¿Por qué deberían los grandes temas y las motivaciones poner a cien a nadie? ¿Quién los quiere? Es la vida, la vida, el sexo, los culos. Esto es a lo que se reduce todo: a la experiencia indirecta que ansían los lectores y que los escritores se niegan tozudos a ofrecer. (Fragmento de Por triplicado)
Aquella historia tenía todos los elementos para triunfar en la Edad de Oro de Hollywood: una joven Ruth Etting emigra a Chicago para cursar sus estudios de arte. Empieza a trabajar en el club nocturno Marigold Gardens, va ascendiendo en la escala laboral y, una vez convertida en la vocalista principal, el gánster Martin Snyder (Moe «el Cojo» Snyder) se fija en ella. Al cabo se casan y, como si de un pacto fáustico se tratara, el acuerdo acaba conllevando un meteórico ascenso profesional de Etting pero también un alto precio a pagar en forma de alcoholismo. La admirada cantante y actriz disfruta de una corta e intensa carrera llena de éxitos hasta que se enamora del pianista Harry Alderman. Su marido los descubre, se produce un tiroteo del que Alderman sale herido y por el que el Cojo acaba dando con sus huesos en prisión. El pianista sobrevive, Etting se divorcia del mafioso y se casa con él (esta vez sí) por amor.
Este escándalo fue la base de Quiéreme o déjame, película por la que Daniel Fuchs ganó el Óscar al mejor guion original en 1956, y que sirve de excelente carta de presentación de un escritor que fue capaz de captar la esencia —la luz, que diría él— de aquel Hollywood que le recibió en lo que iba a ser un trabajo de pocos meses y que se acabó alargando hasta casi cincuenta años de carrera. Su habilidad para retratar aquel entorno no solo quedó plasmada en las películas que guionizó, sino que se extiende a los relatos ficcionales y no ficcionales que componen Historias de Hollywood (Gallo Nero) y que nos sirven para transportarnos a una época dorada por la que pasear entre estudios rivales, asistir a las eternas fiestas en mansiones rodeadas de glamur y visitar clubes nocturnos donde actrices, productores, guionistas y directores viven al ritmo que marca el gran público bajo la lenta amenaza de un invento que poco a poco se va instalando en los hogares: el televisor.
Aunque podría haber tenido un tono muy distinto dado el material del que partía, el Hollywood de Fuchs no es oscuro ni ingrato a pesar de que por sus páginas circulen guionistas que descubren su despido al encontrarse a un desconocido en su mesa, actrices en mitad de explosivas crisis existenciales o productores venidos a menos incapaces de cerrar un último trato que les ayude a pasar sin pena ni gloria sus últimos días entre vaqueros que nunca han montado a caballo y escenarios de pega. Para Fuchs, la California a la que llegó en su juventud siempre mantuvo la intensa luminosidad que le conquistó, una luz «de una limpieza brillante, que el sol vertía sobre todo espacio». Como resultado, el escritor vivía entre hipócritas, timadores, adúlteros o ludópatas, pero aceptaba de forma despreocupada el espíritu desordenado y problemático de aquellas personas y los retrataba con cariño. Y lo que es tal vez más importante: ellos sentían esa calidez y se relajaban para mostrarse tal como eran, con toda naturalidad, lo que llega hasta el lector sin filtros ni distorsiones de ningún tipo.
Tal vez aquella fuera su forma de agradecer todo lo que había supuesto para él moverse desde su plaza de profesor en Brooklyn a la de guionista en California, o en una dimensión más literaria, dejar atrás sus tres novelas —Summer in Williamsburg (1934), Homage to Blenholt (1936) y Low Company (1937)— de escaso éxito comercial (aunque muy buena aceptación de la crítica) y algunos relatos publicados en New Yorker, The Saturday Evening Post y Collier’s, para desarrollar los poco más de diez guiones que conformaron su carrera cinematográfica en las principales productoras de la época. El propio Fuchs afirmaba que fue su fracaso como novelista el que impulsó su salto a Hollywood, o como escribe John Updike en la introducción, «… la renuncia de Fuchs a la ficción neoyorquina por la factoría de Hollywood fue un acto político, un voto por el hombre y la mujer de la calle que llenaban los asientos de las salas de cine».
