En algún punto indeterminado entre los dos y tres segundos de títulos de crédito del capítulo final de una última temporada, surge en la mente de todo espectador contemporáneo la misma pregunta: «¿Y ahora qué serie veo?». Creado el hábito, la cuestión es dónde conseguir la siguiente dosis. Convertidas en objeto de culto y señas de identidad, uno ya las sigue como se sigue a un profeta o a su calabaza, analizando cada episodio, buscando significados y especulando con el desenlace. Pero no siempre fue así. Series ha habido desde que se inventó la televisión y algunas llegaron a ser muy populares, aunque el momento en que se convirtieron en un fenómeno de hipnosis colectiva y fetiche cultural a reivindicar, el punto de inflexión en que, en definitiva, las series empezaron a verse como las vemos ahora, tan en serio, me atrevería a situarlo en un título en concreto: Twin Peaks. La trama giraba en torno a la investigación de un asesinato, algo que no era desde luego la primera vez que se veía en televisión. Lo que la hizo diferente fue su estilo, esa atmósfera surrealista y misteriosa, salpicada de detalles que nos desconcertaban, que debían tener un sentido que se nos escapaba y que terminaría apareciendo en algún episodio posterior (no estábamos escarmentados por entonces ante ese recurso…). La serie logró convertirse en un tema de conversación recurrente —algo especialmente meritorio en una época en que aún no existían foros y redes sociales— y abrió el camino a otras series icónicas, de manera que el próximo mes de mayo cerrará el círculo con su regreso, veinticinco años después, en lo que promete ser el estreno televisivo de la temporada, pues más allá de ser un simple refrito ya en su día Laura Palmer convocó al agente Cooper para estas fechas. Y vuelve de la mano del mismo creador, porque otro distintivo que trajo consigo fue su condición de serie de autor, cuyo nombre desplazaba incluso a los actores protagonistas: David Lynch.
Pero no será de ese reestreno de lo que queremos hablar sino de otro que aprovechando esta ola llega el próximo viernes, David Lynch: The Art Life, un documental en torno a la figura de tan singular cineasta. Remite en primer lugar a El sol del membrillo, de Víctor Erice, pues no se centra en su faceta como director sino en la de pintor, que es a juzgar por lo que cuenta su vocación genuina, lo que siempre ha sido íntimamente y su seña de identidad si tuviera que presentarse ante un desconocido. Inspirado por la obra de artistas como Duchamp, Magritte o Bacon, sus cuadros a menudo en relieve, a medio camino entre la pintura y la escultura, resultan perturbadores, violentos, una ventana por la que asomarnos a una mente que diríamos trastornada o que parece habitar en una dimensión paralela. De manera que conocer al Lynch pintor es también acercarnos al cineasta: «Todas mis películas son acerca de mundos extraños, mundos a los que nunca podrías ir a menos que los construyas y los reproduzcas en una película. Eso es lo que verdad me importa de las películas a mí: ir a mundos cada vez más extraños». Así que el documental-entrevista comienza con él relatándonos sus primeros años, acompañándose de fotografías y vídeos caseros que nos muestran a una familia feliz digna de Aquellos maravillosos años en un suburbio americano cualquiera de los años cincuenta y sesenta. No es la infancia que nos esperábamos de alguien así… o tal vez sea precisamente la clave para entender su obra.
Al llegar a la adolescencia siente una repentina llamada por el arte, que hará de él una persona crecientemente obsesiva, enfrentado al mundo, y que lo llevará a trasladarse a Filadelfia para ingresar en la facultad de arte. Una ciudad por entonces decadente, industrial, hostil, repleta de criminales y perturbados (o así la percibió él por entonces) que imprimiría una profunda huella en su espíritu que no cuesta reconocer en la película que lo lanzaría a la fama. Nada menos que ocho nominaciones a los Óscar logró El hombre elefante, aunque finalmente no se llevó ninguno. Poco importa, pues ese retrato en blanco y negro de la vida de Joseph Merrick alcanzó de inmediato la condición de clásico y treinta y siete años después está más presente en nuestra memoria que cualquiera de los estrenos de hace un par de años. La adoración del protagonista por esa madre tan idealizada era una forma de expresar la nostalgia de una infancia en que supo lo que era ser amado, un recuerdo al que se aferraba ahora ya convertido en un monstruo, primero exhibido en un circo y luego en una sociedad científica. No es difícil encontrar ahí cierta identificación de Lynch con la trayectoria vital del protagonista.
