Música

Una pasión en el desierto

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Fotografía: Desert Trip.

Sucedió una semana antes en el teatro del casino Venetian de Las Vegas: John Fogerty contó la anécdota de su actuación con Creedence Clearwater Revival en Woodstock. Para muchos ese recital es todo un misterio. El mismo Fogerty se encargó de prohibir su publicación aduciendo un poco de vergüenza ante el resultado final. Creedence debía salir a escena después de que Grateful Dead terminara un show infinito y lisérgico antes de las nueve de la noche del sábado 16 de agosto de 1969. Pero no sucedió así. El conjunto de Jerry García se quitó bien entrada la madrugada, y el combo de Fogerty tuvo que enfrentarse ante un público entumecido y desnudo sobre litros de lodo.

Con la frustración de entregarlo todo a medio millón de zombis, el líder de Creedence sintió que todo estaba perdido. Y así tocó: expiatoriamente, entre un humo denso y en la total oscuridad de las almas. El absurdo llegó a su culmen cuando el mismo Fogerty terminó una canción y vio como a un cuarto de milla a la única persona en pie de todo el lodazal. Una lucecita que encendía su mechero y gritaba con lo que la yerba podía dejarlo modular: «¡No te preocupes John! ¡Estamos contigo!».

Así fue cómo Creedence Clearwater Revival tocó todo su concierto para esa luciérnaga humana. Así fue como John Fogerty luego compuso «Who’ll Stop the Rain» para un total desconocido.

Eran otros tiempos.

Lo pienso mientras camino rumbo al primer día del Desert Trip, y me topo con un cable rosa para iPhone de última generación. Está tirado en el piso del lote 15 del estacionamiento del festival que ha despertado las mayores expectativas de los últimos tiempos. Nada tiene que ver el Empire Polo Club de Indio con la granja en la que se hizo Woodstock. Acá todo es pulcro y organizado. Sus ciento treinta y tres hectáreas están planificadas con precisión alemana. Olvídense de lo improvisado de aquellos días de hippismo, del amor fraternal, del lodo, de la falta de puestos de comidas, de los cuerpos en pelota picada y de todo el cuento de un Fogerty que ahora toca en casinos. Desde que el 9 de mayo se agotaron las entradas del Desert Trip en cuestión de cinco horas, la promotora Goldenvoice quiere que sus clientes disfruten de una experiencia en donde no quepa la decepción. ¡Bienvenidos al festival más lucrativo de la historia!

Todo detalle ha sido cuidado con mimo. La cajita del festival que llegó en septiembre a la puerta de cada casa es un estuche de monería que apela a la nostalgia: desde las palmeritas decorativas que la tapizan hasta los brazaletes que se deben activar por internet y el View-Master con imágenes de los músicos. Lo último es todo un guiño a la generación baby boomer a la que va dirigido este banquete sonoro. Probablemente estemos hablando de aquellos hippies que ahora mismo quizás estén detrás de prósperas empresas, como aquella que fabricó el cable de ese iPhone tirado al descuido o la aplicación del festival que puede instalarse en los teléfonos móviles. Porque no hay que equivocarse: la gracia y su experiencia prometida existe en la medida en la que se cuente con el dinero suficiente para financiarla. Un somero repaso a los precios de las entradas sin los impuestos sirven para redondear la idea: los boletos VIP salen a 1599 dólares, los de un solo día a 199 dólares y los pases de todo el fin de semana a 399 dólares. Lo del yantar es otra cosa: las cenas de cuatro platos van por los 225 dólares por persona, la experiencia culinaria de «todo lo que puedas comer» sale a 179 dólares y el combo de los tres días ronda los 499 dólares. Hay que decir que son más de treinta los chefs internacionales encargados de explotar el paladar con langostas y manjares. También hay expertos en eso que llaman el maridaje entre los vinos y para la cerveza artesanal se contrataron a los mejores nombres.

