Lo negro, en Italia, se asocia de inmediato a algo que en el resto del mundo ni se les ocurre así de repente: lo negro es el fascismo. En oposición a rojo, se entiende. Se habla de terrorismo negro, de servicios secretos negros y demás variaciones. Las camisas negras, terribles para el verano y para muchas otras cosas marcaron una moda que aún tiene una huella profunda. Cuando el cantante colombiano Juanes triunfó hace unos años con la canción de «La camisa negra» en Italia se convirtió en temazo de las verbenas fachas.
En España se habla mucho de fascismo, pero luego preguntas y la gente no tiene ni idea. Se suele pensar en el franquismo y, redondeando, en la Alemania nazi. Se suele aludir a unos modos o un estilo. Lo italiano queda en segundo plano. Error: lo inventaron ellos. Cuando Hitler, que despierta mucho más morbo y se conoce más, llegó al poder en 1933 Mussolini ya llevaba mandando una década. Le copió mucho, desde el saludo romano, brazo en alto.
La historia, vista después, parece tener cierto sentido o linealidad, una dirección. Pero lo cierto es que, en el momento, suele ir a lo loco y es completamente imprevisible. Luego parece que las cosas no podían ser de otra manera, pero a menudo salieron así de casualidad, en plena confusión general. El nacimiento del fascismo es un buen ejemplo, y las andanzas del joven Mussolini, ese primer joven negro, son tan interesantes como instructivas. Se pueden sacar parecidos, paralelismos y moralejas. Algunas cosas les sonarán mucho: «Huy, mira, igual que ahora». En estos momentos en que todos estamos tan espesos y hemos redescubierto la política puede ser útil saber cómo empezó aquello. Algunas cosas es mejor saberlas que no saberlas. Si no, tómenlo como una novela de aventuras.
Benito, nacido en 1883, fue bautizado así en honor del político mexicano Benito Juárez, porque su padre era un socialista inquieto y atrabiliario. Era herrero, pero le iba más discutir de política en el bar. Su madre, en cambio, era una maestra católica y conservadora. Con tres años el futuro orador de los grandes destinos de Italia aún no había dicho una palabra, solo emitía gruñidos, y hasta lo llevaron al médico. El pequeño Benito, que vivía en una gran pobreza, era silencioso, solitario y peleón, todo el día de bronca por los campos haciendo barrabasadas. Era problemático en la escuela y de pocos amigos. Le mandaron a los salesianos de Faenza y le expulsaron por clavarle un cuchillo a un compañero en un muslo. No le gustaba mucho estudiar, le iba más leer novelones franceses, Zola y así, pero tenía ingenio y era espabilado. Era el típico rebelde. Al final se sacó con dieciocho años un diploma de maestro. Para entonces ya le tiraba el negro: llevaba siempre corbata negra, símbolo de los republicanos y ya frecuentaba círculos socialistas. Supongo que ya lo saben, pero por si acaso: el primer dictador fascista nació en realidad como socialista revolucionario. (Moraleja: es más fácil de lo que parece que un tipo de izquierdas se haga de derechas, lo contrario es tan difícil como parece, así que en general hay que tener más cuidado con los primeros).
Parece que el chico era mandón y buscaba en los demás la admiración y la sumisión. En ese sentido, tampoco tenía novias, le iban más los burdeles, donde presumía de machote. Siempre le fue mucho todo ese rollo de la virilidad, instinto convertido luego en pose fascista, y lo de tener amantes. Entre los dictadores de la época Mussolini fue el único ligón. Hitler, Stalin y Franco eran más mosquitas muertas. De vuelta a casa consiguió un trabajo de profesor, pero aguantó solo un año, porque tuvo un lío de faldas muy escandaloso. A esto me refería.
Era el verano de 1902 y Benito optó por largarse a Suiza, donde pasó dos años y medio. Suiza era entonces la meca de las conspiraciones de los revolucionarios europeos, y de hecho coincidió allí con Lenin, aunque no se dio cuenta de que era él. En realidad Mussolini llegó allí a buscarse la vida, sin mucha motivación política, pero la adquirió en cuanto se puso a trabajar por primera vez en una fábrica y aquello le pareció un horror. Indro Montanelli sostiene que el joven Mussolini empezó a meterse en política con tal de no trabajar, aprovechando que destacaba entre la mayoría de inmigrantes analfabetos. Al final se coló en un sindicato de albañiles que le dio un sueldillo y empezó a escribir en un periódico socialista. Ahí descubrió el poder de la palabrería. Estando en Suiza se escaqueó de la mili y fue declarado desertor en 1904. Es que era antimilitarista. No, no es una errata.
Uno de los episodios más famosos de esos años de primeros pinitos como orador es el de un debate con un cura sobre la existencia de Dios. Mussolini tenía un número muy bueno: «Si Dios existe le doy dos minutos para fulminarme». Se ponía todo chulo a esperar, con los brazos en jarras, y levantando el mentón, y como no ocurría nada declaraba tajante que Dios no existía. Siempre me imagino a Dios pensando: «¿Qué hago con este elemento? Me quedo con las ganas, con la que me va armar luego». Y entonces yo también me pregunto, eso, por qué no lo fulminó, ¿dónde está Dios cuando se le necesita y encima se lo piden a gritos? (Moraleja: lo de mezclar fascismo y catolicismo es de denominación de origen española, fascistas y nazis fueron muy anticlericales). Con estos numeritos, algunas polémicas y expulsiones del país, empezó a ser conocido como agitador político.
Se apuntó entonces a la universidad, donde asistió un par de meses a las clases del célebre sociólogo y economista Vilfredo Pareto, que le dejó fascinado. Hacía una crítica demoledora de la democracia, propugnaba la violencia como motor de la historia y que el poder era para las minorías, no las masas. Eso es lo que a él le gustaba. Hay que imaginarse al emigrante Mussolini, pobretón, cabreado con el mundo, mal afeitado y ya con ojos de loco. Quizá incluso sifilítico, aunque no se sabe si presumía de ello y era mentira solo para jactarse de todo lo que follaba. Pese a esta pinta, o quizá por eso, ese veinteañero desastrado llamó la atención de Angelica Balabanoff, una rusa revolucionaria cinco años mayor que él. Se liaron, lo adoptó, lo mantuvo, lo educó en el marxismo.
