¿Te imaginas a un juez vestido de amarillo?, ¿o a un árbitro de fútbol de rosa? Seguramente te costará hacerlo y no será solo por la costumbre de verlos siempre vestidos de negro. Los colores tienen un significado y en cada cultura van asociados a unos valores y unas ideas muy concretas. Por eso, tampoco sería lo mismo que los Rolling Stones quisieran pintarlo todo de azul celeste: «I look inside myself / and see my heart is black / no colors anymore / I want them to turn black». Como nos dice Eva Heller, en el caso de los árbitros y los jueces, su ropa negra nos transmite autoridad; pero el negro, además, lo asociamos a otros muchos conceptos, como la muerte, la tristeza, la austeridad o la elegancia. Sin embargo, esto no siempre ha sido así, ya que las ideas a las que vinculamos los colores han ido evolucionando a lo largo de la historia.
El negro como símbolo del mal, nos dice Michel Pastoureau, arraiga con fuerza en nuestra cultura a través del cristianismo. En la Biblia podemos encontrar algunas alusiones a esta simbología que, en una visión maniquea, se opone al blanco como símbolo del bien y de lo positivo. Evidentemente, en la Biblia no hablan del color negro tal cual, sino que más bien son «las cosas negras» las que están asociadas a ideas negativas. A pesar de que a nosotros seguramente nos parezca que no puede ser de otra manera, no en todas las culturas ha sido así. Por poner un ejemplo, en Egipto el negro iba asociado a la idea de fertilidad y, aunque también era el color de los dioses de la muerte, lo era por su vinculación a la idea de la resurrección.
Pero volvamos a la Biblia. Ya en el Génesis vemos surgir esta simbología y cómo las tinieblas (la oscuridad y el caos) son lo que precede a la creación (la luz y la vida): «La tierra era caos y confusión: oscuridad cubría el abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad». Una idea semejante se trasluce de la oposición entre el cuervo (negro) y la paloma (blanca) en la historia de Noé: «Al cabo de cuarenta días, abrió Noé la ventana que había hecho en el arca y soltó al cuervo —como veremos, no será un animal muy apreciado en el cristianismo—, que estuvo saliendo y volviendo hasta que se secaron las aguas sobre la tierra. Después soltó a la paloma —que, entre otras cosas, será símbolo del Espíritu Santo—, para ver si habían menguado ya las aguas de la superficie terrestre. La paloma, no hallando donde posar el pie, tornó donde él […]. Esperó otros siete días y volvió a soltar la paloma fuera del arca. La paloma regresó al atardecer trayendo en el pico un ramo verde de olivo…».
A partir del año 1000 esta idea del negro como color del mal en general, y del maligno en particular, ganará mucha fuerza y pasará a ser un color denostado. Esta simbología queda reflejada en toda la iconografía del románico y del gótico, estilos en los que vemos circular incesantemente a un diablo negro y a su séquito de demonios también negros. Pero la simbología no se queda en la pintura, sino que otros atributos negros (o de otros colores oscuros) se convierten en símbolo del pecador y del diablo. De este modo ocurre, por ejemplo, con los ropajes oscuros. Tan solo los monjes benedictinos mantienen su hábitos negros, lo cual no estuvo exento de polémica y fue tema de enfrentamiento recurrente con los monjes cistercienses (monjes blancos): mientras los primeros veían en el negro un color humilde, los segundos veían un símbolo del diablo y del pecado.
Si la ropa negra ya era símbolo demoníaco, cómo no lo iba a ser la piel oscura. Así lo vemos en las descripciones que Hildegarda de Bingen (siglo XII) hace de sus frecuentes visiones. En su obra Scivias, cuenta cómo se le apareció la figura de un hombre, brillante como una llama, rodeado de niños negros que «se arrastraban por la tierra como los peces se deslizan por el agua». A cada uno de los niños, el hombre le quitaba la piel negra y la lanzaba lejos, fuera de su camino; después los vestía con una túnica blanca y luminosa y les decía: «Quítate este viejo harapo de pecador, y revístete, para renovarte, de esta ropa santa…».
Y como los humanos, los animales que visten de negro tampoco salen muy bien parados. Osos, jabalís o gatos de piel negra (u oscura) serán vistos como animales cruentos, violentos, poco fiables… en definitiva, diabólicos. Seguramente el peor parado de todos es el cuervo, quizás por su plumaje profundamente negro. El Bestiario de Aberdeen (siglo XII), en una de las interpretaciones que hace de este animal, nos dice: «En su libro de Etimologías, san Isidoro dice que el cuervo saca los ojos de los cadáveres en primer lugar, igual que el diablo destruye la capacidad de juicio de los hombres carnales, y procede a extraer el cerebro a través del ojo. El cuervo extrae el cerebro a través del ojo, al igual que el diablo, una vez destruida nuestra capacidad de juicio, destruye nuestras facultades mentales. Por otra parte, puede interpretarse que el cuervo representa a un pecador, ya que está ataviado, por así decir, con el plumaje oscuro del pecado».
