El 12 de junio de 1990 fue el momento clave. La fecha elegida. El día grande. Se realizaba en Galicia la acción policial de la Operación Nécora y los grandes capos del contrabando de tabaco y del narcotráfico de hachís y de cocaína caían detenidos por orden del juez Baltasar Garzón. A este, nuestro personaje, historia ya conocida y repetida, la visita le pilló en pijama, a primera hora de la mañana, aún durmiendo en su casa de A Laxe, en Vilagarcía. Los agentes echaron abajo la puerta y se lo llevaron. La versión menos oficial pero más pintoresca, que también ha circulado, circula y seguirá haciéndolo, dice que este, nuestro personaje, no estaba en aquella casa adosada que hoy mantiene, sino en su pazo, Baión, en Vilanova de Arousa, en Pontevedra, su castillo, su refugio, donde se erigían dos gigantes estatuas suya y de su esposa, Esther Lago. Y que allí llegaron las fuerzas policiales para trincarlo, y que allí (esto es verdad) aterrizó como un conquistador el juez Garzón en helicóptero aquella mañana.
Nuestro personaje jamás vivió en aquel pazo de origen medieval. «¿A santo de qué iba a vivir ahí? Yo ya tenía una casa. Y yo digo siempre que con tener una cama para dormir, o no dormir, una ducha y una cocina, me sobra», lo cuenta él. Y aquellos monumentos en realidad jamás existieron. Pero sí aquellas enormes puertas de hierro forjado, de más de tres metros de altura, desde las que se contemplan los viñedos del pazo, las uvas promesa de albariño rico, y la edificación majestuosa de piedra, sus torres, sus jardines, su largo camino de entrada. Esa puerta que con los años se convirtió en un símbolo, en la línea que no solo delimitaba el espacio exterior del interior, sino en el portal que juntaba dos dimensiones opuestas, dos mundos enfrentados, dos universos que colisionaban. También en la frontera que separaba a este, nuestro personaje, contrabandista, maldito, el señor Nécora más famoso, el patrón más popular de los narcos galegos, y al hombre: Laureano Oubiña.
Tras aquella potente acción policial nuestro personaje se pasó cuatro años y medio en la cárcel esperando el juicio de la misma. En la madrileña prisión de Alcalá Meco, entre otras cosas, pasaba el tiempo haciendo maquetas de barcos. Una de ellas la tiene aún hoy en el salón de su casa de Vilagarcía, con una placa de madera en la que ha bautizado la goleta como Villagarzón de Arousa, en homenaje a su magistrado favorito. También en su celda de la cárcel hacía lo que mejor sabía además de contrabandear: destilar. Con la aquiescencia de los funcionarios, que le llevaban las frutas más maduras de la cocina y hacían la vista gorda con el alambique, fabricaba orujo casero, orujo carcelero, mejor dicho, por afición, por echar un trago, que los propios guardias se llevaban después a casa en botellas de agua de plástico. Judicialmente la Nécora fue un fracaso. Apenas hubo condenas, la mayoría por delitos financieros, y los capos de la droga en Galicia salieron y siguieron con lo suyo. También nuestro personaje, Oubiña, que volvió a la calle, se quedó sin pazo, expropiado en 1995, vendido en 2002 y todavía hoy en disputa judicial porque Oubiña reclama que la mitad pertenece legalmente a sus hijas, puesto que su esposa, Esther Lago, falleció antes de que se vendiera y sin ser condenada y ellas son las herederas. Oubiña volvió cuatro años después a establecer sus antiguas redes y su pequeño vasto imperio. A comprar barcos para traer el hachís.
Hace cuatro años le entrevisté durante varios días. Acababa de salir de la cárcel entonces. Yo trabajaba en la revista Vanity Fair. Al salir de la prisión me telefoneó. «No pienso hacer entrevistas. Pero sí tú quieres entrevistarme, sube a verme», me ofreció. Por supuesto acepté. Allí, entre Vilagarcía, el puerto de Vilanova, el pazo Baión y las colinas desde donde subía a dirigir sus operaciones, Oubiña, el hombre, me contó cómo se había rehecho tras la Nécora y cómo volvió a disponer de una flota. «A nado era jodido traerlo», lo justificaba.
También allí, durante aquel encuentro largo, entre botellas de albariño y nécoras, nécoras de esas rojas y hermosas de las Rías Bajas, él mismo aludía a su personaje. «Le preguntas a cualquier español quién soy y te dice que el narcotraficante más grande de todas las drogas de España y de parte del mundo», exclamaba. Y es verdad. Ahí está el resumen del personaje, el balance final, la cuenta de resultados de la versión oficial de la historia y de la opinión pública. Pero tras esa frase está también la construcción de un mito, de ese gallego maldito, de nuestro personaje.
