Música

Todas las tragedias se escriben por regresos aplazados

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Dido and Aeneas, Henry Purcell, 1689 / Dir. Sasha Waltz, 2005. Fotografía: Getty.

Siempre hay una fatalidad. Un pliegue en el curso de la vida que nos lleva forzados a otro lugar cuando ya habíamos tomado todas las decisiones que tanto nos costaba tomar. La venganza de los relojes: si no lo haces a tiempo, no lo podrás hacer. Las puertas de la realidad se cierran y se abren bajo nuestros pies trampillas tramposas en el último segundo. Y es el último de verdad. «Hay un tiempo para todo», decía el Eclesiastés. Y hay un tiempo que ya no es.

Le pasa a Romeo que no consigue regresar en el momento justo. Cuando todavía es posible el antídoto y la salvación. La tragedia se construye en torno a la casualidad más cabrona de la historia de la literatura. No son los Montesco ni los Capuleto los que separan a los amantes. No es la ley de Verona. Ni las puñaladas que han acabado con la muerte de un buen hombre y con la de un macarra. No son las convenciones, ni las habladurías. Es un mensajero que no entrega su misiva a tiempo. El pliegue maldito lo frustra todo. Una brújula mal calibrada. Mientras, el reloj no para de contar y no juega a favor de Romeo. Julieta se muere de ausencia hasta pretender que la muerte se la ha llevado. Y a Romeo ya solo le quedará la posibilidad de desaparecer.

Acto cuarto. Escena primera. Romeo ha marchado al exilio. El calendario dicta que el siguiente jueves Julieta ha de casarse con el noble Paris. Ni puede confesar que ya es esposa de Romeo, ni puede negarse al matrimonio preparado por su familia. Pero fray Lorenzo tiene un plan. Una pócima simulará que Julieta se ha quitado la vida. Pasará cuarenta y ocho horas en su estado de letargo y al volver de entre los falsos muertos Romeo victorioso confesará que es su esposo y el amor triunfará. Pero el amor no está para triunfar. El amor está para tropezarse en un camino y echarlo todo a perder. «Entre tanto, y antes de que te despiertes, Romeo conocerá, por carta, nuestros planes, y se apresurará a venir; él y yo mismo vigilaremos hasta tu despertar. Romeo te llevará hasta Mantua».

Lo que el buen fraile no espera es que el rumor de la muerte de Julieta llegue a Mantua antes que el mensaje en el que se explica el ardid. El mensajero que tenía que llevar la carta ni siquiera saldrá de Verona. El destino le ha dejado atrapado en la casa de un apestado, encerrado por las autoridades por temor a que se propague la enfermedad. Romeo regresará a Verona en el momento que no es. Y sin saber. Solo una tumba le espera ya. Una de verdad. Para los dos.

Volver a destiempo. Volver tarde. Volver cuando el tiempo se agotó. Volver como el que no vuelve. Volver derrapando en las agujas del reloj. Volver como Gatsby cuando la espera ha cambiado el mundo. Le ha cambiado incluso a él. Volver para llenar un escenario de flores que necesariamente se van a marchitar. Volver al lado de Roxana como Cyrano, que necesita sentir la cercanía de la muerte para atreverse a confesar. «La herida que recibí en Arras y que aún siento». Y la herida no es la de la guerra sino la del amor imposible. Se obstina en negarlo cuando Roxana le descubre. «No, amor mío, no. No os amé jamás». Qué más da ya confesarlo si esas serán casi las últimas palabras que va a pronunciar. Cuando no hay más finalidad que el final. Cuando la tragedia se va a consumar. Volver como Orfeo junto a Eurídice, torturado y despedazado por las Ménades. Muerto, al fin, bajará al Hades para encontrarse con Eurídice en un inframundo donde la vida no es vida ya.

