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Llorar delante de un cuadro: una aproximación

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Mujer con el Guernica de Picasso. Fotografía: Corbis.

Vaya a un museo, póngase frente a una pintura y dígame qué ve. ¿Un retrato? ¿Un estilo? ¿Un pedazo de la historia de la humanidad? Quizá vea una inversión, una prueba del machismo en el arte o el estado de ánimo del artista. Si es usted una persona culta verá el intrincado universo de referencias del catálogo de la exposición, o lo que el crítico de guardia le haya prescrito que vea. Mejor aún: es usted un ser humano especial y se descubre reflejado en el cuadro. Se ve a sí mismo leyendo está página por primera vez y pensando: «Vaya, quizá debería acercarme a un museo antes de seguir leyendo».

El caso es que aún sigue aquí y no ve nada: a usted el arte no le llega. O de repente lo ve todo, como William Blake. Porque cuando las puertas de la percepción se depuran, todo aparece a los hombres «como realmente es: infinito».

Y entonces se echa a llorar.

Lo ha hecho delante de un Rothko. Uno de la última época, infeccioso y oscuro. Se ha colocado a cuarenta y cinco centímetros de la pintura, la distancia a la que el pintor recomendaba observar sus obras, y ha perdido el contacto con el mundo exterior. Ha encallado en el color, que es un rectángulo y una tumba y un eco del suicidio del artista. «No hay ninguna encuesta que lo demuestre, pero es probable que la mayoría de las personas que han llorado frente a una pintura del siglo XX lo hayan hecho delante de una obra de Rothko», asegura el historiador James Elkins en su ensayo Pictures and Tears (2001). «El subcampeón sería el Guernica de Picasso», añade, aunque el Museo Reina Sofía no puede confirmar el dato.

El libro se apoya en cientos de cartas que Elkins recibió después de poner un anuncio —«¿Quién ha llorado delante de un cuadro?»— en revistas de Europa y Estados Unidos. El profesor del Art Institute de Chicago encontró varios patrones. La mitad de los remitentes habían llorado por dos motivos: porque las imágenes parecían «insoportablemente llenas, complejas, de enormes proporciones, o de algún modo demasiado cercanas para ser vistas correctamente» o, al contrario, «insoportablemente vacías, oscuras, dolorosamente vastas, frías, y de alguna manera demasiado lejanas como para ser entendidas». En la mayor parte de los casos, eran los individuos los que proyectaban su turbación sobre las obras y no al contrario. Un 10 % de las cartas describían ataques sufridos durante vacaciones en Europa, ecos del síndrome de Stendhal (el de los turistas que visitan Florencia (1) y creen sufrir un shock estético, incapaces de asimilar tanta belleza, pero que suelen ser víctimas de la deshidratación, el cansancio o de alteraciones psicológicas previas). Por último, muchos académicos desdeñaron el tema alegando que las emociones extremas no dan lugar a una discusión seria.

La capilla de Mark Rothko en Houston es un lugar refractario al ruido y a la medida del tiempo. Un búnker octogonal con catorce murales negros y violetas donde «todo conspira para sobrecargar los sentidos». La sensación de aislamiento y la voluntad ecuménica del edificio —un «santuario» abierto a todas las religiones— hacen que «el lugar esté cargado de emoción, o la promesa de ella». El libro de visitas del templo está salpicado de testimonios de viajeros que han llorado sin saber muy bien la razón.

Elkins se pregunta si el intento de racionalizar las lágrimas no es una pequeña traición, una mentira piadosa para reclamar el control de nuestro cuerpo ante lo inexplicable. Las experiencias recogidas en el ensayo van de lo comprensible a lo absurdo. Un hombre que atisba el Holocausto en un mural de Anselm Kiefer. Otro que compara la observación de una pintura con la búsqueda de Dios. Una mujer que vuelve a ver un cuadro que descubrió en su juventud y se encuentra a sí misma aplastada por el tiempo. Otra que rompe a llorar porque la Victoria de Samotracia «no tiene brazos pero es muy alta» y porque Gauguin fue capaz de pintar un vestido transparente. Una tercera se horroriza porque las esculturas de Miguel Ángel no son tan maravillosas como las había visto en una película. El argumento más recurrente es la belleza acompañada de superlativos, que es como no decir nada. También hay historias de soledad.

