Jot Down para CCCB
El premio inmerecido y la literatura musical
En 1983, a William Golding se le otorgaba el Nobel de Literatura en un movimiento que el propio Oxford Dictionary of National Biography llegó a calificar en sus páginas como «una elección inesperada e incluso discutible». El año anterior dicho premio había ido a parar a manos de Gabriel García Márquez y para algunos las comparaciones resultaban antipáticas y colocar en la misma estantería al colombiano responsable de Cien años de soledad y al británico que firmó El señor de las moscas era poco menos que punible. Lo curioso es que el propio Golding estaba bastante entregado a desprestigiar su propia carrera literaria: aquella opera prima protagonizada por niños se había convertido en su novela más famosa y él mismo la consideraba una creación torpe, brusca y aburrida, cuyo éxito había eclipsado trabajos posteriores en los que el hombre se sabía realmente maduro como escritor. Golding etiquetaba como un chiste el estatus de culto que había adquirido su escrito y aseguraba que todo el beneficio monetario que le proporcionaba dicha novela tenía el mismo valor que el «dinero del Monopoly».
Más allá de eso se consideraba a sí mismo un monstruo y acarreaba una vida oscura repleta de sucesos reprobables, desde asaltos sexuales a un desprecio general por todos los seres humanos. Una existencia repleta de episodios especialmente irracionales que llegaban remojados en intoxicaciones etílicas: el escritor Andrew Sinclair explicó cómo celebró una fiesta en su propia casa donde un borrachísimo Golding descuartizó a un muñeco de Bob Dylan y lo enterró en el jardín trasero alegando haber reconocido en el juguete la encarnación de Satán en la Tierra. Para gran parte del mundo aquel desequilibrado no era merecedor de un Nobel de Literatura, pero lo gracioso es que el propio escritor parecía compartir dicho sentimiento. Entre tanto a Andrew Sinclair lo que realmente le había parecido mal era todo aquello de destripar el títere de Dylan y darle entierro porque el muñeco era suyo.
A mediados de los sesenta, en la radio de un coche que atravesaba las entrañas rurales del estado de Maine, el locutor de un programa titulado The Night Express introducía a la audiencia el tema «Subterranean Homesick Blues» de Bob Dylan. En el asiento trasero de aquel coche viajaba un adolescente despreocupado, de vuelta a casa tras pasar la tarde en el cine, a quien la letra de aquella canción, y más concretamente la frase «The pump don’t work cause the vandals took the handles», le golpeó sin previo aviso. De repente el chico sintió que lo que sonaba a través de la radio era emoción pura, poesía con una puntería tan certera como para tener la capacidad de izar el alma. Desde aquel momento, el adolescente se dedicó a ahondar en la producción del cantante y descubrió que los versos del músico de Minnesota eran una exquisita literatura oral que se le clavaba dentro con solemne facilidad.
En octubre de 2016, el comité sueco responsable de seleccionar los premios Nobel concedió a Bob Dylan el galardón en la categoría literaria alegando que el artista había «creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de canción americana», y como consecuencia varios eruditos se atragantaron de golpe. De repente centenares de voces críticas se alzaron contra el reconocimiento argumentando que lo de componer canciones jugaba en un campo muy distinto al de la literatura escrita. En el periódico The New York Times un texto de Anna North lamentaba la decisión y sentenciaba que Dylan no merecía el galardón en dicho campo, para rematar afirmando que el Nobel de Literatura de ese 2016 se había quedado sin un auténtico premiado.
Por otro lado en la revista Rolling Stone el político Al Gore, exvicepresidente de los Estados Unidos y ambientalista concienciado contra el cambio climático, declaró que «Dylan es mi escritor, artista y filósofo social favorito», dejando bastante claro que encumbraba al compositor como literato reconocido. En la misma publicación otro artículo se atrevió a defender al cantante afirmando que todos aquellos, escritores incluidos, que no aceptaban el premio concedido o no se habían enterado de nada o directamente eran seres avinagrados. «Mis hijos escuchan a Dylan, y también mis nietos. Tres generaciones […] La mayoría de la gente en el mundo de la música pop son como polillas alrededor de una bombilla, aletean en círculos durante un rato y después desaparecen con un destello. Dylan no». La pluma que firmaba aquel texto pertenecía a ese adolescente a quien cincuenta años antes la canción «Subterranean Homesick Blues» había golpeado a través de la radio mientras viajaba en el asiento trasero de un coche. Una persona llamada Stephen King. Alguien que sabía que los genios de la literatura a veces escriben canciones en lugar de libros.
