Desconcierta imaginar a Conan Doyle absorto ante las fotos de una niña y su corro juguetón de hadas. El apóstol de la lógica derrumbado sobre las alas vaporosas de unas ninfas de peinados sospechosamente parisinos. Pero hacía mucho tiempo que el cerebro estrictamente científico del médico se había dejado seducir por el espiritismo. La muerte de un hijo lo cambia todo. La del suyo le hizo buscar otro tipo de razón. Y consideró lo que algunos llamaban superchería como un camino ignoto que el conocimiento todavía no había explorado. Y decidió recorrerlo. Convivieron en su cabeza las artes deductivas de Sherlock y un buen puñado de ectoplasmas a los que confiarse. En el fondo tenía sentido. ¿Qué era el detective sino un fantasma de su prodigiosa imaginación? ¿Y qué fantasma hay más real que Sherlock Holmes?
El hombre que creyó en las hadas nos hizo creer a todos en su detective. Como si hubiera invocado del más allá la inteligencia pura. Tan tangible era Sherlock que el pobre autor tuvo que matarlo para que le dejara descansar. Y después, traerlo de vuelta de las cataratas de Reichenbach. Porque Holmes muerto le esclavizaba más que vivo. Así que Doyle ejecutó una pirueta literaria para sobreponerse al «Problema final» de la muerte. Como si se tratara de una broma, llenó «La casa vacía» de su personaje resucitado. Y todo para hacerle terminar sus días en Sussex convertido en dedicado apicultor. Se conserva en una casa de East Dean la placa que acredita que Sherlock Holmes estuvo allí. Como se conserva un libro imaginario escrito por un anciano detective que no existió. Algún bibliófilo paciente dice haberlo cazado en Charing Cross. Some observations upon the segregation of the Queen. Unas letras doradas sobre un lomo verde figuran como título del tratado no tan inexistente del investigador crepuscular.
Arthur Ignatius Conan Doyle, que no pudo revivir a su hijo con el poder del espiritismo, tenía sin embargo el don de crear vida sobre el blanco terrorífico de la página. Con un puñado de letras. Nos parece ahora, porque lo pareció en su tiempo, que Holmes no es un personaje. Holmes existió. No en el sentido difuso de los seres que se hacen corpóreos en la imaginación de los lectores. No. Holmes tiene historia. Palpable. Dejó el rastro que solo los seres de carne y hueso pueden dejar. Sus huellas en el 221B de Baker St. Una dirección que, en ocasiones, parece más cercana al mundo real que el diez de Downing St.
La historia y el urbanismo darían la razón a Conan Doyle. Con el tiempo, la calle de Sherlock se prolongaría hasta un número que no existía cuando el personaje nació. Y Baker St. creció hasta que el 221B apareció sobre una puerta que resultó exactamente igual a la puerta imaginada. Y tras la puerta, el estudio. Sus paredes de seda roja. Su chimenea. Sus ventanas luminosas. Ladrillo a ladrillo, la ficción dejaba de ser ficción.
Así se construyó siempre Inglaterra. Desde el mito y la literatura. Desde Shakespeare hasta Walter Scott. «Scott nos inventó a todos», dijo George Simenon. Su afirmación tenía la clarividencia de quien mira desde la otra orilla. Los personajes de Scott tienen tantas heridas, tantas miserias y tanto barro como los reyes de las crónicas históricas. Nada certifica que Ricardo Corazón de León fuera más real que Ivanhoe. Nada más que una tumba donde reposan las cenizas de cualquier muerto. Para la posteridad solo queda la leyenda, los poemas, las baladas. Esa historia de Inglaterra que se escribe en las colinas de Hastings, en el rosicidio de los Lancaster contra los York, entre los fuegos de la Invencible y en la cabeza de Walter Scott. Y solo cuando en una de sus novelas obliga a Robin de Locksley a tensar su arco, llega su flecha hasta nuestros días. Se materializa ese personaje como nunca lo hizo el proscrito de Sherwood que lo inspiró.
¿Con qué sueña Britania cuando duerme? Con su propia ficción. Con la realidad que se ha ido construyendo a lo largo de los libros. Con los reyes que inventa y los arquetipos que la terminarán definiendo. Del rey Arturo a Mister Bean. Y el prototipo del marino perfecto será Jack Aubrey como la personificación del mal absoluto será siempre Hyde. Hasta el destripador verdadero, Jack, pasará a la historia porque el anonimato permitió que la sangre que le manchaba se coagulara con más cuerpo en la leyenda que en el criminal nunca apresado. Como en las manos fantasmagóricas de Lady Macbeth.