Un acto político que se ve asomar en cada uno de los relatos de Historias de Hollywood, ya que nos recuerdan a cualquier cinta de aquella época, desde Eva al desnudo hasta El crepúsculo de los dioses, con todos los protagonistas de aquellas flamantes producciones poblando las páginas de este libro y permitiéndonos curiosear entre lo que tenía lugar antes del sonido de claqueta y después del «¡Corten!». Es inevitable leer estas historias y no imaginarlas en blanco y negro. Tal como explica el propio Fuchs:
… escribirla de tal forma que fuera no tanto ficción, sino los hechos ocultos detrás de la ficción: la realidad que los lectores buscan ávidos entre las líneas del texto para descubrir por sí solos dejando a un lado la ficción.
Además, el orden de los relatos nos permite interpretarlos como un todo coherente en el que sus biográficas Cartas desde Hollywood dan el contrapunto ideal a los relatos ficcionales inspirados directamente de esas experiencias —qué bien aplica el guionista aquello de escribe sobre lo que conozcas—, lo que nos ayuda a evadirnos de que el protagonista sea Fuchs o el bueno de Rosengarten, ya que sabemos que, en el fondo, estamos hablando siempre de las mismas personas, se oculten bajo la máscara de un nombre inventado o bajo el disfraz diario. La introducción de Updike es de esta forma esclarecedora, ya que sintetiza de forma muy eficaz quién ha escrito esos textos y qué vamos a encontrar en ellos, además de demostrarnos su admiración hacia la prosa de Daniel Fuchs, de quien se pregunta: «¿Cómo podía quien había escrito tales textos contentarse con la aridez, la obligación de transigir y la humillación del trabajo de guionista?».
La razón parece obvia: sin lo segundo no hubiera existido lo primero. Y no solo por la propia temática y los espacios comunes. El estilo de Fuchs, esa vitalidad, agudeza y finura que subraya Updike, es el propio de un buen guionista de aquella época y no de uno de los grandes novelistas norteamericanos de mediados del siglo XX. Y esto no es un desmerecimiento de la obra de Fuchs porque fue el propio escritor quien decidió alejarse del lenguaje literario para adoptar el cinematográfico como su espacio de creación. Sus historias no son de una gran complejidad narrativa ni tratan de romper con la tradición de la época. Por el contrario, solo pretenden reflejar de forma fiel y fidedigna las vidas y destinos de un puñado de personas que durante una gloriosa época lograron atraer a las salas de cine a miles de personas para que disfrutaran con estrenos de directores icónicos, estrellas envueltas de un halo mágico y producciones con cientos de extras y anécdotas constantes. No por casualidad emparejaron a Fuchs con William Faulkner para la escritura de un guion, temiendo que el segundo se excediera en lo literario y deseando que el primero aligerara los textos. Nadie pondría a un cualquiera al lado del creador de El ruido y la furia o Mientras agonizo.
Updike definió a Daniel Fuchs como un poeta que nunca tuvo que esforzarse tras el efecto poético, un mago que hizo que la magia pareciera demasiado fácil. El guionista demostró su valía como novelista antes de pisar Hollywood por primera vez y acabó virando hacia un estilo que, si no tan literario, adoptaba una aparente sencillez a la hora de contarnos los entresijos de la gran industria del entretenimiento en la que tal vez fue su mejor época. Si el cine de antes es irrepetible, no dejemos de leer obras como esta donde podemos descubrir en detalle la magia que existía en aquellos estudios, una magia que (tal vez) nunca volverá. ¿Acaso debería?
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