Teniendo esto en cuenta, si ahora nos diéramos una vuelta por un museo y viéramos alguna de las frecuentes representaciones de la Virgen en las que aparece con un manto negro, nos desconcertaría bastante. Lógicamente, en este caso no se trata de un símbolo del pecado. El negro, como todos los colores, tiene una simbología variada y aquí es una señal de duelo por la muerte de su hijo: los que se quedan visten colores oscuros por la muerte terrenal de un ser querido, mientras que quienes se van son envueltos en una mortaja blanca como símbolo de resurrección. Por eso, antes de que se impusiera el azul en el manto de la Virgen en el siglo XII, es normal verla vestida de negro.
Será a lo largo del siglo XIII cuando comience a darse un cambio en el uso y significado del negro y este empiece a abandonar sus connotaciones negativas. Esto se produce, en parte, gracias a la generalización de su uso en la heráldica como un color más. El cambio también llegará a la vestimenta, ya que en esta época se pusieron de moda las pieles de marta cibelina. Llegada de Rusia y Polonia, esta piel fue la más cara de todas y se caracterizaba por su profundo y bello negro.
En el Roman de la Rose (s. XIII) podemos ver cómo Pigmalión la usa para vestir ricamente a su amada estatua: «A su imagen viste de muchas maneras, / poniéndole trajes muy bien acabados / y confeccionados de lana o de seda, / o bien de escarlata o de piel de sobada, / o de otros tejidos que van adornados / de colores frescos, finos y suaves, / y bien adornados con pieles muy ricas / de armiño, gineta, marta cibelina».
Hay que tener en cuenta que, aunque hemos estado hablando de ropajes negros, en verdad nunca eran del todo negros, pues las técnicas de teñido existentes hasta el momento hacían imposible su obtención. En la ropa (pero no en pintura, donde el negro sí era negro) normalmente se trataba más bien de colores muy oscuros, siempre con matices marrones, azules o morados. Teñir de negro entonces era muy complicado y solía dar muy malos resultados, ya que el color nunca era ni luminoso ni uniforme. De este modo, podemos comprender que una piel negra de verdad se convirtiera en un producto de lujo.
De obtener estos colores se encargaban los tintoreros, cuyo oficio durante la Edad Media estaba profundamente regulado. No solo es que hubiese que tener licencia para teñir, sino que esta licencia solo permitía hacerlo de unos determinados colores, sobre unos determinados materiales y, a veces, solo con un determinado tinte. Así, no era el mismo artesano el encargado de teñir de azul o de rojo, ni era el mismo el que teñía la seda o la lana, incluso podía ser que no fuera el mismo artesano el encargado de teñir de un mismo color según la materia que emplease. Todo esto dependía, en última instancia, de la regulación propia de cada ciudad, pero lo que sí es cierto es que la profesión siempre tenía que ceñirse a una normativa muy estricta.
En el caso del negro, el color se obtenía de la corteza, frutos o raíces de diferentes plantas: el aliso, el nogal, el castaño y el roble. Pero ninguno de estos materiales da negro puro, solo colores muy oscuros al final de sucesivos baños del paño (el mejor resultado lo daba la agalla de roble, pero era un producto muy caro y hacían falta grandes cantidades para obtener un poco de materia colorante). Existían algunas técnicas que permitían mejorar los resultados, como la molada, que consistía en mezclar limaduras de hierro con vinagre. El problema es que esta técnica dañaba mucho los tejidos y por eso no estaba bien visto su uso. Normalmente lo que hacían era aplicar la molada tras un teñido con otro color para oscurecer el resultado. Otra técnica consistía en teñir primero el paño de azul o rojo y, sobre este color, aplicar el tinte negro. Por supuesto, también había quien aprovechaba para defraudar y aplicaba el negro de humo o carbón vegetal que, aunque da un negro muy intenso, no es nada duradero.
En las ordenanzas y normativas de la época podemos apreciar que los conflictos con los tintoreros debían de ser bastante frecuentes. Así lo vemos en una normativa de Murcia de principios del siglo XV: «… por cuanto fue dicho que muchas personas que llevan a teñir algunos paños a los tintoreros para que los hagan del color que cada uno demanda, y cuando los señores de dichos paños van a ver al tinto los dichos paños hallan que no llegan a los colores que los señores de dichos paños demandan […] y dicen que ellos pagan del dicho color y que quiere pagar por el color que el dicho paño tiene».
A pesar de todas las dificultades técnicas para obtener un negro de calidad, a partir de mediados del siglo XIV los ropajes negros empezaron a ponerse de moda. Este cambio fue motivado por varios factores. En un principio y siguiendo la tendencia de los monjes de hábito negro, los magistrados, juristas y profesores universitarios empiezan a vestir de este color en la búsqueda de una austeridad que resalte su autoridad.