La isla se mira en el espejo del mar que la rodea. En la niebla de su narrativa. La isla siempre supo dibujar su imagen para maravillar al continente que no conseguía alcanzar sus costas. Nos hicieron creer que las niñas inglesas se pueden llamar Alicia y colarse por madrigueras lisérgicas en meriendas de locos. «Aquí estamos todos locos. Yo estoy loco. Y tú también», dice el Gato de Chesire. Y más bien tendría que haber dicho «Aquí todos somos ficciones pero seremos reales alguna vez». Como su cuerpo desvaneciéndose hasta quedar reducido a una sonrisa sin bicho. «Es lo más raro que he visto en mi vida». Y lo más raro que ha visto en su vida la niña Alicia —ese gato preguntón y oscilante— queda para el mundo como el ser más famoso de Chesire. Aunque la celebridad absoluta del condado fuera su inventor, Lewis Carroll. Un profesor de Lógica que también se traviste de personaje para pasar a la posteridad. Charles Lutwidge Dogson, brillante e introvertido, tartamudo y zurdo, conservador y revolucionario tendría que metamorfosear su nombre en el de un ser de ficción para dejar jugar a su imaginación. Y para jugar con las niñas. Hasta que el seudónimo devoró a papá.
No sería el único que desapareció sepultado por su otro nombre. Eric Arthur Blair buscaría una identidad literaria decididamente inglesa —el santo patrón de la isla y un río de Suffolk— y elegiría una letra capitular para su apellido que le dejara bien colocado en las estanterías. Resultado: George Orwell. Y sí: el nombre quedó bien colocado. Como quedaron sus novelas. Una potente catapulta contra el sistema. El hijo de las colonias, el nómada comprometido, el combatiente de guerras ajenas nos dejó un personaje distópico, omnipresente y conceptual. El Londres del futuro según Orwell es solo un poco más gris que el Londres que llegaría después. Pero la trampa anticipatoria en la que encerró a Winston Smith en 1984 no es tan diferente de la que luego fue: con nuestra neolengua, nuestro neopasado, nuestra falsa paz, nuestra abundancia en la crisis y nuestro Big Brother. De todas las ficciones de la literatura británica quizá esta sea la más real. No podía imaginar Orwell que su maligno mago de Oz terminaría existiendo. Que todos, conectados, nos convertiríamos en un Hermano ubicuo, capaces de vigilarnos los unos a los otros, de autocensurarnos, de reinventarnos las palabras para ocultar la realidad, de dejarnos lavar el cerebro hasta el centrifugado final.
Big Brother no es el único ser no humano nacido de la imaginación británica para corporeizarse en el mundo real. En las tierras altas de Escocia, bajo las aguas pastosas de un lago de turba, quién sabe desde qué glaciación vive un monstruo. Un monstruo que no da miedo. Un monstruo con nombre de mascota y hechuras de diplodocus de Disney. Un monstruo viejecito que ya no tiene ni fuerzas para sacar la cabeza. La criatura se convirtió en estrella periodística en 1933. Todavía no era verano, pero la serpiente acuática saltaría de las páginas del Inverness Courier a las de la prensa londinense. La imaginación de los lectores incubaría a Nessie hasta hacer que la tinta se transformara en sangre. O en escamas. El cine tenía a King Kong y Escocia tenía al Monstruo del Lago. Y como otras criaturas del bestiario británico, poco importaba que hubiera sido concebida bajo las aguas de la confusión. Como la Dama de Malory, la que le entregó a Arturo la espada legendaria. Los lagos de Britania son así. Cualquier prodigio emerge de sus lechos de ciénaga. Criaturas alimentadas con el fango de nuestros miedos. De nuestras sombras.
Aunque la sombra que los británicos exportarían al mundo es la sombra que no está. La de aquel niño que dio nombre a un síndrome, el de aquellos incapaces de escapar de la maldición de la juventud eterna. Peter Pan sobrevuela Londres desde las lejanas tierras de Nunca Jamás. Lo hizo salir de allí ese niño perdido y constante que era James M. Barrie. Un invento para los hermanos Llewelyn Davies. Conocidos son sus juegos en los jardines de Kensington, su amistad con Sylvia —la madre viuda y desamparada—, su devoción por sus cinco hijos, en especial por George y por Michael. Quiso el destino, o la guerra, que los pequeños que inspiraron a Peter acabaran también condenados a no envejecer. George murió en la Gran Guerra. Michael, ahogado en una piscina natural del Támesis días antes de cumplir veintiún años. Le acompañaba su amigo más íntimo, donde la intimidad quiere decir amor. Hasta el último día, los dos hermanos escribirían a Barrie. Pero ni él fue capaz de coserles la sombra. Y se fueron donde las sombras no necesitan de hilo. Con la troupe de Nunca Jamás.
Los narradores británicos siempre supieron buscar ojos lectores en los territorios de la infancia. Y para ellos inventaron un ejército de niños. De Alicia a Peter Pan, de los pobres menores harapientos de Dickens a las artes mágicas de Harry Potter. Con ellos generaciones y generaciones aprendieron a leer. Y a imaginar que el Reino Unido era como eran sus cuentos. No porque lo literario se pareciera a lo real sino porque lo real buscaba su identidad en el espejo de las ficciones.