Desert Trip es un juego de palabras que alude a un viaje al desierto, tanto en sentido real como psicotrópico. Paul Tollet, presidente de la aludida Goldenvoice, la misma del festival Coachella, confesó a la Rolling Stone que fueron dos los años de negociaciones para tener el sí de los seis artistas del cartel. Su terquedad llegó a buen puerto, y prometió entre catorce y veinte millones de dólares a cada uno de ellos por su show. Así que todos estábamos invitados a formar parte de ese viaje, pero el sacrificio monetario ya es otro asunto.

No vayan a pensar que todo el esfuerzo de Tollet se hizo por amor al arte.

DÍA 1: Bob Dylan / The Rolling Stones

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Fotografía: Desert Trip.

«En el principio creó Dios los cielos y la tierra». El viernes 7 de octubre el atardecer del desierto invita a la cita bíblica. Bob Dylan, o Dios para muchos presentes, va a inaugurar el encuentro días antes de ser tocado por la varita del Nobel. El asunto estriba en que el único representante norteamericano del país que creó el rock retrasa su salida a escena por tiempo indefinido.

Aún huele a caballo en todo el Empire Polo Club y noto que la gente está ordenada en enormes establos: cercas de maderas pintadas de blanco forman cuadrados en donde pernoctan en el césped buena parte de las setenta y cinco mil personas del público. La mayoría aparenta tener de cincuenta años en adelante, pero en menor medida también hay veinteañeros. Las chicas visten camisetas floreadas, botas vaqueras o sombreros anchos del neohipismo de franquicias como Abercrombie o Forever 21. Las hay con camisetas de los artistas del día o del cartel o incluso de propuestas que nada tienen que ver con la cita (Guns N’ Roses, por ejemplo). Una joven de unos veinte años lleva una negra en la que se lee en inglés la siguiente oración: «¿Quién diablos es Mick Jagger?».

Un tiovivo de a ocho dólares por persona comienza a colorear la noche. A lo lejos un DJ pone canciones de Jimi Hendrix o The Kinks para los que llegaron en casas rodantes. Hace un par de horas que se terminaron las sesiones de yoga y pilates programadas para el público festivalero. El tiovivo ahora se torna amarillo para transformarse en la happy face. Y Dylan aparece para tocar una irreconocible «Rainy Day Women #12 & 35» casi a las 7 p.m.

Es verdad que el de Duluth no se traiciona a sí mismo. Llega con aura de maestro huraño sin contacto con el público. Los jóvenes caminan en procura de latas de Budlight de a diez dólares o por simple tedio, pero los mayores e incondicionales se postran ante el tótem. Dylan se esconde detrás de un piano y en la mitad de su show las pantallas solo transmiten imágenes en blanco y negro de trenes o de estampas americanas del siglo pasado. Su banda es de primera. Transita por el country, el folk, el rock o el blues con la gracia de un gato que dobla una esquina. Su jefe apenas ladra «Don’t Think Twice It’s all Right» o «Highway 61 Revisited». De pie y armónica en mano regala otras gemas como «Simple Twist of Fate», «Early Roman Kings», «Love Sick», «Tangled Up In Blue», «Lonesome Day Blues», «Pay Your Blood»,«Soon After Midnight» y «Ballad of a Thin Man». Para cuando «Masters of War» cierra el show, apenas han pasado unos escasos setenta y cinco minutos de recital. Un joven regresa con unas camisetas recién compradas en el puesto de mercancía oficial y exclama: «¡Ya terminó! Si apenas pude escuchar una canción antes de hacer la cola».

Y sí, Dylan se va sin siquiera haberle dado permiso a la prensa para ser fotografiado con su sombrero cordobés. Ladró, ya se dijo, desde el principio hasta el final de su comparecencia. El sentido de este verbo ya queda a gusto de cada quién.

El bajón es innegable. Unas chicas intercambian noticias al revisar su celular: Catherine Zeta-Jones, Michael Douglas, Rob Lowe y Cindy Crawford están entre el público, comentan al descuido. Una dice que a la modelo Georgia May Jagger, hija del cantante de los Stones, la vieron comiendo en la zona. Es probable. Desde que comenzaron los rumores del festival, una noche en la habitación más barata de todo el área se acerca a los doscientos dólares. El cielo tiene un precio, y el papá de Georgia está a punto de hacer valer esta entrada.

