Decía Campoamor que en este mundo traidor todo es según el color del cristal con que se mira, llevando al terreno metafórico esa cadena de interrelaciones entre longitudes de ondas, señales nerviosas y percepciones visuales. No hacía falta que llegara Instagram a decirnos que somos seres visuales y que dedicamos un tercio del cerebro a procesar las imágenes que captamos, pero tampoco pretendo ponerme técnico ni profundizar en el terreno de la fisiología o la física. Aparcaremos los fotorreceptores y los espectros electromagnéticos para que, en caso de error, no me saquen ustedes los colores. Por conveniencia me declaro seguidor de Keats, quien afirmó que la ciencia iba en detrimento de la belleza.
Pasamos las noches en blanco porque lo vemos todo negro, los príncipes azules cumplen años y se convierten en viejos verdes, y en estos tiempos las páginas salmón conviven con la prensa rosa y amarilla en los quioscos. Los colores hablan, sugieren y se asocian a situaciones o estados de ánimo, pero también engañan a la vista. Se convierten en santo y seña de algunos artistas, aunque en ocasiones se adentran en el terreno empresarial hasta convertirse en la base de más de un negocio. Si no, que se lo digan a Yves Klein o a los responsables de la empresa Pantone, encargada de velar por la ortodoxia cromática en el mundo de las artes gráficas, y culpables, en última instancia, de que el verde amarillento sea el color de moda para 2017. El artista Anish Kapoor nos recordó hace poco que los colores también se compran al adquirir los derechos del Vantablack, la sustancia más oscura que se conoce, que absorbe el 99,965% de la luz que incide sobre ella. Y, por supuesto, hay colores que trascienden su composición y se convierten en iconos inmortales. Como el rojo Ferrari, el azul Tiffany… o el verde Augusta, dado que, en este artículo, aunque no lo parezca, nos adentraremos en el mundo del golf.
Desde las primeras muestras de arte rupestre hasta la actualidad, el color ha servido de herramienta y vehículo imprescindible para plasmar ideas, vivencias y sensaciones. Independientemente de la técnica empleada, cada estilo pictórico ha ido de la mano de una paleta de colores propia. Los matices, las líneas, las sombras, las manchas… todo ello otorga personalidad y carácter; todo ello ilumina y expresa la intención del autor. Pintores, dibujantes, paisajistas, cartelistas e incluso caricaturistas se han acercado al golf armados de talento para demostrarnos que su belleza escapa al escenario del juego; que el lienzo es digno destinatario de su tradición; que el pincel, esgrimido con habilidad, es tan eficaz como el driver más potente o el putter más sutil. Mientras tanto, otras disciplinas artísticas se veían constreñidas por las limitaciones técnicas y tuvieron que evolucionar para escapar del blanco y negro. La fotografía, el cine y la televisión nos mostraban inicialmente una realidad bitonal, donde solo los grises servían para destacar o matizar. Solo los testigos directos de la acción sabían si el campo era verde o pardo, si las indumentarias eran chillonas o discretas, si el gris del cielo que los demás veían en sus pantallas reflejaba la realidad o era un azul pobremente representado.
Los colores identifican y distinguen las indumentarias, aunque haya jugadores que prefieran la sobriedad a la osadía y el utilitarismo a las declaraciones estéticas. La vestimenta de los participantes en el primer Open Championship, ocho profesionales extraídos de las filas de los caddies, eran tan raídas que los promotores de la prueba decidieron cederles unas chaquetas a cuadros verdes y negros de los leñadores al servicio de uno de los nobles implicados en la organización del torneo para que no causaran mala impresión a los posibles espectadores. Desde aquellas primeras prendas, los golfistas han vestido una amplísima gama de atuendos con una variedad infinita de tonos, muchos de ellos de nombres imposibles y relegados al lenguaje especializado de quienes saben distinguir un blanco roto de un color hueso.
Ha habido jugadores que se han apropiado de determinados colores de guerra y es difícil imaginárselos vestidos de otra manera, aunque ellos mismos reserven dichas galas para las ocasiones especiales. Ahí tenemos a Tiger Woods arrebatando el rojo y el negro al libro de Stendhal, con permiso de su héroe Julien Sorel, cuando el título se pone (o se ponía, cabría puntualizar) a tiro y el californiano juega (jugaba) la baza de la intimidación visual ante sus rivales. Pero también a Rickie Fowler homenajeando a su alma mater, Oklahoma State, con su uniforme naranja monocolor, a Seve Ballesteros tiñendo de azul marino el pardo de St. Andrews, o al mismísimo caballero negro, escapado de las páginas de Ivanhoe para protagonizar gestas en el ámbito del golf mundial encarnado en Gary Player.