Esta mujer fue para él como un máster en política y puso las pilas al monstruito para que empezara a caminar. Balabanoff siguió como mentora el ascenso del jovencito Mussolini durante una década, y debe notarse un detalle: era judía. Luego volveremos sobre este matiz. ¿Tienen alguna amiga que siempre se enamora del mismo tipo de tío raro que no le conviene? Pues esta mujer es plusmarquista mundial, porque cuando dejó a Mussolini se largó con… Lenin, al que había conocido en Suiza. Se apuntó al partido bolchevique, volvió a su país y participó en primera línea en la Revolución rusa. (Moraleja: todo esto del leninismo y el fascismo puede ser en realidad fruto del aburrimiento de las ciudades suizas). Lo significativo, también a modo de moraleja, es que acabó harta de los dos.
En 1904 el joven Benito regresó a Italia y se tiró dos años de mili, considerados de buena conducta. Luego intentó probar suerte otra vez en lo suyo, de maestro, pero los chavales le puteaban y no le hacían ni caso. Tal vez de ahí su madera de dictador y su gran obsesión en el futuro por formar un italiano nuevo, objetivo demencial obviamente frustrado. (Moraleja: no subestimar el síndrome del profesor quemado o, también, que un buen grupo de chavales intratables es capaz de derrocar incluso a un dictador en potencia).
Fue de aquí para allá en plazas de maestro, sin muchas ganas porque lo que le gustaba era escribir y pontificar, no enseñar, y tampoco tanto la política. Lo que de verdad le atraía era el periodismo (Moraleja: siempre ha sido un oficio de gran magnetismo para quien no quiere trabajar). Colaboraba en panfletos y diarios del partido socialista, del estilo del Pensamiento romañolo, hasta que en 1909 le llamaron a Trento para dirigir uno. Trento era entonces un lugar muy particular y revuelto, porque estaba bajo dominio austrohúngaro. El joven Mussolini, que en esas fechas completó su empanada mental con el descubrimiento del superhombre de Nietzsche, se apasionó por el oficio y se pasaba el día en la redacción, escribía como loco, insultaba y daba caña. Trabajaba en tres diarios a la vez. En ocho meses acabó detenido, condenado y expulsado. Es interesante recordarlo: antes que nada y lo primero de todo, Mussolini fue un columnista cabestro y agresivo, brillante a su manera, extremista y evidentemente peligroso. (Moraleja: bueno, eso).
Tras largarse de Trento no tenía donde caerse muerto y acabó en Forlì con su padre, que se había quedado viudo y tenía un restaurante con su nueva pareja. Para su padre no fue un buen negocio: el joven Benito no era un gran camarero (moraleja: siempre ha sido difícil encontrar buenos camareros) y encima le echó el ojo a la hija de su querida, que andaba por allí entre los fogones. Se llamaba Rachele. Al final se fueron a vivir juntos, aunque solo se casaron cinco años más tarde y se convirtió en la señora Mussolini. Tuvieron cinco hijos. Prueba de la capacidad del joven Benito de jugar a dos barajas es que en realidad se casó al mismo tiempo con otra muchacha, Ida Dalser. Era una masajista que había abierto un gabinete de belleza en Milán, con la que tuvo otro hijo por esas fechas, Benito Albino. Es una historia misteriosa y tremenda, porque Dalser se puso pesada, Mussolini no sabía cómo quitársela de encima y, una vez establecido el fascismo, acabó encerrada un manicomio, donde murió en 1937. Su hijo corrió la misma suerte cinco años más tarde.
Mussolini no tenía trabajo, estaba deprimido y Forlì no era Nueva York, sino un pueblo de cuarenta mil habitantes. Se desahogó con la pasión literaria y escribió un culebrón por entregas, L’amante del Cardinale, que debía de ser horroroso. De hecho, cuando se hizo con el poder ordenó destruir todas las copias existentes. La huella en la posteridad es algo que siempre preocupa a los grandes hombres. Por fin cambió su suerte en 1910, cuando los socialistas de Forlì decidieron abrir un periódico, La lotta di classe, y le hicieron director. Mussolini se lo escribía él solo enterito y daba rienda suelta a su labia. Intransigente, batallador, revolucionario, dramático, apocalíptico, de la parte de los campesinos. Era cuando los periódicos pintaban algo, sin tener que regalar juegos de ollas, y con este altavoz el joven Benito llegó a ser dirigente local del partido, su primer cargo político, con veintisiete años. Era de los más radicales, crítico con la dirección, y acabó cinco meses en la cárcel por instigación a la violencia y sabotaje en una huelga general.
Se dio a conocer definitivamente en el congreso nacional del partido, en 1912. Tenía veintinueve años. Causó sensación con su oratoria marcial de frases impactantes y pausas teatrales, con su mirada de visionario revolucionario. En el acto fue identificado como el hombre nuevo del socialismo italiano, y la prensa extranjera ya se fijó en él de forma elogiosa. Por fin alguien joven, distinto, con energía e ideas, se dijeron todos. De ahí dio el salto a la dirección del Avanti!, en diciembre de 1912, el periódico insignia del partido. Con el tiempo se reveló como su arma más eficaz para imponerse en el partido, buscando la complicidad de la base contra el aparato, para crear consenso, propagar sus ideas y aumentar sus seguidores, como en Twitter. (Moraleja: para todo esto hoy ya no hace falta un periódico, es más, como no espabilen la gente los considerará parte del sistema).
Debe decirse que el joven Mussolini titulaba muy bien, era cañero y tenía olfato, un sensacionalista manipulador de tomo y lomo. En lo suyo era bueno. (Moraleja: ser un gran hijo de mala madre no está en absoluto reñido con ser un buen periodista, es más, hay quien piensa la ridiculez de que es imprescindible). Total, que disparó la tirada. La propaganda a través de un astuto control de los medios de comunicación, pionera en su tiempo, sería esencial en el fascismo, y luego en todo poder, que siempre tiene una querencia fascista.
La cultura política, o cultura a secas, de Mussolini era pedestre y autodidacta. Según confesó, cuando cogía un libro leía tres páginas al principio, tres en medio y tres al final. Con eso se hacía una idea. Luego ya lo mezclaba él. (Moraleja: lea usted los libros enteros, hombre, si no mire en qué se puede convertir). Todo esto no fue obstáculo para que saliera triunfante del congreso del partido en Ancona, en 1914. Ese es el año, como todo el mundo sabe a estas alturas, por eso del centenario, que estalló la Primera Guerra Mundial. Fue decisiva para el nacimiento del fascismo. No obstante, el director Mussolini no creyó que el atentado del 28 de junio de Sarajevo fuera una gran noticia, no lo dio bien.