Todos vuelven tarde. Fuera del cuadrante del reloj donde se escribía la felicidad. Tarde como volverá Eneas a Cartago, para enmendar su error. Dido, abandonada, sola, ya no puede confiar en él. La ausencia ha destruido la fe en el amante. No has llegado a tiempo, valiente guerrero de Troya. Te has dejado engañar por unas brujas que te han empujado a dejar su lecho para fundar una ciudad. Has cumplido las órdenes de un Mercurio impostor en lugar de seguir la verdad de tu corazón. No sabes que el mensajero de los dioses es tan solo una marioneta de un Júpiter falso. Que tu amada se va a suicidar. El pliegue caprichoso. La broma infinita que todo lo va a desbaratar. Purcell tomaría la tragedia de Virgilio para construir una ópera que viaja de la felicidad al tormento. Del palacio de Dido a una cueva donde las hechiceras sepultarán toda posibilidad de amor.

La advertencia está en el primer acto. «No temas peligro alguno». Belinda, confidente de Dido, lo desconoce pero ha dicho lo que nunca hay que decir. Es la frase que no se debe pronunciar. Porque los peligros acechan y acaban por vencer. Deberían saber Dido y Eneas que cuando alguien dice que todo va a ir bien es porque todo va a ir mal. Que no-tengas-miedo es la última frase que el guerrero escucha antes de que la vida se escape por la herida.

En el comienzo de la ópera la música todavía promete días luminosos de gloria. Danzas doradas que inundan la escena de ensueños. Coros afrancesados que celebran el amor. Pero la felicidad tiene sus monstruos y en Dido y Eneas son las brujas que precipitarán la tragedia. Purcell nos lleva de la promesa de la plenitud al torbellino demoniaco que arrastrará a los protagonistas hasta el vacío. Sostenía Purcell que «de igual forma que la poesía trasciende la prosa y la oratoria, la música es una exaltación de la poesía». Atendiendo a esa norma, armó la partitura de esta ópera que parece pasar de la explosión de la vida al abismo de la desesperación. Y cuando hace que sus desdichados protagonistas digan tormento, o pena, o tristeza, coloca más de una nota en cada sílaba para que la palabra pese con una expresividad profunda y misteriosa. Porque hay sentimientos que necesitan todo el pentagrama para expandir su sentido. Y así, el mago Purcell nos conduce al llanto definitivo: una de las arias más hermosas escritas jamás, la del amor abandonado de quien sabe que el regreso ya no curará. El «Lamento de Dido».

Caemos con Dido en su canto fúnebre. La heroína agotada. A punto de rendirse. En realidad, se ha rendido ya. Solo aspira a ser un recuerdo en el corazón del hombre al que amó. Ese héroe que vuelve pero no la puede salvar. Dido está rota. Dido es la tierra. Dido es la angustia, como las cuerdas que acompañan su lamento. Dido es pero no es. Sus lágrimas llegan de un lugar donde la muerte ha vencido: «Cuando yazca en la tierra, que mis errores no provoquen penas en tu pecho. Recuérdame, pero olvida mi destino. Recuérdame. Recuérdame. Pero olvida mi destino». El destino fatal por un regreso que se aplazó.

Las heroínas de la ópera llevan siglos dando su vida ante regresos estériles. Invocando el recuerdo póstumo como único consuelo. Muere Violetta en La traviata cuando ya no tiene sentido que Alfredo vuelva. Violetta no tiene tiempo. Se le está acabando desde el primer compás. En el brindis del acto primero, los invitados a la fiesta de la cortesana invocan el amor, pero también cantan por la hora efímera. Aunque las horas más efímeras son las de esa mujer a la que la vida se le escapa en cada nota. Lo vio Willy Decker en su montaje para el Festival de Salzburgo de 2005. La puesta en escena es tan clarividente como premonitoria. La luz blanca, hospitalaria, baña la fiesta. Violetta está enferma. Violetta no tiene futuro, ni lo tiene su felicidad, ni lo tiene su amor. Un reloj gigante preside el escenario. Anna Netrebko y Rolando Villazón se aman bajo el paso inexorable de sus agujas. Camina decidido hacia la catástrofe. Porque el tiempo a veces todo lo cura, pero también lo corrompe todo hasta la destrucción. Y eso es lo que va a hacer con el amor de Violetta y Alfredo. Porque ella ha de morir. Porque él va a regresar casi al mismo tiempo que cae el telón. Es tarde ya.