El 26 de Marzo de 2017 la cantante PJ Harvey participa en Kosmopolis con un recital poético. Tras la publicación de su libro de poesía The Hollow of the Hand, Harvey ha participado en numerosos festivales literarios siendo esta la primera vez que se presenta una lectura de sus poemas en España.
Constelaciones femeninas entre las sombras
En 1847 se publicó Jane Eyre, una novela que supo adelantar a sus contemporáneas sin necesidad de poner el intermitente y que más adelante adquiriría el estatus de obra protofeminista. La narración perseguía el periplo vital de la Eyre que daba título al relato y contenía un detalle interesante: todos los personajes masculinos con los que se topaba la protagonista trataban de un modo u otro de someterla por ser mujer, algo muy a juego con la moralidad de la época victoriana y en el fondo también con la historia de la humanidad hasta la época actual. Lo revolucionario era descubrir que el personaje principal luchaba contra aquellas represiones hasta salir victoriosa manteniendo su integridad, un enfoque que facilitó que las críticas y las polémicas rancias hirviesen a su alrededor pero al mismo tiempo encumbró la obra hasta convertirla en un éxito. Curiosamente, y pese a ser anunciada como una autobiografía, venía firmada por un escritor llamado Currer Bell de quien nadie sabía nada. Y, en un momento, dado el novelista inglés William Makepeace Thackeray llegó a alabar tanto aquella obra que la gente comenzó a creer que en realidad la había escrito él bajo seudónimo. A lo largo del mismo año durante el que se publicó Jane Eyre también aparecieron otro par de novelas destinadas a convertirse en clásicos: Cumbres borrascosas, firmada por un tal Ellis Bell, y Agnes Grey, cuya autoría correspondía a un sospechoso Acton Bell. De la nada habían aparecido tres caballeros apellidados Bell (¿hermanos?) por cuyas respectivas obras asomaban temas tan inusuales para la época como la opresión de las mujeres y la desigualdad entre géneros, tres hombres de los que nadie había oído hablar antes. Y la razón por la que nadie había oído hablar antes de ellos era porque en realidad no existían.
Como se temían los lectores las personas responsables de aquellos libros sí que guardaban entre ellas una relación de parentesco, aunque la auténtica sorpresa estaba en otra parte: Jane Eyre era obra de Charlotte Brontë, Cumbres borrascosas había sido escrita por Emily Brontë y Agnes Grey había brotado de la pluma de Anne Brontë. Los misteriosos nombres de varones en realidad eran el disfraz editorial que decidieron adoptar tres hermanas escritoras. Un antifaz al que tuvieron que recurrir porque la sociedad de la época tenía la maleta tan llena de prejuicios como para evitar leer cualquier cosa firmada por una mujer, consideradas intelectualmente inferiores por gilipollas que se creían demasiado superiores. Charlotte Brontë lo sabía de primera mano: cuando remitió parte de su obra en verso al poeta romántico Robert Southey para conocer su opinión, recibió como respuesta un mensaje donde el escritor afirmaba que «la literatura no puede ser asunto de la vida de una mujer, y no debería serlo», para a continuación mandarla poco menos que a fregar y hacer las camas. Afortunadamente para la humanidad Brontë se pasó las sugerencias del listillo por lo que vendrían a ser sus ilustres ovarios.
En 1859 un tal George Eliot publicó su primera novela: Adam Bede, un éxito entre unos lectores de la época que fliparon bastante al descubrir que tras el nombre de Eliot se escondía Mary Anne Evans adoptando una identidad masculina para que su trabajo fuese juzgado en serio y al margen de las lecturas ligeras que se asociaban normalmente con las autoras femeninas. Sidonie-Gabrielle Colette, escritora, mimo, periodista y actriz, tenía auténtico talento para las letras pero también a un cabrón por primer marido, Henry Gauthier-Villars, que falsamente se adjudicó la autoría de las cuatro primeras novelas de la mujer. Cecilia Böhl de Faber adoptó nombre de señor para firmar sus trabajos inspirándose en una población ciudadrealense: Fernán Caballero. Los juegos florares de Olot premiaron el polémico monólogo La infanticida de Caterina Albert en 1898, pero cuando los miembros del jurado descubrieron que la obra, extremadamente violenta, había sido escrita por una mujer decidieron retirarle el galardón. Decepcionada y cabreada, Caterina Albert no volvió a rubricar su nombre real en ninguna creación propia y adoptó el alias de Víctor Català en sus futuros trabajos. George Sand fue la tapadera de la escritora francesa Amantine Aurore Lucile Dupin y Ralph Iron la careta de la sudafricana Olive Schreiner. El verdadero nombre de J. K. Rowling, madre oficial de Harry Potter, es Joanne Murray pero su editor le aconsejó cambiarlo por un par de iniciales porque consideraba que a los niños les echaría para atrás leer algo firmado por personas con trompas de Falopio.