Mussolini, pese a la imágen categórica que tenemos de él, siempre fue un táctico, alguien sin ideas claras hasta que tenía claro cuáles eran las que le convenía tener en cada momento. Sus portadas del Avanti! son una estupenda radiografía. (Moraleja: para esto están las hemerotecas, no está tan claro dónde se pueden consultar las de los diarios digitales). Tardó un mes en proclamar en letras grandes «¡Abajo la guerra!», que se convirtió en el lema de la izquierda. Luego fue cambiando de idea, hasta que en octubre tituló, muy a la italiana: «De la neutralidad absoluta a la neutralidad activa». Cada vez comulgaba menos con los socialistas, le quedaban estrechos, y de hecho dimitió del periódico. Luego le echaron del partido. En solo veinticinco días fundó Il Popolo d’Italia, con la esperanza de crearse su propio electorado, los socialistas más subversivos, y empezó a ir por libre. Comenzaba su aventura en solitario. Tenía treinta y un años.
Al final Italia entró en la guerra y a Mussolini le costó ir a ella, porque no le llamaban y estaba quedando fatal. Cuando lo consiguió pasó año y medio en el frente, con buenas valoraciones de los mandos, hasta que fue herido en unas maniobras al estallar un mortero. En junio de 1917 le mandaron a casa por invalidez y volvió al periódico. En las trincheras, en contacto con la gente, se percató de que con el socialismo jamás iba a llevarse el gato al agua. Le apasionaba la revolución, pero bastante menos los pobres o los proletarios, que eran solo la masa en la que esperaba apoyarse. En 1918 cambió la cabecera del periódico, que se definía «socialista», por esta otra, muy significativa: «Periódico de los combatientes y de los productores». Por cierto, un detalle: una de las principales colaboradoras del diario, amante y gran valedora de Mussolini en los años siguientes fue Margherita Sarfatti, intelectual de familia bien. ¿Y bien? Pues que también era judía. Cuando se aprobaron las leyes raciales en 1938 tuvo que dejar el país. No sé si esto demuestra que Mussolini no era realmente antisemita, pero desde luego sí que demuestra que hacía lo que fuera, pasando por encima de cualquiera, con tal de perseguir sus intereses, y en 1938, ya muy cercano a Hitler, consideró que le tocaba ser antisemita, sintiéndolo mucho por sus conocidos judíos.
En torno a Mussolini, deseoso de abrirse un hueco en la política, y su diario empezaron a aglutinarse veteranos de guerra, nostálgicos de la violencia, descontentos con la clase política y también los futuristas, la vanguardia artística de Marinetti, que eran los más modernos. Así nacieron los fasci, los fasces es castellano, un símbolo tomado del imperio romano: era un haz de varas, un arma bastante simplona, como un garrote, que llevaban los escoltas de autoridades y magistrados, y que quedó convertido en emblema del poder. Los fascistas hicieron una lograda simbiosis de los conceptos poder y garrotazo.
El 2 de marzo de 1919, Il popolo d’Italia anunció una concentración en la calle en Milán el día 23 para crear «el antipartido», contra la izquierda y la derecha de toda la vida, contra socialistas y populares —sí, se llamaban exactamente así—. El «antipartido», ajeno a la política tradicional, eran los Fasci di Combattimento. Querían «transformar la vida italiana, con métodos revolucionarios si es inevitable». Fueron al acto, como mucho, unos trescientos tíos, incluidos curiosos y periodistas. Mayormente sindicalistas y anarquistas, Marinetti y algunos futuristas y veteranos de la guerra con ganas de marcha. Mussolini hizo un mitin con consignas llamativas pero sin una línea clara. Medidas contra el despilfarro como abolir el Senado y propuestas modernas como dar el voto a las mujeres. Poco a poco se fue pergeñando en términos que podemos comprender bien hoy mismo: la idea básica era cargarse el sistema capitalista, nacionalizar bancos, expropiaciones a los ricos y demás. Había un ansia general de hacer algo, de romperlo todo, de cambiar las cosas, aunque no estaba claro cómo y desde luego ellos no tenían ni idea.
El fascismo no era esa cosa tan clara como el agua, de blanco y negro, al pan pan y al vino vino en que pensamos ahora. Era una idea gaseosa que se fue formando por oportunismo, circunstancias ocasionales y táctica política, sin que el mismo Mussolini supiera lo que iba a salir. (Moraleja: si los partidos del poder no saben leer el descontento social, porque viven fuera de la realidad, habrá quien lo lea mucho mejor por ellos). El joven Benito sabía lo que quería, el poder, y lo demás lo fue inventando por el camino, porque sobre todo tenía un gran talento político para olisquear el consenso y reaccionar rápidamente. (Moraleja: cuando la silla del poder está en el aire, se la lleva el más listo y quien dice la mentira más gorda). Fue una cosa muy italiana, como lo de Alemania fue muy alemán, entre otras cosas porque ya contaban con el modelo italiano. Miren esta esclarecedora frase programática de Mussolini: «Nosotros nos permitimos ser aristocráticos y democráticos, conservadores y progresistas, reaccionarios y revolucionarios, legales e ilegales, según las circunstancias de tiempo, lugar y ambiente».
Esto era porque los fasci tenían alergia a la política clásica, hasta rechazaban el nombre de partido y se definían un movimiento. (Moraleja: lo de Beppe Grillo hoy en Italia es justo lo mismo, de ahí las comparaciones que les sacan). Dentro también había de todo, con el único aglutinador común del descontento, por el paro y la inflación, y el odio a todo el sistema establecido. En definitiva, una movilización general de todos aquellos que se sentían olvidados por la política, sin lugar claro en la sociedad, y pretendían empezar a hacerla por sí mismos. Pero sobre todo, atención, en la clase media. No se llegaba a fin de mes, con la diferencia, respecto a hoy por ejemplo, de que era un descontento un poquito más visceral: era gente que se había comido una guerra, y una guerra tremenda, y es en esa guerra donde había aprendido a despreciar aún más el poder, decadente, y a apreciar ciertos valores, digamos, más enérgicos. De aquí un elemento decisivo: sabían lo que era empuñar un arma y hasta le habían cogido gusto. Tenían ganas de armarla. Porque para completar el cuadro ideológico nos falta un elemento muy convincente, las palizas.