Por eso Decker convierte el reloj en un personaje más. El más determinante de la historia. El que marcará el amor, el desamor, el regreso infructuoso. Y allí, a los pies de una esfera ciclópea, pone a Anna Netrebko, para que no olvidemos —ni lo olvide ella— que el tiempo la va a aplastar. Allí canta «È strano!». Allí comprende que ama a Alfredo. Allí la esfera le recuerda su final como la hoja de una guillotina. Verdi había colocado a su personaje en el terreno imposible del amor que desea, tan feliz como improbable, y la necesidad de conjurar la inminencia de la muerte con el placer. Y con esa lucha acaba el primer acto y la escena se va a negro. Pero aún se ve el reloj siempre presente, siempre inquietante. Siempre la muerte. Siempre Violetta sentenciada.

Conmueve ver ese mismo reloj tapado cuando, al fin, Violetta y Alfredo están juntos. Decker nos recuerda que el tiempo desaparece cuando los amantes disfrutan de la intimidad sin segunderos. El milagro de congelar el instante de la felicidad. La relatividad contraída de las horas pulverizadas por la pasión. Apenas por un momento, el destino les perdona. Les da la ilusión de una tregua. Solo la ilusión.

Porque el tictac de la bomba nunca cesa. Aunque no veamos el reloj. Y cuando el padre de Alfredo se presenta en la casa para pedirle que abandone a su hijo por la reputación de la familia, Violetta entiende. «Toda esperanza está perdida». El pliegue en el camino. La fatalidad. Ella misma descubre la esfera. La tragedia, como el tiempo, no tiene marcha atrás.

Violetta le pide fuerzas al cielo y su plegaria suena como una claudicación. Verdi exige de la soprano capacidades tan sobrehumanas como el sacrificio que pide el padre de Alfredo. La orquesta la acompaña hasta su agonía. El compositor ha transformado su dolor en una partitura sobrecogedora. Es un eco de la devastación de una mujer a la que el regreso de su amante no puede redimir.

Ese reloj que lleva la fecha de la ejecución escrita en su esfera no ha dejado de avanzar. Podría ser un reloj de arena que ahogara sus pulmones y el efecto sería el mismo. Moriría asfixiada por el tiempo que la entierra. Sola. Sin su amor. Tercer acto. El médico ha dictado su diagnóstico. La esfera inflexible en el centro de la escena. Allí se ha desplomado Violetta. Pide sus cartas como si pudiera así recuperar los días felices. Pero no puede. Sabe que es tarde. La esperanza ha muerto unos compases antes de que muera ella. Y, entonces, entona ese adiós, hasta entonces contenido, que concentra en sus notas todo el desconsuelo de su desgracia, «Addio del passato». No hay hecatombe más delicada que su languidecer.

Alfredo vuelve. Ya, para nada. «Sin ti yo no podría vivir», dice él como tratando de retorcer la realidad: porque sabe que la que no va a vivir es ella. Que no hay regreso más absurdo que el que ha sido condenado por el reloj. Y como en cada historia malograda, el amado promete que todo irá bien: «Viviremos juntos y las penas pasadas serán recompensadas». Y su ingenuidad casi parece un insulto. No, Alfredo, no regresaste cuando tenías que hacerlo. El futuro no será.

Decían los que la vieron en escena que la Callas se iba descomponiendo hasta llegar a este acto final. Que parecía no tener ni huesos que la sostuvieran en la consumación de su adiós. Se desvanecía su físico mientras su voz se elevaba doliente y herida sobre todo lo demás. La versión de Lisboa no puede concentrar más vulnerabilidad. En la de Milán de 1955, con Giulini, parecía estar vendiendo su alma a la partitura. O a la maldición del amor truncado que conocería tan bien. Lo dijo Visconti, que se había encargado de la puesta en escena: «Todas las Traviatas del futuro, pronto, pero no inmediatamente —porque la arrogancia humana es un defecto que solo con dificultad puede dominarse— contendrán algo de La traviata de María. Al principio, solo un poco. Después, cuando crean que ha pasado suficiente tiempo —de modo que no corran el riesgo de la comparación directa—, mucho. Y después, todo».

