«Un bel morir tutta una vita onora», escribió Petrarca y aun así es una majadería. Es curioso: hay muchas expectativas puestas en la muerte. Existe, supongo, una justificación literaria: si nos figuramos la vida como un relato (que la metáfora sea manida no la hace menos cierta), hay que poner cuidado en el desenlace. Todo debe tener un toque grandilocuente. Terminar en alto, que se dice. Lo sabía hasta aquel militar cretino de Senderos de gloria: «Sus hombres han muerto muy bien».
Hubo un tiempo, cuando todo simbolizaba algo, en que la buena muerte era un síntoma de bienaventuranza. Si uno recuerda, Manrique escribe que su padre («Aquel de buenos abrigos, amado por virtuoso de la gente, el maestre don Rodrigo Manrique, tan famoso y tan valiente») muere con gallardía («Vuestro corazón de acero muestre su esfuerzo famoso en este trago»), cuerdo («Todos sentidos humanos conservados») y rodeado de los suyos («Cercado de su mujer, de sus hijos, hermanos y criados»). Ahora, un crápula: al final del Don Giovanni, cuando el seductor acaba de ser arrastrado a los infiernos por el fantasma del Comendador (conste que al padre de Manrique la muerte casi le pide perdón), el grupito de damnificados que lo estaba persiguiendo canta, la mar de feliz, l’antichissima canzon: «Este es el fin del que obra mal; y, de los pérfidos, la muerte siempre es igual a la vida».
Mucho del encanto de morirse se ha quedado demodé: aquellas grandes misas (la anécdota de que el emperador Carlos escogía personalmente a los cantores de Yuste para sus exequias es apócrifa, pero ojalá no lo fuese), el miserere, los lutos. La sospecha de que el alma puede no ser inmortal tiene todo tipo de inconvenientes. Ha perdurado la costumbre más profana: las últimas palabras. Genio y figura hasta la sepultura. Total, si Dios no existe, al menos que te recuerden en un sobrecito de azúcar. La frase contundente goza de muy buena salud en nuestros días: hace tiempo que no leo en los culturales sobre algún nuevo tratado more geometrico demonstrato, pero sí tengo noticias de una enormidad de breves apuntes. ¡Otra ventaja!: son fáciles de memorizar. «¡Luz, más luz!», «Aplaudid amigos, la comedia ha terminado», etc. Sabiéndote tres o cuatro puedes pasar por culto.
Esperar que un moribundo sea ingenioso puede conducir a terribles decepciones. Se me ocurre, así de primeras, una dificultad fisiológica. Yo estoy escribiendo este texto con un poco de fiebre y tiritera, y no me siento particularmente perspicaz. No sé cómo es morirse, porque no me he muerto nunca (a efectos literarios sería muy ventajoso. Escribes «Yo me morí una vez» y es muy difícil que ese texto no gane un Pulitzer), pero no encuentro ningún argumento médico que justifique esta idea. También hay una complicación cronológica: imagine a un moribundo solemne, bien aposentado en cama, hablando trabajosamente pero con gravedad, explicando a sus nietos el sentido de la vida. Y ahora suponga que en un momento concreto dice algo tan sumamente genial, algo de una sabiduría tan concentrada que no puede ser mejorado. ¿Qué hacer? Sería muy desconcertante que el agonizante se callase entonces. Imaginen al señor apretando fuerte los labios y negando violentamente con la cabeza, mientras sus allegados intentan averiguar qué pasa. Pero ¡aún hay una opción más ridícula! Conjeturemos por un momento que uno de los asistentes a la agonía (un hijo, por ejemplo) gritase con un ímpetu inesperado: «Papá, ¡calla!». Debería hacerlo, además, con precisión y con contundencia: si el viejo dice «¿Qué?», todo se va a hacer gárgaras.
Y me malicio otros muchos problemas: una frase a medio decir, algo absolutamente absurdo, algo tremendamente inapropiado (imagínese, no sé, a un papa muriéndose y diciendo barbaridades antisemitas), un balbuceo ininteligible. Pero no nos engañemos: despedirse con alguna genialidad es un derecho que debe ser previamente adquirido. O eres famoso antes o te vas al hoyo como un buen hijo de vecino y en veinte años nadie se acuerda de ti. Este es otro de los fracasos de que ya no se crea en la resurrección del alma. Puestos a resucitar, vuelve en cuerpo glorioso un dramaturgo, un virrey del Perú y un lechero; pero si uno consulta un diccionario de citas célebres (creo que siguen existiendo), nunca reza «Manolo Pérez, vecino del quinto». En buena medida, una última frase gloriosa es un colofón a una vida ya bastante interesante. Y una vida interesante es aquella cuyas minucias interesan al respetable. Como se ve, es un circuito que gusta de realimentarse.
