Cuando ella no está, él la llama «el monstruo». Con la cautela de Bruce Banner cuando se refiere a Hulk como «el otro tipo», no sea que la criatura acuda invocada por su nombre. Aunque este monstruo no llegue al mundo con ferocidad, ni siquiera con prisa. Este monstruo llega como llega el gato de Chesire, suavemente y empezando por la sonrisa. Y solo después sus demás contornos se van dibujando en el espejo.
El ritual de su invocación es lento y meticuloso. Normalmente oficia Mathu Andersen, maquillador cotizadísimo e iniciado único en sus misterios. Se dice que el proceso puede durar seis horas. El pelo tiene que ser humano, es uno de los pocos detalles que conocemos. Mejor si se trata de prestigioso pelo mongol. También sabemos que las pestañas no se emplazan directamente, antes se recortan en tres pedacitos, y que la cinta americana es de la marca Duck Tape, extrafuerte y de doble cara, aunque eso quizá sea solamente una bravuconada. Con frecuencia las drag queens presumen de patrimonio genital y de las complicaciones que pasan al hacerlo desaparecer de su anatomía con la sola ayuda de pericia y cinta adhesiva. Hombres, ya sabe. Son todos iguales.
Y que no le sorprenda, mucho menos viniendo de ella. Para eso precisamente cruza hasta nuestro lado del espejo. RuPaul ha venido a quitar el pecado del mundo y piensa hacerlo como los auténticos mesías, escandalizando primero a los propios y ya luego a los extraños. Si le complace a usted el ordenamiento cruel de la vida, amañado para favorecer la naturaleza rústica de los varones, sepa que este hombre de metro noventa ha venido a desbaratarlo con la tizona feroz de su delicadeza. Y si le seduce un relevo femenino en el gobierno de las cosas, la amazona de dos metros diez abrirá las piernas y se rascará los cojones con fuerza. Genderfuck, llaman a esto. Y RuPaul es su profeta en la Tierra. Tanto que ha decretado la universalidad de su nombre y su filiación a los dos géneros gramaticales tanto dentro como fuera del drag, para que nadie pueda acertar. Todo con tal de que no esté usted contento. Todo con tal de que deje usted de amar las cadenas.
O las piedras, habida cuenta de su papel principal en la fundación de las iglesias. RuPaul incluso repite con frecuencia que el drag «ain’t for sissies», que no es «para mariquitas», y usa la incorrectísima palabra shemale, algo así como «travelo», sobre la que pesa anatema en la coalición LGTB. No pocos en La Causa han negado su nombre tres veces antes de cantar el gallo, porque ni eso respeta. Se cuenta en los mentideros del folclore drag que la palabra es un acrónimo de la época de Shakespeare, cuando se asignaba a los actores varones que interpretaban los papeles femeninos en el teatro isabelino. «D. R. A. G.», ponía en las acotaciones del diálogo junto al nombre de sus personajes. «Dressed Resembling A Girl», «vestido pareciendo una chica». Eso es una drag queen, advierten a RuPaul los nuevos custodios de las esencias. Un travesti, una criatura del escenario. Alguien disfrazado. Un female impersonator, un «imitador de mujeres», como se denomina a las drags en el dialecto hipercorrecto. Y no es aceptable que los de esta clase se ocupen de propósitos tan elevados como la afirmación. Desprovisto de eufemismos, el mensaje sería el siguiente: limítese usted al playback y deje la política a los que no llevamos lentejuelas. ¿Sorprendido? Es lo que tiene la Inquisición, como recordaban los Monty Python; que nadie nunca se la espera.
Un anarquista coronado
RuPaul Andre Charles, californiano de San Diego, nació en 1960 de Irving y Ernestine Charles, emigrantes de Louisiana. Él era negro y ella criolla, medio negra y medio cajún. Su madre afrancesó su nombre a partir de «Ripoll», un apellido frecuente entre los negros de Louisiana, cuidando que contuviera las siglas «RAC» como los de sus otras tres hijas, Renae Ann, Rennetta Ann y Rosalind Annette. Si le tienta compadecerse de aquel bebé con un nombre tan estrambótico, considere que no movían a Ernestine motivaciones menos prosaicas que las de Tetis cuando sumergió en la Estigia al Aquiles recién nacido. Una leyenda particularmente popular dice que, después de dar a luz a RuPaul, su madre anunció: «Se llama RuPaul Andre Charles y va a ser una estrella, cause ain’t another motherfucker alive with a name like that».
