Cine y TV

Kong: me enamoré de un gorila

kong skull
Imagen: Warner Bros. Pictures / Legendary Pictures.

Ser singular, según la RAE, consiste en ser raro o extraordinario. Kong podría presumir de ser ambas cosas, a partes iguales, y al mismo tiempo de ser una anomalía fílmica, hija putativa de un tipo como Thomas Tull, un cinéfilo disfrazado de ejecutivo que —no por casualidad— ha dado luz verde a películas como Pacific Rim, Godzilla o Jurassic World.

Ya desde los sensacionales títulos de crédito (obra del maestro Kyle Cooper) Kong anuncia su voluntad de no dar jamás la espalda a lo que es: un blockbuster con hechuras de serie B y, sobre todo, una película de aventuras que enlaza con Hace un millón de años, La isla misteriosa, El mundo perdido, Viaje al centro de la Tierra o los clásicos de Ray Harryhausen, esas cintas donde lo único que importaba era la próxima criatura, el próximo cadáver o la próxima montaña rusa. La voluntad es cristalina y se persigue con insistencia, y es ofrecer al cinéfilo un banquete de referentes que harían sonreír a Julio Verne y Arthur Conan Doyle. Arañas gigantes, pterodáctilos de colores y bichos de todas clases y pelajes, con la inestimable compañía de un grupo de actores perfectamente intercambiables, pueblan una isla que es en realidad el templo maldito, las minas del rey Salomón y el Saigon del Vietcong, todo en uno.

Más allá de helicópteros, la Creedence Clearwater Revival y los homenajes de manual (con Apocalypse Now a la cabeza, pero sin las valkirias), Kong sacia la sed de los fans del pulp y la serie B, con un presupuesto descomunal que solo puede ser considerado el sueño húmedo de un geek. Como esos relatos infinitos que uno se montaba con un airgam boy y un coche de plástico, cuando el aburrimiento era la mejor de las sinergias: un entretenidísimo festín plástico y visual, donde el personaje de mayor entidad es un gorila de treinta metros, solitario y de carácter cambiante. Reconozcámoslo, aquí el factor humano es lo de menos: que nadie pretenda bucear en la profundidad dramática del reparto, porque puede que acabe siendo presa de una terrible frustración.

Kong es la historia del monstruo, y como en la reciente Godzilla (el esquema narrativo es idéntico) el axioma es simple: la criatura es en realidad el protector del pueblo contra una amenaza mayor. No pretende ser otra cosa y no juega a doble baraja, porque sabe que ir de farol acabaría destruyendo un esqueleto fílmico que —en realidad— tiene la misma entidad que las casas de los dos primeros cerditos del cuento.

En esa falta de ambición y esa sencillez vocacional (que no nos engañemos, es muchas veces la raíz de la diversión) se ocultan las grandes virtudes un filme que trata de reescribir el certificado de defunción de un género que muere con más facilidad que un adolescente en un slasher. Así como el terror y el wéstern resucitan cada seis meses, el cine de aventuras no para de recibir clavos en el ataúd cada vez que algún director con ínfulas trata de escribir una tesis doctoral y acaba pergeñando un engendro. Le pasó a J. J. Abrams con Super 8 (a pesar de un inicio magnífico), le había pasado al mismísimo Spielberg con la terrible Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal y estuvo a punto de pasarle a Edwards con Godzilla, salvada por la campana gracias al uso de la épica.

Las películas de aventuras no son terreno fácil, más bien un marasmo de arenas movedizas, por la imposibilidad de encontrar un equilibrio entre la necesidad de otorgar tres dimensiones al actor de turno y la acuciante hegemonía de la escenografía (metiendo en el paquete el diseño de producción y los efectos visuales). En Kong apuestan por lo segundo, fingiendo por el camino que la interpretación importa, usando los estereotipos con la habilidad de un tahúr: el héroe (Hiddleston, correcto), el malo (Samuel L. Jackson, a dos pasos del histrionismo) y la bella (una Brie Larsson que parece estar ausente, como si el salto del indie a las grandes ligas la hubiera dejado catatónica). En realidad, el único que preocupa realmente al director (aparte de Kong) es el personaje de John C. Reilly, un secundario de lujo para Scorsese o Polansky, que se erige con facilidad en lo mejor de la película, gracias al contrapunto humorístico, y al hecho de apartarse del tono general del filme hasta ese momento e introducir la comedia en la receta. El espectacular inicio del blockbuster, centrado especialmente en una escena (la impresionante set-piece en la que el gorila decide que no le gustan ni los americanos, ni los helicópteros) y que inicia la odisea de los protagonistas en una isla perdida de la mano de Dios en la que se sospecha que se esconden secretos de una época ancestral, es el cheque en blanco del filme al cinéfilo: «Si no me compras ahora, no me vas a comprar nunca».

En el haber del director, Jordan Vogt Roberts, un señor sin méritos previos (al menos aparentes, dejando de lado Kings of summer, un filme diminuto que gustó en el Sundance de 2013) hay que anotar una pericia a prueba de bombas para jugar con los iconos y subrayar el hilo que enlaza los filmes de Shoedsack & Cooper, Guillermin y hasta Peter Jackson sin perderle nunca la cara a su propia creación. Vogt Roberts demuestra no tener miedo a los primeros planos y se maneja estupendamente bien en un formato tan espinoso como el 2.35:1, en la línea de Dan Tratchenberg en la magnífica Calle Cloverfield 10, o el mencionado Edwards en Godzilla. La otra genialidad (más allá de los impresionantes efectos especiales, con una docena de compañías, encabezadas por la Industria Light & Magic de George Lucas y más de cuatrocientas personas dedicadas a ello) es situar la acción al principio de la década de los setenta, abriendo la puerta al simbolismo retro propio de la época: de Vietnam a los Jefferson Airplane, y aislando, aún más si cabe, a los protagonistas, contribuyendo a poner el foco donde se debe, sin interferencias tecnológicas.

El gran enigma de Kong: La isla de la calavera, es saber si será capaz de conectar con sus destinatarios, tipos y tipas hiperestimulados, millenials y hordas de chavales que miran películas en su teléfono, más allá de toda esa generación de fans conquistados de antemano, que creció con Indiana Jones y que llenaba sus tardes televisivas con Horatio Hornblower, Errol Flynn o el temible burlón de Burt Lancaster. Ahí reside la duda y probablemente el futuro de una película articulada —obviamente— como el inicio de una franquicia que aúne a todos los monstruos de Legendary bajo el mismo techo.

Al menos, en Kong queda claro que el gorila sigue teniendo cuerda y que los años no le han restado ímpetu: en 2017 ha cumplido ochenta y cuatro con mismas ganas de soltar mandobles.

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4 Comentarios

  1. Pingback: Kong: me enamoré de un gorila – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  2. Pamiqueno

    No estoy muy de acuerdo. No es una peli de aventuras sino de monstruos. Personajes planos por no decir inexistentes que son meros testigos, hasta el punto de que Hiddleston no hace literalmente nada en toda la peli. Eso no pasaba con Indy o Errol Flynn. De acuerdo en la defensa de la aventura, pero la peli es flojita.

    • Si Hiddleston hace poco, imagínate la chinorri, que dice un par de frases y ya está, como se nota que la eligieron para sacar billetitos en China, no son listos ni ná estos de Hollywood…

  3. Parlache

    ¡Gracias!

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