Oubiña, el hombre y el personaje, no era un narco como los que ahora la televisión ha puesto de moda. No era el Pablo Emilio Escobar Gaviria que resucita, plata o plomo, en los salones y que se convierte casi en objeto de consumo, como si fuera un Che diabólico, con esa atracción que el mal siempre generó, con la fascinación y el morbo de lo terrible. Oubiña fue uno de los grandes narcos gallegos. Empezó de niño, en la España gris de los cincuenta, en la Galicia aún más gris de aquella época, aprendiendo lo que era el estraperlo en la tienda de ultramarinos de su padre, descubriendo cómo a escondidas también se vendía maíz, aceite o garbanzos. Después llegarían el gasoil y el café y las barcas. Luego, el tabaco, claro, y las descargas y el Winston de batea y, como un paso natural casi, el hachís, porque la legislación condenaba igual en los ochenta traficar con tabaco que con hachís, pero con este se ganaba mucha más pasta, y los grandes contrabandistas, que eran empresarios conservadores, de los que votaban y financiaban a la Alianza Popular de Fraga y a la UCD de Suárez, no lo dudaban. Oubiña importaba hachís por toneladas en sus barcos. Y tres de aquellos cargamentos fueron apresados y con aquellas tres operaciones le cayeron tres condenas y, por mucho que intentó huir por Europa, fue detenido en el 2000 en Grecia y metido de nuevo en la cárcel. En total ha cumplido más de veinte años de prisión, todo por hachís. Nunca le pudieron probar que traficara con otras drogas. Él siempre lo ha negado. Se excusa diciendo que el hachís no mataba y que «jamás», repite muchas veces, «se le pasó por la cabeza» traficar con algo más fuerte. Y eso que, como presume también, como me dijo, «con los barcos que yo tenía, si hubiera querido, me hubiera traído la producción de un año de Colombia».
Pero el personaje de Oubiña no está en esos barcos, en esas operaciones y en esos cargamentos. Sino en aquellas puertas del pazo Baión, que era la niña mimada de su imperio, donde quería montar un hotel y un recinto para eventos y hacer el mejor albariño de la tierra y que se convirtió en su cárcel. A aquellas puertas iban las madres que luchaban contra la droga a protestar y aquel pazo se convirtió en el símbolo del narcotráfico, en la metáfora de la riqueza de todos los narcos, de la opulencia y la ostentación, de la impunidad, en el Falcon Crest de las drogas. Y, por extensión, su dueño se convirtió en el dueño de ese símbolo, en el referente de todos los narcos, en el personaje maldito.
También él, Laureano, el hombre, contribuyó a crear su personaje. Fue, al final, como una inmolación en diferido. Laureano Oubiña era el gallego iracundo y temperamental al que perseguían la justicia y aquellas madres, en contraste con otros colegas del oficio como Sito Miñanco o Manolo Charlín, que tuvieron perfiles más bajos públicamente. Oubiña dice de sí mismo que es que él es «de mecha corta», que se enciende muy rápido y con mucho fogonazo pero que luego se le pasa, y que a él no le gusta ejercer de gallego y decir sin decir nada o dudar o callarse, sino que todo lo suelta. Ese carácter acabó de moldear a nuestro personaje. Le podía su temperamento. Cargaba contra los jueces. Dijo durante años que la Audiencia Nacional estaba llena de comisarios políticos y que denunciaría a los jueces que le encausaban. Durante los años 2000, mientras cumplía condena, llegó a querellarse contra nueve magistrados. Todas las demandas terminaron archivadas, pero Oubiña no se calló.
Durante los últimos años no solo he conocido a Oubiña, al hombre, fuera de la cárcel, sino también a jueces y abogados que le trataron. Todos coinciden en esta construcción del personaje, en que le pudo ese ser, como me lo describió uno de sus abogados, «una fuerza bruta de la naturaleza». O un «bocazas», como me dijo otra abogada que le defendió y que conoce bien su historia y al personaje. Todos también confirmaban que a Oubiña, al narco, nunca se le pudo probar que traficara con nada más que hachís.
A nuestro personaje le acaban de conceder un tercer grado. Aquel verano que salió por fin tras casi dos décadas encerrado —el preso que ha cumplido la condena más larga por hachís en España—, la libertad le duró apenas unos meses. En febrero de 2014 volvieron a condenarle a cuatro años y siete meses de cárcel por un antiguo caso de blanqueo de 1998. Desde entonces Oubiña pleiteaba para recuperar su libertad. La refundición de condenas y el tiempo ya pasado en la cárcel, sobre el papel, le dan la razón, pero sus abogados siguieron recurriendo a la espera de que la justicia también quiera dársela. Que no hubiera salido hasta hoy aún lo interpretaba él como un castigo por haberse convertido en ese personaje, en ese símbolo, en ese «narcotraficante más grande de todas las drogas de España», y también como la represalia por ese carácter y esa lucha abierta que mantiene desde hace décadas ya contra los jueces de la Audiencia Nacional. Soltar a Oubiña, públicamente, está mal visto. Aunque tenga derecho, como ya tuvo, a salir con tercer grado. Como ahora lo tiene. Cuanto más íntegramente cumpla la pena menos riesgo de coste político habrá.