¿Lo dijo realmente? Eso es lo de menos. Lo revelador es que RuPaul ha establecido que con ocasión de su nacimiento se emitió una profecía, un privilegio reservado habitualmente a protagonistas de mitos fundacionales, semidioses griegos y princesas de los hermanos Grimm. ¿Se da cuenta? Pues así con todo. La biografía de RuPaul incorpora predestinación, condición de majestad y hasta un descenso a los infiernos. Como el mito de Perseo, como la historia de Macbeth, como la vida de Lady Di. Y no a costa de invenciones, cuidado. A costa de una selección escrupulosa de las anécdotas de su vida, que administra en apariciones televisivas, entrevistas con la prensa y otras fuentes de oralidad con la meticulosidad de quien está fundando un canon. Aclaración pertinente: no, eso no es mentir. Eso es la diferencia entre una biografía y una hagiografía.
Por eso RuPaul es RuPaul, por supuesto. Como Cher es Cher y no Cherilyn Sarkisian. Por excelente que sea en todas las disciplinas técnicas del drag, el estrellato lo ha conquistado haciendo algo que no hacen las demás: contar. Contarse, dicho con propiedad. A sí misma. Disfrazarse con ficción igual que hace con atuendos de mujer y obedeciendo la misma filosofía: sin querer engañar ni contravenir el régimen de lo evidente, solamente servir una ilusión hermosa. Y quizá sea ese su mayor talento. Su conocimiento de la retórica pop y su intuición para pulsar los resortes del mainstream se cuentan entre sus cualidades más aplaudidas, pero que no le tiente llamar a esto genialidad. RuPaul no es un genio, qué va. Es alguien con mucha cultura, que quizá es más que eso. La suficiente para saber que en esta edad ensimismada olvidamos que esos resortes llevan siendo iguales desde los tiempos de Homero.
Ejemplo: RuPaul empezó vendiendo coches, ahí donde le ven. Su historia empieza en el concesionario de su cuñado. En el mismo punto figurado en el que arrancaría una novela romántica del xix, cuando la heroína todavía reprime su temperamento inconformista, o una vida de santo, cuando el protagonista lleva una existencia honrada y virtuosa rodeado de pecadores, lejos todavía de los destinos altísimos a los que será llamado a continuación. Algo pasó antes en la vida de RuPaul, de eso no cabe duda. Hechos reseñables como la muerte del padre. Ocurre solo que se omite del canon para que la historia empiece aquí, donde debe hacerlo. ¿Se le ocurre algo más perfectamente contrario al transformismo que vender coches en el concesionario de tu cuñado? Pues eso.
Más tarde, a los veintipocos, RuPaul fundó una banda medio punk, RuPaul and the U-hauls, y participó en una new wave, Wee Wee Pole. Hizo guerrilla theatre y actuó por primera con el papel de Riff Raff, el tétrico mayordomo del musical The Rocky Horror Picture Show. Obtuvo conquistas, aunque fuesen discretas. Y se graduó en teatro. Hasta llegó a vivir ya plenamente de sus ingresos en el show business. Pero a RuPaul le gusta pasar de puntillas por los éxitos de esta época, que contradicen la naturaleza del cuento, e insiste en retratar su juventud en Atlanta como un cuadro de deriva. Estamos al final del planteamiento, cuando los hechos se desatarán inminentemente. En un mito griego, aquí es cuando la fatalidad empuja al héroe a emprender una katábasis, un descenso figurado a los infiernos.
París no pudo ser, porque en esta época las sucursales del infierno están abiertas en Nueva York. En 1987, a los veintisiete años, RuPaul se unió a la escena club kid en la ciudad de los rascacielos y poco después tomaba drogas como para amanecer tres veces muerta en la bañera. Alcohol, pastillas, ácido, coca, marihuana, popper, setas y ketamina, solo entre las confesas. «Y un poco de cloroetano inhalado, para no aburrirme», apunta en su autobiografía. En las óperas de Verdi o Puccini aquí es cuando acontecería la muerte triunfal de la heroína, en el punto mismo de su coronación, incapaz de sobrevivir a los rigores de la bohemia que le ha servido como escalera. Es el momento en el que Orfeo vuelve la mirada, casi cuando ha conseguido ya escapar del infierno, y Eurídice se ve obligada a regresar al reino de los muertos. La muerte absurda, el final del cuento. Y el punto donde RuPaul tiene que parar de contar, porque no hay más texto que adaptar. Solo resta hacer una cosa con la historia recién contada: editarla, ponerle una bonita portada y venderla.