Ese espejo de la ficción a veces está para atravesarlo y otras para devolver la imagen distorsionada por el humor de Tristram Shandy. Laurence Sterne define la posmodernidad antes de la modernidad. Se anticipa dos siglos a Pynchon, a Foster Wallace, a toda la nómina de McSweeneys. Como Cervantes, Sterne se permite ser un escritor libérrimo y hedonista. No se niega nada. Es capaz de saltarse las convenciones pasadas y hasta las futuras haciendo esperar a su protagonista cuatro volúmenes para permitirle nacer. Se equivocó Samuel Johnson cuando le reprochó su originalidad: «Nothing odd will do for long». Pero ese es uno de los mayores méritos de Sterne: adelantarse a la concepción caleidoscópica de la literatura que vendría después. Bienvenido Mr. Shandy, profeta de todos los Leopold Bloom.
El doctor Jonhson —que también pasaría a la posteridad convertido en personaje— supo ver la extravagancia en la obra ajena sin reparar en sus propias excentricidades. Como si fuera normal mutar hasta hacer de la vida propia un artefacto literario. Quizá no sospechaba que su fiel amigo Boswell le estaba convirtiendo en el mejor ejemplo de biografía en lengua inglesa.
Pero no fue Johnson —o Boswell— el pionero en el arte de inventarse a sí mismo para cobrar mayor realidad. El juego de la crisálida de letras y frases ya había sido puesto en práctica por Daniel Defoe. Bien se le podría atribuir el descubrimiento del nuevo periodismo o el del flâneur. Eso es su Diario del año de la peste: la crónica de un paseante misteriosamente inmunizado en un Londres atravesado por la muerte. Defoe dejó dos arquetipos del superviviente: el del periodista que se sobrepone al mal porque tiene que contarlo y el del náufrago que vence a la adversidad gracias a su inteligencia. O a su suerte.
«Si no se habla de una cosa es como si nunca hubiera existido. Solo la expresión confiere realidad a la vida». Lo dijo Oscar Wilde, que dotó de esa vida a unos seres que nunca parecieron construidos con palabras. Como su Dorian Gray —anticipo de las aberraciones igualitarias en nombre de la belleza que los bisturís ejecutarían sobre las caras de las generaciones posteriores—. O Lord Henry Wotton, dueño de otro bisturí, este verbal, heredero directo del de su padre literario. Aunque a Wilde le quedó la pesadumbre inmensa de no poder materializar con el lenguaje lo único que de verdad le importaba: su pasión prohibida por el efebo Bosie. El amor que no podía existir porque no se podía contar.
Solo la expresión confiere realidad a esa isla que tenemos que imaginar porque no puede ser conquistada. Britania necesita contarse su propia historia porque nadie se la va a contar desde fuera. Britania se inventa. Se escribe para justificarse. Se convierte en espejo de su propios sueños. Y al mirarse descubre que quiere ser como sus ficciones. Que entre sus sesenta y cuatro millones de habitantes de carne y hueso existen otros de metáfora y letra. Quizá más reales. Seguro menos fugaces. Alicia y el Conejo Blanco. Peter Pan y Wendy. Robin y Marian. El rey Arturo y Lancelot. El padre de Tristram Shandy, el padre Brown, el hombre que fue Jueves, el que fue Viernes y Robinson Crusoe. Jack Aubrey y Jack el Destripador, Mr. Darcy y Mr. Hyde, el doctor Who y el doctor Watson, James Boswell y James Bond, Jane Marple y Jane Eyre. El Monstruo del lago Ness, el monstruo Scrooge y el monstruo Dorian Gray. Y el monstruo Wilde escondiéndose en su personaje. Y Carroll. Y Orwell. Y Shakespeare, el inventor supremo de todo.
Todos revoloteando en su mundo más real que el mundo. Un mundo como una isla. El otro Reino Unido. El imaginado. El que no está en los mapas. El que está en todos.
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Un texto sublime, que resume una literatura (la británica) que sorprendió siempre al mundo… pero… Merkel no aceptará menos de sesenta mil millones de euros.
Conan Doyle no se hizo espiritista por la muerte de su hijo. En realidad, su conversión al espiritismo se produjo cuando aún era joven, tras comprobar que algunos grandes científicos de la época, como por ejemplo el biólogo A. R. Wallace o el químico W. Crookes, eran devotos espiritistas.
http://magonia.com/2014/07/24/arthur-conan-doyle-el-campeon-del-espiritismo/
Fabuloso articulo.
A esto le llamaría yo » Turismo literario «. Excelente articulo.
Excelente articulo, que me ha puesto de relieve lo que siempre ha estado ahí y sobre lo que nunca había reparado lo suficiente: la enorme riqueza de la literatura inglesa en imaginación poética, de carácter básicamente infantil, comparada con otras (francesa, española…), tan tristemente realistas.