Siempre que el alma o el entendimiento se abisman en una visión inefable o en una indevanable maraña de misterio, siempre que el espíritu inmoviliza al cuerpo por estar demasiado absorto en su propio afán, hay una persona mayor que dice presuntuosamente: «Este chiquillo se está durmiendo».
Estas logradas palabras pertenecen al libro Una mujer por caminos de España, la autobiografía de María de la O Lejárraga García, también conocida por el pseudónimo que adoptó: María Martínez Sierra. De su marido, Gregorio Martínez Sierra, cogió los apellidos y él (es de suponer que vería conveniente el trueque) tomó a cambio sus obras, las cuales firmaba con su nombre. También fue ella, María Lejárraga —feminista convencida y militante socialista, hasta el punto de salir elegida diputada por Granada en las elecciones de 1933— la que animó a Elena Fortún —es decir, a Encarnación Aragoneses Urquijo— a lanzarse a la escritura y a desechar así la idea de meterse a vendedora de aspiradoras Electrolux. Toda una revolución para la época, no solo tecnológica, sino también feminista: lo que pretendía Fortún con esta ensoñación era emanciparse económicamente de su marido, Eusebio de Gorbea y Lemmi, y así evitar a toda costa las tareas de la exasperante vida doméstica, cosa que le espantaba tanto como los deberes conyugales o la aguja de coser. Sin embargo, María Lejárraga, entusiasmada ante el desparpajo y las ocurrencias de su observadora amiga, fue rápida y «se lo quitó de la cabeza, insuflándole en sustitución otros proyectos más ambiciosos y divertidos», contaba Carmen Martín Gaite, admiradora y estudiosa de Elena Fortún, en el prólogo de Celia, lo que dice. María Martínez Sierra fue, por lo tanto, la «verdadera mentora espiritual de Elena Fortún, su Virgilio en el camino de las letras». El inicio de su actividad literaria coincidió además con su entrada en el Lyceum Club Femenino, asociación de mujeres entre los años 1926 y 1939 impulsada por María de Maeztu que congregó a algunas de las más ilustres de la época: Victoria Kent, Carmen Baroja, Clara Campoamor, Zenobia Camprubí, María Teresa León, Concha Méndez, Isabel Oyarzábal o las propias María Lejárraga y Elena Fortún.
Tanto Lejárraga como Fortún coincidían, entre otros muchos intereses comunes, en la necesidad de prestar la debida atención a un género que «había tomado un auge de vuelos menos tediosos y ejemplares que los del perfecto niño Juanito»: la literatura infantil, que «comenzaba a tomar en cuenta el punto de vista de los niños, en vez de considerarlos objetos de sermoneo y de continuas prohibiciones», prosigue Martín Gaite. A los niños, pues, había que escucharlos. De ellos, de los niños —en concreto de los pequeños Florinda y Félix, hijos de Mercedes, su gran amiga de la juventud— nacerían Celia y Cuchifritín, los dos hermanos que constituyeron el centro y eje de la escritura de Elena Fortún, con una predilección, claro está, por la primera; Celia, en realidad, puede entenderse como una precursora de la «chica rara» que más tarde culminaría en Andrea, la protagonista de Nada de Carmen Laforet, tal y como estableció Martín Gaite en uno de los ensayos recogidos en su libro Desde la ventana, de importancia capital para el estudio de la literatura femenina española.
Celia, aquella niña madrileña de rizos rubios —la más preguntona, vívida, rebelde, curiosa e intrépida de las niñas nacidas poco antes de la República—, se coló en las casas de miles de niños que no podían dudar, ni siquiera por un momento, de su existencia. ¿Quién era Elena Fortún? No importaba (total, ni siquiera era ese su nombre verdadero): dotarla de vida era dudar, por un momento, de la de Celia; algo así como lo que nos pasó a los chiquillos de los noventa con Manolito Gafotas y su madre literaria, Elvira Lindo, que aparecía en la fantástica serie de libros como una entrevistadora pesada, ávida de historias, que no paraba de invitar a Manolito a coca colas en el bar Tropezón con el objeto de sonsacarle anécdota tras anécdota. Pero resulta que sí, que Elena, como Celia, necesitaba ser escuchada, precisaba de una voz que la sacase de sus oscuros armarios —el sentimental, el sexual, el familiar, el doméstico—, ya que ella, en vida, nunca se atrevió a salir del todo. Ahora, sesenta y cinco años después de su muerte, se nos brinda la fantástica oportunidad a través de Oculto sendero (Renacimiento, 2016), su testamento literario y, a partes iguales, un testimonio confesional sobre autoría y homosexualidad.