Un mes después de la presentación en sociedad de los fasci, un grupete asaltó y arrasó la redacción del Avanti! en Milán, que Mussolini dirigía hasta hacía nada. Luego fueron a más. En abril de 1920 algunos de estos chicos aparecieron tras un acto socialista y a base de palos mataron a tres y dejaron cuarenta heridos. A la policía le pareció más o menos bien. A ellos les abrió un mundo de posibilidades. Se les unieron propietarios de tierras de las áreas rurales, hartos de rojerío, y que querían orden por las malas, y estos eran ya muy de derechas. Esta situación se ve muy bien en Novecento, de Bertolucci, ambientada en Emilia Romagna, en el centro del país. Es así como se inventaron las squadre de castigo, el squadrismo, los matones. Si le sumamos, del otro lado, el aumento de la agitación obrera y campesina, con ocupaciones de fábricas y terrenos, ya la tenemos liada.
Por aquel entonces fue la movida de Dalmacia. Que no les asuste el enunciado de pregunta difícil del colegio, lo ventilamos enseguida. En los acuerdos de paz de Versalles tras la Primera Guerra Mundial, en 1919, se ningunearon las pretensiones italianas y no les dieron Fiume, la actual Rijeka, en Croacia. Entonces no había Mundial de fútbol y Mussolini se apuntó al fervor patriótico para sacar tajada. Muchos de sus seguidores eran nacionalistas e irredentisti, como se llamaban los que no se resignaban a la pérdida de los territorios de Trentino, Venezia Giulia y Dalmacia. (Moraleja, muy trillada: la paz mal negociada de la Primera Guerra Mundial condujo a la Segunda, no solo en Alemania). Mussolini se embarcó en esta aventura con el gran poeta nacional, Gabriele D’Annunzio, aunque no se caían del todo bien, pero era un intelectual que le daba muchos puntos. Mussolini actuaba de tapadillo, diciendo vete tú delante que yo ya te sigo. El pesadísimo vate al menos era un romántico serio. No me refiero a esa leyenda de que se quitó las costillas inferiores para poder chupársela, sino a que cogió una tropa de legionarios y así, por libre, tomó Fiume. El que soñaba con hacer una marcha sobre Roma y tomar el poder era D’Annunzio. Para Lenin era el único italiano realmente revolucionario.
El primer congreso de los Fasci fue en octubre de 1919 en Florencia, pero de nuevo fue de una retórica de excelsa vaguedad. Por increíble que parezca esto será una constante en la carrera de Mussolini: manejará cuatro conceptos y dirá siempre cosas tan ambiguas que cabía de todo. Renzo De Felice, máximo historiador del fascismo con sus ocho tomos sobre el Duce, opina sin rodeos que Mussolini no tenía en la cabeza ninguna idea concreta de Estado y de partido, iba improvisando sobre la marcha, aunque sobre todo al final le arrastraran los acontecimientos. Pero es esencial como líder, porque fue quien dio forma al descontento de masa e hizo una síntesis política. (Moraleja: al final siempre hace falta un líder, no basta enfadarse todos juntos, y ya puestos, mejor elegir uno bueno, porque si no aparece uno malo seguro).
En cualquier caso en las elecciones de 1919, sin aliados claros a derecha ni izquierda, los fascistas se dieron un sonoro batacazo. Un solo escaño. La lista de Mussolini, en Milán, sacó menos de cinco mil votos. Ganaron los socialistas, con un 32 %, y los populares sacaron un 20̴ %. Cundió el pánico en la alta burguesía, que a los dos años de la Revolución rusa veía que en Italia podía armarse otra. Mussolini, que era muy espabilado, decidió renunciar a su alma revoltosa de izquierdas porque en realidad por ese lado no le hacían ni caso, y por el otro lado tenía campo libre. Por la derecha tenía el miedo y el odio a los subversivos, el deseo de orden, lo de siempre. En una de las muchas crisis de Gobierno de esos años los fasci se pusieron espontáneamente a las órdenes de las autoridades, como paramilitares, para defender la estabilidad. Estos chicos que resolvían problemas se pusieron de moda en el mundo conservador y hubo carreras para apuntarse. El fascismo, inexistente en las elecciones, comenzó a crecer como la espuma. (Moraleja: en algunas situaciones un partido puede pasar de cero a cien en unos segundos, las cosas pueden cambiar más rápido de lo que parece. Y otra: desde entonces, cada vez que sucede lo mismo, el poder siempre agita el fantasma del fascismo, aunque no tenga nada que ver).
Pensando en los siguientes comicios, Mussolini se alió con el primer ministro, el viejo zorro conservador Giolitti, y entre ambos se deshicieron de D’Annunzio, que se estaba poniendo muy pesado atrincherado en Fiume. Pactaron un reparto de Dalmacia y el venerado poeta al final cogió los bártulos y se retiró. En resumen, el joven Benito ya partía el bacalao y el sistema comenzaba a intentar asimilarlo. En las elecciones de 1921 Giolitti, sin aliados, optó por unirse a Mussolini con la esperanza de domesticarlo en el juego parlamentario. Pero, como se puede imaginar quien aún no conozca los detalles, la cosa fue más bien al revés. Los partidos tradicionales subestimaron el fascismo. Pensaron que pasaría por el aro y se uniría al club una vez que pisara la moqueta. Mussolini usó esta alianza para hacer un buen papel en las elecciones, no como la primera vez, y meter el pie en el Parlamento. Todo esto mientras sus matones seguían repartiendo tortas en los pueblos, en las ciudades y en las fábricas. Sacó cuarenta y cinco escaños y le faltó tiempo para anunciar que no apoyaría un Gobierno de Giolitti, que entonces descubrió cómo se la había colado. Mussolini parecía actuar impulsivamente, con prontos intuitivos y geniales, pero a menudo cada movimiento estaba calculado. (Moraleja: en esto Berlusconi es igual).