Más tarde, el uso del negro se extendió entre la clase burguesa como reacción a unas leyes suntuarias que intentaban regularizar férreamente los códigos sociales. Así lo vemos en la Pragmática de los Reyes Católicos de 1594: «… a todos es notorio, cuanto de poco tiempo a esta parte todos estados, y procesiones de personas, nuestros súbditos naturales se han desmedido y desordenado en sus ropas y trajes, y guarniciones, y jaeces, no midiendo sus gastos cada uno con su estado, ni con su manera de vivir». En estas nuevas leyes, el uso de los colores más lujosos y vistosos quedaba reservado a la clase aristocrática. La burguesía, que ya acumulaba una gran riqueza —a veces incluso más que la nobleza—, ve en el negro la posibilidad de llevar trajes ricos que no contravinieran las leyes.
Esta mayor demanda de ropajes negros por parte de la burguesía tuvo consecuencias directas en la técnica de teñido: ahora los tintoreros se veían obligados a buscar métodos que les permitieran ofrecer los bellos negros que su exigente clientela les demandaba. Sin embargo, la verdadera revolución no llegaría hasta el descubrimiento de América y, en ella, del palo campeche, un árbol cuya madera tiñe la seda de un intenso negro azulado. Al ser un producto importado, este tinte tenía un costo elevado, por lo que quedó como un producto de lujo, mientras el hermoso negro que daba se convirtió en símbolo de estatus.
Poco a poco, esta moda del negro que había empezado entre la clase burguesa dio el salto a la aristocracia. Primero fue en el norte de Italia, después en la corte francesa y, finalmente, la adoptó el duque de Borgoña Felipe el Bueno (1396-1467), quien extendería la tendencia por toda Europa. Baldassare Castiglione, en su obra El cortesano (1528), no duda en recomendar su uso: «… me parece que tiene más gracia y autoridad el vestido negro que el de otra color y ya que no ser negro, sea a lo menos oscuro. Esto entiéndese del vestir ordinario; que para sobre armas no hay duda sino que están mejor las colores alegres y vistosas […]. También han de ser así en las fiestas, en los juegos de cañas, en las máscaras y en semejantes cosas […]; pero en lo demás querría que mostrasen el sosiego y la gravedad de la nación española; porque lo de fuera muchas veces da señal de lo dentro».
Posteriormente —como menciona el texto— la corte española de los Habsburgo heredó esta moda y fue quien la mantuvo vigente hasta el siglo XVII. Solo hay que darse un paseo por las galerías del Museo del Prado para observar en los cuadros de la época numerosos personajes vestidos con lujosos trajes negros, empezando por los propios reyes. Pero esta perdurabilidad de la moda del negro no fue solo una cuestión de estética, sino que influyó en gran parte la moral de la Reforma protestante y de la Contrarreforma católica.
Por un lado, los grandes pensadores del protestantismo declararon la guerra a los colores en todos los ámbitos de la vida, desde el ornato de los templos hasta las artes visuales, pasando, por supuesto, por el vestuario. El lujo en el vestir o los adornos son totalmente rechazados y en todo momento se aboga por una vestimenta sobria y discreta. Esto se traduce en una ropa de formas sencillas, sin accesorios y de colores oscuros; en resumen, austera y sombría.
Mientras, en el mundo católico, la Contrarreforma produjo un efecto parecido: aunque se seguía manteniendo el ornato y la pomposidad dentro de la iglesia, a los fieles se les pedía discreción y sobriedad. En el Concilio de Trento (sesión XXIV, capítulo XII) se solicita a los religiosos que «Traigan siempre, además de esto, vestido decente, así en la iglesia como fuera de ella: absténgase de monterías, y cazas ilícitas, bailes, tabernas y juegos; distinguiéndose con tal integridad de costumbres, que se les pueda llamar con razón el senado de la Iglesia».
Esta es una de las razones de que el negro perviviera en la corte española durante tanto tiempo, ya que, al mismo tiempo que era un color rico y lujoso, permitía a los cortesanos mostrarse con humildad y decoro. La vida en la corte de Felipe II se adaptó fielmente a los principios del Concilio de Trento y la moda colorida y variada de antaño se perdió a favor de una imagen mucho más moderada, no solo en el color, sino también en los cortes y las formas, que ocultaban todo el cuerpo. Y como el rey aparecía normalmente vestido de negro, el color se popularizó y se convirtió en el color característico de la moda española durante su reinado.
Así, de ser un color demoníaco y del pecado, el negro se convirtió en el más utilizado en la vestimenta masculina europea hasta el siglo XIX. Actualmente, como dice Gianni Versace: «El negro es la quintaesencia de la simplicidad y la elegancia».
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Pues el negro y el blanco eran mis colores favoritos cuando era joven pero ahora que me estoy haciendo mayorcito, al negro lo quiero bien lejos. Sí, porque encuentro que «hace viejo» y en cuanto al blanco lo noto demasiado cegador, casi como el amarillo rabioso. Me avengo mucho mejor con tonos terrosos, azules, grises, vainillas. ¡Ah y jamás de los jamases, llevar nada rojo, por favor!
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Bastante interesante. A mis 30 y porque me gusta pasar desapercibido prefiero colores ligeros, sin ornamentos, cosas lisas, sencillas.
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La Pragmática de los RRCC no pudo ser en 1594…
¡Gracias!