Cine y TV

Lo que nos habríamos perdido si David Lynch hubiera hecho caso a sus padres

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Imagen: Vértigo Films.

¿Cómo es realmente David Lynch? No tengo ni la más remota idea. Casi nunca lo tuve a menos de un metro y medio y nunca hablé con él. (…) No le veo sentido entrevistar a Lynch, lo cual resultó perversamente ser una ventaja, porque Lynch dejó muy claro que no quería ser entrevistado mientras Carretera perdida estuviera en producción, debido a que cuando está filmando una película está increíblemente ocupado, preocupado, enfrascado, y no le queda apenas atención o espacio mental disponible para nada que no sea la película.

(David Foster Wallace, «David Lynch conserva la cabeza», ensayo para la revista Premiere, 1995)

Existe una manera segura de entrar en el universo de un músico o un escritor: a través de su obra. Mediante el análisis lógico tratamos de ser capaces de comprender el momento vital en el que se encuentra el autor, y así terrenalizarlo y evocarlo al nivel de cualquiera de nosotros, aunque en realidad se les conceda una especie de derecho de pernada que los absuelve de cualquier pecado mundano. Este proceso suele producirse de forma similar con los cineastas que escriben sus propios guiones y exigen el total control creativo de su película. Son pocos los que consiguen construir un legado idiosincrásico con el que puedan desligar su ámbito personal. A pocos les importa que Billy Wilder fuera un misógino empedernido o Stanley Kubrick un obseso de la perfección que llevaba a todo un reparto a la extenuación. Sus defectos personales han quedado sepultados bajo la magnificencia de sus obras.

¿Y si se hiciera el análisis inverso? Tomar a un artista consagrado del que no se tenga el suficiente conocimiento como para formar una opinión sobria e indagar en su lado más personal para juzgar su obra. En realidad, no parece una tarea de un especial esfuerzo. La incontable cantidad de información y rumorología a la que toda persona del primer mundo tiene acceso trivializa el método. Sin embargo, aún quedan personajes que, pese a todo, han logrado ser solo juzgados por su trabajo y lo han utilizado como lente opaca para preservar su naturaleza en favor de una creatividad libre de cualquier condicionante.

David Lynch es de los pocos (por no decir el único) cineastas vivos que está por méritos propios dentro de este selecto grupo, sin que su vida personal haya viciado nunca su obra. ¿Cómo sería conocer los rasgos más humanos de Lynch como individuo antes de ver nada de su filmografía?

Director, guionista, productor musical, escultor o pintor, el estreno del documental David Lynch: The art life nos permite entrar en la subversiva mente y en los recuerdos del autor, a través de sus pinturas y conducidos en todo momento por su aguda voz.

Por supuesto, resulta un retrato imperdible para la legión de fans del director, y se da por hecho que todo incondicional de su cine disfrutará del contenido. Pero además, este es uno de los documentales biográficos que puede solucionar la siguiente cuestión: ¿De qué modo puede atraer David Lynch a alguien que no ha visto ninguna de sus películas?

Si ya es complicado analizar al director contemporáneo más complejo e inquietante sin analizar sus filmes, hacerlo excluyendo todo el misticismo que inyecta a sus procesos creativos, donde asegura que el principal detonante de su inventiva es la meditación que practica desde 1973, convierte la tarea en un reto imposible. ¿Cómo es posible que alguien que no ha catado nada de su particular obra pueda hablar de una persona que mantiene impenetrables sus vestigios?

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Imagen: Vértigo Films.