En 2014, el columnista Martin Townsend publicó un artículo en el Sunday Express. «Cuando era un niño, mis visitas a la National Gallery de Londres estaban entre las experiencias más profundas de mi vida. Mi padre, que tenía depresión maníaca (o trastorno bipolar) tenía la costumbre de llevarme cuando estaba colocado», recuerda. El hombre iba de arriba abajo con el «cerebro acelerado», en un abrazo derretido de colores y formas. «En ese elevado estado de conciencia, algunas pinturas hacían que se deshiciese fácilmente en lágrimas. Su preferida en toda la galería, y la que lo dejaba indefenso, aunque no era un hombre especialmente religioso, era Cristo ante el sumo sacerdote, del pintor holandés Gerrit van Honthorst».

La anécdota me llega a través de Johanna Bennett, jefa de prensa de la Royal Academy de Londres. Un premio de consolación después de decirme que nunca se ha encontrado con «esa situación particular». Es falso, aunque ella no lo sabe. En otoño de 2014, la pinacoteca dedicó una retrospectiva a Anselm Kiefer. Una amiga fue a verla con su pareja. «Era viernes, en uno de estos pases que hacen hasta tarde. El espacio era muy grande, habían dedicado muchas salas. Las obras eran enormes, ocupaban toda la pared. Empecé a ver las primeras salas. Los formatos tan grandes te hacen sentir totalmente diminuto. Kiefer trabaja sobre la memoria, la literatura, las ruinas, el individuo, la naturaleza…».

Su acompañante se adelantó un poco y la dejó sola. Entonces emergió un zigurat desmoronándose en mitad de una tormenta de arena. Un templo o tumba con forma de pirámide escalonada que ocupaba cinco metros y medio de largo, casi tres de alto y siete centímetros de grosor: Para Ingeborg Bachmann: la arena de las urnas (1998-2009) (2). «Me perdí totalmente. Me encontraba como mal pero al mismo tiempo liberada, como cuando has vivido algo horrible pero está empezando a pasarse. Fue un llorar “mezclado”. Algo inevitable, una especie de accidente. Había más gente en la sala, tampoco mucha, pero pensé: “¿Qué hago?”. Llorar para mí es un acto muy íntimo. Pero no me moví». Su compañero volvió, descubrió su conmoción sigilosa y siguieron adelante. «Después de ver el resto tuve la necesidad de volver a ver ese cuadro, sentía que tenía muchos matices que necesitaba seguir desgranando, o seguir desgranándome a mí misma».

Nunca había sucumbido de aquel modo. «Con algunas películas sí me había pasado, pero no de esta manera: lloras porque te reconoces o por un recuerdo, pero no por algo inexplicable como esto. Fue una experiencia estética pura. Intentaba buscarme en el cuadro pero de una forma abstracta, no en plan Proust comiendo magdalenas». Se refería al poder evocador de los sentidos que el escritor francés describía en Por el camino de Swann (1913): «Me llevé a los labios una cucharada de té en la que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí […]. Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila […]».

Proust sabía que «la verdad» que estaba buscando no se hallaba en el dulce ni en el té, sino dentro de él: «El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es». En el caso de ella —Jessica Niñerola, gestora cultural—, la verdad estaba ahí fuera: en el extraterrestre torbellino de pintura acrílica, óleo, goma laca y arena de Kiefer.

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Espectadora ante La ronda de noche de Rembrandt. Fotografía: Corbis.

Surge una pregunta crucial: ¿por qué el cine, el teatro y la música despiertan emociones más intensas (o más frecuentes) al público general? «La sensibilidad del siglo XX está muy modelada por las vanguardias y la cinematografía, pero en el siglo xix, por ejemplo, la imagen de los héroes literarios se obtenía a través de la pintura, no de los actores. Los lenguajes artísticos evolucionan. El valor del gran arte es que destruye el distanciamiento, el del mediano es que crea barreras», explica Rafael Argullol, catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Pompeu Fabra. Cuando se rompe el cristal, el espectador se sumerge en la obra de tal modo que olvida el propio hecho de observar. «La pintura me produce una gran emotividad, sobre todo la del Renacimiento. Siento un mayor efecto de distanciamiento con la escultura, aunque no con obras de Bernini, Rodin o Miguel Ángel, que son especialmente conmocionantes». Sin llegar al llanto, al escritor se le han empañado los ojos viendo el Partenón, la pirámide de Keops y la columnata de Bernini en el Vaticano (pese a que el distanciamiento es máximo tratándose de obras arquitectónicas).