Los fasci crecieron como hongos. Pero seguía sin ser un partido, eran organizaciones locales con su jefecillo, que brotaban aquí y allá de forma espontánea, cada una con sus rasgos locales y a menudo con ideologías de fondo muy dispares porque, recordemos, el fascismo cada uno lo entendía a su manera, de izquierda a derecha, aunque la final se impusieron los de la derecha. En Ferrara, por ejemplo, estaba Italo Balbo. Tenía talento: cuando las autoridades prohibieron las porras sus chicos salieron a zurrar a los rivales con bacalaos. Había continuos choques entre rojos y negros en muchas ciudades, con muertos, expediciones punitivas, correrías por comarcas y toma temporal de pequeñas poblaciones. Las fuerzas del orden eran incapaces de mantener el orden o miraban para otro lado, sobre todo si los que pegaban eran los fascistas. Como los negros zurraban más y mejor, muchos currantes se pasaban a los sindicatos fascistas. Fueron tres años de guerra civil latente, con pruebas de movilizaciones paramilitares a media escala, ante las narices de Gobiernos efímeros e inútiles, pero los partidos tradicionales y las instituciones no se daban por enterados. La democracia fue degenerando.
El panorama apocalíptico se completaba con quiebras de bancos y fragmentación política en todos los partidos. Donde más, para variar, en la izquierda, fiel a su tradición suicida. Mussolini se frotaba las manos porque todo este lío no hacía más que darle la razón sobre la inutilidad de los partidos y del propio Parlamento, mientras él dominaba la calle. Fue por entonces que empezó a ganarse el favor del capitalismo urbano, que comenzó a financiar el partido fascista. Así que comenzó a defender la propiedad privada. Mussolini jugaba a dos bandas sin un control total, porque sus matones iban muy a lo suyo, dirigidos por jerarcas locales, pero al mismo tiempo él debía dar una aparente garantía de estabilidad para no asustar a la burguesía. Impuesto el caos por sus fieras, él se presentaba como el único capaz de sujetarlas.
Parte de los socialistas y los populares intentaron un Gobierno para frenar a los fascistas, pero Giolitti se negó a guiarlo, no lo veía claro. Ante una huelga general en agosto de 1922, en protesta por una barbaridad de camisas negras, los fascistas aprovecharon para mostrarse como garantes del orden, haciendo funcionar los servicios públicos. (Moraleja: en Grecia los de Alba Dorada están haciendo más o menos esto). Los mozalbetes de las camisas negras eran mejor que el Estado, porque el Estado era una porquería. Es decir, el fascismo y los empresarios se habían encontrado. Mussolini llegó a una conclusión evidente: «Si en Italia hubiera un Gobierno digno de este nombre hoy mismo debería enviar los carabinieri a disolvernos y ocupar nuestras sedes. No es concebible una organización armada con mandos y reglamento en un Estado con su ejército y policía. Solo que en Italia el Estado no existe. Es inútil, por fuerza tenemos que llegar al poder nosotros».
El 24 octubre de 1922 se organizó una gran reunión de camisas negras en Nápoles, sesenta mil tíos. Para acojonar. El país estaba a punto de caramelo y llegó el momento de la gran marcha sobre Roma, cuatro días más tarde. Antes Mussolini visitó al embajador de Estados Unidos, que luego alabó «la eterna grandeza del Duce». (Moraleja: quien hace un dictador fascista hace cientos). Por fin alguien plantaba cara al comunismo. También es porque Italia en Europa no tenía amigos, nadie se fiaba de ella, y Mussolini vio muy bien que en Washington podía tener un gran aliado. Los amores con Churchill vendrían después, hacia 1927. Pero el joven Benito no fingía mucho, admiraba a Estados Unidos por su dinamismo, su modernidad, su potencia militar, en fin, por lo que tenía de común con su idea de fascismo. Quizá no tanto, y no deja de ser una paradoja graciosa, por su política migratoria: en ese momento Estados Unidos rechazaba a los italianos en sus fronteras con rácanos cupos anuales, y en general eran mal vistos, de forma racista. (Moraleja: el fascismo universal es imposible, necesita fronteras para ser fascistas unos con otros, si no el mundo se llena de indeseables). Esta situación se redondea maravillosamente con la constatación de que buena parte de la comunidad italoamericana era fascista, precisamente porque Mussolini les daba orgullo patrio después de que en Estados Unidos les hubieran tratado a patadas.
La Marcha de Roma comenzó con la toma de instituciones en las capitales y un peregrinaje más o menos chapucero de distintos grupos hacia la capital. Pero cundió más el miedo que los que eran realmente. En Roma se pusieron nerviosos y se pidió al rey que declarara el estado de asedio. Pero Víctor Manuel III se rajó. Un general le respondió a la italiana: «El ejército cumplirá con su deber, pero será mejor no ponerlo a prueba». Al final el rey tuvo que llamar a Mussolini para rogarle que, por favor, se dignara a hacerse con el poder. Mussolini no estaba en la marcha con la tartera de filetes empanados, no, se había quedado en Milán a ver cómo salía eso por si acaso aparecía el ejército a repartir leña. Llegó al palacio del Quirinale a ver al rey el día 30 con una camisa negra. Tenía treinta y nueve años.
Lo emocionado que estaría que se olvidó de la Marcha de Roma, esos pringados que aguardaban muertos de frío por los caminos, bajo la lluvia, a la espera de instrucciones. Eran unos treinta mil y por el camino se les unieron más del doble. La gente se subía al carro del vencedor. El día 31 desfilaron en Roma seis horas ante el rey. Eran una banda de mangantes, cada uno vestido a su manera de forma marcial, como sargentos de república bananera, con predominio del negro. Ya puestos, Mussolini subió la cifra y dijo que eran trescientos mil, y a ver quién da más.
El Parlamento apoyó al nuevo presidente del Gobierno por trescientos seis votos contra ciento dieciséis y en el Senado, por ciento noventa y seis contra diecinueve. Socialistas y populares, la clase política tradicional, no solo desacreditaron las instituciones, tampoco las supieron defender. Los políticos de entonces tienen gran responsabilidad en la consolidación del fascismo, porque les faltó lucidez, iniciativa, valentía y fantasía política para desactivarlo, captar el mensaje de la calle. Como dice De Felice, no era en absoluto inevitable, no tanto como luego en Alemania, y entonces la situación general, económica y social, había mejorado.