David Lynch en la cultura cinematográfica actual

Es realmente improbable que una persona con unos mínimos conocimientos cinematográficos desconozca el nombre de alguna de las obras más prestigiosas de Lynch. No en vano, Mulholland Drive ha sido recientemente nombrada por la BBC como la mejor película del siglo XXI. Todo lo que siempre se ha dicho de él se resume en que su estilo se basa en una realidad onírica que causa que su cine no sea comprendido, y que sin embargo provoca en el espectador una confortable sensación narcótica similar al momento en que te despiertas tras haber tenido un perturbador sueño que eres incapaz de recordar. Esa noción te exime de saber la causa y de querer buscarla. A este estado delirante el cine de Lynch le añade seguramente un valor excepcional: la atemporalidad. Toda grata percepción devalúa su cotización si se convierte en un hábito, y en eso el cineasta tiene todo ganado. Cabeza borradora, Terciopelo azul, Carretera perdida y la mencionada Mulholland Drive, sus más reconocidas e intrínsecas obras, en las que absolutamente todo el proceso artístico es suyo, se han lanzado con un dilatado margen temporal que permite al espectador volver a su estado cotidiano y así preservar la eficacia de su impacto.

Desvinculado del Hollywood más comercial desde que empezó a rodar Terciopelo azul, con un presupuesto mínimo y unos honorarios simbólicos que aceptó a cambio de mantener el cien por cien del control artístico. Esta postura fue fruto de la debacle que supuso el estreno de Dune en 1984, filme en el que Lynch jugó a ser un realizador con gran presupuesto y saboreó la amargura de las restrictivas posproducciones en el resultado final, momento en el que perjuró que nunca más volvería a realizar cine de estudio. De Laurentiis Entertainment Group fue la productora de ambas por contrato, pero este lance supuso la consolidación de Lynch en el cine vanguardista. Esta postura y el hecho de que el momento culminante de su carrera llegara a principios de siglo, atenúa el impacto que el cineasta pudo alcanzar en la denominada Generación Y.

Adicionalmente, se trata de un artista que no cumple ninguno de los requisitos básicos contemporáneos para captar al público menor de treinta y cinco años, principalmente por las siguientes tres razones:

1. Solo puede ser juzgado a través de su obra. Lynch no posee ninguna característica sensacionalista icónica de los ídolos actuales. Todo su reconocimiento se debe a su trabajo y nunca ha dejado que su vida personal acaparase un solo titular que pudiera siquiera acompañar a su genuina filmografía. Es evidente que si cualquier escándalo personal saliera a la luz, su obra se corrompería en pos de una segura atención mediática que no haría sino depreciar su hipnótica y ecléctica esencia. Véase el caso del pianista James Rhodes, un hombre cuyo mayor logro artístico ha sido humanizar el halo mayestático que rodea a la música clásica, apareciendo en sus actuaciones en camiseta y vaqueros o interactuando con el público entre pieza y pieza, algo insultante para los puristas. Sin embargo, es probable que más de la mitad de los espectadores que asisten a este ritual profanatorio solo quieren ver al hombre que cuenta en su cruda biografía cómo la música le ayudo a superar los abusos que sufrió en su infancia. Desde un prisma comercial supone un éxito asegurado, pero cuando la admiración por compasión se convierte en el foco popular y coarta a la fascinación intangible que provoca cualquier disciplina artística, el legado más romántico está condenado.

2. Lleva más de una década sin estrenar un gran proyecto. A diferencia de otros directores independientes, como Jim Jarmusch o David Cronenberg, parece que Lynch dejó a un lado su exhaustiva creatividad y optó por un silencioso retiro de los grandes focos para realizar pequeños cortometrajes despreocupados y con poca exigencia comercial. Fue un auténtico bombazo que se anunciara su regreso como guionista y director en la tercera temporada de Twin Peaks, célebre serie creada por él y cuya segunda temporada concluyó hace más de veinticinco años. En una sociedad criada en la instantaneidad y las modas de quita y pon, el hecho de que un director de su envergadura abdicara del trono del cine independiente hace tantos años le proporcionó un legado que solo valorarán aquellos que hayan visto su obra al completo, tarea que para aquel que no vivió el apogeo de cada estreno requiere un tiempo y una dedicación intensa.