Si Dylan fue la austeridad, los Rolling Stones juegan con lo opuesto. Y no decepcionan. Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts y Ronnie Wood aparecen tras los primeros compases de «Start Me Up» para encender un ambiente de brasa fría. Es cierto que sus satánicas majestades son unas fieras al momento de venderse a sí mismos. Horas antes los periódicos de medio mundo habían anunciado la inminente salida de su próximo disco de estudio, Blue & Lonesome. El mismo Jagger atizó a las masas con una camiseta con la lengua azul. Así que la expectación ya estaba macerada.

Un show de los Stones se ha convertido en un asunto social. Importa más haber estado allí que el aporte musical de un grupo que no sorprende desde los setenta. No obstante, para el Desert Trip se notan variaciones en un recital que llevan replicando desde hace más de dos décadas. Hay un extra en canciones como «Mixed Emotions» o el estreno de «Ride ‘Em on Down». También es cierto que esta maquinaria de éxitos no deja de lado sus imprescindibles «It’s Only Rock ’n’ Roll», «Miss You», «Gimme Shelter», «Sympathy for the Devil», «Brown Sugar», «Jumpin’ Jack Flash», «You Can’t Always Get What You Want», «Midnight Rambler», «Wild Horses» y «(I Can’t Get No)? Satisfaction». Pero se notan unas ganas de complacer a un público que los ha seguido de toda la vida. Jagger, aunque bromea al no permitir chistes sobre la edad, hace una primera mención de manera clara: «Bienvenidos a la casa de retiro de Palm Springs para estos distinguidos músicos ingleses».

Y sí, hay un momento mágico, una excepción en su repertorio: una versión de «Come Together» de los Beatles, que alguien del público escucha sorprendido al igual que todos los presentes y con el puño en alto: sir Paul McCartney.

¿Quién dijo que los Stones no crearon el rock de estadios?

DÍA 2: Neil Young / Paul McCartney

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Fotografía: Desert Trip.

Ya la gente comienza a rebautizar al festival con el mote de Oldchella. Lo escucho en la radio mientras manejo al Empire Polo Club. Este va a ser otro gran día con Neil Young y Paul McCartney. McCartney es un tipo exitoso, el único Beatle reverenciado en vida y perdonado por una crítica que le fue esquiva en la primera mitad de su carrera en solitario. Ahora los estadios se le abren como una flor y su nombre equivale a la gloria. Podría decirse que las llaves de la ciudad les quedan cortas. El reverso de la moneda es su compañero Ringo Starr, que anuncia concierto para noviembre en una valla del camino y un recinto más bien decadente: el Fantasy Springs Resort and Casino de Indio. El esplendor y la derrota apenas conviven a unas millas de distancia.

McCartney de alguna manera es el antirock. Representa al tipo ñoño, remilgado y de chistes bobalicones. En su estampa no existe ni un gramo de actitud rebelde. A veces, parece que un personaje de Los Simpson, el vecino Ned Flanders, fue inspirado en él. Sin embargo, nadie como sir Paul para demostrarnos quién es la gran autoridad de estos meandros: fue el compositor de «Helter Skelter», quizás uno de los antecedentes más claros del heavy metal, tiene un dominio de la melodía digno de un extraterrestre, se inventó todo el concepto del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band y sus líneas de bajo y guitarra ya forman parte de la historia de la humanidad. En contraposición Mick Jagger, que podría ser el mejor ejemplo de la esencia del rock (frontman, provocador y con pasajes turbulentos) tampoco encaja del todo. Detrás de esa imagen de chico malo se encuentra un personaje calculador, cuyas nociones universitarias de economía y marca las ha llevado a su carrera para lucrarse sin miramientos ni compromisos de ningún tipo. Ahora mismo parece que el rock está cimentado sobre contradicciones y a veces cabe preguntarse: ¿acaso hay alguien que aún asuma algún tipo de compromiso genuino en esta música?