Liberémonos de este embeleco: casi todos estos discursitos son una sandez. Nos embauca el protocolo de la muerte. Cualquier cosa que diga un moribundo adquiere un tono sagrado, una gravedad espectral de lo más absurda. Uno de mis ejemplos favoritos es el de las últimas voluntades: ¿qué más darán? Rápidamente nos disponemos a cumplir con exactitud los deseos del cadáver, al que, posiblemente, cuando estaba vivo y necesitaba cosas, porque tenía previsto seguirlo estando, no le hacíamos ningún caso. No se les discute: ¿que quiere que lo entierren al ritmo de «La gozadera»? Pues se le entierra. «Es lo que él quería», y chimpún.
Seamos sinceros y asumamos que todo es parte de una teatralización. Y metidos en estas harinas, creo que lo mejor es hacerlo con profesionalidad. Quizás contratar a un organizador de eventos para que le dispongan a uno el deceso pueda parecer excesivo, pero algo hay que apañar. En realidad (seguimos con la metaforita del relato), los hechos puntuales de la muerte son los menos relevantes. Una mínima idea del decoro nos recomienda que queden en la más estricta intimidad. Pero es conveniente, si usted ya es famosillo y tiene interés por su recuerdo, que instruya a sus dolientes sobre la historia que deben contar. Lo clásico nunca falla: una muerte a lo Luis XIV, ahorrándose la gangrena, rodeado de oropeles y de allegados. Morirse pacíficamente tiene aún buena prensa, porque nos consuela imaginar que también podemos morir así, no entre la brutalidad y las agitaciones de alguna enfermedad feroz, rodeados de goteros y de extraños compañeros de cama. Pero esto es solo una recomendación: si usted prefiere que cuenten que estaba haciendo el pino puente a mí me parece bien. Vayamos al speech. La premeditación en estos asuntos ha estado tradicionalmente reservada al epitafio. De hecho, en este género se penaliza la ocurrencia. Se suele citar siempre el de Huidobro («Abrid la tumba. Al fondo de esta tumba se ve el mar»); yo prefiero el que la viuda de Vallejo le dejó cuando consiguió enterrarlo en París («He nevado tanto para que duermas»). Como se ve, lo consigne uno o se le ocurra a otro, todo está muy medido. Se entiende que es una declaración de intenciones para la posteridad. En el caso de las últimas palabras, hay más materia de anecdotario: debe parecer espontáneo. Tienen algo de esos programas de televisión baratos en los que una cámara entra en la habitación de un tipo, que está medidamente colocado en una butaca, leyendo, y levanta los ojos diciendo «Ah, hola, estáis aquí». Siempre pienso que es una suerte que sea un comando de televisión y no de atracadores paramilitares. Lo idóneo es que sea breve, profundo y recordable, pero, sobre todo (insisto), tiene que ser creíble. Puestos a planificar, no olvide incluir algún toque de demencia o de desconcierto: demasiada coherencia hará recelar a la audiencia. Para refuerzo de esta campaña por la planificación que estoy haciendo, les confesaré que el mejor ejemplo que se me viene a la cabeza es el de un personaje de ficción: «He soñado que era viejo».
Espero con este texto contribuir a la riqueza nacional generando un nuevo puesto de empleo: organizador de decesos. Se me ocurre una campaña exitosísima: «Disfrute de su día especial, muérase como siempre ha soñado». La ficción volvería a ser rentable: los escritores por fin tendrían trabajo.
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Os recomiendo la lectura de ‘Al pie de la sepultura. 500 frases lapidarias de personajes célebres en la hora de su muerte’, de Laura Manzanera. Aquí http://bit.ly/2nNwnlC algunas de las últimas frases de escritores famosos, que, como escribe Joaquín, tienen una mezcla de declaración para la posteridad y locura. Un saludo cordial.