Uno ha de enfrentarse a la muerte sin miedo, sin rencores, en paz consigo mismo. Es el momento de rendir cuentas, de pagar peajes… no sé qué más palabrería barata utilizar. Pero seamos sinceros, a menudo no se cumplen ninguna de estas premisas: el miedo atenaza, el rencor lleva décadas consumiéndote y el fragmento de la paz te interesa mucho menos que el de la guerra cuando te lanzas a leer a Tolstói. En estas circunstancias, es habitual ver como los simples mortales acudimos a la literatura para intuir qué hay al otro lado del abismo, como si creyéramos que se puede cambiar así, tan fácilmente, la muerte real por la imaginaria, la muerte propia por la muerte de un ser literario (nótese cómo el autor utiliza con toda intención el término «simple mortal», en lugar de otros mucho más de su agrado como «simple vivaz» o cualquiera de similar carácter).
Pero volvamos por un momento a Tolstói porque siempre se vuelve a Tolstói cuando se trata de darle vueltas a esto de la muerte. Fan del barbudo como soy, no puedo evitarlo, me refugio en él cuando sufro una crisis existencial así, capaz de trasladarme a tan funesto tema de conversación. Porque si de no sucumbir a crisis existenciales se trata no hay nadie como las barbas del León para sujetarse. Perdón, decía que si juntas Tolstói más crisis existencial te aparece, rápido, una de sus obras maestras: La muerte de Ivan Ilich. No solo el título es ilustrativo, el texto lo es aún más. Dejemos que sea uno de sus párrafos el que lo demuestre:
El sencillo hecho de enterarse de la muerte de un allegado suscitaba en los presentes, como siempre ocurre, una sensación de complacencia, a saber: el muerto es él; no soy yo. Cada uno de ellos pensaba o sentía: pues sí, él ha muerto, pero yo estoy vivo.
(La muerte de Ivan Ilich)
Pues eso, que adoramos leer cosas de muertos porque así descubrimos que la vida sigue. A mí me gusta pensar también que algo trasciende cuando nos imaginamos muertos. Es decir, creemos que algo de lo que fuimos se queda flotando después de. Por tanto, al imaginar cómo la pálida dama acaba con nosotros, dos mecanismos saltan en nuestra mente: primero, aún no ha llegado el momento, jódete; y después, ¿qué quedará de mí cuando me haya largado? Es en este punto donde el poeta explota todo su potencial, pues debe recrear el ambiente que envuelve al cadáver y, además, hacernos creer que hay algo que trasciende a un hecho tan definitivo. Aquí permítanme abandonar la literatura rusa para viajar hasta la nuestra, la hispánica, mucho más necrofílica y aciaga. No puedo evitar acordarme de don Francisco de Quevedo y Villegas, el maestro de la recreación, cuando en uno de sus célebres sonetos nos lo dejó claro:
Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.
(«Amor constante más allá de la muerte»)
Sinonimias aparte, lo más interesante del terceto es la palabra «polvo». Ahí se encuentra Quevedo, olvidando su estatus de poeta legendario, convertido en el deshecho de algo que un día fue sólido. El maestro de la literatura barroca es ahora simple ceniza, barrida por un cepillo cualquiera, arrojada al cubo de la basura del olvido. Nadie, don Francisco, se acuerda nunca de la basura, pero gracias por dejarnos claro que, al menos, seremos basura sensible. Es importante este punto: sensible, es decir, algo hay y no es la nada. Porque este texto se escribe para reflejar el pavor que le tenemos al óbito, a la «postrera sombra», por seguir en términos quevedianos, y cuando un cráneo previlegiado como este nos confiesa que el salto al abismo no es en balde, una pizca de consuelo nos ofrece. Quería detenerme también en el «miedo», palabra que ya ha cruzado por el texto. ¿Puede el miedo producir literatura? En mi opinión, no solo produce literatura sino que además produce la mejor literatura. Muchos siglos después del polvo quevediano, cuando los puentes entre Hispanoamérica y Europa empezaban a reconstruirse, un príncipe nicaragüense le puso las palabras más dilatadas y cursis a los hechos más cotidianos. Respondía al nombre de Rubén Darío, y ya en sus últimos días vivía constantemente amenazado por la autodestrucción. En ese contexto, se sacó de la pluma uno de los poemas que con mayor elegancia planeó sobre la muerte. Un canto al miedo. Una oda al terror moribundo.
