Música

Les Rallizes Dénudés, partisanos nipones del ruido

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Les Rallizes Dénudés, 1978. Foto: : 片山智 vía rallizes.

El 31 de marzo de 1970, un comando de nueve miembros de la Liga Roja japonesa secuestró el vuelo 351 de Japan Airlines, que cubría el trayecto entre Tokio y Fukuoka. Armados de espadas samurái y una bomba, o apenas de pistolas de juguete —las versiones disponibles difieren sobre este particular—, los izquierdistas desviaron el vuelo hacia Pionyang, capital de Corea del Norte. Sus exigencias no acabaron de quedar claras, pero sí que, después de liberar a los ciento veintidós rehenes, solicitaron asilo político. Y se lo concedieron. Aquel rocambolesco suceso provocó consecuencias inesperadas. Por ejemplo, la oblicua derivada que nos ocupa: el grupo de rock psicodélico Les Rallizes Dénudés, que apenas llevaba tres años activo, se hizo a un lado, abandonó toda convención musical y resucitó al poco tiempo como una de las maquinarias sonoras más extremas, anómalas, ruidosas, extravagantes e inflexibles del planeta.

Esta pieza del realizador francés Ethan Mousiké reúne buena parte de las imágenes existentes de Les Rallizes Dénudés:

Entre los activistas de lo que dio en denominarse el secuestro Yodogo —apelativo de la facción que lo llevó a cabo— se encontraba Moriaki Wakabayashi. Este hombre, que continúa viviendo en Corea del Norte, era entonces el bajista de Les Rallizes Dénudés, una banda de existencialistas con afición a Dylan y a la Velvet Underground. Su líder se llamaba Takashi Mizutani, quien, en un flyer para anunciar conciertos, había descrito las intenciones de la formación: «Con aquella gente joven —tú incluido— que vive esta adolescencia agonizante y que ansía una verdadera música radical, deseo sinceramente que nazca un diálogo acompañado de penetrante dolor y que llene esta sala de conciertos». Entonces todavía sonaban expansivos, melódicos, y sus guitarras tenían un aire a los Grateful Dead. Pero la radicalización de la época cambió las tornas. En la ética y en la estética. Tras el episodio del avión y la huida del bajista, la paranoia se adueñó de Mizutani. Aquel guitarrista de larga melena, gafas oscuras, siempre vestido de negro, un místico del reverb, veía enemigos por todas partes. La policía los acechaba. Y entonces ya solo entrevió la salvación a través del ruido. Del puro ruido blanco y un océano de feedback.

Relatar la historia de Les Rallizes Dénudés es tarea complicada. Julian Cope, el músico y escritor inglés, fue quien más se acercó. Les dedicó un capitulo entero de su excepcional libro Japrocksampler. How the Post-War Japanese Blew Their Minds on Rock ‘n’ Roll —sobre el silvestre y peculiar rock japonés de los setenta—, pero no sin antes advertir: «Como la vida de los santos celtas, la mejor manera de contar la historia de Les Rallizes Dénudés es a través de una bizarra combinación de hechos, rumores y una rotunda y total hagiografía». El propio Cope escribe sobre rumores cuando explica cómo Mizutani cayó en los dominios del más estruendoso rock entonces disponible al recibir vía importación dos LP, White Light/White Heat (1968), de The Velvet Underground, y Vincebus Eruptum (1968) de los bestias pardas Blue Cheer. Si no es verdad, está bien contado. Porque la electricidad estática, monótona como en «Sister Ray» de la Velvet, las toneladas de distorsión que se despliegan lentamente sobre una marcial base rítmica, la enterrada voz narcótica e indolente, todo lo que define a Les Rallizes Dénudés, puede no proceder de ningún otro lugar que de la psique torturada de Mizutani.

El Japón de los años setenta se desperezaba tras décadas de ocupación estadounidense. Entre la culpa de los mayores que se habían plegado al tercero de los regímenes del Eje y una juventud estudiantil cada vez más inclinada a la izquierda, con el antiimperialismo como aglutinador político, Mizutani se había interesado por el existencialismo francés, los happenings y las acciones no violentas de protesta. Uno de los conciertos más celebrados de los primeros Dénudés fue, de hecho, en un festival de nombre Barricades A Go-Go. Era 1969, y la música derivó en manifestación masiva de estudiantes y en la posterior ocupación de la Universidad de Kioto. Hacía dos años que se habían puesto en marcha como brazo musical de la compañía de teatro vanguardista Gendai Gekijo de Kioto. «Nuestro objetivo es negar todos los estilos teatrales existentes», rezaba su palabra de orden. Y tal vez haya en esa declaración de intenciones un germen del «asalto sensorial total» al que se dedicaron Mizutani y Les Rallizes Dénudés una vez superado el trauma Yodogo: la destrucción de todo lo que existe a través del volumen.

El ruido fue el método que Mizutani usó para escapar de la depresión en la que se había sumido tras la huida del bajista a Pionyang. Hay incluso un rumor —de nuevo el rumor— sobre la creación durante aquel intervalo de un terapéutico combo de versiones de Blue Cheer junto a uno de sus más conspicuos discípulos, Keiji Haino. No existen pruebas. De la manía persecutoria provocada por encontronazos policiales ya nunca lograría librarse. La alergia a las entrevistas, frase hecha con que a menudo músicos pagados de sí mismos usan la falsa modestia como escudo, es para Mizutani estricta literalidad. Ningún periodista ha conseguido hablar con él. Lo que tenga que decir lo hace mediante el hipnótico drone saboteado por espasmos eléctricos sobre el que orbitó su música durante casi tres décadas.

