Arquitectura Arte y Letras

El museo icónico

Museo Guggenheim de Bilbao. Foto: J. Ruano (CC).

El del Prado de Madrid, el Hermitage de San Petersburgo, o el MoMA de Nueva York son algunos de los museos más famosos del mundo. Es probable que echen de menos algún otro nombre; ahora sabrán el porqué. Aunque no los hayan visitado seguro que conocen alguna obra de su interior, pero el reto que les propongo es otro: dibujen la fachada de cualquiera de ellos. Excepto a los conocedores nivel experto del circuito artístico mundial, a la mayoría nos resultaría francamente difícil, no porque nuestra destreza con los lápices se acabe poco más allá de una vivienda unifamiliar con tejado a dos aguas sino porque recordamos mejor su contenido (aun de forma parcial) que su continente, puede que inconscientemente condicionados por tantos años de moralejas y lecciones éticas sobre que la belleza está en el interior. El museo del Louvre de París también pertenecía a ese conjunto de edificaciones museísticas que nos pasaban más o menos desapercibidas, hasta la intervención del arquitecto Ming Pei quien provocó reacciones airadas en el más rancio estrato cultural francés remodelando los accesos con las controvertidas, polémicas y presuntamente masónicas pirámides de la entrada que cualquiera que haya visitado el museo parisino, o aún esté traumatizado por El código Da Vinci, asocia ya por siempre a los preliminares de la experiencia orgásmica de ver a La Gioconda.

El Guggenheim de Nueva York puede que fuera el primer museo que se hizo más popular que su contenido con la magnífica galería en hélice diseñada por Frank Lloyd Wright; el Centro Pompidou es también relativamente famoso como objeto en sí con todo el andamiaje e instalaciones por la fachada… Pero, indudablemente, por encima de todos está el Guggenheim de Bilbao. Y lo más curioso es que es mundialmente conocido aunque sea prácticamente imposible de dibujar de forma fidedigna: si ni siquiera ha demostrado ser capaz de hacerlo su autor, Frank O. Gehry (Toronto, 1929), imagínense nosotros. Pero hemos interiorizado el concepto Guggenheim de tal forma que lo reconocemos aunque no sepamos representarlo. O, lo que es aún más inquietante (y a mí me da mucho en qué pensar cuando tengo tardes de deriva metafísica), puede que sea esa precisamente la razón por la que lo tenemos memorizado. Hay quien podría objetar que el boceto, que más mal que bien dibujemos, un angelino medio lo podría confundir con el Walt Disney Concert Hall de Los Ángeles, esa es una polémica en la que no entraremos. Pero en otras sí.

Que hablen de uno, aunque sea bien

El Guggenheim de Bilbao no siempre tuvo una acogida favorable. Cuando se lanzó el proyecto, apenas un puñado de visionarios estaba de acuerdo con la construcción del museo. Las críticas arreciaban desde todos los frentes: iba a ser caro, carísimo; se daban facilidades aparentemente escandalosas a una entidad privada extranjera; la ciudad tenía que cubrir necesidades a priori más urgentes que un museo de arte contemporáneo o, sin ir más lejos, se podría utilizar ese dinero para apoyar a los artistas vascos.

Más adelante, cuando los primeros volúmenes empezaron a tomar forma, el edificio se antojaba incomprensible y extraño y no encajaba en absoluto en Bilbao, por otra parte una ciudad gris y hasta entonces nada vanguardista. Hasta a los más entusiasmados les resultaba muy difícil defender, cuando el esqueleto metálico emergía como un ominoso primigenio tentacular del suelo de los antiguos astilleros, que aquellos elementos prismáticos con nombres tan descriptivos o cinematográficos como Pez y Flor pasando por Potemkin o T1000, iba a encajar bien en ese entorno y que iba a ser el catalizador de la transformación bilbaína al emblema arquitectónico y urbanístico mundial que es hoy en día. En resumen, parecía que se iban a arrojar decenas de miles de millones de pesetas junto a una playa de vías en desmantelamiento poblada de contenedores y vagones herrumbrosos que recordaba a uno de esos famosos paisajes posapocalípticos que se encuentran en Europa del Este tras la caída de la Unión Soviética.