Mussolini ya estaba en el poder, pero al principio fue de colega, no dejaba de querer atraer a los socialistas, porque aún tenía su corazoncito rojo. Luego empezó a tener detalles, como bombardear la isla de Corfú en agosto de 1923 tras un conflicto diplomático. Era para sacar músculo. La gente, alicaída tras la Primera Guerra Mundial, se sintió reconfortada. Mussolini hizo aprobar luego un nuevo sistema electoral delirante que regalaba la mayoría absoluta al partido que sacara más del 25 %, es decir, se hizo una ley a su medida y el Parlamento votó por lo que venía a ser su suicidio. Para que colara era imprescidible dividir a los populares y hundir a su líder, un cura, Luigi Sturzo. Mussolini le atacó con sus periódicos y al mismo tiempo se trabajó con favores al Vaticano, que quería resolver el problema de su estatus, cosa que logró en 1929. Hoy por ti mañana por mí y el Osservatore Romano invitó amablemente a Sturzo a dimitir. El pobre obedeció. La ley pasó. Por fin hubo elecciones en abril de 1924, con propaganda, palizas y acusaciones de tongo, y el partido fascista las ganó con un 65 % de los votos.
Lo demás fue rodado, y se precipitó en junio por el asesinato del combativo diputado socialista, Giacomo Matteotti, a manos del habitual grupo de matones. Solo que esta vez ya era casi en forma oficial, de régimen. Era el momento de la verdad y de hacer algo. Habló otra vez el Osservatore Romano: «Mejor evitar saltos en la oscuridad». No veían lo negro tan negro, preferían lo malo conocido. La oposición decidió abandonar el Parlamento hasta que el Gobierno no aclarara su responsabilidad en el crimen, pero ya daba igual porque tampoco pintaban gran cosa. En realidad nunca se ha aclarado si el asesinato fue cosa de Mussolini, o más bien que sus chicos, cada vez más difíciles de controlar, actuaron por libre y se les fue la mano.
El dilema del joven Benito entre mantenerse en unos parámetros medianamente democráticos o tirarse al monte, como querían sus bandas de criminales con camisa negra, marcó unos meses muy tensos. Podía haberle echado el rey, pero no lo hizo. (Moraleja: aunque un rey no sirva para casi nada la mayor parte del tiempo, debe ganarse el sueldo en esos momentos en que debe tener un par de pelotas). Tras dos décadas de mirar para otro lado y la Segunda Guerra Mundial, Víctor Manuel III abdicó en 1946 para que le sucediera su hijo Umberto, en un intento desesperado de que la gente no hiciera pagar a la monarquía por sus errores. Pero en referéndum los italianos prefirieron la república, hasta hoy, aunque eso no ha impedido a sus descendientes seguir siendo unos vividores.
El rey, como la Iglesia y parte de la oposición, creían que Mussolini era el único capaz de mantener el orden y además no veían una alternativa. El futuro papa Juan XXIII, por ejemplo, que todos tenemos por un señor bueno y moderno, le sacaba la cara en sus diarios. El 3 de enero 1925, en un discurso decisivo ante el Parlamento, Mussolini por fin dijo las cosas claras: «Si el fascismo ha sido una asociación delictiva, yo soy el jefe de esta asociación delictiva». Otra frase muy buena del discurso: «Italia quiere la paz. Nosotros se la daremos con amor, si es posible, y con la fuerza, si es necesario».
Ya estaban las cosas negro sobre blanco, bien negro, pero no crean que eso hizo saltar ninguna alarma en el mundo. Al revés, le hicieron la ola. La perspectiva de hoy es engañosa. Lo ocurrido en Estados Unidos es un ejemplo memorable, aunque haya caído en la desmemoria, sobre todo en Estados Unidos. A ver cómo lo digo sin que suene muy fuerte, porque esto no sale en las películas: buena parte de la élite capitalista y política de Estados Unidos era más o menos fascista. Tenía y tiene un alma negra, aunque ahora el Tea Party solo nos parezca una cosa folclórica. Como cuenta el periodista Ennio Caretto en un interesantísimo libro de reciente aparición —Quando l’America si innamorò di Mussolini—, Mussolini fue admirado, respetado y jaleado en Estados Unidos durante todos los años veinte y gran parte de los treinta. Hasta cuatro presidentes —Harding, Coolidge, Hoover y Roosevelt— le vieron con buenos ojos y solo empezaron a mosquearse con la invasión italiana de Etiopía, en 1935, donde se usaron armas químicas por primera vez, y con su intervención en la Guerra Civil española junto a Hitler, en 1936. En Estados Unidos no se bajaron del burro hasta 1938, cuando aprobó las leyes raciales. Hasta ese año incluso a los judíos les caía bien.
Para la Casa Blanca el joven Mussolini era un moderado. Representaba el orden, la paz para los negocios y además era de derechas, un freno contra el comunismo, que era el verdadero enemigo para ellos. A Estados Unidos no le interesaba tanto exportar la democracia como el capitalismo. Que Italia fuera una dictadura era un mal menor, y Mussolini incluso pasó por pacifista, un pequeño equívoco. Representaba el hombre nuevo y no es exagerado decir que fue el político de moda en Estados Unidos durante muchos años. En 1922, Hemingway escribió que no estaba nada mal, aunque le bastó un año para cambiar de idea. A los demás les costó bastante más. El joven Kennedy, cuyo padre era abiertamente nazi, como muchos otros ricachones, pasó de viaje por Italia con veinte años y el fascismo le pareció una cosa magnífica. Y era ya 1937. Hasta Gandhi fue a Roma y le hizo una visita al Duce. Era un novedad política que despertaba curiosidad.
Pero es que es precisamente a partir de 1925, ya instaurada la dictadura, cuando se dispararon los negocios entre Estados Unidos e Italia. La JP Morgan rebajó y agilizó el pago de las deudas de guerra de Italia y le dio un préstamo de cien millones de dólares. El hombre del banco en Italia, Thomas Lamont, se definió admirado «un misionero del fascismo». Propagó la buena nueva en Wall Street, que se convirtó encantada al fascismo, como muchos de los medios norteamericanos, que lo veían con simpatía. También Roosevelt, que pensaba que Mussolini podía frenar a Hitler, se mostró interesado al principio en el «experimento» fascista. Era un milagro económico que podía ser una especie de «tercera vía» entre comunismo y capitalismo, como el New Deal, su gran giro de intervención pública para sacar al país de la Gran Depresión. Hay que recordar que tras una década de liberalismo salvaje, que llevó al crack de 1929 —como en 2008—, la Casa Blanca tuvo que dar peso al Estado para inyectar dinero público, pero con cuidado de no parecer comunista. Obviamente a los millonarios y a la gran industria Roosevelt se lo pareció de todas maneras y hubieran preferido en casa un régimen más autoritario, un poquito fascista y que les dejara hacer lo que les diera la gana —como en 2008, y años siguientes, e imaginen ahora que el presidente es negro—. Que se sepa, y no se sabe mucho, contra Roosevelt hubo un atentado frustrado en 1933 —un inmigrante italiano le disparó a bocajarro y se salvó por un pelo— y un chapucero intento de golpe de Estado en 1934. Ese era el clima.