Hablé con él por última vez en enero. Le habían dado entonces un breve permiso por Navidad. Ya estaba abatido y resignado. Era consciente de que debería esperar a terminar de cumplir la pena para poder salir, por fin, ya en teoría con todo resuelto, y volver a su casa de Vilagarcía, con sus maquetas de barcos y su familia, a empezar su nueva vida. Tiene ya setenta años y ganas de pasar página. Dice que no está «curado» del «vicio del contrabando» pero sí «viejo». Lo dice el hombre, Laureano; el personaje, Oubiña, forma parte ya del pasado.
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Tiene narices que se haga de este señor un retrato comprensivo, casi laudatorio y exculpatorio. Ha faltado decir que entre Franco y Aznar le obligaron a ser narcotraficante.
Muy buen articulo, totalmente d acuerdo n todo lo q dice.
En los 80 y 90 habia narcos bastante peores q oubiña,xro varios factores (el pazo, su chuleria, etc) quedó como si fuera el peor.
Habria q profundizar alguien sobre la vinculacion clara entre los politicos del pp y los narcos y la hipocresia d la sociedad quien veia a los narcos como modelos d triunfo. Aun hoy n dia n vilagarcia Muchos niños se disfrazan d narcos cn los fardos a cuesta. Eso lo presencié yo,antes d q m empiecen a criticar,no es una exageracion.
Recuerdo q n un viaje a palermo un italiano porretas conocia vilagarcia y no santiago, eso dice mucho d la siciliciacion q estuvimos a punto d sufrir los gallegos. La evitamos en gran medida gracias a Garzon, un juez al q habria q ponerle un momento, hay mucho valiente d taberna q dice mucho, xro luego cdo ve un trapicheo en lugar d criticarlo, se rie.
Después de leer el artículo, te preguntas la razón por la cual no han canonizado a Laureano Oubiña.
Por mi experiencia en la zona, el Oubiña no era el peor de todos, sino a lo mejor el que tenía menos contactos políticos y, efectivamente, nunca le llegaron a acusar de tráfico de cocaina, se quedó en el hachís.
Ay, pobrecito narcotraficante, cuánta incomprensión y crueldad cuando no se pudo probar que traficase con drogas peores.
Es como el autor del texto, que no merece críticas porque no es como si estuviera elogiando cariñosamente a, no sé, el contable de Hitler, sino sólo a un narcotraficante.
La peor droga con la que traficó Oubiña fue el tabaco que, aparte de ser más adictivo que la heroína, mata a mucha más gente que todas las drogas ilegales juntas (con la excepción del cannabis, cuya dosis letal es casi imposible de alcanzar), más el alcohol y los psicofármacos. Pero claro, tenemos a toda la mongolería internacional obsesionada con ese constructo llamado «la droga» y pasa lo que pasa. Y las Madres contra la droga gallegas, venga a manifestarse delante de su pazo, como si el hachís guardara alguna relación con el caballo que consumían sus hijos -aparte de la ilegalidad de ambas drogas (la teoría de la escalada es una entre muchas payasadas en este ámbito). Y algunos «investigadores» se pasan cien pueblos cuando comparan lo ocurrido en Galicia con lo que pasó en Colombia («el Pablo Escobar gallego»). Si queremos terminar de un plumazo con todo esto, no nos quedará otra que imitar a los estadounidenses de los años Treinta que, tras diez años de alimentar al gangsterismo, derogaron la maldita Ley Seca.
Eres todo coherencia en tus reflexiones Alejo:
-Dices q las peores drogas son l tabaco y l alcohol, xra sólo unos párrafos más abajo decir q hay q legalizar las drogas como después de la ley seca…
– Opinas q es una exageracion la cuasisicilizacion d galicia… evidentemente no eres gallegos o has nacido despues d 1990 pq cualquiera q viviese n los años 80 en un pueblo costero se asustaria d decir tan lijeramente algo tan absurdo. El propio baltasar Garzon asi lo afirmó recientemente,no era colombia, xro poco le faltaba.
– Pasar dl hachis a la coca es desde luego más habitual q pasar d no consumir nada a la coca directamente. Casi no merece la pena ni discutirlo.
* perdon x contestar en este tono, xro t vi muy sobrado n tu comentario anterior y a veces hay q rebajar la forma d expresarse, sino el q habla d más corre el riesgo d ser contestado.
1.Ya sé que mi postura no es muy popular, pero considero que cuanto más dañina y adictiva sea una droga, más razones hay para regularla y menos para entregar su comercio a criminales. Si el fracaso de la Ley Seca en EE UU fue clamoroso, deberíamos sacar las consecuencias pertinentes en lugar de cometer los mismos errores, corregidos, aumentados y globalizados.
2. Yo hablaba de Colombia, y es de carcajada que se compare lo que ocurrió en Galicia con las hazañas de los cárteles de Medellín y Cali y con las decenas de miles de muertos de los años de plomo colombianos. Me importa un bledo lo que diga Garzón.
3- La teoría de la escalada es una de las mayores chorradas pseudomédicas de la historia.Desde luego que no merece la pena discutirlo.
4- Está usted perdonado, pero lo más preocupante de su comentario no es la forma, sino el fondo.