La complicada construcción del museo fue motivo de elogio y una fuente de cifras faraónicas, cada una de ellas digna de un análisis detallado. Por ejemplo: Gehry pegó el pelotazo de su vida al embolsarse mil quinientos millones de pesetas (de la época) por el trabajo; se enviaron unos dieciséis mil faxes entre las oficinas en obra y el estudio del arquitecto, que aprovechaban las diferencias horarias entre América y España para trabajar prácticamente las veinticuatro horas del día durante toda la construcción; se colocaron más de 25.000 metros cuadrados de placas de titanio que, aunque parezca sorprendente por la icónica imagen del museo, con sus superficies alabeadas metálicas, es una cifra inferior a la medición de fachadas con revestimiento pétreo (en torno a 34.500 metros cuadrados de este material).

Prácticamente con la colocación de la lámina final de titanio cayó la última defensa de los detractores. A la vista estaba que aquello que con gran polémica y rechazo inicial habían plantado en Abandoibarra tenía una fuerza descomunal y un magnetismo inaudito: el Guggenheim había conquistado para siempre el corazón de los bilbaínos. El siguiente objetivo, que muy pocos se planteaban realmente, era la conquista mundial.

Fotos SÍ

Contra todo pronóstico, el camino recorrido entre ser un edificio extravagante que apenas era conocido por los vascos hasta aparecer en películas de James Bond o como decorado natural de multitud de anuncios publicitarios o de escenario de conciertos exclusivos como los de Smashing Pumpkins, Arcade Fire, Björk o los Red Hot Chili Peppers, no fue excesivamente largo. El bombardeo mediático fue de la mano del boca a boca, y las fotografías del museo corrieron como la pólvora. Ahora era apetecible visitar Bilbao: el Guggenheim ha sido el motivo por el que mucha gente, que no habían visitado el País Vasco porque viendo los informativos pensaban que estaban permanentemente al borde de la guerra civil aunque parezca mentira, no eran casos aislados, decidió viajar a Bilbao por primera vez. Dicho de otro modo, es el culpable del cambio de paradigma en relación al arte contemporáneo: personas que jamás se hubieran planteado visitar un museo de este tipo se encontraban en la puerta de entrada con el dedo pegado al disparador de su cámara, vengándose de las habituales restricciones del interior de los museos gastando carretes y quemando tarjetas de memoria con este edificio absurdamente fotogénico, aunque salga débilmente desenfocado o con mal encuadre, el resultado en general es satisfactorio.

El museo fue poco a poco aceptado como una obra de arte contemporáneo en sí mismo, como un edificio-escultura. La visita al espacio expositivo comienza sin entrar en su interior (y sin pasar por taquilla). El titanio adopta tonalidades diferentes en función de la luz existente y su exposición a la misma, acentuadas por las aguas que hacen las placas, lo que te seduce e invita a rodearlo por completo para ver qué colores y reflejos ofrecen las otras fachadas. Al pasar por debajo del puente de La Salve te encuentras con un inexplicable módulo hueco revestido en piedra, sin función aparente en el museo: un campanario sin campana, como el título de un plato de cocinero estrella. Y sin olvidar sus dos mascotas extraoficiales: Puppy y la araña. Es imposible aventurar con esperanzas de acertar una cifra inferior al billón si se quiere estimar el número de fotografías que se le han hecho a Puppy, de Jeff Koons (York, Pensilvania, 1955), el perrito de más de doce metros de altura formado por flores y plantas que da la bienvenida a la explanada principal del museo. Ha llegado a tal punto la popularidad de Puppy que, con el tono cómico y fanfarrón de los vascos, suelen decir que el museo Guggenheim es la caseta que construyeron para el perro. Por su parte, Mamá, la araña de Louise Bourgeois (París, 1911 – Nueva York, 2010) que se encuentra junto a la ría, se ha convertido en la imagen más demandada del merchandising bilbaíno.

Puppy, la araña, Arcos Rojos de Daniel Buren (Boulougne – Billancourt, París, 1938) con los que se integró completamente el puente de La Salve dentro del complejo del Guggenheim… el museo de alguna forma se entremezclaba con la ciudad, como si algunas obras se les escaparan del interior para relacionarse con su entorno, dando la impresión de que el famoso titanio es permeable y que esculturas e instalaciones entran y salen del edificio a su antojo.

