Rodelinda es una ópera donde la gente se llama Bertarido, Gundeberto, Grimoaldo, Garibaldo, Eduige y Unulfo. Händel la estrenó en el King’s Theatre de Londres en 1725, pero acaba de llegar a Madrid, porque se ve que, entre una cosa y otra, lo fueron dejando pasar.
Me consoló (¡lo admito!) ver como el director de escena compartía mi temor de que, entre tanto nombre raro, el respetable no se enterase de nada. Él lo resuelve dibujando, mientras suena la obertura, un árbol genealógico; yo voy a ser prudente por una vez en mi vida y no me voy a meter en camisa de once varas. La historia es muy sencilla: una disputa por un trono, un muerto que luego resulta que no, un usurpador al que no le basta el trono, sino que también pretende a la viuda, algunos personajes que traman con poca fortuna; luego el muerto resucita, pero despacito: se queda mirando por las ventanas a ver si la esposa le sigue siendo fiel. Y mientras todos se entretienen con estas mezquindades, Rodelinda, viuda y cautiva, se nos revela como el verdadero personaje poderoso: la más hábil jugadora en esa partida de intrigas.
La estrategia de Rodelinda es brutal: llevar las posiciones de sus adversarios hasta el extremo y ver cómo se quiebran. Y con determinación, oigan: «Al dar a mi hijo mi corazón reservé la angustia para vosotros». ¿Que me amenazáis con dañar a mi hijo? Muy bien: solo cederé a casarme con el usurpador si él lo mata con sus propias manos. ¿Que quieres forzarme a casarme con tu amigo, el nuevo rey? Muy bien, lo haré, pero en cuanto lo haga te mandaré matar. «Yo reinaré, pero tú morirás. Tu cabeza de servirá como escalón hacia el trono».
Y así, Rodelinda va desenmascarando a sus oponentes uno a uno: Grimoaldo, el usurpador, queda como un tirano pusilánime. Garibaldo, como un conjurador patán y timorato; Eduige, como una simple mujer despechada; y Bertarido, el esposo muerto y resucitado, como un marido miserable que prefiere alargar los padecimientos de su familia para darse el gusto de comprobar si su esposa le sigue siendo fiel. Una fidelidad postmortem, se entiende.
El final de la ópera es un enredo: Bertarido reaparece, pide perdón a Rodelinda, y en estas aparece Grimoaldo, que lo manda encerrar. «Si es tu amante es mi rival, si tu esposo, mi enemigo». Unulfo, el amigo, baja a liberarlo, pero se hiere en la mano. Otra expedición liberadora (Rodelinda y Eduige) llega y lo encuentra todo manchado de sangre. Creen que, como era de esperar, el usurpador ha matado al verdadero rey. Pero de nuevo, Bertarido resucita (se ve que le ha cogido gusto al asunto). Muere Garibaldo a manos de Bertarido, mientras intentaba matar a Grimoaldo (perdón por el trabalenguas). Entonces, el usurpador se da cuenta de la enorme altura moral el rey legítimo, desiste y todos cantan felices.
El libreto de Haym, adaptación del de Antonio Salvi, que a su vez está basado en una obra de Corneille (no se alarmen, esto en la ópera pasa todo el rato), nos ofrece una dramaturgia consistente e interesante. No sería la primera vez que el libreto de una ópera barroca es endeble. Hay, en cierta medida, un tratado sobre el poder, a la manera de Maquiavelo: cómo conseguirlo y cómo mantenerlo. Garibaldo, el verdadero maquinador, lo tiene claro: «Ya que la tiranía le procuró el reino, que lo conserve con crueldad». Este es el problema del tibio usurpador Grimoaldo: le falta determinación homicida. Y toda la convicción que le falta él la tiene Rodelinda, la esposa fiel y la madre. Sobre estos cimientos se construye un personaje fiero, poderoso, pero a la vez tierno y hasta en algún momento melancólico. La complejidad de un personaje atractivo. La ópera barroca nos acostumbró a personajes excesivos: héroes que luchan contra monstruos y tifones, hechiceras que se cansan de sus amantes y los convierten en piedras y en plantas, a mujeres fatales. Rodelinda tan solo es una esposa fiel. Se suele decir que esta ópera enlaza con el Fidelio de Beethoven. Me parece que la grandeza del personaje reside en su fortísima determinación moral (mucho mayor que la de su marido, el no muerto); porque Händel entiende (¡qué música!) esto no como algo pacato, sino como una opción que exige una gran fortaleza. «Quédate con el trono y déjame la gloria».