El anarquista coronado
Y RuPaul la vendió, vaya que si lo hizo. Dejó tajantemente de beber y de drogarse, si es que llegó a hacerlo realmente, abandonó la estética punk y los trabajos ocasionales como gogó y se pasó a un estilo de drag que él mismo denomina black hooker, que con gran alegría traduciremos como «puta negra». Un poco más sexy, bastante más glamuroso e infinitamente más comercial. Y para eso lo tenía todo: aerodinámica en el gesto, años luz en las piernas y un moca exacto en la piel que mueve suspiros de admiración en las casas de cosmética de todo el mundo. Había muerto la mamarracha, larga vida a la reina.
En 1990 era la drag más cotizada de la ciudad, resultó coronada como Queen of Manhattan —un título concedido por las asociaciones de clubs de Nueva York— y reventó decididamente en mainstream. Apareció en el videoclip de «Love Shack», de los B-52’s y en 1992 hizo cumbre en el paradigma mismo del petarlo: convertir en superventas una canción malísima, «Supermodel», y resultar fichado como cara oficial de una casa de maquillaje, M.A.C Cosmetics. En 1996 ya podía encontrarse su autobiografía, Lettin it All Hang Out: An Autobiography, en las librerías de todo el país, y RuPaul residía ya en West Hollywood, que es como decir las Islas de los Bienaventurados. Perseo había cumplido con la vieja profecía y había ascendido a los cielos con la forma de constelación. «Va a ser una estrella cause ain’t another motherfucker alive with a name like that», ¿recuerda? No, si al final resulta que su madre tenía razón.
Y no hay más historia que contar, solo coronas de laureles. Una canción con Elton John, un talk show en la televisión por cable y sendas efigies en los museos de cera Madame Tussaud de Nueva York y San Francisco. RuPaul no era Chichi La Rue ni Divine ni ningún otro monstruo salido de la imaginación obscena de John Waters. Esas criaturas agitan el morbo pero al final asustan al niño llorica que son los apetitos de la clase espectadora, tan blanca, tan biempensante y tan recatadamente middle class. RuPaul era distinta. Era amable, era accesible y, sobre todo, era inofensiva. Llenaba a la perfección un nicho ecológico recién abierto en el ecosistema televisivo y cumplía con la condición impuesta por la dominación viril del mundo: si no es una mujer, al menos que esté buena.
RuPaul’s Drag Race
Hoy ha vuelto, o eso dice ella. Que se fue y que ha regresado, y que lo suyo en el desierto no fue un destierro sino un retiro voluntario. Por imperativo categórico, deja caer con sutileza. Contexto: irse y volver del desierto, literal o figurado, es lo tradicional en el oficio de los profetas. Precedentes tiene RuPaul en dos mesías tocayos, Paul Atreides y Paulo Coelho, que también hicieron como ella. ¿Es lo que le ocurrió en realidad? No. RuPaul Charles, la persona, empezó a perder fuelle y acabó pasando la primera década del milenio apartada de los focos, como reza el eufemismo. RuPaul a secas, el personaje, solo estaba acometiendo una elipsis. Todos los cuentos están contados y en uno particularmente universal el profeta se interna en el desierto, combate y vence a los demonios y regresa entonces al mundo para completar su auténtico triunfo.
El primer episodio de RuPaul’s Drag Race se emitió el 2 de febrero de 2009, bien entrada ya la era de la telerrealidad, cuando los talent shows comenzaban a retorcer la fórmula y viraban ya hacia los fogones, las pasarelas y otros inopinados campos de expresión. La premisa: ocho drag queens competirían por demostrar sus aptitudes hasta coronar a la mejor, que recibiría el título de America’s Next Drag Superstar y unos modestísimos veinte mil dólares antes de impuestos. Algo a medio camino entre el talent show tradicional y los concursos de belleza, o lo que es lo mismo: algo a medio camino entre una fórmula ya anticuada y una fórmula directamente antediluviana. Y cuya única celebridad, el propio RuPaul, era ya una vieja gloria noventera que llevaba desde 1998 sin conducir un programa. Dice RuPaul que peregrinó largamente de network en network hasta lograr colocar el proyecto de Drag Race, y eso sí que debe tomarse literalmente. Y dice que consiguió vender la moto a costa de reducir los costes de producción hasta incurrir en el cutrerío. Y en Logo, un canal de televisión por cable y satélite de temática gay que entonces no llegaba ni a la mitad de los hogares estadounidenses. Digámoslo así: RuPaul’s Drag Race era un programa para inmensas minorías, como reza otro eufemismo. Por el que nadie dio un duro por la razón por la que no se dan los duros: para no perderlos.