Neil Young despoja toda duda a las 6:15 de la tarde. Después de que unas chicas en pantalones cortos vaqueros, con botas, camisas de cuadro y sombreros de granjeras hayan regado unas macetas, el canadiense se sienta en el piano y da pie al milagro: entonar una versión de «After the Goldrush» íntima para setenta y cinco mil personas, que la escuchan como bestias mansas ante un cielo naranja que aún se filtra entre las palmeras del paisaje.

De la camiseta de Young se lee «El agua es vida». El escenario está adornado con chozas y figuras de indios de madera. «Heart Of Gold», «Comes a Time» y «Mother Earth (Natural Anthem)» se van desgranando en una leyenda de voz intacta, que salta de la guitarra acústica al órgano sin ningún tipo de percance. Lo dicho: la primera parte delicada y sentida da paso a lo inesperado: la rabia en plena noche y con un grupo The Promise of the Real, demoledor en su papel de epidermis de un Young inmenso.

El ogro, ahora feliz e incombustible, tiene a sus cómplices para sublimar versiones de «Out on the Weekend», «Human Highway» o «Harvest Moon». Cuando desempolva su  «Down by the River» el acabose se queda corto: más de quince minutos de solos, que le hacen susurrar en varios falsos finales: «Too much». Para el momento de «Seed Justice» él y sus músicos imitan sonidos de animales de granja en una orgía eléctrica sin tregua. Y el momentazo: poco antes de  «Rockin’ in the Free World» alguien de la organización se le acerca al músico y Young comenta: «Me dicen que nos quedan solo cuarenta y siete segundos para hacer “Rockin’ in the Free World”, y haremos una versión de cuarenta y siete segundos». Mentira. Una pieza que va sobre la libertad acaba a los diez minutos. El escenario queda latiendo como si fuera un ser viviente.

El humo se hace denso y la sensación es de plenitud. No importa que ya no vuelva Neil Young después de semejante entrega. Cualquier músico tendría miedo de salir después de lo acontecido. McCartney no. No lo tiene difícil gracias al cancionero que lleva consigo. Es lo más cerca de la experiencia Beatle que pueda existir ahora mismo. Los de Desert Trip lo saben. Por ese tipo de razones este festival vale lo que vale.

Ahora es una especie de lata de refresco la que comienza a girar en las pantallas. Hay algo de danza hipnótica que dura una media hora: mientras da vuelta sobre sí misma se advierten fotos y videos que tienen que ver con sir Paul dentro del grupo más grande de la historia, su carrera solista y sus propios hitos personales. Al terminar su rotación, un bajo eléctrico aparece en medio y el show comienza a todo dar.

A «Hard Day’s Night» sienta las bases de una carta de intenciones: acá se van a repasar canciones que todo el mundo conoce. Y no es mentira: treinta y siete temas, entre los que se contaron «Jet, Can’t Buy Me Love», «Letting Go» o «Maybe I’m Amazed» dejan todo tan claro como el agua. Cuando va por una nueva, «Queenie Eye», Macca hace la broma oportuna: «Cuando toco algo de Beatles, que todos conocen, veo todos los celulares y parece una constelación de estrellas; cuando hago alguno nuevo, que no conocen, es el agujero negro». Aun así es imposible que la gente la escuche sin emocionarse.

Es verdad que McCartney ha perdido muchos registros vocales. Pero eso poco importa cuando se asiste a un sacrificio de ese nivel. Sir Paul tiene detalles con todos. A los de Jagger les devuelve el favor antes de «I Wanna Be Your Man»: «Ayer los Stones tocaron una canción nuestra. Vamos a tocar una de ellos. Es el primer éxito que tuvieron en Inglaterra. Lo escribimos John (Lennon) y yo». Al público lo complace con todo lo que quiere escuchar, incluidas una versión en ukelele de «Something» y una rareza que nunca ha sido de su repertorio, «Being for the Benefit of Mr. Kite!». Hasta sorprende al respetable al lograr lo que ni los Stones pudieron con Dylan: llamar a su telonero, Neil Young, para deleitar a los melómanos con «A Day In The Life», «Give Peace a Chance» y «Why Don’t We Do It in the Road?».