Claus Guth, el director de escena, nos hace seguir la historia desde los ojos de Flavio, el hijo de Rodelinda, a quien Händel no le dio música. Es un niño entrometido, de esos que se asoman a mirar mientras discuten los mayores. Y como su casa no es una casa normal, el chiquillo se queda, digamos, así con una expresión técnica, bastante grillado. Del mismo modo que en el Parsifal de la temporada pasada, Guth emplea un espacio con varias alturas y un escenario giratorio. En Rodelinda el espacio es una casa, seccionada (como 13, Rue del Percebe, pero elegante), que gira para mostrar las habitaciones donde ocurre la acción. Es un planteamiento inteligente, porque el espectador, constituido en vouyeur (nada tan atractivo como la intimidad ajena), sabe más de lo que pasa en la casa que sus propios habitantes. Por ejemplo: que Flavio tiene alucinaciones con enmascarados (los mismos personajes de la ópera, pero grotescos) que lo persiguen y lo atormentan. El chico lleva consigo un cuaderno en que dibuja esas escenas terribles, y que a veces son premonitorias (que nosotros vemos porque se proyectan sobre la casa). Tampoco es ocioso que la casa esté colocada en mitad de la nada: solo vemos detrás un telón con estrellas. La escenografía crea así un espacio viciado, endogámico y, de algún modo, absorto consigo mismo. Solo Bertarido, que vuelve de fingir su muerte, se encuentra con la naturaleza, por lo de deducimos que a la casa la rodean bosques. Podemos pensar dos cosas: o que pueden escapar a ellos (una arcadia vegetal) o que, efectivamente, no hay ningún otro sitio a donde ir.
Ivor Bolton dijo en la rueda de prensa que está «en su filosofía» trabajar el repertorio que sea toque con la orquesta titular del lugar. Hubiese sido muy fácil, dijo, traer a una orquesta barroca. Pensemos que el mismo Bolton, con la misma orquesta, viene de hacer Billy Budd. Solo han añadido a un puñado de músicos para el bajo continuo, un concertino invitado y algún instrumento (flautas, trompas al natural, órgano). Temía que esta mezcla, un poco de época, un poco de contemporáneo, terminase siendo una amalgama extraña, pero Bolton es un grandísimo director. Él, para participar en la música de todos los modos posibles, se ha hecho colocar un clave que toca fundamentalmente en los recitativos y en algún aria. La orquesta está, como digo, colosal, pero debo mencionar al clavecinista David Bates, porque jamás he visto en la cara de alguien tanto placer al hacer música. Me tenía hipnotizado.
Yendo a las voces, Lucy Crowe hace una Rodelinda extraordinaria, delicada y fiera; construye un personaje rico y atractivo, absolutamente verosímil. Benjun Mehta canta el papel que fue escrito para el gran castrato Senesino. Posee una técnica formidable y su Bertarido es, en todo momento, asombroso. Jeremy Ovenden vuelve al Real después de ser el Tito de La clemenza. Si brillante fue allí, brillante es como Grimoaldo; conviene resaltar que es, además de un gran cantante, un muy buen actor. Sonia Prina canta Eduige con una voz que conoció tiempos mejores. Umberto Chiummo, que va vestido como un profesor Moriarty alocado, canta un Garibaldo correcto. Me sorprendió el discreto papel de Lawrence Zazzo como Unulfo, que en este montaje es un mayordomo: hace de un personaje menor uno interesante.
Para terminar, Fabián Augusto Gómez hace de Flavio, con pantalón corto y calcetines altos. Aunque la idea de Guth me parece interesante, un crío sobreactuado durante una función de tres horas terminó produciéndome ansiedad. Al final no solo Flavio necesitará terapia. También yo.
Pingback: Un rey que no estaba muerto, unos conjuradores muy torpes y un niño traumatizado – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE
Excelente. Pensé que iba a tragarme un tostón y he ido a verla dos veces! La ópera del año en El Real.