3. No ha sido evocado por su fallecimiento. Para un artista no hay mayor atajo para llegar a la memoria colectiva ni mejor campaña de marketing que la muerte. La ley natural de la vida provoca que vivamos sumidos en una época epilogal para la última camada de legendarios artistas que vivieron sus días gloriosos durante la segunda mitad del siglo XX, lo que provoca que los nacidos a finales del siglo pasado sintamos como si hubiéramos llegado varias décadas tarde al baile. Este vacío generacional y cultural origina un anhelo de emociones que cualquier millennial que muestre cierto interés solo puede experimentar a través de la avanzada tecnología, pero que sin duda alguna cambiaría por haber estado en cualquiera de los estallidos contraculturales que tuvieron por bandera a alguno de los referentes de la última mitad del siglo pasado.

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Imagen: Vértigo Films.

Qué puede aportar David Lynch: The Art Life a un no lynchiano

Como bien argumentó el malogrado David Foster Wallace, «al igual que pornográfico o posmoderno, lynchiano es una de esas palabras que solo se pueden definir de forma ostensible, es decir, lo conocemos cuando lo vemos». El valor de un documental personal en el que un hombre que siempre ha sido reticente a ser entrevistado, realizar promociones y mostrarse sin pretextos al público adquiere un aliciente incalculable, cuando además el protagonista participa de forma activa y abre su enmarañada mente a todo aquel que sienta interés. Un documental íntimo de Lynch, o si existiera un documental similar de, por ejemplo, Thomas Pynchon, trae consigo una plusvalía que trasciende más allá de su legado. Aunque la Generación Y desconozca la actividad de cualquiera de ellos, la irrupción y posterior asentamiento de redes sociales como Twitter han creado esa ficticia sensación de cercanía con los ídolos de la cultura popular, por lo que el fomento de ese interés hacia la intimidad se dispara cuando se trata de un personaje misterioso.

La magia de la obra de Lynch reside en que no hay ningún hecho traumático de su infancia que provoque esa visión surrealista y tantas veces desagradable que vemos en ella. Esto es algo que va desgranando el propio autor, único protagonista del documental, en forma de monólogo y a través de imágenes de archivo, obras de arte y secuencias en las que fuma, pinta o escribe ideas, con esa actitud sosegada que se le presume. Narrado de forma cronológica, el relato va deshojando poco a poco al genio en favor del ente equilibrado cuya vida no dista mucho de la de cualquier otro ciudadano criado en los cincuenta, lo que denota el virtuosismo innato que poseía para ser artista.

No deja de sorprender que Lynch no se interesó en absoluto por el cine hasta que cumplió los veinte años. Escucharle narrar los motivos por los que deseaba ser pintor, la libertad que desde siempre le concedieron para ello y la admiración que sentía por figuras como Robert Henri y Oskar Kokoschka le han otorgado una perspectiva paralela que se ha visto reflejada cada vez que se ha puesto a rodar. Si Lynch ha llegado donde ha llegado, ha sido fundamentalmente por la idoneidad que ha mostrado cada vez que ha querido realizar algo. Su complejidad artística reside en su singularidad y en su capacidad para percibir la estética de cada situación personal que ha vivido y buscar la luz en las etapas más oscuras: si Philadelphia es conocida por ser una ciudad decante, él asegura que «es una ciudad oscura, rara y mezquina donde se respiraba malestar, corrupción y odio racial, pero ideal para fomentar la creatividad»; o cuando el negativo de The Alphabet, su segundo cortometraje, salió mal velado, Lynch no se enfadó, porque «ya estaba pensando en mejorar la idea. Un accidente, la destrucción de algo, puede llevar a algo bueno. A veces hay que meter la pata hasta el fondo para dar con aquello que estás buscando».