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!
(«Lo fatal»)
¿Adónde vamos? He aquí el gran dilema. Lejos de la trascendencia quevediana o del terror modernista, hay quien se enfrenta a la pregunta con absoluta indiferencia. Vaya por delante que el abajo firmante prefiere regocijarse en la sensibilidad post mortem que sugirió el Barroco o divertirse viendo cómo Tolstói decide que tal o cual personaje abandona este mundo antes que yo. Pero, a pesar de todo, es muy interesante comprobar cómo algunos de estos protagonistas literarios (al fin y al cabo, dentro de este texto es tan personaje Rubén Darío como Iván Ilich) encaran el final sin más preocupación que el color de los zapatos con el que habrán de retirarse. En este plano, el maestro es Albert Camus. Quizá las tabernas parisinas que animaron la decadencia de Darío alumbraran más tarde el camino nihilista que trazó Albert Camus, quién puede saberlo. Lo importante es que ante la angustia dariniana, Albert transmite un mensaje de completo pasotismo: la muerte importa lo mismo que la vida, es decir, nada. En El extranjero, lo deja claro desde su primera sentencia («Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé»). Toda la obra es el ninguneo constante hacia la conclusión, como si el protagonista se hubiera propuesto asesinar al segundero:
Estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta verdad, tanto como ella me poseía a mí.
(El extranjero)
Pero volvamos de nuevo a nuestra literatura hispánica, pues por algún párrafo ha cruzado una acusación muy grave: «necrofílica» (según el DRAE, necrofilia: atracción por la muerte o por alguno de sus aspectos). ¿Qué por qué digo esto? Échenle un vistazo al siglo XX. ¿Que Kafka o algún otro mezclan lo cotidiano y lo fantástico sin despeinarse? Pues aparece Rulfo y monta un pueblo plagado de cadáveres elegantes en el México más oscuro. ¿Que Joyce se empeña en jugar con el monólogo hasta abusar de él, violarlo y elevarlo a los altares de la novela? Pues llega Delibes y se marca un diálogo de cinco horas entre Carmen y su marido muerto, el pobre Mario. ¿Que los beat ponen de moda la novela de viajes con En el camino? Nada, que te coge Bolaño y te monta un novelón con poetas y pícaros donde la muerte parece ser esperada con los brazos abiertos hasta la última página.
El pueblo de Villaviciosa es un pueblo de fantasmas. El pueblo de asesinos perdidos del norte de México, el reflejo más fiel de Aztlán, dijo Lima. No lo sé. Más bien es un pueblo de gente cansada o aburrida.
(Los detectives salvajes)
Egoísmo, trascendencia, miedo, indiferencia, necrofilia… Todos sentimientos asociados a esta muerte que nos persigue, a este viento de cola que nos azota. Me gustaría pensar que el tacto de la guadaña no merece la atención suficiente como para guiar por la orilla narrativa a gran parte de las obras maestras de la literatura, pero lo cierto es que por más que lo intento con ella me topo, da igual fábula neoclásica o copla manriqueña, reflexión barroca o vanguardia del XXI. Me gustaría, incluso, pensar que la parca no merece un artículo completo, pero aquí me tienen, utilizando mil quinientas palabras para justificar mis miedos. Pero ¿qué podemos esperar de nuestra triste prosa si hasta la mayor obra jamás ideada, el Quijote, tiene como desembocadura la muerte? Es nuestro sino, fabulemos mientras se pueda. O mejor, sonriamos. Puede esperarnos al otro lado de la esquina.
Los de hasta aquí —replicó don Quijote—, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa: déjense burlas aparte y tráiganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como este no se ha de burlar el hombre con el alma.
(Don Quijote de la Mancha)
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¡Gracias!