Clandestinidad fonográfica

De Les Rallizes Dénudés, activos entre 1967 y 1997, solo existe una grabación oficial, la cuarta cara del LP doble Oz Days Live. Este disco, editado en 1973, recogía las actuaciones de cinco grupos participantes en el festival de igual nombre promovido por Dr. Acid Seven, ubicuo personaje del Japón hippie. Y, sin embargo, los materiales discográficos de Les Rallizes abundan. Bootlegs de todo pelaje, registros inéditos rescatados de magnetófonos de fanáticos, sobras recalentadas y empaquetaciones alternativas de las mismas canciones, directos troceados, escombros de estudio, rastros perdidos y reliquias para un culto creciente. El disco Heavier than a Death in the Family, por ejemplo, contiene algunos de sus temas más recurrentes —«Night of the Assassins», «Strung Out Deeper than the Night» o «Enter the Mirror» y aparece en el número tres de la lista de cincuenta discos japoneses con la que Julian Cope cierra Japrocksampler.

Les Rallizes Dénudés pasaron su vida volviendo una y otra vez a las mismas canciones. No evolucionaban, insistían. No cambiaban, tocaban cada vez más alto. Como en una analogía con las estructuras interminables de sus manifiestos de noise rock —muchos de ellos exceden los quince minutos de duración—, Mizutani reconcentraba sus esfuerzos en una búsqueda incesante dentro de apenas tres, cuatro acordes determinados por la electricidad descontrolada de su guitarra. No pocos críticos han advertido en ella, por cierto, el eco de los violentos punteos de Lou Reed en «I Heard Her Call My Name», del decisivo segundo disco de The Velvet Underground White Light/White Heat, y la huella del krautrock más informe: Amon Düül II y Agitation Free. Poca familia más.

La clandestinidad definió la vida de Les Rallizes Dénudés. Sin embargo, contra su rechazo de los estudios y la lógica de la industria musical, se prodigaron en directo (https://www.youtube.com/watch?v=BYteF-C4S_o). Pero la interacción con el público era mínima. Como forajidos de la siguiente era del rock, su actitud iba mucho más allá del punk antes del punk. Era música para oídos que todavía no existían. Ruido de protesta y canibalización del ala rebelde de la cultura consumista estadounidense —en eso consiste, al fin y al cabo, el rock & roll—, sociedad secreta de la distorsión, sus contemporáneos y compatriotas se quedaron un escalón por debajo. Y, pese a que bandas como la Flower Travellin’ Band, con su oscuro e implacable Satori (1971), o los Speed, Glue & Shinki del blues rock de alta energía de Eve (1971) no esquivaron ni el salvajismo ni los amplis al rojo ni el amor confeso por Blue Cheer, Mizutani y sus Dénudés habitaban otra dimensión. En ella permanecieron hasta que en 1996 el guitarrista chamán decidió dar por finiquitada la extraña aventura. Solo una aparición en una radical grabación junto al saxofonista afroamericano Arthur Doyle —de la segunda ola free jazz— y al batería Sabu Toyozumi —de la primera generación de la libre improvisación nipona—, datada en 1997 y editada seis años más tarde, ofreció alguna pista sobre las actividades de Mizutani.

Admirados por outsiders como Julian Cope o por cabezas pensantes del punk con ideas como Henry Rollins, germinales para músicos japoneses de los últimos cuarenta años —del hiperactivo y genial guitarrista Keiji Haino a los peculiares revivalistas de Acid Mothers Temple, de los brutales High Rise a las expediciones en el acople de Boris—, pioneros involuntarios de buena parte de los estilos con el prefijo noise, Les Rallizes Dénudés son, desde hace no mucho tiempo, una especie de secreto a voces. Su legado fonográfico es maltratado sistemáticamente por fantasmales sellos discográficos y reediciones de dudosa procedencia. Pero no cesa. A menudo queda la duda de si esta dejadez no formará parte de la estrategia de Mizutani. Porque el rumor que los situó en la órbita de Virgin Records, cuando Richard Branson era un hippie a la caza y captura de rock fuera de norma, probablemente sea apenas eso, un rumor. De la misma especie de aquellos que, junto a unos pocos hechos probados y «la hagiografía rotunda y total», conforman la única manera de contar la historia de Les Rallizes Dénudés.

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6 Comments

  1. Pingback: Les Rallizes Dénudés, partisanos nipones del ruido – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  2. Niño Desnudo

    Ni un comentario? Demasiado indie y festis entre los lectores, al parecer…

  3. caersinalas

    La idea de Mizutani Takashi de extremar la monotonia del rock n’ roll gringo y hornearla en distorsiones y reverberacion, para obtener el trance electrico del que muy bien habla Miles Davis en el dvd «Miles Electric», se desarrolló hasta llegar a la cacofonía total de las ultimas tocatas de Rallizes Dénudés, de las que-por lo general-nadie opina demasiado (fuera de Japon).

    Buen articulo introductorio, en castellano.

  4. econírico

    El maldoror con las mejores gafas de sol en aquel tiempo

  5. no gastes mi nombre

    definitivamente a mizutani le faltaba una tuerca, creo que éso diferencia los genios de los -simplemente- buenos en algo.

    buen artículo, gracias.

  6. Pingback: El Shinjuku-kei, o cómo el underground japonés consiguió ser mainstream. - Canino

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