barro. Para que los dos ilustres patricios se peguen. Buckley, crispado, se tira en plancha: «Quien apoye a los enemigos que disparan contra nuestras tropas en Vietnam debería ser mandado al ostracismo de la misma forma que lo son los americanos pronazis». Vidal no pierde la compostura. Pestañea. Medio segundo más de lo normal. Mira sus papeles como sin dar importancia a lo que va a decir. Mantiene su dicción perfecta. Su tono contenido pero resuelto. Apunta. Dispara.
«Ya que me siento aludido, diré que el único pronazi o criptonazi al que puedo referirme es usted».
Ha dejado caer su bomba verbal despacio. Las palabras quedan suspendidas sobre su rival. Vidal permanece quieto, como si sonriera por dentro posando para el retrato de un laureado. Buckley está descompuesto. Su mandíbula se ha encasquillado. Repite una mueca desencajada. Por un momento parece que la acusación de Vidal lo ha dejado atrapado en un único fotograma, en una palabra. Criptonazi. Cuando sale del cortocircuito, ha perdido los nervios. William F. Buckley Jr. levanta el cuerpo de la silla, se estira como una cobra amenazadora. Ya no es el tipo de derechas que cree en la ley y el orden. Solo cree en partirle la cara a aquel provocador de maneras pausadas. «Escúchame, marica… Deja de llamarme criptonazi o te voy a dar un puñetazo en la maldita cara».
Lo que ha dicho Buckley es puro tabú. Queer. Marica. Maricón. Mariquita. Loca. Invertido. Gore Vidal le lanza una mirada subrepticia. Y triunfante. Le ha hecho perder los estribos y él se ha mantenido imperturbable. Ha ganado. Puede seguir defendiendo sus tesis como si nada hubiera pasado. Pero los dos saben que sí ha pasado. En la otra esquina del ring, a Buckley no le habría venido mal un buen cubo de agua helada. Su gancho de derecha se le ha vuelto en contra. Aprieta la mano izquierda sobre el portapapeles como para evitar lanzársela a Vidal a la mandíbula. Y Vidal no calla. Habla. Habla. Habla.
«Supongo que esta noche hemos hecho que el dinero que se han gastado en nosotros merezca la pena», dijo Vidal, exultante, cuando los focos ya se habían apagado. Buckley no contestó. Ni quiso volver a hablar de aquello hasta muchos años después. Era un viejecito con el mismo acento sibilino cuando por fin se decidió a recordar el choque. Solo pudo decir que se arrepentía.
Pero el país no tenía otro tema de conversación. Durante más de un mes, dos de los intelectuales más brillantes de Estados Unidos habían estado discutiendo de la guerra, de la paz, del futuro, del pasado, del mundo que querían y del que deploraban. Se habían parado en una encrucijada de la historia para poner frente a frente dos visiones opuestas de la política y de la vida. Y lo habían hecho ante las cámaras. Habían desplegado argumentos, razones, réplicas y alegatos. Pero Estados Unidos solo recordaría el instante en el que estuvieron a punto de llegar a las manos. La bofetada que el respetable William F. Buckley Jr. dejó en suspenso entre sus puños cerrados. Todo lo relevante que habían dicho quedó eclipsado. Y se impuso la trivialidad, la anécdota, la extrañeza de ver a dos caballeros convertidos en otra cosa.
La audiencia, con su infalible varita de zahorí, acababa de descubrir dónde estaba el espectáculo. Eso era lo que querían. El momento —entonces excepcional— que los televidentes de aquellos años siguen recordando. Cuando Buckley amenazó a Vidal y le llamó loca.
Esa noche, sin saberlo, los dos eruditos le habían vendido el alma al diablo de la televisión. El odio pudo más que todas sus neuronas. Y los productores descubrieron lo que tenían que hacer para reventar el share. Las cadenas buscarían repetir el clímax imprevisible en el que el argumento se convierte en arrebato. Los debates dejarían de serlo y los intelectuales quedarían aparcados. Ni a Vidal ni Buckley les permitirían entrar ahora en un plató. Y paradójicamente la culpa es suya. Porque sin querer desbrozaron el camino de los insultos, de la exaltación, de la amenaza.
Las televisiones empezaron a forzar parejas con las que el enfrentamiento pudiera caer de lo más elevado de los argumentos a lo más bajo de la gresca barriobajera. Por el placer de ver a nuestros próceres convertidos en camorristas de salón. Pero si el ruido tiene una cualidad es que lo contamina todo. Y el griterío fue imponiéndose al razonamiento. Hasta que lo ahogó.
Ya no hay Buckleys ni Vidales. Ni quieren verlos las millonarias audiencias anestesiadas. Es otro el show que tienen que continuar.
Será por eso que muchos años después, en su villa italiana, lejos en el espacio y en el tiempo del fragor de aquellas batallas, Gore Vidal recordaba nostálgico el día que su rival no le partió la cara. Cuentan los que lo conocieron que se había hecho con las cintas de la ABC y que las proyectaba a sus invitados con coqueto triunfalismo. Todavía exultante. Repetía el ritual con todas las visitas. Como si bajara su particular escalera de El crepúsculo de los dioses. De los dioses que no volverían: los de las neuronas resplandeciendo en las pantallas de televisión. El ocaso de los dioses de la palabra. Y de los que un día fueron sus profetas: Buckley y Vidal (1).
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(1) Estados Unidos vuelve a hablar de aquellos debates de 1968. Los directores Robert Gordon y Morgan Neville han recuperado la historia en un documental, Best of Enemies. El estreno de la película fue uno de los acontecimientos del Festival de Sundance. La fascinación por el choque entre Gore Vidal y William F. Buckley Jr. sigue intacta casi medio siglo después.
Es interesante pensar que si hoy se quisiera hacer algo así en España el resultado sería en el mejor de los casos un ¿Verstrynge vs Sánchez Dragó? ¿Pérez Reverte vs Monedero? ¿Muñoz Molina vs Delgado-Gal?
Desde luego sería mejor que Gran Hermano 25 o la Isla de los Gilipollas, o el consabido partido de la Selección, aunque yo personalmente en tal tesitura elijo muerte. De hecho hace tiempo que prescindí de la televisión como tal. Las nuevas generaciones también, el problema es que la han sustituido por esa alcantarilla denominada Youtube. Seguramente dentro de 50 años alguien ¿escribirá? ¿hará un cómic? sobre las polémicas de los grandes youtubers de nuestro tiempo y quedará claro de una vez por todas que la civilización occidental alcanzó su cenit en la segunda mitad del s. XX para luego comenzar un imparable descenso a los infiernos.
En fin.
Inquietantes posibilidades todas. Sólo me queda una pregunta: en el Verstrynge vs Sánchez-Dragó en qué lado ideológico se sienta cada uno? Han cambiado tanto que no me aclaro.
Pingback: Vidal vs. Buckley o cómo dejamos de debatir y empezamos a amar el barro – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE
Buckley, padre de Tim y abuelo de Jeff. ¡Qué genes, dios mío!
Desde luego, y habría que añadir que inventor de la buckler sin alcohol, personajes así ya no nacen…
Injusto el retrato que se presenta de Buckley, un intelectual conservador de primera categoría que de nazi no tenía ni un pelo. Vidal ya apuntaba al ‘identity politics’ que está minando a los países occidentales.