Parece una declaración de intenciones que David Lynch: The Art Life termine con el recuerdo que el cineasta tiene de Cabeza borradora. En un instante, relata situaciones que hacen que de un plumazo su majestuosidad se vea amenazada por las dudas que le hicieron estar a punto de renunciar a sus sueños, debido al nulo apoyo económico y familiar que tuvo para su desarrollo y el nacimiento de su hija para de forma repentina dar de nuevo la vuelta a esa sensación con su peculiar y distante naturalidad, como si fuera la trama de cualquiera de sus grandes obras, y afirmar con rotundidad que «estaba seguro de que no iba a hacerles caso».

Para los que se consideren lynchianos, es muy probable que parte de su obsesión radique en la capacidad de personalización de su propia crítica. El hecho de que sea casi en su totalidad inexplicable juega un papel imprescindible en la opinión pública, algo por lo que Lynch nunca se ha preocupado. Dice la escritora Sarah Ban Breathnach que «el mundo necesita soñadores y el mundo necesita hacedores, pero sobre todo, el mundo necesita soñadores que hacen». David Lynch nunca ha necesitado al mundo para hacer lo que sueña.

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9 Comments

  1. Pingback: Lo que nos habríamos perdido si David Lynch hubiera hecho caso a sus padres – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  2. josé antonio

    Me considero lynchiano, y he visto todas sus películas salvo Inland Empire, sin motivo concreto. Pienso que este director es muy necesario y pasará a la historia del cine como uno de los grandes, aunque eso a la juventud de hoy no parezca importarles, lo mismo que no les molesta ver una película en la tablet.

  3. Lareon Falken

    Era un crio cuando emitian Twin Peaks por la tele pero las pocas imágenes que vi me fascinaron. Recuerdo que la primera peli que vi de él fue Dune (terrible, y es un libro que adoro) pero la segunda ya fue Corazón Salvaje (Powermad y Johnny Peru, grandioso). Gracias a Internet logre ver Twin Peaks y Fire walk with me, Terciopelo Azul y la increible Carretera Perdida, a medias mi favorita con Mulholland Drive. No he visto ni Una Historia Verdadera (admito que no me atrae) ni Inland Empire (y esto ya es culpa de mi mujer que le aburre Lynch) pero creo que ninguna frase de pelicula me ha causado tanta desazon como ver a Bill Pullman diciendo «Dick Laurent está muerto». Brillante

    • josé antonio

      Comparto exactamente tus gustos. Era Bobby Perú, y te diré más: Corazón Salvaje es de esas pocas películas que siempre me hace llorar al final.

  4. Pablo

    cuando he llegado a lo de que la BBC ha nombrado a Mulholland Drive mejor película de la historia, he dejado de leer. Salvo Dune y el hombre elefante no entiendo la veneración por este director y su «cine».

    • Bituerto

      Veneración, no sé; pero sus películas tienen un rollo onírico-raruno que te hinbitan a seguir viéndolas más allá del momento en que té preguntas qué cojones estás haciendo perdiendo el tiempo con esa frikada.

      Inland Empire es de lo más extraño que he visto en una pantalla. Y aunque no pueda recomendarla a todo el mundo, tampoco te arrepientes de verla.

    • Pablo,muholland drive no fue elegida la mejor pelicula d la historia,sino d lo q va d siglo XXI.

      Yo he visto todas las peliculas d david lynch y sin duda m parece q la más brillante es precisamente muholland, otro tema es q sea necesario prestar mucha atencion xra entenderla.

      En mi opinion hay varias peliculas d david lynch q si q estan sobrevaloradas,sin embargo no encuentro en estos 17 años q van dl siglo XXI una pelicula tan perfecta como esa.

  5. Armin Tanzarian

    Lo que ocurre con este señor es que el esnobismo intelectualoide lo venera, y los palomiteros lo odian y se burlan Y….si,consigue algo con su cine que dudo que alguno más posea, y es recibir un impacto cn determinadas escenas que deja una huella y un poso que trasciende a sus presuntas marcianadas y pajas mentales

  6. Pingback: Eraserhead de David Lynch en los jardines de Miró Mallorca - infomag.es

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