María Luisa Arroyo, álter ego de Elena Fortún
María Luisa Arroyo es la protagonista de esta novela póstuma y esencial, pero también lo es Elena Fortún. La autora hará avanzar a su personaje —desde su niñez hasta la edad madura— a través de un arduo camino con el fin de llegar al autoconocimiento intelectual y sexual, y todo ello sin ni siquiera pronunciar (o escribir) la palabra «lesbiana». En la España de los años veinte —Elena Fortún ya rondaba la cuarentena cuando comenzó a escribir este texto— no se manejaban los mismos términos, códigos o conceptos que ahora, y mucho menos las mismas libertades. Por ese entonces, la escritora atravesaba un momento importante de su vida: Celia comenzaba a publicarse y, por ende, a tener éxito y por lo tanto también ella (más de una vez han caminado a la par); es por eso que consideraba la posibilidad de divorciarse.
Antes del afortunado encuentro con Lejárraga, Elena Fortún contemplaba desde su casa —el lugar que Iglesia y Estado le habían asignado— la discreta notoriedad de su marido, que fue reconocido por algunas obras de teatro. Su obra Los que no perdonan, por ejemplo, fue galardonada con el Premio Fastenrath de la Real Academia Española; de hecho —aunque hoy casi nadie le recuerde—, a pesar del éxito que su esposa fue cosechando desde finales de los años veinte, «el intelectual siguió siendo siempre él», apunta Martín Gaite. Lo de su mujer era «como pintar abanicos». Así, pintando abanicos, comienza precisamente la protagonista de Oculto sendero a destacar entre el reducido círculo artístico de las Islas Canarias, lugar donde tiene desarrollo buena parte de la novela. Hasta entonces su vida había sido harto difícil: atosigada desde pequeña por ser diferente, por no querer ataviarse con lindos vestidos, por preferir los libros y «los juegos de correr» a los propios de las niñas (porque por entonces solo podían ser de ellas) y por no querer ni oír la palabra «novio» o «marido»; María Luisa (un «chicazo», como le decía su madre; una «bachillera», como le llamaban sus compañeras de clase) comienza a envidiar a los hombres por una simple razón: ellos podían hacer lo que querían sin que nadie les rechistase.
Sin embargo, la percepción de María Luisa sobre los hombres cambiará de manera sustancial al aproximarse a la adolescencia («en esa edad equívoca en que la niña, al hacerse mujer, se asemeja al muchacho»). Es entonces cuando sufre el intento de violación por parte de un juez. A partir de ese momento comienza a contemplar la sexualidad masculina como algo, en palabras de la catedrática de Estudios Hispánicos y de Género de la Universidad de Exeter —y una de las editoras del libro— Nuria Capdevila-Argüelles, «cruel e insensible», fruto de «un apetito incontrolable que los hombres necesitan satisfacer para que en la vida haya orden y que las mujeres manipulan para vivir en paz». Pero lejos, muy lejos de la frigidez, María Luisa es desde niña un ser del todo sensible a las cosas hermosas que le rodean: «la gran sensualidad de la pequeña se hace patente en su apreciación de la belleza, provenga esta de la contemplación del árbol, del mar o de la carita de otra niña», apunta Capdevila-Argüelles.