Tras esta película llegó en 1984 llegó el fiasco de Dune; en principio la ciencia ficción parece el género ideal para una imaginación tan desbordante como la suya, el problema estuvo en la estructura de la narración. Adaptar al cine una novela requiere una gran capacidad de síntesis, ser capaz de podar el suficiente número de subtramas para contar en poco más de dos horas lo fundamental, sin defraudar a los fans ni confundir a los no iniciados. Lamentablemente no logró ninguna de las dos cosas, con una historia que se le fue de las manos hasta llegar a las ocho horas de duración, luego montada en una versión de tres horas para los cines que se convirtió en un batiburrillo incomprensible. Fue un fracaso en taquilla y un duro golpe a su trayectoria cinematográfica, del que afortunadamente pudo recuperarse en 1986 con Terciopelo azul. Esta historia nos presentaba a un joven un tanto ingenuo, perfectamente anodino, que un día descubre una oreja en el suelo que le llevará a iniciarse en un mundo de criminalidad y desórdenes mentales variados. De nuevo Lynch nos hablaba de sí mismo con ese simbolismo al que es tan aficionado y que deja abiertas diversas interpretaciones al espectador. Como dijo en cierta ocasión: «Hay gente a la que le gustan las películas que se entienden y hay gente a la que le gustan las películas que dejan espacio para que el espectador sueñe. A mí me gustan las que permiten soñar. La comprensión intelectual no tiene más importancia que la posibilidad de sumergirse en cada escena separadamente. Me encanta enamorarme de una idea y ver cómo se transforma en cine, qué va haciendo con esa idea el proceso de filmación».
No es de extrañar su afición por los cortometrajes, con los que inicialmente dio el salto de la pintura a la imagen en movimiento (The Alphabet, The Grandmother) y que continuó tras Terciopelo azul con The Cowboy and the Frenchman, en el que incide en ese humor absurdo que le caracteriza, como vemos en esta escena. A continuación llegó otra adaptación de una novela aunque esta vez con más fortuna, Corazón salvaje, la mencionada Twin Peaks, Carretera perdida, Una historia verdadera y la que probablemente sea su película más recordada, la que más fascinación y quebraderos de cabeza ha causado a la audiencia, Mulholland Drive. Cuando la estrenó en 2002 tenía enfrente a un público resabiado que ya se conocía trucos de guion como «el arma de Chéjov», es decir, aquello de mostrar primero un objeto, escena o frase que más adelante, ya en el desenlace, será mostrada de nuevo para que en la mente del espectador se cierre el círculo y todo adquiera sentido. Así que Lynch fue un paso más allá y llenó la historia de pistas… que no había forma humana de encajarlas, aunque uno en todo momento tenía la impresión de estar a punto de entender lo que le estaban contado. Era un constante juego con el espectador en el que el director siempre lograba estar un paso por delante (merece la pena ver este análisis de una de sus escenas) aderezado, como es habitual en su cine, con una gran banda sonora, toques surrealistas y secuencias de gran fuerza visual. Tras esta obra llegó Inland Empire, que gozó de una menor aceptación, varios cortometrajes a cada cual más extraño, la inminente secuela de Twin Peaks y ahora este documental del que es protagonista absoluto. Recomendable para aquellos que estén interesados en su obra como pintor y para quienes quieran conocer mejor esa etapa de su vida, entre la adolescencia y el rodaje de su primer largometraje, Cabeza borradora, en la que Lynch forjó esa manera suya tan particular de ver el mundo.
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Creo que viendo Cabeza borradora no sería ya necesario leer este artículo.
A mí Dune (con todos sus defectos) me gusta mucho; y me encantaría ver la versión de ocho horas, que repartida en 16 capítulos de media hora bien podría venderse como serie para televisión.
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Lo he pensado muchas veces, hace falta mucho arrojo para que tu ópera prima sea nada menos que un artefacto como….Cabeza Borradora!!!