La realización de un «deseo profundo», y no el conocimiento teórico, es lo que deriva en una experiencia estética más intensa, continúa. «Hay que diferenciar entre el viajero y explorador, que avanza hacia un territorio de su propio deseo y de su propia experiencia ya sea en contacto con la naturaleza o el arte, y el turista masivo que no tiene la misma experiencia estética porque le han organizado todo el viaje. El explorador viaja activamente y el turista lo hace pasivamente. La primera vez que vi el Partenón me emocioné porque había buscado ese momento. El turista puede llegar a un interés pero no a una profunda emoción». Niñerola aporta un curioso ejemplo de explorador, un hombre llamado Mathew Gibson que experimenta con pigmentos «mezclados» o «templados» con huevo. «Cuando vio cuadros de Goya se puso a llorar, se volvió loco con la técnica, llevaba mucho tiempo trabajando en ello».

Pero si el encuentro es premeditado, ¿qué espacio queda para la sorpresa? «Mucho. Muchísimo. Mientras las masas se arremolinan frente a esas obras que les señalan, hay que fijarse en las de al lado. Cuando fui a ver el Cristo de Holbein a Basilea descubrí cerca La isla de los muertos (Arnold Böcklin) y me produjo una gran conmoción».

José Luis Molinuevo, catedrático de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad de Salamanca, mira hacia El paso de la laguna Estigia (Joachim Patinir, 1520) mientras la multitud se agolpa frente al Jardín de las delicias, expuesto en la misma sala del Museo del Prado. «Me gusta estéticamente, de modo inmediato, por esos verdes y esos azules que producen una experiencia sinestésica, pero después entra en juego un elemento profesional: una reflexión que acompaña al sentimiento y que ve un cuadro sobre la condición humana en esa figura desvalida [la de Caronte] cuya barca seguirá adelante por el río, ni hacia el cielo ni hacia el infierno, no solo porque sus entradas son demasiado angostas, sino porque somos seres intermedios que vagamos por los intermedios».

«No he llegado a llorar, pero sí a vivir ese doble momento de cercanía, emotiva, y distanciamiento, como un homenaje a la pintura, al creador. El primero es genuinamente estético, y eso no necesariamente tiene que ser comunicable. Es una experiencia a veces solitaria y puede suceder en el encuentro con una obra, un objeto o una persona», explica. El «filtro profesional» que se activa después no reprime el sentimiento, sino que permite acceder a la «realidad expandida» de la pintura. El profesor se alza contra el «narcisismo sentimental», la tendencia a juzgar el valor de una obra por la intensidad de nuestras emociones. «El gusto tiene que ser ilustrado. No basta con decir me gusta o no me gusta. Por desgracia, los museos se han convertido, sin una educación estética que los acompañe, en grandes supermercados de trascendencia. Como lo han puesto allí debe de ser una obra de arte. Ser arte no es algo inocuo, tiene una connotación de valor. Como en la publicidad, no (solo) te están vendiendo un producto, sino una vida mejor», explica.

En el extremo opuesto, el abuso de la bibliografía —del intrincado universo de referencias del catálogo de la exposición, del crítico de guardia que le prescribe pastillas de arte contemporáneo— empaña la observación. «Vemos las obras con los ojos de otros y no nos atrevemos a sentir. Nos atrevemos mal y poco». Esa era, precisamente, una de las conclusiones de James Elkins. «Hay que limpiar para ampliar las puertas de la percepción», añade en referencia a Blake. La frase del artista terminaba así: «Pues el hombre se ha encerrado en sí mismo hasta ver todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna» (El matrimonio de Cielo e Infierno, 1793).

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(1) «Personas distintas tienen reacciones distintas delante de la misma obra de arte, pero los casos que hemos visto están más relacionados con la historia y la experiencia personal del paciente que con el objeto en sí», explicaba la psiquiatra italiana Graziella Magherini, autora de El síndrome de Sthendal (1979).

(2) Der Sand aus den Urnen es el título de una colección de poemas que Paul Celan publicó en 1948. Entre ellos figura «En Egipto», dedicado a Bachmann, su amante durante algunos años: «Tú debes decir al ojo de la extranjera: ¡Sé el agua! / Tú debes, a esas que sabes en el agua, buscarlas en el ojo de la extranjera».

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3 Comentarios

  1. Caravaggio

    Gran artículo, muy interesante.

  2. Padezco el dichoso síndrome, y en mi caso, aparece intempestiva ente. Y realmente sufro con tanta emoción que no puedo controlar y solo me queda huir del lugar. Luego hago aproximaciones varias y controladas, para poder finalmente admirar la obra en cuestión. La última vez fue frente a una fotografía de Stephen Shore.

  3. Pingback: La estética del caos - Jot Down Cultural Magazine

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