En ese menú de degustación auditiva cabe de todo. Casi tres horas después, con la versión de «Hey Jude», los fuegos artificiales de «Live And Let Die» y la traca final de «Golden Slumbers/Carry That Weight/The End» se comienza a gestar la noción de que ese día podría ser el mejor de la jornada. Tufo a historia, pues.

DÍA 3: The Who / Roger Waters

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Fotografía: Desert Trip.

Última jornada del primer fin de semana y ya se habla de una recaudación de ciento sesenta millones de dólares por concepto de entradas. De la venta de mercancía las proyecciones también deben estar por las cifras de los seis ceros. Por ejemplo, desde el día anterior ya no quedan camisetas de los Rolling Stones y tampoco de algunos modelos de otros grupos. Ir a la cola para regresar con las manos vacías equivale a perder medio recital. La texana Aracely Carrillo tiene veintiocho años, y aún no sabe en cuál gastar los cuarenta dólares que valen las más baratas. Lleva dos días asomándose a la línea sin decidirse, y para ese domingo es poco lo que puede escoger y mucho lo que debe esperar entre la mayor acumulación de gente que desespera por irse con un recuerdo antes de que sea demasiado tarde. Aracely se frustra y va directa a hacer tres colas diferentes antes de que caiga el sol: una para una foto delante de la portada en gran tamaño del Some Girls de los Stones, otra para la de The Kids Are Alright de The Who y la última para la de Highway 61 Revisited de Dylan. Con alguna prueba debe regresar, sostiene.

Unos señores de más de sesenta años dicen que en cuanto termine The Who se irán del recinto. Hay gustos para todo. Si nos pusiéramos a encasillar a cada músico como personajes de spaghetti western, para entonces ya pasó el maestro, los espectaculares, el comprometido y el mito. Faltan los viscerales y el conceptual. En esas colas uno se entera de todo. En la de paella alguien comenta el caso del joven británico dependiente de supermercado que llegó al sitio con una mano adelante y otra detrás, duerme en un saco y tiene su regreso a Londres para el lunes. Más adelante sabré por la agencia EFE que se llama Aidan Brachi, y que todo era cierto.

Las pantallas comienzan a amenazar: «Mantengan la calma, ahora viene The Who». Jóvenes danzan en círculos recreando un falso Woodstock. Los jubilados están en sillas reclinables bebiendo vino, a muchísimos metros del escenario sin dejar de gozar de un sistema de sonido y de imagen impecable. No fue raro verlos los días anteriores en el césped bailando en parejas con sus koalas bien atados a sus vientres. Hay un par de chicos mexicanos de la capital que intentan impresionar a unas jovencitas que acaban de conocer. Les presumen que siempre viajan a estos conciertos con todos los lujos que pueden costear veinte mil pesos. «No le hagas caso. Los chilangos siempre dicen mentiras», le comenta una a la otra.

A este punto es obvio que los últimos no son público para ver a The Who. También lo es el hecho de que a Pete Townshend y a Roger Daltrey eso es lo que menos les importa: John Entwistle, el bajista de la banda que murió en 2012, nació un 9 de octubre. De estar vivo este día habría cumplido setenta y dos años. Las pantallas recuerdan eso. Townshend y Daltrey piensan rockear por su amigo, que nadie se equivoque, y lo hacen con todo: «I Can’t Explain» es contundente. La tocan como inicio, sin pirotecnias audiovisuales, pero con ese tipo de rabia que hace que el cantante juegue con el micrófono en el aire y el guitarrista ensaye los primeros windmill marca de la casa. Luego no hay descanso para nadie: «The Seeker», «Who Are You», «The Kids Are Alright», «I Can See for Miles» y «My Generation» salen como balas de ametralladora.