Eso que contendrían las Traviatas post-Callas tenía que ver con lo que Willy Decker mostraba en su montaje de Salzburgo: el cataclismo no se puede frenar. Porque está implícito en el tiempo que no permite el regreso, ni el amor, ni la felicidad.

Es el engaño cobarde que prefigura todas las tragedias. También la nuestra. Confiar en que el futuro es una realidad que pronto llegará. Como si no hubiéramos comprobado que el futuro nunca llega. Y que todo regreso es el inútil intento del presente por enmendar lo que no se hizo cuando se tuvo que hacer. Cuando ya solo queda un segundo para decir recuérdame.

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Maria Callas, 1963. Fotografía: CBS / Getty.

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Discografía

Dido and Aeneas, Henry Purcell. 2009. Simone Kermes, Dimitris Tiliakos, Deborah York. Teodor Currentzis (director) MusicAeterna, New Siberian Singers. Alpha Productions. Audiolibro, CD.

La traviata, Giuseppe Verdi. 2005. Anna Netrebko, Rolando Villazón, Thomas Hampson. Carlo Rizzi (director) Wiener Philharmoniker. Salzburger Festspiele, Grosses Festspielhaus. Deutsche Grammophon Classics. Audiolibro, CD.

La traviata, Giuseppe Verdi. 2006. Anna Netrebko, Rolando Villazón, Thomas Hampson. Carlo Rizzi (director), Willy Decker (director de escena) Wiener Philharmoniker. Salzburger Festspiele, Grosses Festspielhaus. DVD. Deutsche Grammophon. ORF.

La traviata, Giuseppe Verdi. Lisboa, 1958. Maria Callas, Alfredo Kraus, Mario Sereni. Franco Ghione (director). Choro e Orquestra Sinfónica do Teatro Nacional de São Carlos. EMI Classics. 2 CD.

La traviata, Giuseppe Verdi. Milán, 1955. Maria Callas, Giuseppe di Stefano, Ettore Bastianini. Carlo Maria Giulini (director). Orchestra e Coro del Teatro alla Scala. EMI Classics. 2 CD.

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6 Comentarios

  1. Muchísimas gracias por las horas de reflexión que ha provocado su artículo en mí. Estoy de acuerdo en que hay un tiempo para todo, pero cuál es?.
    Si Romeo debía llegar a tiempo para salvar a Julieta, este llego, tarde.
    Pero si para que nosotros viviéramos como maravilloso y único cada instante que estamos junto a la persona amada, el debía llegar tarde, entonces Romeo llego a tiempo.
    Un escultor se fue del lado de su amada un día, en busca de las aventuras que darían tema a sus obras . Volvió veinte años después, convertido en un ex mercenario y pintor. Su amor ya lo había visto en sueños flotar muerto en un rio, y lo enterró. Si él tenía que volver por ella, llego tarde. Pero si debía llegar tarde al reencuentro con su amada, para comprender que aquellas mil guerras ajenas no eran el tema de sus obras, sino que este estaba en lo que sintió aquella tarde hace veinte años atrás, en una habitación de hotel en la plaza del Pino, junto a ella, entonces llego a tiempo.
    Es imposible determinar el tiempo de cada cosa, si no conocemos antes el guion, y la vida no lo tiene.
    Muchas gracias otra vez por su artículo.

  2. Excelente articulo

  3. Bellísimo el texto (y triste como si hablásemos todos a solas con nuestro fantasma más amado) y hermosísima la música. Una pasá de gracias. Todas.

  4. Maravilloso artículo. Si uno comparte suficientes momentos con la persona amada, es posible crear una realidad alterna sin tiempo, aunque no siempre pueda vivir en ella. La persona amada y el amor como un fondo de retiro, el cual le permite al alma vivir más allá de la sentencia del ciclópeo.

  5. Todos han estado esperando a un tal Prentice, capitán del SOE, la organización secreta Special Operation Executive («esos malditos miserables hacen uso del tiempo a su antojo»…

  6. «El amor está para tropezarse en un camino y echarlo todo a perder.»

    hermoso.

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