Con el paso del tiempo María Luisa no tendrá más remedio que plegarse ante esta falofobia, ya que el deseo de liberarse de su monótona vida (que consistía en coser y en leer solo los domingos) le empuja a contemplar el matrimonio como la única salida. Es así como se casa con Jorge, que además de ser pintor fue durante su infancia su profesor particular, el mismo que vio en ella un talento innato para el dibujo y la pintura. Su aparente sensibilidad y docilidad facilitarán a María Luisa romper su promesa de no casarse nunca, pero pronto su marido se volverá terco, egoísta y conservador, relegándola a las tareas del hogar y al cumplimiento en la cama:
A este primer día siguieron otros, un mes, dos, tres… y viví esa vida de la recién casada… esa vida en que la joven esposa se presta dócilmente a satisfacer los apetitos reprimidos o mal saciados del hombre en plena virilidad… Yo pensaba, pensaba todas las horas del día y las que en la noche estaba despierta… ¿Esto sería así siempre? ¿Así vivirían todas las mujeres? ¿Todos los matrimonios eran eso? ¡Nunca se quejaba ninguna mujer! Al contrario… En algunas novelas que yo había leído se exaltaba el amor carnal, el dulce secreto de los esposos… Claro, que las novelas las escribían los hombres…
Creadoras silenciadas
Pero las novelas se quedaron en la estantería y los lienzos en otro de los armarios. «El hogar y la maternidad llenan los principales años de vuestra vida y no hay lugar para estudios lentos y concienzudos que os apartarían de la verdadera finalidad de vuestra naturaleza femenina» le sermonea Jorge a María Luisa ante cualquier amago de retomar el pincel. No era esto ficción ni inventiva: al otro lado del folio ocurría algo similar.
«Al año de llegar de Canarias ganaba yo con Blanco y Negro [revista donde Elena Fortún comenzó a escribir sobre las andanzas de Celia] mil pesetas mensuales, que entonces era mucho dinero. Entonces me empezó a odiar Eusebio», le contaba por carta Fortún a su amiga Mercedes, según ha podido saber Capdevila-Argüelles durante el exhaustivo estudio de la correspondencia de la autora. La protagonista de Oculto sendero comenzará a crear y lo hará a escondidas, como escribía al principio Elena Fortún dentro del baño, como lo hacía Charlotte Brontë entre patata y patata que pelaba (por no hablar de los cientos y cientos de pseudónimos): se trataba de agarrar la pluma cuando se soltaba la aguja. Sus cómplices serán Lolín, Rafita y Fermina, tres amigos sospechosos a los ojos de los demás por su vestimenta, sus maneras y su dedicación artística, con los que María Luisa se siente, de pronto, encontrada.
Así, poco a poco y no sin angustia, Fortún va lentamente descorriendo la cortina y desvelándonos una identidad sexual no tipificada que se une a la batalla de una mujer por construir y dignificar su autoría. Las trabas son constantes. Andrea Toribio, hispanista e investigadora, apunta que, por entonces, «el único modelo de feminidad existente, madre y esposa, provenía de la Sección Femenina de Falange; por lo tanto, cualquier modelo de feminidad alternativo era considerado impuro, erróneo, no natural».
Animada por el éxito de sus encargos, María Luisa se atreve finalmente a romper relaciones con su marido, económica y sentimentalmente. Pero no es este, en realidad, un final feliz. El proceso hasta lograr comprender y seguir el oculto sendero es tan costoso que la protagonista se decide a recorrerlo cuando ya ha comenzado a envejecer, batallando además con el recuerdo de su hija tempranamente fallecida, cuando su lucha la ha dejado enjuta; además, sus relaciones con las mujeres serán duras y confusas, por lo que acaba aceptándose a sí misma en su soledad, con miedo de cara al exterior. Más desolador resulta aún si trasladamos la mirada de la obra a su autora: al otro lado, Elena Fortún estaba haciendo callar a Celia. La niña había crecido y, lejos de erguirse, comenzaba su proceso de silenciación en favor de otros personajes de la serie, pasando así el testigo a otras aventuras. Así es como Fortún cercena el yo de Celia, no sin antes escribir algunos libros que lo prueban: en Celia se casa (1950) vemos a la protagonista de Fortún «andrógina y resignada, sin romanticismo y silenciosa tras haber sido la voz de su propia historia», anota la editora y prologuista de Oculto sendero. En uno de sus cuadernos llegará a escribir, triste, derrotada y con sentimiento de culpa, Para Celia. El apoyo moral de la esposa, un texto aún sin publicar.