La escena de The Who son Townshend y Daltrey. Traen músicos excepcionales y también utilizan sus pantallas. Sin embargo, el noventa por ciento de su show está en ver a dos señores que se tiran de rodillas, hacen malabares y van desmelenándose canción tras canción sin dar pena ajena. Saben que no necesitan de otra cosa que de ellos mismos para abofetear a la audiencia. Solo cuando interpretan «The Rock», del disco Quadrophenia, es cuando aprovechan para dar un repaso audiovisual de cincuenta años de historia en pocos minutos: Nixon, Elvis, Keith Moon, Lady Di, la reina Isabel de Inglaterra, Thatcher, la caída del muro de Berlín, Clinton, la tragedia de la torres gemelas y la guerra de Irak pasan en un alarde de síntesis.

Me acerco a la zona de los discapacitados. Veo a un grupo de gente alrededor de una televisión de unas sesenta y cinco pulgadas. Están paralizados como si rodearan a un santo. The Who lleva rato con «Pinball Wizard», y de la pantalla advierto la figura de un joven con camisa negra. Me acerco intrigado por esa escena tribal y ahora noto que el hombre hace mímica e imita con las manos los solos de guitarra y batería de «See Me, Feel Me». Ahí es cuando me doy cuenta de que él está en pleno servicio de relatarle el concierto a los sordos. Ni cuando suena «Baba O’Riley» y «Won’t Get Fooled Again» logro descifrar cómo se puede transmitir semejante experiencia sonora a quienes no pueden escuchar, cómo llevar todo el desmadre de The Who a estas personas, cómo relatar la manera en la que el hijo de Ringo Starr, Zak Starkey, ataca sus tambores, cómo sentir esta avalancha de decibelios sin ver por un instante las maromas de Townshend y de un Daltrey que ha desabotonado casi toda su camisa. Increíble.

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Fotografía: Desert Trip.

El concierto llega a las dos horas, y la gente está agotada pero feliz. Es un buen momento para pasar a otro estado de conciencia. Quizás los organizadores calcularon eso. Saltar de la rabia de este grupo a la psicodelia de Pink Floyd tiene su encanto. La zona de discapacitados está a buena distancia del escenario, y sabemos que a Waters es mejor verlo de lejos por toda su propuesta conceptual. Ya no hay por qué inventarse historias para intentar acercarse a una tarima reservada a los VIP. Ahí me quedo en la espera del directo del bajista, ese diamante loco que días antes había retado a un presidente al plantar el cerdo inflable del disco Animals en el zócalo de Ciudad de México con la palabra «renuncia».

Waters es un tipo raro. Dice denunciar todas las injusticias del mundo, pero al mismo tiempo llevó a corte a sus excompañeros de Pink Floyd cuando estos decidieron lanzar la placa A Momentary Lapse of Reason sin su anuencia. También es conocido el episodio en el que tornó en músico asalariado al tecladista fundador Richard Wright solo por imponer su dominio y no querer compartir las regalías de las canciones entre cuatro miembros de su antiguo grupo. Hay algo de su personalidad que no cuadra, también pasa con su show pese a sus momentos completamente alucinantes.

El comienzo está acorde con las expectativas. Un ruido telúrico acompaña un video que hace que muchos enciendan sus cigarrillos. Luego llega la magia de «Pink Floyd: Speak to Me», «Breathe», «Set the Controls for the Heart of the Sun», «One of These Days», «Time», «Breathe (Reprise)» y «The Great Gig in the Sky» con dos coristas/sacerdotisas que no paran de aullar para euforia de la concurrencia. Para cuando entonan «Money» y «Us and Them» formo parte de una escena peculiar: un joven norteamericano muy parecido a Mr. Clean (calvo, fornido y de camiseta blanca), me pide un encendedor para alguien que quiere fumar. Se lo consigo, y regresa a los cinco minutos dándome las gracias. Aprovecho y le pregunto por un cigarrillo. No sé qué entiende y me responde: «Bueno, es que no fumo. Fue para mi mamá que quería encenderse un porro de cannabis medicinal». Volteo y veo a una señora en silla de ruedas, de unos setenta años, que me saluda mientras le da hondas caladas a un canuto de los gigantes.