También la Ryder Cup es un estallido cromático convertido en competición golfística. En el marcador, el azul de Europa y el rojo de Estados Unidos; en los escudos y logotipos del torneo, la copa flanqueada por los estandartes de cada conjunto; en el campo, emociones desbordadas, público enfervorizado y la pugna entre los atuendos tricolores de los aficionados estadounidenses y las prendas azules y amarillas de los seguidores europeos. En el vestuario elegido por los distintos capitanes, casi siempre sobriedad pero también algunas decisiones estilísticas discutibles, como aquella indumentaria técnica con pinta de chándal de la NBA del conjunto capitaneado por Corey Pavin en 2012 o los polos «museísticos» de la Ryder Cup de Brookline en 1999, un crimen estético que solo fue superado por el apisonamiento del green por parte de sus portadores (y esposas) en el duelo entre José María Olazábal y Justin Leonard. En la Ryder, los uniformes y las bolsas unen a los compañeros y separan a los rivales, y solo el blanco de las bolas ejerce de igualador y de elemento común.
Aun así, al hablar de golf y color es inevitable que pensemos en Augusta National y en sus azaleas, pero también en las otras diecisiete especies vegetales que dan nombre a los hoyos de su recorrido. El amarillo de las banderas, el azul espejado de sus lagos, el rojo de los resultados bajo par en los marcadores y el blanco de la casa club son un mero complemento del omnipresente verde de un campo impecable que solo se mostró al mundo en todo su esplendor a partir de 1966, cuando los telespectadores, por vez primera, pudieron distinguir el tono de la chaqueta que se enfundó el ganador —Jack Nicklaus, en aquella ocasión— a través de la primera retransmisión en color de la CBS. Precisamente Frank Chirkinian, histórico realizador de esta cadena, fue responsable de que el interior de las cazoletas de los hoyos esté pintado de blanco para distinguirse mejor en los tapices del campo. También fue en el Masters donde se introdujo otra novedad relacionada con el color y los resultados, ya que fue el primer torneo donde se dieron los resultados con la referencia de golpes por encima o debajo del par en lugar de ofrecer la suma de golpes totales, para facilitar el seguimiento de los jugadores. Además, para hacerlo visualmente más sencillo, los resultados bajo par se mostraban en los marcadores en rojo y los que estaban sobre par, en verde. Sin duda una innovación muy práctica, aunque los responsables del Augusta National no podían imaginarse que el campeón más grande de la historia del Masters sería daltónico. En el último día del torneo de 1963 Jack Nicklaus, Tony Lema, Sam Snead y Julius Boros se jugaban la victoria por un margen de golpes muy estrecho. Al llegar al 18, Nicklaus vio en el marcador su nombre acompañado de un dos y el del resto con un uno. Entonces le preguntó a Willie Peterson, su caddie: «¿Cuántos estamos en rojo?». «Solo usted, jefe», le respondió su ayudante, para alivio del Oso Dorado.
Pero el color que todos tenemos en mente al pensar en Augusta es el Pantone 342, el verde de la chaqueta que visten sus socios y los ganadores del torneo, el marchamo que identifica a los miembros de uno de los clubes más exclusivos del mundo y, sin duda, uno de los dos iconos más reconocibles del golf mundial con la jarra de clarete que se otorga a los vencedores del Open Championship. A Bobby Jones, mejor jugador amateur de la historia y fundador de Augusta National, le impresionó la elegancia de las chaquetas rojas que vestían los capitanes de club en Royal Liverpool y decidió importar la costumbre, pero tardó en decidirse por un color después de plantearse el amarillo, el rojo y el melocotón como posibilidades. Al final, el verde de los arbustos de las azaleas sirvió de modelo para el tono de esta chaqueta de lana y poliéster con dos botones y un parche con la famosa silueta del logotipo de Augusta National.
Y gracias a esta decisión Sergio García viste ahora, merced a su épico triunfo en el Masters de 2017, esta prenda verde, la quinta que logra un deportista español después de las conseguidas por Severiano Ballesteros y José María Olazábal. Para enfundársela ha tenido que despejar los nubarrones más oscuros, los que le llevaron a afirmar en 2009 que Augusta National era un campo injusto, o en 2012, después de un 75 en ese mismo escenario, que él no era lo suficientemente bueno como para ganar un «grande». En su decimonovena aparición en el torneo, después de asumir tiempo atrás que era inútil empecinarse contra las dificultades que oponía Augusta y que había que cambiar la perspectiva, Sergio García ha conseguido domar a la bestia multicolor creada por Alister MacKenzie. Ahora son otros los que tienen que tomar su ejemplo y transformar el negro funesto en verde esperanza.
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Mira que dejarse a John Daly en una pieza sobre el colorido del golf…
Cayeron John Daly, Doug Sanders y otros cuantos aficionados a la policromía, sí. En el penúltimo borrador se quedaron por el camino…
Pues me ha venido a la cabeza inmediatamente Payne Stewart, cuyos atuendos de la NFL no eran mancos.