En 2016 RuPaul’s Drag Race lleva ocho temporadas ordinarias y dos ediciones All Stars, se emite ya en Estados Unidos, Canadá, Australia, Reino Unido o España, entre otros mercados, y está disponible en ciento sesenta y cuatro países a través de la plataforma Netflix. Se ha desdoblado en dos spin-offs —RuPaul’s Drag Race: Untucked, y RuPaul’s Drag U—, un sinfín de pequeños shows online de YouTube y un tour de actuaciones, RuPaul’s Drag Race Battle of the Seasons, que lleva a las estrellas del programa por Estados Unidos, Latinoamérica y Europa. Cien drag queens, cien exactamente, han pasado ya por el programa y una buena proporción ha accedido al estrellato. Por encima, las ocho reinas ganadoras del programa principal —Bebe Zahara Benet, Tyra Sanchez, Raja, Sharon Needles, Jinkx Monsoon, Bianca del Rio, Violet Chachki y Bob the Drag Queen—, las dos de la repesca de All Stars —Chad Michaels y Alaska Thunderfuck 5000— y, por encima de todas, RuPaul. Matrona del clan, creadora del formato, epónimo del programa, presentadora del mismo y presidenta plenipotenciaria del jurado. Ah, y ya no más simplemente RuPaul. En la heráldica de Hollywood ahora es «Emmy Award Winner» RuPaul. Que se dice pronto.
De RuPaul’s Drag Race marean las cifras pero lo genuinamente singular es la progresión. Piense en Operación Triunfo, America’s Next Top Model o Britain’s Got Talent, por ponernos ejemplos conocidos, y díganos cuántos talent shows recuerda que no hayan languidecido tras el bombazo inicial, sino que hayan hecho lo contrario. Y que lleven ocho años, ocho, creciendo en audiencia sin parar. ¿Cómo lo ha hecho RuPaul? Buena pregunta. Si lo supiéramos tendríamos un programa de drag queens y no una revista cultural. Aunque nos atreveremos a repetir aquello que ya se ha dicho mucho, que el éxito de Drag Race tiene que ver con su pureza y el respeto escrupuloso a su género televisivo, el concurso de talentos. Y al hecho de que ese rigor se haya convertido en algo tristemente inusual, porque la mayoría de talent shows acaban siendo shows donde lo de menos es el talento.
Algo de eso hay en Drag Race, pero es bien poco. De hecho, RuPaul y sus socios de producción, World of Wonder, han optado por relegar el conflicto entre concursantes y sus dilemas personales a un programa independiente, RuPaul’s Drag Race: Untucked, donde se sirve la ración de drama y morbo solo al espectador que la quiera. Y en el programa principal, competición y nada más. De aspecto, monólogo, playback o imitación, entre otras disciplinas clásicas del drag, pero siempre con justicia. En Drag Race se premia la habilidad, la fortaleza y la deportividad. La que marca más goles gana, punto. «El fútbol es fútbol», que decía Boškov. Y quizá por esa simpleza irreductible tiene audiencias millonarias. RuPaul propone lo mismo, que el drag sea drag. Y quizá por eso tampoco deban extrañar tanto las de ella.
Ni el propio triunfo de RuPaul, a fin de cuentas. En el mundo del espectáculo y particularmente en la televisión. Lo dijo Woody Allen, así que apunte: «La vida no imita al arte, la vida imita a la mala televisión». Y mire si será cierto que poco después se inventó un palabro asqueroso, «telerrealidad», para decir eso mismo con menos pompa. Aunque seamos nosotros, y no la vida, quienes imitamos a la tele. Y aunque esto no sea ni siquiera un fenómeno nuevo. En la edad de las pantallas muchas normas de la ficción han alcanzado el rango de ley humana porque el homo televidens quiere dejar de ser persona y actuar como un personaje: habla como uno, se esfuerza por pasar sus mismos sinsabores y cree genuinamente que tiene sus mismos objetivos. Pero nada que no le ocurriese a Alonso Quijano, a fin de cuentas. RuPaul solo conoce esta verdad, como el propio Allen, y procede en la tele como él hace en sus películas: interpretando un personaje capaz de detener la escenificación, levantar la mirada y hablar con la cámara. Y con tanta confianza que lleva desde 1979 compartiendo con ella todo menos el género. RuPaul, el hombre, narra; RuPaul, la mujer, escenifica. Y RuPaul, la persona, traduce el cuento mismo de la vida poniéndose a sí mismo en el centro. «Y en este mundo, en conclusión», diría en este punto Calderón, «todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende». Pero es mentira. Algunos sí lo entienden. Y es un hecho universalmente aceptado que en el país de los ciegos el tuerto es el rey. O la reina.
Pingback: Elogio de RuPaul – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE
GRAN artículo.
Pingback: Do the drag – El Sol Revista de Prensa