En Estados Unidos se fundaron incluso grupos de fasci en todas las grandes ciudades que se pegaban de vez en cuando con sus opositores dentro de la comunidad italoamericana. Un pelotón de camisas negras acudió oficialmente al funeral del presidente Harding, en 1923, y en los Juegos Olímpicos de 1932, en Los Ángeles, los atletas italianos desfilaron en formación fascista. Era una cosa pintoresca, sin más. Pero en los despachos importantes le adoraban sin reservas. Thomas Watson, el presidente de IBM, por ejemplo, tenía un retrato de Mussolini en el suyo. Magnates como Henry Ford o Randolph Hearst —que publicaba los artículos del Duce en sus medios—, eran declaradamente fascistas. Las investigaciones de Mengele, antes de los campos de concentración, fueron financiadas por la Fundación Rockefeller. Todas las grandes compañías americanas hicieron negocios con Hitler incluso durante la guerra: General Motors y Ford le fabricaban armas; IBM le facilitó la tecnología que permitió un eficaz fichaje de judíos y la eficiente gestión de los campos de concentración; por supuesto las petroleras, como la Standard Oil y Texaco; y Singer, Westinghouse, General Electric; y cómo no los bancos, como JP Morgan, Chase Manhattan o el del padre de George Bush y abuelo de George W. Bush. (Moraleja: el dinero era y es el dinero y la banca siempre gana).
Ciñéndonos a lo negro, la única oposición clara al fascismo en Estados Unidos, además de anarquistas y sindicatos, fue la de los negros, cabreadísimos por la guerra de Etiopía en 1935, que fue un detonante de aglutinación de los primeros movimentos negros en Estados Unidos. Es decir, gracias al Mussolini negro, los negros de verdad se unieron más todavía. De hecho un centenar se apuntaron a la Brigada Lincoln en la Guerra Civil española. Aunque es sorprendente recordar que, al principio, algunos de los líderes negros, como Marcus Garvey, eran fascistas. Es decir, negros negros.
A partir de 1925, con el jovencito Mussolini ya convertido en un dictador hecho y derecho, se creó un gran consenso social e Italia progresó, pero todo empezó a ponerse definitivamente negro, negrísimo. Y colorín colorado.
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Creo que los primeros en usar armas químicas contra el enemigo fuimos los españoles. En eso y en los campos de concentración fuimos a la vanguardia de la historia…
Danos datos, porque lo que se lee es que se usaron por primera vez en la 1ª GM. Lo que dices no lo había escuchado nunca, y como todo lo que enlode a España se vende como rosquillas en este pais, hay que ser concreto.
Y lo de los campos de concentración tambien me gustaría que me lo iluminaras, que hablar aquí es gratis.
Weyler en Cuba. Los gases en el Rif
En realidad no fuimos los primeros en usar gases, que ese honor lo tienen los alemanes en Flandes en 1915. Pero eran ataques desde tierra.
Parece ser que fuimos los primeros en hacer un bombardeo aéreo con gases, como dice otro comentarista en el Rif, contra aldeas alrededor de Melilla como represalia por desastre de Annual.
Los italianos fueron los primeros en hacer un bombardeo aéreo convencional sobre Libia en 1913.
En cuanto a campos de concentración eso es muy antiguo.
Por ejemplo tras la victoria de Bailén en 1808 llevamos a los franceses capturados a la isla de Cabrera, y simplemente dejamos morir de hambre a la mayoría, aunque más por negligencia que por mala intención .
Muy buen comentario, seguimos siendo negligentes, no hemos aprendido nada de la II G.M. nos seguimos preparando en la guerra convencional, de trincheras.
https://es.wikipedia.org/wiki/Gas_venenoso_en_la_Primera_Guerra_Mundial
Efectivamente, las primeras armas químicas se usaron… en la I Guerra Mundial. Pero oye, vamos a tirarnos piedras, que se nos da muy bien.
https://es.wikipedia.org/wiki/Reconcentración
En cuanto a Weyler, pues sí pero no. Pero nada, vamos a tirarnos piedras, que se nos da muy bien.
Excelente artículo, enhorabuena.
Los primeros campos de concentración, se usaron por primera vez, en la segunda guerra contra los bonos, en Sudafrica; donde se encerraba a mujeres y niños boers.
Las armas químicas tuvieron su debut en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) con consecuencias tan devastadoras y una reacción de repugnancia tan grande por parte del público en general, que la comunidad internacional resolvió prohibirlas.
De la derecha a la izquierda dice haber pasado el inefable Verstrynge. Aunque quizás sea solo un payaso. Eso está más claro que su ideología.
Y Ridruejo del que están muy orgullosos los socialistas, y un buen número de falangistas. Creo que el tránsito es mucho más frecuente de lo que dice el artículo.
Queda claramente demostrado, como siempre por otra parte, que las buenas gentes que se mantienen alejadas de «la política», serán siempre masacradas por los malos bichos que se entregan a ella. Lo mejor es no engendrar a nadie mientras llega esa plaga o meteorito que acabe con todo.
Segunda parte ya, por favor
Las coñas del artículo te sacan alguna que otra risa. Pero yo no banalizaría ni a Mussolini ni al fascismo prensentándolo como un simple movimiento de ricachones y malotes repartetortas. Eso es un reduccionismo en tosa regla.
Por Mussolini se le cayó la baba a medio mundo, incluyendo a no pocos señores que llevaban una bandera roja con una hoz y un martillo. Analice sino la era estalinista y de la «luna de miel» fascio-soviética desde los años 20 hasta la guerra civil española. Los besos eran con lengua. Saludos.
Tampoco creo que el autor banalice al fascismo. El tono es más bien desenfadado, y no sé insiste en la violencia por qué para Mussolini solo fue un instrumento para hacerse con el poder (y mantenerlo).
La realidad es la que es: hace 100 años el poder trataba a la clase media y baja como escoria, y no tenían tantas manías a la hora de emplear la fuerza. Mussolini es un fiel reflejo de una época negra.