Imagínense por un momento que no hubieran dejado hacer fotos del exterior del museo porque los flashes deterioran el titanio o las flores que componen Puppy se marchitarían más rápido o porque los huevos de Mamá iban a eclosionar antes de tiempo. Pues bien, tampoco tiene mucho sentido que esté prohibido fotografiar en el interior, por ejemplo, las formidables esculturas de acero corten de Richard Serra (San Francisco, 1939) que, grupadas bajo el nombre «La materia del tiempo», forman parte de la colección permanente del museo ocupando la gigantesca sala diáfana (de ciento cuarenta por veinticinco metros) denominada Boat Gallery. Como si el acero corten, esa materia exótica que proliferó preferentemente en mitad de las rotondas, gracias a la burbuja inmobiliaria y la creatividad de ciertos concejales, adoptando formas vagamente reconocibles, se fuera a desintegrar por la acción del flash. Numerosos rumores coinciden en que se han encontrado preservativos usados en los recovecos laberínticos de estas esculturas, gente que tal vez entendió mal cuando leyó en el catálogo que las obras de Serra podían ser recorridas. Ya que la reacción a este incidente fue que se colocaran carteles estratégicamente, donde te podías pensar invisible, recordando a los visitantes que los estaban grabando permanentemente, empuja a una nueva reflexión sobre los verdaderos motivos para no poder introducir cámaras en la obra de Serra, cuando podría suponer un nuevo impulso en la popularidad del Guggenheim.

Finalmente, cuando habías dado más vueltas que un tiovivo a su alrededor y te decidías a entrar, te daba la bienvenida el gigantesco hall del museo, de unos cincuenta metros de altura, que articula todo el edificio, y pasabas a ser uno más entre decenas de bocas abiertas, de todo tipo de etnias, con la mirada vuelta hacia arriba, en una escena en la que solo faltaba el papamoscas de la catedral de Burgos. Porque una vez que entras en el Guggenheim es tan común ver a los visitantes admirando las obras expuestas como fijando su atención en el techo de las salas o en las sinuosas formas de las paredes. El edificio de Gehry es, para algunos, el anfitrión perfecto para su contenido. O, para muchos otros, la estrella indiscutible del museo Guggenheim.

Artículo extraído del libro A Martedisponible en nuestra store.

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Foto: Ian Turk (CC).

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6 Comentarios

  1. Pingback: El museo icónico – Jot Down Cultural Magazine | BRASIL S.A

  2. De verdad que hubo mucha polémica, fue un cambió brutal para Bilbao gris y sucia, y realmente se ha visto que fue un movimiento visionario aunque tenía muchos riesgos, pero los vascos saben lo que se hacen casi siempre

  3. Pingback: 7 CALLES & 7 CANCIONES DE FITO(Y PLATERO) - BUXU NO SE CALLA

  4. No solo es digno de conocer – de hecho creo que cada persona que llega a España en plan de Turismo si o si acude a Bilbao por el interés que despierta – sino que, en otros puntos de la geografía del Planeta suspiramos por tener un Guggenheim para poner en valor alguna bella y atractiva ciudad, que necesita pegar un salto al siglo XXI. Vale decir que los vascos van privilegiados con esta emblemática obra.

  5. El museo Guggenheim ha sido el gran acicate de Bilbao para salir de su particular crisis industrial. En su momento, como dice el artículo, pocos lo entendieron. Algunos, de hecho, no entendían nada: ni querían metro, ni querían un museo aparentemente incomprensible. Pero Frank Gehry, a quien los vizcaínos debemos nuestra gratitud eterna, comprendió bien la ciudad, y en su particular estilo construyó un edificio que absolutamente rompedor paradójica y maravillosamente pega bien en la ciudad. Sorprendentemente bien. El Guggenheim dio incluso un nombre a un movimiento «arquitectónico urbanístico» en España, el «efecto Guggenheim». El efecto Guggenheim provocó no pocos desastres en pueblos y ciudades, lo que demuestra que no sólo el dinero da resultados al planear edificios icónicos. El difunto Iñaki Azkuna decidió que uno de los nuevos puentes del nuevo Bilbao llevase el nombre del arquitecto Gehry. Y tenía razón en hacerlo: Bilbao le debe su reconocimiento, y se lo damos. Así como hemos manifestado nuestro rechazo y enfado con Calatrava y nuestra simpatía por Foster, autor del metro.

  6. Por cierto, quiero reconocer la labor de una persona en particular para construir el edificio, Joseba Arregi, consejero de cultura del Gobierno vasco en aquel tiempo. Gracias a su impulso político, entre otros, se construyó el museo. Gracias, pues.

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