La autobiografía, por lo tanto, no es total. El final de la novela —una huida a América que ella también realizaría, pero acompañada de su marido— es más bien el anhelo de la autora, enamorada de la grafóloga Matilde Ras, con quien mantuvo una intensa correspondencia; un amor «casto en apariencia», sin embargo, sus cartas (publicadas en El camino es nuestro) «indican que entre ellas hubo una atracción erótica». Para ella está escrita Oculto Sendero, aunque nunca llegó a entregársela. Meses antes de morir escribió a la escritora argentina Inés Field (mujer a la que amó desde el principio del exilio hasta el final de sus días) para pedirle que quemase unos borradores originales que había dejado en Buenos Aires, pero ella le desobedeció. Uno de estos textos era Oculto sendero (firmado, por cierto, con un pseudónimo: Rosa María Castaños) y fue Marisol Dorao, biógrafa de Elena Fortún y autora del libro Los mil sueños de Elena Fortún, quien recuperó el documento en un viaje a Argentina.
Encarnación Aragoneses Urquijo continuó viviendo su sexualidad en secreto y casada hasta el final; Elena Fortún mandó quemar Oculto sendero; Celia se casó. Hizo falta una cuarta mujer, una de alma y mirada nuevas, que se atreviese, aunque fuese tarde, a andar el camino hasta el final. Pero aún quedan incógnitas: Carmen Martín Gaite fue de las pocas estudiosas y reivindicadoras de la autora —incluso guionizó la adaptación a televisión de Celia— y muy probablemente llegó a saber de su homosexualidad. Los rumores existían en vida, y ella, devoradora de las historias de Celia en su cuarto de atrás, se empeñó con ahínco en saber qué o quién había detrás de Elena Fortún y, sin embargo, nunca habló sobre su homosexualidad ni tampoco la relacionó con el tipo literario más famoso y genuino de la literatura femenina de posguerra: la «chica rara» era, desde luego, rara, pero lesbiana parece que no. Toribio, experta en la obra de Martín Gaite, cree que lo que fundamentalmente interesó a la autora de Entre visillos de Elena Fortún «fue su mirada: el resultado de la interacción entre la vida y la voluntad e intención para con el hecho literario, es decir, la obra». Si Martín Gaite supo de su homosexualidad, lo más probable es que no considerase «que conocer su lesbianismo fuese a aportar ninguna aportación crítica o constructiva a la obra de Elena Fortún. Dado el contexto histórico precedente, podría incluso perjudicar el legado literario de esta».
Toribio asegura que el tipo de literatura al que pertenece el corpus de Oculto sendero «no ha sido, en absoluto, escasa». «Se asocia, sobre todo al modelo alemán del bildungsroman o novela de formación, en la que una chica joven relata o describe sus primeros contactos conscientes con el mundo que le rodea». Pone como ejemplos a «Ángeles Vicente, Carmen de Burgos, Carmen Kurtz, Laforet, Ana María Moix o la misma Esther Tusquets en El mismo mar de todos los veranos». Por su parte, Ana Cabello, doctora en Filología Hispánica y especialista en literatura con perspectiva de género, cree que «se ha invisibilizado el tema lésbico en la literatura erótica de principios de siglo XX». «Aparecen escenas lésbicas, pero el lesbianismo es una práctica sexual transitoria, nunca una elección de por vida», añade. En la misma línea está el historiador Vicente Carretón Cano —lo defiende en su artículo «Victorina Durán y el círculo sáfico de Madrid. Semblanza de una escenografía del 27», publicado en la revista El maquinista de la generación—: «normalmente se entiende como práctica transitoria, no definitiva; es decir, como entretenimiento o juego mientras no se tenga un hombre al lado, lo que equivale a negarle entidad propia a la relación entre mujeres, que no se percibe como una auténtica relación amorosa-sexual». Pero en este caso la visibilidad no solo depende del tabú, sino también «de la forma en la que se escribe la tradición literaria o, coloquialmente hablando, de cómo se hace o se forma el canon literario», recuerda Toribio. ¿Quién escribe la historia? Por lo pronto, Elena Fortún consiguió escribir la suya. Ahora solo queda, por fin, escuchar lo que dice.
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