Lo del origen socialista de Mussolini se puede decir que cierra el círculo. Tu comentario es interesante.
Saludos
¡Hay que ver cómo ha cambiado el baremo para definir lo que es un tío bueno y una tía buena! ¡A esos dos, en la foto en que Benito está con camiseta imperio, si pretendieran extender hoy en día una toalla en la playa, los iban a correr a tomatazos!
¿En Italia si haces chistes sobre este señor también te denuncian?.
http://elvillanoarrinconado.blogspot.com.es/
Si haces chistes sobre él no, igual que aquí; si te mofas de su asesinato sí. Como en cualquier país serio. Y si haces chistes de los muertos en las cunetas también.
No, se equivoca usted. Se puede uno mofar de Benito colgado cual jamón
gracias por el articulo mr Dominguez, toda una realidad de la raza humana;antes ahora, y despues.
Excelente artículo, detallado y muy divertido. Las puntualizaciones y moralejas, además de pertinentes, son hilarantes. Creo que esta pieza podría inaugurar un nuevo género, la retrospectiva cómica.
Además, he aprendido mucho, pues para explicar historia hace falta contexto y aquí se desarrolla todo muy bien. En el cole no te enseñan a conectar los puntos, aquí el autor tiene más claro como funcionan las relaciones de poder. Las aventuras filofascistas del poder americano son el broche de oro (negro, por supuesto) a una joya escrita. Lo mejor que he leído en mucho tiempo.
No se si inauguraría el género de retrospectiva cómica… Hace años, en los noventa, Ramón de España publicó «Europa mon amour», un libelo contra cada uno de los once países que nos acompañaban en la entonces Comunidad Económica Europea. Una vez pasada la capa superficial de chiste fácil y tópico sobre los caracteres nacionales, de España procede a poner bien verdes a los intelectuales icónicos de cada estado miembro, que es cuando el libro vale la pena. Kavafis, Joyce… todos se lleván su capón.
De acuerdo, han sido 20 minutos de lectura iluminadora. Un artículo que mezcla con mucha fortuna ironía, información y lecciones de política.
«El 2 de marzo de 1919, Il popolo d’Italia anunció una concentración en la calle en Milán el día 23 para crear «el antipartido», contra la izquierda y la derecha de toda la vida, contra socialistas y populares —sí, se llamaban exactamente así—. El «antipartido», ajeno a la política tradicional, eran los Fasci di Combattimento. Querían «transformar la vida italiana, con métodos revolucionarios si es inevitable». Fueron al acto, como mucho, unos trescientos tíos, incluidos curiosos y periodistas. Mayormente sindicalistas y anarquistas, Marinetti y algunos futuristas y veteranos de la guerra con ganas de marcha. Mussolini hizo un mitin con consignas llamativas pero sin una línea clara. Medidas contra el despilfarro como abolir el Senado y propuestas modernas como dar el voto a las mujeres. Poco a poco se fue pergeñando en términos que podemos comprender bien hoy mismo: la idea básica era cargarse el sistema capitalista, nacionalizar bancos, expropiaciones a los ricos y demás. Había un ansia general de hacer algo, de romperlo todo, de cambiar las cosas, aunque no estaba claro cómo y desde luego ellos no tenían ni idea.»… Pero… ¿a qué me suena a mí todo esto? … sí, hombre, ¿como se llaman estos de ahora que nos repiten cosas muy parecidas a todas horas? ¿no era algo así como ponosequé? … Las cosas se sabe como empiezan, cuando empiezan, no como acaban.
Excelente artículo. De lo mejor que he leído últimamente. Una muestra de buen periodismo. Enhorabuena a su autor Iñigo Dominguez. Ojalá El País se anime a publicar más artículos como este
Excelente Artículo, muy interesante coma para deliciar al puesto de un. J’en desayuno, anima la jornada y exalta el sábado.
Menciona como territorio que perdió Italia después de la 1ª Guerra Mundial el Trentino, y fue al contrario, por esa guerra el Trentino se incorporó a Italia. Antes era de Austria.
Qué buen artículo. Muchas gracias
Queda bien retratado el aspecto de buscavidas y es divertido. Otra cosa es el comentario del contexto, claramente sesgado y muy superficial, banalizando los problemas existentes (convencido que de hablar de la España de hoy nunca los plantearía así y menos a nuestros buscavidas). La traca final con esos USA metidos de rondón como si hubiera descubierto la penicilina es lamentable
Lo mejor que he leído en mucho tiempo.
Creo que los españoles usaron armas químicas en el Rif.
Pero, voy a documentarme.
Pues si. Usaron armas químicas.
https://es.wikipedia.org/wiki/Armas_qu%C3%ADmicas_en_la_Guerra_del_Rif
me enriquecido el articulo, no termino de comprender como llego al pueblo la mejora económica
Hablar de fascismo y no mencionar el sindicalismo revolucionario de Sorel y el nacionalismo orgánico francés es de traca. Tampoco menciona el bienio rojo italiano. No menciona la financiación británica a Mussolini durante la PGM para que hiciera propaganda probelicista (el Partido Socialista Italiano se oponía a la guerra por considerar que los obreros alemanes noveran sus enemigos. Fue de las pocas organizaciones obreras europeas que se mantuvo fiel a lo acordado en el Congreso de Stutgart de 1912)
Estoy de acuerdo. De ahí que en un comentario anterior hablara de «banalización» sobre el fenómeno. Siendo el artículo interesante y divertido, cae en ciertos clichés. El historiador Roger Griffin los ha roto recientemente estudiando muy seriamente el asunto.
El fascismo de cuño italiano (el nazi alemán fue sencillamente antiintelectual, vulgar y mucho más militarista) tiene hondos contenidos filosóficos: la idea insurreccional del sindicalista Sorel, el voluntarismo de Nietzsche y la impregnación de aquel Estado totalizador diseñado por Hegel son la «Santísima Trinidad» del fascismo.
Desde afuera llama la atencion como vosotros no veis las coincidencias con lo que teneis en la españa de estos dias
¿Y que se supone que tenemos en España?
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«Un mes después de la presentación en sociedad de los fasci, un grupete asaltó y arrasó la redacción del Avanti! en Milán, que Mussolini dirigía hasta hacía nada. Luego fueron a más.»
Hola, según tengo entendido, este ataque se produce como respuesta a un ataque que los socialistas habían planeado sobre una sede o la redacción del diario fascista. ¿Me lo podría confirmar?
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