Safo, la poetisa griega que antecedió en seiscientos años a Jesucristo, lo dejó claro en su momento: «Os aseguro que alguien se acordará de nosotras en el futuro». Desgraciadamente no era consciente de lo lejano que estaba aquel futuro, hoy parece que acabamos de empezar a recordar que existe la literatura femenina.
La literatura femenina y el feminismo en Kosmopolis. Nueve autoras hablarán en primera persona de su experiencia como escritoras, de estereotipos de género, de maternidades subversivas y de luchas históricas. Constelaciones femeninas para hablar de los cambios en los roles y en la sociedad.
De ratones y cómics
Art Spiegelman serializó Maus entre 1980 y 1991 en la revista Raw, un magazine que el propio autor publicaba junto a su mujer, Françoise Mouly. Aquella obra episódica contaba el relato de un superviviente del Holocausto a través de viñetas y con un tono de fábula chocante: retratando a los judíos como ratones y a los integrantes de la Alemania de Hitler como gatos. Spiegelman utilizaba el formato de cómic para recorrer los dolorosos recuerdos de su padre, un judío polaco llamado Vladek Spiegelman, sobre la Segunda Guerra Mundial y los campos de concentración, pero también se exponía a sí mismo al reflejar las dificultades en la relación con un progenitor marcado por el Holocausto o el bloqueo creativo de un dibujante abrumado con el éxito de su obra y los elogios de medios tan respetados como The New York Times. En 1992 sucedió algo inaudito: Maus, aquella literatura contenida entre viñetas y bocadillos, se llevó el premio Pulitzer y el mundo empezó a hacerse a la idea de que ciertos cómics no eran cosa de niños, no tenían a gente saltando entre los tejados en mallas y quizás deberían empezar a ser tomados más en serio. Eruditos como el brillante escritor Umberto Eco arrojaron toneladas de elogios sobre la obra de Spiegelman.
El escritor Harlan Ellison aprovechó un texto a modo de prólogo para el cómic The Sandman para recordar al mundo que, en cierto momento de 1991, durante la World Fantasy Convention de Tucson, el codiciado premio a la mejor historia corta del año acabó recayendo en una de las entregas de aquel tebeo fantástico ideado por Neil Gaiman, para sorpresa y disgusto de decenas de escritores que esperaban que el galardón fuese a parar a un relato literario más clásico y con menos dibujos. Ante la controversia levantada, la reacción de la organización fue de lo más carca: reescribir las bases para que ningún otro cómic pudiese acabar llevándose el premio a casa. Quizás en aquel momento aún no estaban preparados para enfrentarse a la literatura amplificada.
Kosmopolis reúne a cuatro de los máximos exponentes internacionales de la novela gráfica, creadores que han trabajado las relaciones entre lo documental y la ficción, mediante arquitecturas narrativas complejas, con la voluntad de pensar en serio y con una gran imaginación visual: la israelí Rutu Modan, la libanesa Zeina Abirached, el español Paco Roca y el francés Frédéric Pajak.
La nueva edición de Kosmopolis plantea explorar un paisaje que afecta a todos los ámbitos de la creación y el conocimiento, estimulando la contaminación entre las artes y las ciencias. Es la literatura en su concepción más abierta, la palabra oral, impresa, electrónica, la palabra que se filma, se pinta o se canta, la palabra crítica, la palabra enamorada, la que trabaja en red y construye puentes. Bienvenidos a Kosmopolis 2017: cuando todo cambia.
Brutal!! así se presentan las exposiciones. Gracias!!
Pingback: Enfrentarse a la literatura amplificada – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE
Artículo interesante de leer, bien escrito, pero con un fondo conceptual confuso y muy dudoso, quizá efectista. ¿Es la literatura escrita por mujeres con pseudónimo literatura «amplificada». De siempre, ha sido literatura sin más. Todas están en los manuales de literatura (y me refiero a los más básicos y escolares) y no veo la amplificación por ninguna parte. En cuanto a Bob Dylan, el debate es tan esteril como inexistente (para aficionado de verdad a la literatura). Gran parte de la literatura medieval y renacentista con canciones, incluso se da en el barroco. No hay nada extraño en ello, ni ninguna amplificación de nuevo. Y, en cuanto a los comics, indudablemente tienen un aspecto narrativo (aunque muy visual) y han estado muy integrados en la formación de cualquier persona medio culta desde hace décadas (Tintín, Asterix, Sazae san en Japón, etc). esto de la literatura amplificada parece un alarde terminológico más que nada.