Regreso mi mirada a Waters. El hombre sabe cómo embobar. Trae a diez músicos para que lo ayuden en casi todo, incluido el cantar. En «Shine On You Crazy Diamond» presenta a un joven discapacitado para que toque todos los solos de guitarra. En otras canciones se limita a su bajo eléctrico mientras admira toda su creación como compositor aunque la voz sea de otros. A veces siento que su espectáculo semeja un gigantesco karaoke. «Welcome to the Machine», «Have a Cigar» y «Wish You Were Here» son celebradas, pese a que la última pieza Waters la destroza al interpretarla. Para «Pigs (Three Different Ones)» el escenario ya era la fábrica de la portada del disco Animals. Acá no se escatiman los insultos gráficos y escritos a Donald Trump: imágenes del candidato presidencial republicano con falos en la mano, con un micropene entre sus piernas, con pechos, con la boca pintada de rojo, con cuerpo de cerdo. Para los liberales el acto es todo un festín. La canción termina con citas dichas por el político y al final la aportación de Waters: «Trump es un cerdo».

Con el público en sus bolsillos ya era cuestión de coser y cantar cuando le llega el turno a «Another Brick in the Wall Part 2». Todos la entonan como el himno que es, unos niños de apariencia mexicana hacen los coros y bailan con Waters. De sus camisetas se lee en español: «Derriba el muro». Un cerdo inflable con la cara de Trump a un costado sobrevuela sobre el público. Ya nada puede fallar: «Mother», «Run Like Hell», «Brain Damage» y «Eclipse» pasan con vaselina. Adiós y falso final. Waters regresa y lee un poema que critica la política de Estados Unidos en el tema palestino. Un par de señores norteamericanos levantan el puño mientras asienten con la cabeza. El bis lo suman tres canciones. Para entonces muchos se van para evitar atascos. Muchos menos Aracely, que vuelve a la tienda de mercancía. Ya casi no hay nadie haciendo línea. Logra decidirse entre lo poco que queda: una camiseta negra de Roger Waters con cuatro círculos que contienen las imágenes de los álbumes Dark Side of the Moon, Wish You Were Here, Animals y The Wall. Paga mientras suena «Comfortably Numb», y dice: «Ahora sí van a saber que estuve acá».

Camino de vuelta al carro entre el rebaño. Vuelvo a pensar en Woodstock. Han pasado casi cincuenta años de ese acontecimiento. The Who y Neil Young estuvieron allí, lo que es decir bastante. Es casi imposible que un concierto como este vuelva a repetirse. Las probabilidades biológicas de sus protagonistas juegan en contra. Ellos, qué duda cabe, sentaron las bases de una música que fue rebeldía, actitud y contracultura. Ahora algunos forman parte de la realeza británica y los espacios son otros. El Empire Polo Club sigue siendo ordenado, limpio, calculado, ajeno al desmadre. Los hippies mutaron en otra cosa, no tienen melena para desmelenarse. Un carrito a pedal de los que transportan gente me saca de mi ensalada mental. Pasa a mi lado con un tema de Creedence Clearwater Revival a todo volumen.

Creo que la voz de John Fogerty vuelve para decirme algo al respecto.

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Fotografía: Desert Trip.

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4 Comentarios

  1. Pingback: Una pasión en el desierto – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  2. «El bis lo suman tres canciones. Para entonces muchos se van para evitar atascos».

    La gente. Nunca cambia. Tres canciones de bis nada menos, un acontecimiento histórico y se van para no pillar atasco.

    En fin.

  3. Excelente relato, fresco y jocoso.

  4. Sobrevalorado

    Maravilloso, vamos. Me encanta el plan maestro de dominación del mundo de Jagger, que apenas fue seis meses a la LSE y cuyo primer número 1 en las Islas es el único tema de blues que ha cosechado esa aceptación desde los años 50 hasta ahora. A ver si nos hacemos una idea, aunque sea aproximada, que sólo han pasado 50 AÑOS DESDE QUE SU MANAGER LOS DESPLUMARA.

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